El sushiman que llegó al país por consejo de un taxista argentino
Protagonizó el boom de la comida japonesa en los 90, abrió un exitoso restaurante en un primer piso y hoy debuta ante el público con su propia barra en el barrio de Belgrano
Paula Ikeda.El itamae Takeshi Shimada en acción, hoy se luce detrás de la barra de Shimada Omakase
Todo empezó con un encuentro casual en Australia. Corrían los años 80 y Takeshi Shimada, que luego se transformaría en uno de los grandes protagonistas del boom del sushi en la Argentina en los 90, era apenas un joven japonés que había viajado a ese país sin hablar inglés. “Tenía ahorros, pensé en Nueva York. ‘¿Voy donde están yendo todos?’, me pregunté. Pero mi mentalidad japonesa pudo más. ‘¿Soy el mejor? No, soy uno del montón, hace dos años que hago sushi y un año entero solo estuve lavando platos, así que mejor busco por otro lado’ –recuerda entre risas–. Saqué mi pasaporte y me fui a Sidney vía Hong Kong y Tailandia, porque con escalas era más barato”. Sin embargo, la ilusión de conseguir trabajo por el solo hecho de ser sushiman se desvaneció en cuestión de días. Sin visa de trabajo, ningún restaurante estaba dispuesto a contratarlo.
Shimada se recuerda a sí mismo sentado en una placita, angustiado y comiendo un sándwich de jamón y queso, “como los de acá”. Un argentino se le sentó al lado y aunque él no lo saludó “porque los japoneses no somos tan abiertos” el otro no tardó en arrancar la conversación. Una charla fortuita que cambiaría el destino de Shimada que hoy, a los 60 años, debuta detrás de la barra de un omakase (menú por pasos, a criterio del chef) con su nombre.
–¿Cómo se entendieron con el argentino?
–Con diccionario, los dos. Me contó que era taxista y yo pensaba: ‘¿Con sueldo de taxista puede viajar a Sidney?’ Pero para qué me iba a mentir a mí, un japonés sin trabajo. Me dijo que en Argentina todo era barato, que por 10.000 dólares uno podía comprarse un departamentito. Soy de campo, “un departamentito” era sinónimo de modernidad y algo que en Japón no tendría ni con ahorros de una vida. Volví a casa con la idea de juntar plata. Calculaba qué podría comprar luego de año y medio de trabajo duro, aun cuando de Argentina solo sabía que no quedaba en Europa y que estaba cerca de Brasil.
–¿Y qué pasó cuando llegaste a la Argentina?
–Llegué en junio de 1986 y al toque ganaron el Mundial de México. Con ayuda de la Asociación Japonesa, conseguí trabajo en el restaurante Nikkai, en la calle Rivadavia, como mozo. Y vivía ahí mismo, en el primer piso. El sushiman era tucumano, la cocinera vietnamita, el lavacopas paraguayo, y yo, que era el único que no se podía
comunicar, era el camarero [risas].
–¿Cómo fue esa experiencia?
–No era bueno tomando los pedidos, lloraba cuando se llenaba el salón, pensaba: ‘¿Qué hago ahora?’ Menos mal que muchos de los que venían eran de empresas japonesas.
–¿Pudiste mostrar tu talento de chef?
–Tenía 22 años y cuando alguno se iba de vacaciones entraba en la cocina. Fue volver a empezar. En Japón, había aprendido a hacer solo sushi. En casa comía ramen del instantáneo y el yakimeshi (arroz saltado) lo pedía en el chino. Solo sabía hacer nigiri y acá encima usaban salmón blanco, bacalao y bichos inmensos que yo no había visto en mi vida. Los besugos son enormes, nada que ver con mi pueblo, me asusté. El sushiman me decía: ‘¿Qué te parece mi sushi?’ ‘Riquísimo todo’, le respondía, aunque el pescado no tenía gusto. Y es que el japonés no miente, pero tampoco confronta. Me aferré a lo mío, al cuchillo y al pescado.
