domingo, 3 de noviembre de 2024

LA VEJEZ Y LECTURA.. Y LITERATURA JAPONESA


La vejez. Drama y tarea, pero también una oportunidad
Los años permiten relacionarnos de otra forma con nuestro pasado para darle un contenido inédito al presente, dice el filósofo en esta versión abreviada de uno de los capítulos de El enigma del sufrimiento, que se reedita este mes

Santiago Kovadloff


La vejez está en nosotros. Somos nosotros. Es una realidad que nos constituye. A cada cual y desde siempre. Y que, en un momento dado, ya no se deja soslayar. Ella es, de pronto, lo que nos pasa. En esa medida, nos fuerza a encararla. Se nos impone como nuestra verdad. “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”, advierte Cesare Pavese. Al obligarnos a reconocerla en nuestro semblante, ella nos prueba hasta dónde estamos involucrados en lo que significa. No obstante, este reconocimiento no implica una dócil identificación. Algo en nosotros se resiste a ser lo que nos pasa. A consistir en lo que nos sucede. Se trata, por eso, de un acontecimiento en el que, sin perder la familiaridad con nosotros mismos, no podemos dejar, pese a ello, de sentirnos otro que aquel que protagoniza lo que nos ocurre. Y sin embargo, ahí está, rotundamente, esa verdad. Algo, en el espejo en el que nos veíamos idénticos, nos desmiente. Y brota en ese espejo la tristeza de vernos envejecer. La pena de advertir que esos rasgos que aún son los nuestros, no son ya tal como hasta entonces presumíamos. Como un barco que de a poco se aparta del muelle y empieza a desdibujarse en la distancia, así hemos comenzado a ser ese otro que se adueña de nosotros. Lo ineludible ha empezado a hacerse oír en nuestro cuerpo.
"Hace doscientos años no más, llegar a viejo era más que improbable. La muerte terminaba con la mayoría de los hombres al cabo de cuatro décadas, cuando no de tres"
En el mundo moderno, la vejez ha dejado de ser un problema inabordable. Pero no ha dejado de ser, para una inmensa mayoría, un pesar anímico. Su consideración de fondo sigue siendo pobre. El progreso, antes que a suprimir ese pesar, solo contribuye a reconfigurarlo sin afectar su vigencia. Y lo digo consciente de que son muchas las dificultades acarreadas por el envejecimiento que han sido aliviadas por la ciencia y resueltas por la técnica. Otras dificultades, no obstante, han aparecido. Algunas, incluso, a consecuencia de esos mismos avances. Y hasta hay dificultades relacionadas con la vejez que, existiendo desde siempre, se han agravado, sobre todo en el siglo que acaba de concluir. Valen, en este sentido, las palabras de Sebastián Ríos: “Llevado al extremo de la irracionalidad, el esfuerzo de la medicina por preservar y cuidar la salud de las personas ha demostrado que es capaz de volverse en contra de aquellos a quienes pretende proteger. Cuando los médicos se empecinan en extender la vida aun más allá de las posibilidades fisiológicas y del deseo de sus pacientes aparece lo que se ha dado en llamar el encarnizamiento terapéutico”.
Hace doscientos años no más, llegar a viejo era más que improbable. La muerte terminaba con la mayoría de los hombres al cabo de cuatro décadas, cuando no de tres. Hoy en cambio, lo que entonces era casi imposible, resulta usual. Ello sin embargo no significa que la vejez sea mejor comprendida donde más atendida está. Ahora los viejos acumulan años pero la vejez ha perdido sentido.


En tiempos pretéritos, bien se lo sabe, los viejos gozaron de gran estima. Más cerca de nosotros, ese privilegio se fue desdibujando. En un escenario poco expuesto al cambio y siempre lento para incorporarlo, los muchos años cursados aseguraban idoneidad en materia de experiencia. Ser viejo equivalía a saber y a saber lo que importaba. Eran tiempos en los cuales el transcurso de los días no acarreaba mayores novedades. Nada ni nadie jaqueaba el conocimiento ancestral. La monotonía era el fundamento de su solidez, el sustento de su suficiencia. Cuando un viejo se pronunciaba, la sabiduría se dejaba oír. Su prestigio no era gratuito. Estaba asentado en una verdad no desmentida por el transcurso del tiempo.
