lunes, 2 de octubre de 2023

Claudio Zuchovicki* ..ANALIZA


Sin el incentivo correcto, los cambios no sucederán
Claudio Zuchovicki*

Los riesgos de hacer las cosas a destiempo, o de directamente no hacerlas y esperar un milagro, según la visión de Zuchovicki.
Siempre resulta interesante preguntarse por qué uno hace lo que hace. ¿Por dinero? ¿Por prestigio? ¿En busca de un afecto? ¿Por poder?
Todos sabemos que invertimos el recurso más escaso del mundo: el tiempo. Y que no hay paga suficiente que logre volver el reloj atrás. Por eso, el manejo del tiempo y del momento en que uno toma una decisión es tan relevante como la propia decisión.
En los mercados financieros, cuando no sabemos lo que va a pasar (es decir, casi siempre) trabajamos con probabilidad de ocurrencia de los distintos escenarios, para ayudarnos en la toma decisiones.
Hay probabilidades de ocurrencia que son lineales y que aumentan siempre en forma predecible; por ejemplo, que ya no estemos más en esta vida: todos los días esa probabilidad crece, y cada día falta un día menos para que este evento suceda.
Sin embargo, hay probabilidades que son logarítmicas y que tienen un momento en que ocurría el hecho, y si un evento no sucede en un lapso, ya no va a suceder. Por ejemplo, estadísticamente se sabe que, en promedio, un fruto lleva 10 semanas en madurar; entonces, en la semana siete o en la semana ocho y, quizás en la nueve, estaremos transitando el tiempo de mayor expectativa de que ese proceso ocurra. Pero si en la semana 12 o en la 13 seguimos esperando, lo que esperamos es un milagro.
Mi columna de esta semana pretende demostrar que si hacemos las cosas a destiempo, o si solo estamos esperando un milagro, es que no estamos haciendo las cosas bien.
Les cuento dos ejemplos. El primero es el de Marty Mcfly, interpretado por Michael Fox en la película Volver al Futuro, intentando interpretar un gran éxito musical de su mundo presente en un tiempo diferente (30 años atrás), sin lograr ser entendido ni aceptado.
Soñar sin perder el rumbo
El segundo caso transcurre en una remota montaña de la India, donde vivía un brahmán llamado Savarakipana. Cierto día, recibió una gran cantidad de arroz y, una vez que terminó de cenar, aún le quedó suficiente para el día siguiente. Para que no se fuera a estropear, lo guardó en una olla de barro que colgó de un clavo en la pared, encima de su cama. Una vez que se fue a dormir, el brahmán no podía conciliar el sueño, pensando en la olla de arroz. Recordó que el año anterior, por una gran hambruna, la comida había alcanzado altos precios. “Si ahora reinase de nuevo el hambre en el país –se dijo– podría obtener fácilmente cien rupias por ese puchero de arroz, con las cuales no me sería difícil comprar una pareja de cabras, macho y hembra. Ellas me darían cabritas cada seis meses, por lo que en pocos años ya tendría un gran rebaño. Luego, vendería las cabras y, con ese dinero, podría comprar un toro y una vaca. Con el producto de los terneros que ellos me darían tendría el dinero suficiente para adquirir una pareja de caballos. Por supuesto, cuando venda los potros, ya sería un hombre rico. Siendo rico, me compraría una gran casa, a la cual invitaría al gobernador. Él quedaría impresionado por mi hermosa propiedad y no dudaría en concederme la mano de su hija, entregando una dote generosa. No mucho después tendríamos un hijo, a quien pondríamos Somasarman por nombre. Una vez que mi hijo sea lo suficientemente grande como para balancearlo sobre mis rodillas...”
Justo en ese momento, dejándose llevar por el entusiasmo, el brahmán levantó bruscamente una pierna y golpeó la olla, la cual voló por los aires, y su contenido cayó sobre él, quedando cubierto por el arroz de pies a cabeza.
Moraleja: es muy estimulante y productivo soñar con un futuro mejor, pero si perdemos el rumbo de la realidad, en lugar de lograr ese futuro deseado, seguramente estropearemos la comida de hoy. Por eso, para mí es importantísimo que estén los incentivos adecuados y alcanzables para lograr los objetivos deseados como sociedad.
Si aquellos que se esfuerzan, estudian, trabajan, ayudan, ahorran e invierten perciben que no tiene sentido hacer todo eso porque no reciben la recompensa que los reconforte, es probable que dejen de innovar, de producir, de esforzarse, en fin, de progresar.