–¿Cuáles son las claves para elegir un buen pescado?
–En Japón se valora lo fresco, el bonito y el atún son sabrosos, pero aquí preferían lo que mejor rendía, duraba y no daba pérdida. En Argentina las pescaderías tenían olor, solo había filetes y si yo tocaba, se enojaban. Pedías y metían todo así nomás en una bolsa. Estaba acostumbrado a mi casa, donde el manejo es delicado y a la pesca se la trata como a una princesa. La elección es clave. Mucha gente piensa que un pescado gordo y con panza grande es lindo, y es al revés. Como cuando buscás un muchacho, hay que buscar uno atlético y joven, con espalda, lomo firme y ojos blanquitos, no uno flaquito y ya mayor como yo [risas].
–¿Cuánto tiempo estuviste trabajando ahí?
–Pasó un año y con mis ahorros volví a Japón, solo para mostrar cómo aquel muchacho de campo que se había ido al otro lado del mundo había tenido éxito. No iba a decir que era un mozo que estaba haciendo sushi. Por ese entonces recibí el mensaje de Juan Matsuoka, un sushiman compañero en Nikkai, que me ofreció trabajar en Kasuga, un sushibar en el Hotel Panamericano. Estuve ahí hasta que, por orgulloso, me peleé con el gerente y me fui. Matsuoka, que hoy está en Osaka, y su familia, me ofrecieron una cama para que tuviera dónde vivir.
–¿Y pudiste o no comprar el famoso departamento?
–Sí. El dueño de Sushina, el restaurante de la calle Moreno donde después trabajé, tenía una casa y me ofreció vendérmela. Le pedí prestado a mi papá y con poco más de 10. 000 dólares finalmente compré mi lugar. Igual después perdí todo con el Plan Primavera. A donde iba me seguían las crisis.
–¿Cómo viviste el boom del sushi en Argentina?
–Tenía 30 años y se pusieron de moda los restaurantes en hoteles. Entré al Sheraton y el boom del sushi nikkei en los Estados Unidos (no tradicional, mayormente rolls) se hizo oír. Los jefes nos lo pedían, pero la importación era un lujo, no entraba salmón y ni el queso ni la palta se habían puesto de moda todavía. Ahí decidí abrir Okonomi, un lugar de viandas japonesas, por mi cuenta. Estaba en Belgrano, cerca del Colegio Japonés y de donde vi
“Venía haciendo puros rolls, no era mi idea de cocina japonesa”
Servían los empresarios japoneses que vinieron a trabajar al país. Ahí conocí a mi esposa, Mariko, y ya casado con ella abrimos Bistro Tokyo en un primer piso de Virrey del Pino.
El restaurante del primer piso
“Mi propio restaurante, sabía que iba a trabajar como un esclavo”, suspira Shimada 24 años después, mientras toma su café, esquiva las medialunas (“estoy un poco gordito y por eso me duelen las rodillas, no puedo correr”) y se prepara para ir, como cada mañana, al Barrio Chino de Belgrano a elegir el pescado.
–Se hicieron conocidos como el restaurante japonés “del primer piso”, ¿por qué esa locación?
–Encontramos el local mientras íbamos caminando por el barrio. No lo pensamos, pero en Japón, los restaurantes son chiquitos y así, en altura. La clientela de la colectividad ya la teníamos, y el boca a boca nos ayudó. Venían los que conocían nuestra cocina tradicional japonesa y también curiosos que veían cómo los japoneses llegaban y desaparecían tras la escalera.
–Y, ¿por qué un nombre tan francés?
–No pensamos que iba a ser tan complicado. En las redes o en los folletos se confunden “Bistro Tokyo”, “Bistro Tokio”, “Bistrot Tokio”. Abrimos en el inicio de internet y creí que el nombre tenía que empezar con A, B o C para estar arriba, que con Z, quedabas último. Probé nombres con A, no había. Por entonces leía libros de gastronomía y encontré ‘bistro’. Leí que era como una cantina, un “izakaya” de los franceses, y me gustó. Además, el nombre no debía ser complicado y las personas tenían que saber de qué se trataba, como los tintoreros, “Tokio”, “Fujisan”, que los entiende todo el mundo, y así quedó.