"Había que replantearse su sentido comunitario. ¿Un viejo qué es, qué vale? ¿Qué puede contarnos de nosotros ése que ya no cuenta con autoridad?"
Luego ocurrió el desajuste. El aura del hombre añoso naufragó con las creencias que le daban sostén. Lo imprevisible se impuso, exigió transformaciones. Las respuestas disponibles, tradicionales como eran, no supieron remontar el descrédito. Tras haber sido un hombre superior, el viejo pasó a ser un hombre superado. En él no se vio entonces más que la terca insistencia del pasado por no perder vigencia. ¿Escucharlo para qué? Y si, aun así, se empecinaba en hablar, cabía silenciarlo. Abundó lo novedoso y floreció lo juvenil. Uno y otro se impusieron. Fueron celebrados. El conocimiento, lo que implicaba, fue redefinido. Ahora quería decir estar al tanto de lo no sabido hasta allí. La disposición y la aptitud para innovar dejaron de ser profanas. Una y otra conquistaron un estatuto social inédito. La voluntad transformadora ya no fue sinónimo de transgresión. Menos aún de insensatez. Todo lo contrario: se convirtió en virtud. Dédalo, el inventor mitológico, demuestra en nuestro tiempo su vigencia, el consenso ganado por la facultad de imaginar y crear, el prestigio que rodea al talento capaz de introducir lo inesperado. Lo insospechado y no obstante, propicio y rendidor. De modo que, tras haber sido figura estelar, el viejo cayó en descrédito. Debió replegarse. Primeramente, hacia roles de reparto. Después, hacia el papel de mero espectador. El drama de la lucha por la vida ya nada esperaba de él. Su anonimato cundió. Y con el anonimato, su insignificancia. Había, pues, que replantearse su sentido comunitario. ¿Un viejo qué es, qué vale? ¿Qué puede contarnos de nosotros ése que ya no cuenta con autoridad?
Tampoco el anciano sabe qué hacer consigo. Rara vez logra sobreponerse al peso de la sentencia que lo condena. Lo abruma el íntimo dolor de ser quien es. Así, a su intrascendencia social se le suma la autodescalificación. Dos testimonios de ello: el primero es poco menos que remoto. Data del tiempo en que envejecer era inusual y tenía lugar a una edad que hoy estimamos temprana. Está fechado en París el 27 de enero de 1771. Es una carta de Madame Dudeffand enviada a su amigo Horace Walpole, escritor inglés.
“Es necesario que hagamos una confesión, mi espíritu se debilita, se fatiga, se cansa –escribe–; ya no tengo memoria; ya no soy capaz de participar en nada; apenas hay algo que me interese; vivo disgustada de todo; me parece que uno no ha nacido para envejecer, es una crueldad de la naturaleza condenarnos a la vejez; comienzo a hallar mi situación insoportable. Yo he tenido gatos, perros, que han muerto de vejez, y se ocultaban en los agujeros y tenían razón. En situaciones así nadie quiere mostrarse, dejarse ver cuando se es un objeto triste y desagradable”.
"El envejecimiento y la muerte, entre nosotros, no están meditados sino solo tramitados. Se los concibe, a lo sumo, como materia de administración"
El segundo testimonio, un poema, lo atribuyó Pessoa, a principios del siglo XX, a su heterónimo Ricardo Reis: Ya sobre la frente vana / se me encanece el cabello del joven que perdí. / Mis ojos brillan menos. / Ya no merece besos mi boca. / Si aún me amas, por amor, no ames: / Me traicionarás conmigo.
