El mito del “gorila”: salió de un sketch humorístico y su uso como agresión puede ser seña de identidad o un estigma
Los Gorilas y el Peronismo...Alfredo Sábat
“El gorila es malo, no tiene sentimientos, es un rico egoísta que no quiere perder sus privilegios”; con prólogo de Juan José Sebreli y Marcelo Gioffré, el libro de Osvaldo Pérez Sammartino recorre la historia del término en la arena política
John Ford filmó en 1953 Mogambo, una historia que se desarrolla durante un safari en África, protagonizada por Clark Gable, Ava Gardner y Grace Kelly. La película se estrenó en Buenos Aires a principios de 1955 y tuvo mucha repercusión. En marzo de ese año, en La revista dislocada, uno de los programas de radio más populares de la época, se usó una frase de la película en un sketch, de la mano de su libretista, Aldo Cammarota. En Mogambo hay una escena en la que Grace Kelly oye un rugido y se asusta; Clark Gable, que encarnaba a un cazador, la tranquiliza: «Calma, deben ser los gorilas». En el sketch, un científico, cada vez que se oían ruidos de la selva, exclamaba: «Deben ser los gorilas, deben ser». La expresión se empleaba también en un «baión» (un género musical del nordeste de Brasil):
El domingo en la tribuna, un gordo se resbaló.
Si supieran la avalancha que por el gordo se armó.
Rodando por los tablones, hasta el suelo fue a parar.
Mientras todos los muchachos se pusieron a gritar:
deben ser los gorilas, deben ser, que andarán por allí;
deben ser los gorilas, deben ser, que andarán por aquí.
"El mito del gorila", de Osvaldo Pérez Sammartino (Ariel, $8500)
Aunque el sketch no tenía otro propósito que hacer una parodia bastante ingenua de una escena cinematográfica, una de sus palabras habría de adquirir una potencia política insospechada para aquel joven libretista. Durante ese año, la tensión en la Argentina era enorme y crecían las versiones sobre golpes de Estado. Hubo uno, que fracasó, el 16 de junio, y finalmente otro que cumplió su objetivo a partir del 16 de septiembre. En medio de ese clima, la gente comenzó a decir, ante cada rumor: «Deben ser los gorilas». En ese nuevo significado, de carácter político, la expresión fue adquiriendo diversos sentidos. Hay una acepción, que es la original, para la que gorila significa antiperonista. Una, más restringida, reserva el término para el antiperonista más recalcitrante. Y hay otra, que identifica al gorila con el reaccionario, antipopular, antinacional («cipayo»). Casi más que una calificación política, esta es una calificación moral: el gorila es malo, no tiene sentimientos, es un rico egoísta que no quiere perder sus privilegios y se desentiende completamente del destino de quienes sufren la pobreza o cualquier forma de vulnerabilidad.
Asociar esos sentidos, tornarlos indisolubles, ha sido el mayor éxito del peronismo en toda su historia. Es un recurso publicitario formidable. Quien no es peronista, y sobre todo quien pretende refutar al peronismo, es gorila; es decir, un ser depravado al que solo lo guía el odio.
"Quien no es peronista, y sobre todo quien pretende refutar al peronismo, es gorila; es decir, un ser depravado al que solo lo guía el odio", escribe Osvaldo Pérez Sammartino
Esa caracterización del adversario político no solo es falsa, sino que es muy tosca. Sin embargo, su potencia ha sido letal. Ninguna persona, y menos si es un dirigente político, quiere verse expuesta a ese feroz anatema. La consecuencia es que el peronismo puede atacar a sus opositores con la mayor saña, pero por lo general estos se abstienen de devolver los mandobles con igual ferocidad. O, peor aún, acusan a sus críticos de no ser verdaderos peronistas, lo que llegan a demostrar citando frases «del General». Como las hay en todos los sentidos posibles, es fácil para un no peronista acudir a ellas para reprocharle a un peronista no ser un verdadero peronista. Es una de las tantas peculiaridades argentinas: sería muy extraño que un conservador británico acusara a un laborista de no ser un verdadero laborista.
Los propios peronistas se lanzan entre ellos el mote de gorilas cuando están enfrentados. Un peronista de izquierda puede decir que uno más conservador es gorila; a su turno, este lo atacará con la misma palabra. Es probable que Cristina Kirchner, en su etapa menemista, le haya colgado el atroz sambenito a algún peronista díscolo; a ella se lo colgó años más tarde, cuando se vistió de progresista, su compañero Luis Barrionuevo, incombustible gremialista que fue denunciado por muchos motivos, pero nunca por ser de izquierda.