–Y también abriste el restaurante Irifune.
–Con Juan Matsuoka abrimos juntos el restaurante Irifune en 2013, justo el año en que nació mi hijo. El mercado creció antes que nosotros y para cuando me di cuenta había 100 sushimen haciendo rolls, que es lo más fácil. El salmón muchos ya lo compraban en filet y así empezaron los deliveries. A la gente se le ofreció lo que quería y nosotros, con nuestra cocina tradicional japonesa, nos fuimos quedando atrás.
–¿Cómo te llevás hoy con el sushi nikkei?
–Intenté con distintas combinaciones, algunas gustaron, otras no tanto, aunque me di cuenta de que en Argentina el queso crema lo salva todo. Lo importante es que la gente esté contenta. Pero hay rolls que ya parecen una hamburguesa completa: tienen jamón, queso, lechuga, tomate, salsa y pan caliente… Con lo que para unos es una pieza, nosotros hacemos tres. Venía haciendo puros rolls con frutas, compitiendo con combos y descuentos, y esa no era mi idea de comida japonesa. Reformar el local de Bistro era muy caro, también pensé en cambiar el menú y apostar al teishoku (una bandeja con distintos platos al mismo tiempo) hasta que llegó Quique Yafuso (dueño de Haiku) con su propuesta de ponerme tras la barra en un omakase y con mi nombre.
–¿Y cómo te sentís al frente de este nuevo proyecto, Shimada Omakase?
–Me toca interactuar con las personas, algo que hasta ahora no había hecho, pero me gusta. Trabajar a la vista del público no me pesa, porque soy estricto y mi tabla está siempre ordenada. Lo que no se usa se guarda y el cuchillo de acero corta e inmediatamente se limpia. Esos detalles los clientes los notan. Si tus movimientos al trabajar son elegantes, es porque estás trabajando bien.
Todo empezó con un encuentro casual en Australia. Corrían los años 80 y Takeshi Shimada, que luego se transformaría en uno de los grandes protagonistas del boom del sushi en la Argentina en los 90, era apenas un joven japonés que había viajado a ese país sin hablar inglés. “Tenía ahorros, pensé en Nueva York. ‘¿Voy donde están yendo todos?’, me pregunté. Pero mi mentalidad japonesa pudo más. ‘¿Soy el mejor? No, soy uno del montón, hace dos años que hago sushi y un año entero solo estuve lavando platos, así que mejor busco por otro lado’ –recuerda entre risas–. Saqué mi pasaporte y me fui a Sidney vía Hong Kong y Tailandia, porque con escalas era más barato”. Sin embargo, la ilusión de conseguir trabajo por el solo hecho de ser sushiman se desvaneció en cuestión de días. Sin visa de trabajo, ningún restaurante estaba dispuesto a contratarlo.
Shimada se recuerda a sí mismo sentado en una placita, angustiado y comiendo un sándwich de jamón y queso, “como los de acá”. Un argentino se le sentó al lado y aunque él no lo saludó “porque los japoneses no somos tan abiertos” el otro no tardó en arrancar la conversación. Una charla fortuita que cambiaría el destino de Shimada que hoy, a los 60 años, debuta detrás de la barra de un omakase (menú por pasos, a criterio del chef) con su nombre.
–¿Cómo se entendieron con el argentino?
–Con diccionario, los dos. Me contó que era taxista y yo pensaba: ‘¿Con sueldo de taxista puede viajar a Sidney?’ Pero para qué me iba a mentir a mí, un japonés sin trabajo. Me dijo que en Argentina todo era barato, que por 10.000 dólares uno podía comprarse un departamentito. Soy de campo, “un departamentito” era sinónimo de modernidad y algo que en Japón no tendría ni con ahorros de una vida. Volví a casa con la idea de juntar plata. Calculaba qué podría comprar luego de año y medio de trabajo duro, aun cuando de Argentina solo sabía que no quedaba en Europa y que estaba cerca de Brasil.