En un medio donde el tiempo solo importa como herramienta y objeto de dominio, es explicable que se margine a quien evidencia que el tiempo ha podido con él. Sus huellas –las del tiempo– son la lepra de la época. El envejecimiento y la muerte, entre nosotros, no están meditados sino solo tramitados. Se los concibe, a lo sumo, como materia de administración. Geriátricos, cementerios y mausoleos así lo prueban. Se me dirá que no es poco. Pero aquí se trata de otra cosa. Se trata de ver lo que tanta diligencia encubre. La finitud concebida como imposición indoblegable no llega a ser interrogada. El mandato social dominante exige soslayar su evidencia. ¿Cómo va a admitirse su estatuto de dilema decisivo en un mundo donde solo reina la voluntad de desterrarla? Concebidas como manifestación de ese poder irreductible a la voluntad de dominio, la vejez y la muerte están desatendidas aun allí donde más atención se les presta. No hay lugar para ellas como expresión de lo inelaborable. Nuestra ciencia y nuestra técnica no se sienten interpeladas por la evidencia de que ser sujeto también quiere decir saberse sujeto, es decir acotado por la ley, por un límite estructural y no apenas coyuntural. Es esta imposición trascendente lo desoído por nuestra cultura. Eso cuyo efecto sobre la subjetividad no se está dispuesto a considerar sino prácticamente.


Dado que nuestra cultura rehuye el trato con lo que no se deja inscribir por entero en un significado y pretende gerenciarlo todo, la vejez, para ella, no puede sino constituir una provocación intolerable. Es agraviante por lo que tiene de indómito. Sin embargo, a medida que la vejez multiplica en nosotros, los actuales, las huellas de su invulnerable fortaleza, nos vemos forzados a admitir lo que tanto empeño se ha puesto en subestimar: la impagable hipoteca contraída por el hombre con la fatalidad. Que el hombre no pueda sustraerse a la subordinación al tiempo, tal como lo atestigua la vejez, es algo que nos afecta donde más nos duele: en la presunción de nuestra supremacía y de nuestra autonomía con respecto a la naturaleza.

Envejecer es encaminarnos por la senda progresivamente hostil de un cuerpo que se marchita y de una conciencia que se sabe protagonizando su decadencia. Hay un momento en que el anciano se reconoce en lo que le sucede. Sabe, advierte, que esa cultura en retirada es él mismo. Que él es esa naturaleza en anárquica expansión, ese progresivo desorden que lo destituye como persona. Pero, paradójicamente, al reconocerse como un gradual desconocido, afirma, todavía, la fortaleza de su identidad. Es que aún somos profundamente humanos cuando advertimos que vamos dejando de serlo. El hecho de poder interrogar nuestra vida en retirada es una manera de afirmarla. Es todavía inscripción en la cultura.
"Hay un vitalismo propio de la vejez que se encuentra en las antípodas de la resignación y de lo burdo"
Sin embargo, envejecer y morir se convierten, a la luz de estrategias escapistas y subterfugios encubridores, en imperativos devaluados. El mandato social determinante es simular que no sucede lo que nos pasa. Si ya no se es joven se debe, no obstante, aparentar que se lo es. Todo, desde la indumentaria hasta la propia piel, tendrá que evidenciar que así se lo ha entendido. El paso del tiempo no debe dejar huellas. El hombre no debe ser un indicio del tiempo. La orden es creer y hacer creer que con uno el envejecimiento no ha podido. Si no somos indemnes al paso de los años debemos actuar como si lo fuéramos.
Ahora bien: ¿es ello imprescindible? No, a juicio de Vladimir Jankélévitch, para quien la vejez es también una oportunidad.
Leámoslo: “La vejez es un modo de ser como la juventud y la edad madura; y este modo de ser solo es deficiente para una sobreconciencia sinóptica, y a condición de comparar, de medir o de juzgar desde fuera; vivido desde dentro, el presente senil no está más vacío para el hombre anciano de lo que está el presente juvenil para el hombre joven: tiene solo otro cariz, otro ritmo, otro tiempo; una tonalidad diferente.