Si un jubilado aportó 45 años una parte de su salario, y termina cobrando lo mismo que aquel que no aportó casi nunca, eso incentiva a los nuevos aportantes a dejar de hacerlo.
Si un médico con una carrera de esfuerzo constante, siempre al servicio del prójimo, termina cobrando menos que el burócrata que le autoriza una receta, eso incentivaremos a una sociedad sin médicos y llena de burócratas.
Uno de los principales problemas por los cuales muchos comerciantes no piensan en crecer es la inseguridad. Los robos constantes obligan a reponer continuamente los artículos robados para satisfacer la demanda de los clientes.
¿Cómo hará frente a este déficit un comercio? ¿Contratará seguridad privada?, ¿Trasladará el costo, aumentando el valor de todos los productos? ¿O simplemente se resignará y cerrará? No tener seguridad o no castigar el delito es un incentivo perverso.
Si un dirigente le saca a Marcos para darle algo a Juan, no está siendo caritativo. Marcos, que no tuvo elección en la decisión, pierde el incentivo de generar más si percibe que alguien se lo va a quitar. ¿No se tendría que admitir que las que más impuestos pagan son personas más caritativas que las que están en la dirigencia de turno?
Es muy importante saber si el fruto de nuestro esfuerzo le es útil o hace feliz a alguien. Esto nos hace sentir que “trascendemos”. Distinto es saber que el esfuerzo no es valorado o que, simplemente, somos un eslabón en un proceso. En ese caso, aunque nos paguen un salario, solamente percibimos que “perduramos”. Un salario o un honorario paga, pero no necesariamente motiva a quienes realizan las tareas.
¿Acaso no es más reconfortante merecer lo que uno desea e intentar obtenerlo por mérito propio?
Que no se valore el esfuerzo es lo que se llama tener los incentivos incorrectos.
Imagínense a un ahorrista que, como buen ciudadano, financió el déficit fiscal argentino comprando bonos. Y a otro que prefirió ahorrar en dólares, financiando el déficit estadounidense. ¿A quién le va mejor? Si al que ahorra en la Argentina se le aplicaron quitas de capital y se le cobraron impuestos por esos bonos, mientras que, al FMI, al Club de París y a los fondos buitres les pagamos hasta con punitorios, hay más incentivo a ser un buitre que un ahorrista. Es más: casi ningún político argentino ahorra en bonos locales. Qué paradoja: es como si no confiaran en el poder de gestión de ellos mismos. Esto se llama tener los incentivos incorrectos.
Los límites del Estado
Hay un principio económico que ningún gobierno pudo vencer, ni los dictadores ni los populistas, ni los de izquierda ni los de derecha. Este principio dice: “Un estado puede controlar el precio o la cantidad; nunca podrá controlar las dos cosas a la vez”. Si un Estado regula el precio, el mercado fija la cantidad.
Un gobierno puede obligar a un artista a vender todas sus obras, pero nunca podrá obligarlo a crear nuevas.
Cuando le pusimos un precio máximo a la carne, nos quedamos sin vacas. Cuando le pusimos un precio máximo a la energía, nos quedamos sin luz. Cuando le pusimos un precio máximo al dólar, nos quedamos sin reservas. Cuando un país le pone precio a la libertad, sus habitantes se escapan como pueden.
La libertad de decisión es el mayor incentivo para una sociedad que quiere progresar. Esto se llama tener los incentivos correctos.
También el exceso de protección provoca malos incentivos. Al final de cuentas, las empresas se desarrollan, tal como ocurre con nuestros hijos. Si somos muy sobreprotectores (con las empresas o con los hijos) cuando crezcan no sabrán desarrollarse por sí solas o por sí solos ante los cambios de contextos. Y demandarán más protección, y eso será cada vez más perjudicial, sobre todo si en un momento ya no estamos como padres, o si el Estado se queda sin fondos para subsidios. Esto se llama tener los incentivos incorrectos.
“¿No se tendría que admitir que las que más impuestos pagan son personas más caritativas que las que están en la dirigencia de turno?”
“Un salario o un honorario paga, pero no necesariamente motiva; no valorar el esfuerzo es tener los incentivos incorrectos”

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