–¿Y qué pasó cuando llegaste a la Argentina?
–Llegué en junio de 1986 y al toque ganaron el Mundial de México. Con ayuda de la Asociación Japonesa, conseguí trabajo en el restaurante Nikkai, en la calle Rivadavia, como mozo. Y vivía ahí mismo, en el primer piso. El sushiman era tucumano, la cocinera vietnamita, el lavacopas paraguayo, y yo, que era el único que no se podía
comunicar, era el camarero [risas].
–¿Cómo fue esa experiencia?
–No era bueno tomando los pedidos, lloraba cuando se llenaba el salón, pensaba: ‘¿Qué hago ahora?’ Menos mal que muchos de los que venían eran de empresas japonesas.
–¿Pudiste mostrar tu talento de chef?
–Tenía 22 años y cuando alguno se iba de vacaciones entraba en la cocina. Fue volver a empezar. En Japón, había aprendido a hacer solo sushi. En casa comía ramen del instantáneo y el yakimeshi (arroz saltado) lo pedía en el chino. Solo sabía hacer nigiri y acá encima usaban salmón blanco, bacalao y bichos inmensos que yo no había visto en mi vida. Los besugos son enormes, nada que ver con mi pueblo, me asusté. El sushiman me decía: ‘¿Qué te parece mi sushi?’ ‘Riquísimo todo’, le respondía, aunque el pescado no tenía gusto. Y es que el japonés no miente, pero tampoco confronta. Me aferré a lo mío, al cuchillo y al pescado.
–¿Cuáles son las claves para elegir un buen pescado?
–En Japón se valora lo fresco, el bonito y el atún son sabrosos, pero aquí preferían lo que mejor rendía, duraba y no daba pérdida. En Argentina las pescaderías tenían olor, solo había filetes y si yo tocaba, se enojaban. Pedías y metían todo así nomás en una bolsa. Estaba acostumbrado a mi casa, donde el manejo es delicado y a la pesca se la trata como a una princesa. La elección es clave. Mucha gente piensa que un pescado gordo y con panza grande es lindo, y es al revés. Como cuando buscás un muchacho, hay que buscar uno atlético y joven, con espalda, lomo firme y ojos blanquitos, no uno flaquito y ya mayor como yo [risas].
–¿Cuánto tiempo estuviste trabajando ahí?
–Pasó un año y con mis ahorros volví a Japón, solo para mostrar cómo aquel muchacho de campo que se había ido al otro lado del mundo había tenido éxito. No iba a decir que era un mozo que estaba haciendo sushi. Por ese entonces recibí el mensaje de Juan Matsuoka, un sushiman compañero en Nikkai, que me ofreció trabajar en Kasuga, un sushibar en el Hotel Panamericano. Estuve ahí hasta que, por orgulloso, me peleé con el gerente y me fui. Matsuoka, que hoy está en Osaka, y su familia, me ofrecieron una cama para que tuviera dónde vivir.
–¿Y pudiste o no comprar el famoso departamento?
–Sí. El dueño de Sushina, el restaurante de la calle Moreno donde después trabajé, tenía una casa y me ofreció vendérmela. Le pedí prestado a mi papá y con poco más de 10. 000 dólares finalmente compré mi lugar. Igual después perdí todo con el Plan Primavera. A donde iba me seguían las crisis.
–¿Cómo viviste el boom del sushi en Argentina?