Hay, pues, un vitalismo propio de la vejez que se encuentra en las antípodas de la resignación y de lo burdo. Es otra conformación del goce de la vida. De ese goce que, según Jankélévitch, puede ser codiciado y obtenido en la ancianidad.
Envejecer puede también convertirse en un proceso de gradual y relativa adecuación fructífera al paso del tiempo. Constituye, en este sentido, un tránsito hacia una posibilidad y configuración inéditas del goce de vivir y no una mera desaparición de modalidades y recursos previos. Es en este nuevo marco perceptivo donde corresponde inscribir como conjunto el sentimiento de la propia vida cumplida. La vida entendida como “un conjunto”, según la designa Jankélévitch, solo se recorta como procedimiento creador cuando el hombre de edad reconoce afirmativamente su ancianidad. Y ya no con melancolía, como alguien en quien la juventud y la madurez, al extinguirse, lo han despojado de todo sentido y de toda tarea.
Se trata de aprender a volverse hacia el ayer desde otra percepción del presente propio. Se trata de pasar de la condición residual a la creadora, que también es posible en la vejez. La nostalgia y la disconformidad ante lo perdido no tienen porqué serlo todo. Es factible encarar de otra manera el ayer. Es posible encararlo con expectativa, interrogarlo, explorarlo. Solicitarle una verdad sobre el ser propio que, hasta ese momento no puede concebirse, imaginarse ni alcanzarse. Es la que solo llega a ofrecer una vida cuando se la interpreta como conjunto eventual, es decir como manifestación de una verdad que aún palpita en la temporalidad. Como otra cosa que pérdida, que extenuación, que resto. Esta revelación de la suma de los días es un privilegio de la vejez. Un privilegio hacia el cual rara vez se tiende. Y en esto consiste lo que todavía no nos ha ocurrido, eso que resulta de una nueva manera de relacionarnos con nuestro pasado, de un nuevo saber sobre él que da impulso y contenido inédito al presente. Se trata, quiero decir, de reelaborar nuestra experiencia del tiempo. Del tiempo tal como nuestro cuerpo la tramita, condicionado por la cultura que le infunde o lo priva de sentido.
"El tiempo que nos constituye es el mismo que nos destituye. Su comprensión usual jamás nos reconciliará con él"
Se trata, entonces, de restituirnos tiempo. Se trata de proceder de tal modo que el tiempo deje de ser aquello que únicamente acumulamos en nosotros (materia inerte) y pase a reconfigurarse como energía (materia dinámica) de que disponemos para proseguir en la vejez la construcción de nosotros como en lo que en ella somos ahora: ancianos. Estancado en nuestro cuerpo, el tiempo es veneno para el alma. No procesado, detenido, deja de ser lo que nos constituye para convertirse en lo que nos destituye. Nada más que en lo que nos destituye. Su paso ya no nos implica como sujetos sino como objetos. Al no convocarnos a hacer algo con él, sencillamente nos deshace. La pétrea inmovilidad del anciano retrata acabadamente la atroz hegemonía de un tiempo liberado de todo control subjetivo. Reconquistada la relación laboral con el tiempo, reaparece el presente: es el escenario en el que se juega nuestra relación con el futuro. Nuestra posible experiencia de la vejez como tarea y ya no, primeramente, como ceniza de la vida que se fue.
El tiempo que nos constituye es el mismo que nos destituye. Su comprensión usual jamás nos reconciliará con él. Podremos hacerlo, en cambio, si dejamos de entenderlo como duración para empezar a reconocerlo como intensidad. Ni el tiempo ni el hombre duran. No son sino transfiguración. Antes, pues, que al plano fáctico, el hombre y el tiempo pertenecen al orden simbólico. Lo singular de nosotros, lo que hace de nuestra condición una instancia humana, es que no consistimos ante todo en ser sino en significar. Como signo que va en pos de su significado, el hombre está llamado a constituirse en el campo de la valoración.
