Otra derogación necesaria
Jorge R. Enríquez Exdiputado nacional, presidente de la asociación civil Justa Causa, miembro de Profesores Republicanos
Las elecciones primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO) fueron establecidas por el kirchnerismo en 2009, luego de la derrota legislativa que sufrió ese año. Pese a toda la retórica que las rodeó, no tuvieron, como nada en esa fuerza política, otro objetivo verdadero que procurarse una ventaja circunstancial. La “democratización” era tan falaz como en el caso de las reformas judiciales. Tanto es así que fueron escasas las oportunidades en que el Frente de Todos o sus sucedáneos usaron ese método para dirimir sus propias candidaturas, que por lo general responden al dedo inapelable de la conductora, Cristina Elisabet Fernández. Y no vacilaron, además, cuando pensaban que les resultaría perjudicial, en proponer la modificación de la ley de las PASO.
Los partidos no kirchneristas, si bien manifestaron inicialmente reparos ante esa innovación legislativa, terminaron por encontrarle sus ventajas, en especial para lidiar con la selección de candidatos en coaliciones. Fue un instrumento útil para Juntos por el Cambio.
El Gobierno manifestó su propósito de derogar las PASO. Sería una decisión acertada, que por supuesto debe tomar el Congreso, ya que tanto la materia electoral como la de partidos políticos están vedadas como objetos de decretos de necesidad y urgencia (artículo 99, inc. 3).
El fundamento que más frecuentemente se escucha entre quienes están de acuerdo con esa derogación se vincula al alto costo que representan estas elecciones. Sin negar que este puede ser un motivo atendible que contribuya a justificar el proyecto, no parece que sea el argumento más sólido. El principal problema de las PASO (que curiosamente casi nadie esgrime) es que significan una indebida intromisión del Estado en la vida de los partidos políticos. Es curioso que personas que se consideran liberales se aferren a un sistema que representa un caso más de injustificada estatización.
Por supuesto que es bueno que exista democracia interna en los partidos políticos y que las candidaturas no sean el fruto exclusivo de la decisión de uno o más dirigentes. No solo es bueno, sino que es lo que exige la Constitución nacional, cuando en el artículo 38 garantiza que “su creación y el ejercicio de sus actividades son libres dentro del respeto a esta Constitución, la que garantiza su organización y funcionamiento democráticos, la representación de las minorías, la competencia para la postulación de candidatos a cargos públicos electivos”, entre otros aspectos.
Mientras haya procedimientos democráticos para la elección de candidatos, tales exigencias constitucionales están satisfechas. Corresponde a los partidos políticos determinar cuáles son dichos procedimientos. Si las elecciones serán cerradas (en cuyo caso solo votan los afiliados) o abiertas (que permiten el voto también de no afiliados). Ellos son los que deben elegir las fechas de sus elecciones y las diversas modalidades (directa, indirecta a través de delegados, etcétera).
Las PASO imponen una fecha única para todos los partidos. Lo más grave es que obligan a votar en elecciones internas de los partidos aun a los independientes. Si ya es discutible el voto obligatorio en elecciones generales (como nos viene desde la 8871 de 1912, conocida como ley Sáenz Peña, y desde la reforma constitucional de 1994 en el art. 37 de la Constitución nacional), es absurdo que se obligue a los ciudadanos a votar también en elecciones dentro de los partidos.
A estas objeciones se agrega el hecho de que las PASO tornan más complejo el proceso electoral, imponen acudir a las urnas varias veces en un año y, respecto de la elección presidencial, convierten un procedimiento de dos vueltas en virtualmente uno de tres. Las PASO, que no tienen jurídicamente otro efecto que el de una gran encuesta nacional “a cielo abierto” (que, eso sí, acota la oferta electoral), son percibidas como una primera vuelta, a tal punto que se habla de ganadores y perdedores, aunque en los partidos o alianzas no haya más que un candidato.