–Tenía 30 años y se pusieron de moda los restaurantes en hoteles. Entré al Sheraton y el boom del sushi nikkei en los Estados Unidos (no tradicional, mayormente rolls) se hizo oír. Los jefes nos lo pedían, pero la importación era un lujo, no entraba salmón y ni el queso ni la palta se habían puesto de moda todavía. Ahí decidí abrir Okonomi, un lugar de viandas japonesas, por mi cuenta. Estaba en Belgrano, cerca del Colegio Japonés y de donde vi
“Venía haciendo puros rolls, no era mi idea de cocina japonesa”
Servían los empresarios japoneses que vinieron a trabajar al país. Ahí conocí a mi esposa, Mariko, y ya casado con ella abrimos Bistro Tokyo en un primer piso de Virrey del Pino.
El restaurante del primer piso
“Mi propio restaurante, sabía que iba a trabajar como un esclavo”, suspira Shimada 24 años después, mientras toma su café, esquiva las medialunas (“estoy un poco gordito y por eso me duelen las rodillas, no puedo correr”) y se prepara para ir, como cada mañana, al Barrio Chino de Belgrano a elegir el pescado.
–Se hicieron conocidos como el restaurante japonés “del primer piso”, ¿por qué esa locación?
–Encontramos el local mientras íbamos caminando por el barrio. No lo pensamos, pero en Japón, los restaurantes son chiquitos y así, en altura. La clientela de la colectividad ya la teníamos, y el boca a boca nos ayudó. Venían los que conocían nuestra cocina tradicional japonesa y también curiosos que veían cómo los japoneses llegaban y desaparecían tras la escalera.
–Y, ¿por qué un nombre tan francés?
–No pensamos que iba a ser tan complicado. En las redes o en los folletos se confunden “Bistro Tokyo”, “Bistro Tokio”, “Bistrot Tokio”. Abrimos en el inicio de internet y creí que el nombre tenía que empezar con A, B o C para estar arriba, que con Z, quedabas último. Probé nombres con A, no había. Por entonces leía libros de gastronomía y encontré ‘bistro’. Leí que era como una cantina, un “izakaya” de los franceses, y me gustó. Además, el nombre no debía ser complicado y las personas tenían que saber de qué se trataba, como los tintoreros, “Tokio”, “Fujisan”, que los entiende todo el mundo, y así quedó.
–Y también abriste el restaurante Irifune.
–Con Juan Matsuoka abrimos juntos el restaurante Irifune en 2013, justo el año en que nació mi hijo. El mercado creció antes que nosotros y para cuando me di cuenta había 100 sushimen haciendo rolls, que es lo más fácil. El salmón muchos ya lo compraban en filet y así empezaron los deliveries. A la gente se le ofreció lo que quería y nosotros, con nuestra cocina tradicional japonesa, nos fuimos quedando atrás.
–¿Cómo te llevás hoy con el sushi nikkei?
–Intenté con distintas combinaciones, algunas gustaron, otras no tanto, aunque me di cuenta de que en Argentina el queso crema lo salva todo. Lo importante es que la gente esté contenta. Pero hay rolls que ya parecen una hamburguesa completa: tienen jamón, queso, lechuga, tomate, salsa y pan caliente… Con lo que para unos es una pieza, nosotros hacemos tres. Venía haciendo puros rolls con frutas, compitiendo con combos y descuentos, y esa no era mi idea de comida japonesa. Reformar el local de Bistro era muy caro, también pensé en cambiar el menú y apostar al teishoku (una bandeja con distintos platos al mismo tiempo) hasta que llegó Quique Yafuso (dueño de Haiku) con su propuesta de ponerme tras la barra en un omakase y con mi nombre.
–¿Y cómo te sentís al frente de este nuevo proyecto, Shimada Omakase?
–Me toca interactuar con las personas, algo que hasta ahora no había hecho, pero me gusta. Trabajar a la vista del público no me pesa, porque soy estricto y mi tabla está siempre ordenada. Lo que no se usa se guarda y el cuchillo de acero corta e inmediatamente se limpia. Esos detalles los clientes los notan. Si tus movimientos al trabajar son elegantes, es porque estás trabajando bien.
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