El propósito del hombre, concebido como signo en busca de significación, es el de apersonarse. El de hacerse presente. El presente es la instancia de la significación. El escenario donde cada uno de nosotros algo quiere decir, algo puede significar. Ganar realidad es para el hombre que envejece, tal como Martín Buber lo advirtió, ser reconocido en su personal singularidad.
“El mundo del pasado –propone Norberto Bobbio–, es aquél donde reconstruyes tu identidad. No te detengas. Cada rostro, cada gesto, cada palabra, cada canto por lejano que sea, recobrados cuando parecían perdidos para siempre, te ayudarán a sobrevivir”

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La búsqueda de la belleza en las pequeñas cosas
Akiko Yosano y Nagai Kafū, obras tensadas entre tradición y modernidad
 Natalia Neo Poblet
La contemplación japonesa, esa postal que estamos acostumbrados a ver sobre jardines, templos, estanques y bonsáis, viene de comienzos del 1600, cuando Japón se cerró al mundo, creció el comercio interno y se profundizaron sus costumbres.
Lo que siguió luego se conoce como el período Meiji, que abarcó desde 1868 a 1912 y significó la modernización y la occidentalización en la isla japonesa. Cuando se abrieron las puertas al mundo exterior, comienzos de esa nueva etapa, el archipiélago pasó a integrar y amalgamar ambos modelos. Comenzaron a usar ropa occidental, dejaron de tocar el shamisen día y noche, desaparecieron los samuráis, construyeron trenes por todo el país, disminuyó el mundo de las geishas y sus aprendices, y avanzó la industrialización en todas las áreas. Esta nueva etapa trajo aparejada la dificultad de conservar la cultura tradicional que habían forjado durante tanto tiempo.
Dos autores, una mujer y un hombre, representaron dos géneros literarios que marcaron la época. Akiko Yosano (1878-1942) fue la mujer, que escribió tanka, y Nagai Kafū (18791959), prosa. Nacieron con apenas un año de diferencia y ambos comenzaron a escribir por el 1900.

Mi primer acercamiento a la literatura japonesa fue cuando tenía veintidós años. Comencé con Yasunari Kawabata, le siguieron Yukio Mishima, Haruki Murakami, Kenzaburo Oé y Junichiro Tanizaki. Lo que me hizo peregrinar por esos libros fue su búsqueda de la belleza en las pequeñas cosas, la manera en la que se acercan a esa belleza y la muestran a través de imágenes. Estos autores se detienen en el reflejo de la luz, en las particularidades de las telas, en el espesor de la tinta, en el deslizamiento del pincel. Estos detalles ínfimos también dan cuenta de las estaciones del año, de la manera en que la naturaleza interviene en la forma de sentir y, por lo tanto, de escribir. La vida está íntimamente relacionada con lo trágico en la literatura japonesa. Son maestros en encontrar lo pequeño de lo inconmensurable.
Kafū fue un nostálgico del período Edo, anterior a 1868. Nació bajo el nuevo orden, en 1879 y en sus cuentos aparece cierta tirantez entre su educación tradicionalista y las costumbres que le transmitieron en su niñez frente a una sociedad que comenzó a abrirse al mundo. Nunca terminó de aceptar la pérdida de los valores y los rituales del archipiélago. Fue amante de la naturaleza y de Tokio, ciudad en la que nació y creció.
Lluvia triste (publicado por la editorial argentina También El Caracol en 2023) es un compilado de cuatro cuentos. El tema central del relato principal es su regreso a Tokio después de haber sido expulsado por su padre a los Estados Unidos, quien estaba orgulloso de pertenecer a una próspera clase terrateniente, para que encamine su vida y abandone sus intereses artísticos. Lo envía a trabajar a un banco, pero el escritor japonés comenzó a estar interesado en viajar a Francia, aunque no le alcanzaba el dinero. Le pidió prestado a su padre. Sin lograr el cometido, logró de todas maneras viajar a Europa por sus propios medios e instalarse en París. En ese período se empapó de poetas y escritores franceses. Kafū regresó en 1907 después de haber estado cuatro años fuera de la isla.