Esto tiene consecuencias políticas y económicas. Si cada dos años tenemos elecciones, lo que impide que los gobiernos desarrollen su gestión con horizontes más largos, ya que deben prestar atención al impacto electoral inmediato de sus acciones, las PASO son un elemento que distorsiona aún más ese efecto, entre otras cosas porque adelanta el proceso electoral en los años en que se celebran elecciones. Y en ocasiones, como ocurrió en 2019, al anticipar un ganador mucho antes del traspaso del poder, tienen consecuencias negativas en la economía.
Que cada partido político reasuma su libertad en el marco de la Constitución. En los casos de las coaliciones, nada impide que los partidos que las conforman arbitren los medios para que puedan dirimirse las candidaturas que las representarán. Seamos menos originales. Casi ningún país en el mundo tiene este extraño sistema electoral. Es otra herencia del kirchnerismo que debemos superar.
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Cómo lidiar con la triste herencia recibida
Bernardo Saravia Frías
La gestión del Gobierno para lidiar con la triste herencia recibida se apoya sobre tres premisas: shock, emergencia y un nuevo contrato social. Esto explica los movimientos más importantes que realizó el oficialismo hasta ahora: el fuerte ajuste de cinco puntos del PBI y especialmente el reciente decreto de necesidad y urgencia.
El DNU tiene una dimensión jurídica, otra política y una última institucional. Como primer acto normativo de relevancia de gobierno, está lleno de claroscuros; con más errores que aciertos, y lo que parece una astucia política que marca una línea. Empecemos por lo jurídico. El DNU es un dispositivo de rango constitucional que excepcionalmente permite al Poder Ejecutivo arrogarse facultades legislativas. Deben respetarse dos presupuestos mínimos: necesidad y urgencia. Estamos ante un popurrí de derogaciones normativas que recorre a sistemáticamente el espinel del ordenamiento jurídico argentino, con el propósito de instaurar un nuevo ethos, aunque carente de un sistema de pensamiento con la densidad suficiente: es una mirada economicista, cuya primordial bondad sería la desregulación, perdiendo de vista cualquier otro argumento.
Está claro que esa sola razón no justifica el uso del dispositivo, menos con este alcance. Para entender mejor, basta imaginar la elección en el próximo turno presidencial de un gobierno de signo político opuesto, que podría hacer lo propio, estableciendo por medio de un DNU un régimen acorde con sus ideas, sin consensos ni diálogos. Tampoco basta el argumento del shock, con carácter de premura, porque no hay nada que impida al Congreso reunirse y sesionar. Más peligroso es el de la legitimidad del voto, tan efímera como propia de los autoritarismos populistas, de izquierdas y derechas.
Todas razones débiles que andan por los límites del sistema. Estamos ante un DNU constitucionalmente cuestionable, que plantea algo preocupante: la inseguridad jurídica marcada por una norma que deja todo el sistema en tensión y ascuas, al punto de que nadie conoce qué está vigente y que no.
Sigamos con lo institucional. Es ante contextos políticos signados por la intención de cambios drásticos donde el principio de división de poderes adquiere toda su dimensión. Es una oportunidad enorme para la oposición y el Congreso: acá entran a jugar los aspectos procesales del DNU, que exigen su tratamiento por la Comisión Bicameral Permanente y la aceptación expresa por ambas cámaras. Esto es lo que debiera ocurrir y a la brevedad. Es el ámbito parlamentario el propicio para la reconversión el DNU en leyes claras que implementen de manera ordenada el giro copernicano que impulsa el Gobierno.
Finalmente lo político. Es un movimiento cargado de astucia porque marca la agenda con una ventaja propia del DNU: sus disposiciones entran en vigor mientras ambas cámaras no se expresen en contrario. Como se ve, es un modo de avanzar haciendo poco caso del método y puro hincapié en qué hay que hacer, al mejor estilo “el fin justifica los medios”. El orden lógico era el inverso: enviar proyectos de ley y solo ante la demora recurrir al DNU.
El ajuste fiscal heterodoxo y el DNU dejan ver el talón de Aquiles del Gobierno: mucho de improvisación y escasa representación parlamentaria. No debiera ser óbice para que los cambios que requiere el país se realicen respetando las formas institucionales. Por eso es el turno del Congreso. El continente es tan importante como el contenido si queremos un país serio.
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