La expresión, por lo tanto, ha perdido todo significado, si es que alguna vez lo tuvo. «Gorila es el otro», se podría decir, otorgándole algún sentido más preciso a la ininteligible frase de Cristina Kirchner sobre la patria. Pero se debería aclarar: es el otro siempre que el que habla sea un peronista. A los demás, no les es dado el beneficio de usar a piacere la invectiva.
Pese a ser algo tan burdo, la imputación de gorilismo no ha perdido su eficacia. El supuesto gorila queda debilitado como Superman ante la kryptonita. Debe ser muy cuidadoso, elegir con sutileza los argumentos que va a emplear contra su contradictor, para no pisar el terreno minado.
Este libro tratará de eludir esa prudencia. No pretende descubrir nada. No es el producto de laboriosas investigaciones ni tiene vocación erudita o doctoral. Tan solo busca aportar una modesta contribución a una tarea necesaria: desmontar la mitología construida en torno al gorila. No habrá una democracia plena en la Argentina mientras todos sus actores relevantes, en especial los partidos políticos, no se concedan recíprocamente legitimidad. Si para los peronistas solo es legítimo un gobierno de ese signo, porque solo él encarna al pueblo, la democracia no puede funcionar normalmente
El peronismo no tiene la representación exclusiva del pueblo. Afirmar lo contrario es postular una forma de gobierno totalitaria. En las democracias hay distintas visiones en conflicto, todas legítimas mientras se expresen en el ámbito de la Constitución. La Argentina ya existía cuando el peronismo nació. Y no era un pantano de injusticias, sino un país que había crecido desde fines del siglo XIX de un modo admirable, con alta movilidad social ascendente y avances educativos y culturales que la convertían en una de las naciones más prósperas de la tierra.
No era, por cierto, un lecho de rosas. Dos golpes de Estado —ambos con la participación (en el segundo de ellos protagónica) de Juan Domingo Perón— habían alterado el orden constitucional en los años previos. Los gobiernos de la década del treinta habían apelado el fraude electoral de modo ostensible. No obstante, si se mira ese período en el contexto histórico internacional, no eran muchos los países que tuvieran democracias más avanzadas, y casi ninguno superaba a la Argentina en el salario medio de sus trabajadores.
En el relato peronista, tanto el fundacional como su actual exponente, el kirchnerista, esos antecedentes quedan desvirtuados: había un pueblo sufriente, víctima de los políticos y de los intereses extranjeros, hasta que llegó Perón y trajo la felicidad y la armonía al pueblo y a la patria. Si el peronismo era la justicia y el amor, solo se podía ser antiperonista por sentimientos de odio.
¿Había razones que justificaran entonces y que justifiquen ahora no ser peronistas? ¿Es posible ser «bueno» y antiperonista? ¿Toda actividad o arte popular debe necesariamente ser peronista? En definitiva: ¿se puede no ser peronista sin culpas?
Una ínfima cuestión semántica: ¿antiperonista o no peronista? En un país polarizado en términos políticos, ambas categorías tienden a parecerse. Pero usaré la segunda expresión, porque la primera se asocia —a veces con razón— a la persecución del peronismo o a la impugnación automática de cualquier persona o idea solo por el hecho de que se identifique con ese movimiento. Esas formas irracionales de enfrentarse al peronismo solo lo enaltecen y consolidan su mito, al tiempo que obturan una crítica dura pero fundamentada de la enorme responsabilidad del peronismo en la decadencia argentina.
La renuncia a enfrentar ideológicamente al peronismo por temor a ser considerado gorila, es decir, enemigo del pueblo, es una de las taras que suelen tener los políticos no peronistas. No faltan las voces críticas, inclusive en tonos muy intensos; pero por lo general se procura no ofender al «verdadero peronismo» —entelequia patentada por Julio Bárbaro— y tratar de seducir a votantes de ese sector con la mentira piadosa de que los actuales políticos peronistas han malversado la herencia del ilustre fundador.
Por supuesto, un movimiento tan amorfo, que puede ser de derecha, izquierda o centro, permite esos pasatiempos. ¿Hay, pese a todo, un verdadero peronismo? En estas páginas se considerará que en una fuerza política cuyo nombre deriva de su creador, al que se le han atribuido condiciones poco menos que sobrenaturales, lo más parecido al peronismo es lo que Perón quiso que fuera. Al hacerlo, seremos más respetuosos de Perón que los no peronistas timoratos. El peronismo es fundamentalmente, como concepción política, lo que Perón determinó en su apogeo, es decir, durante sus primeras dos presidencias. Contra lo que suele creerse, el kirchnerismo expresa mejor que otras versiones del peronismo aquella identidad original.
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