Las mujeres ocuparon un lugar central en su vida y en su literatura. Su primer amor fue la joven que lo cuidó cuando estuvo enfermo en su adolescencia. Su nombre de niño era Sokichi Nagai, pero ella lo bautizó como Kafū y él se lo apropió como apodo a partir de ese momento.
Juan Forn escribió sobre el famoso pintor y grabador Hokusai y lo destaca como el equivalente de la obra literaria de Kafū por haberse dedicado a mostrar en sus cuentos el placer, las geishas y los suburbios. A tal punto que Kawabata lo llamaba a Kafū “el divino putañero”.
El joven se enamoró de su amiga de la infancia que decidió ser geisha, y creyó que si se dedicaba al arte iba a poder reencontrarse con ella. El muchacho quería vivir del arte de la caligrafía, de la música y de la actuación. Su madre se opuso. Lo obligó a estudiar para que no sufra como ella el empobrecimiento que le acarreó la nueva era en su trabajo de la tienda familiar. Como también lo expresa en su cuento “Salir de compras”, donde relata la pobreza que conllevó esta nueva etapa Meiji al dejar atrás el aislamiento.
La literatura de Nagai Kafū muestra la tensión entre las viejas y las nuevas formas. Plantea la confrontación del individuo en una sociedad que mantiene, por un lado, las tradiciones y por el otro, las deja a un costado para darle lugar a la occidentalización.
En “Detrás de la prisión”, su álter ego camina por las calles de la urbe buscando rastros de la cultura que se ha ido diluyendo. En ese andar se detiene a contemplar los jardines para sentir el sol en la cara, la frescura de la brisa atravesando su ropa, y la liviandad de la lluvia sobre su cuerpo. En Kafū hay una marcada impronta naturalista. Escribe en un momento: “Si la poesía brota, una vida en soledad no tiene por qué ser solitaria”. En ese vagar por la ciudad, a modo de un flâneur, relata poemas de Baudelaire, Verlaine y Mallarmé que le dan forma a su crisis existencial.
La tendencia literaria dominante al momento de abrirse la nación al exterior instaurando el régimen Meiji era el romanticismo. Hasta que surge, en esos años, la revista Myojo (“La estrella de la mañana”) creada por el poeta Tekkan. Una de las autoras que más se destacaba en esas publicaciones fue la poeta de Osaka, Akiko Yosano. Para aquel momento, en 1902, sacó su ópera prima Cabellos revueltos (El Hilo de Ariadna, 2009), con tan solo diecisiete años. La salida de ese libro terminó de pronunciar un viraje de Japón, debido a que sus poemas destacaban la sensualidad femenina y propiciaban el derecho a vivirla con plenitud.
Yosano, a diferencia de Kafū, accedió a la lectura a través de la biblioteca familiar. Fue criada como si fuera el varón que la familia esperaba y nunca llegó. Su nombre de soltera era Shôko Hô, pero ella adquirió Akiko como su nombre literario y Yosano, el apellido de su marido Tekkan; quien primero fue su maestro, y del que después fue su amante y su musa. Akiko fue una precursora que supo incorporarse a las ideas del naciente socialismo. Junto a otros jóvenes poetas, se reunió en torno a la revista Shakaishugi (“Socialismo”), pregonando simpatía al mundo obrero y oponiéndose a la corriente del romanticismo dominante.
Kafū,tresañosdespuésdesuregreso de los Estados Unidos y de Francia, alrededor de 1910, lanzó junto a otros jóvenes escritores una nueva revista llamada Mita bungaku, donde era uno de los redactores responsables. En esa época las preocupaciones de ese grupo oscilaban, por un lado, entre el antiguo orden y la nueva sociedad capitalista y, por otro, en satisfacer de manera plena sus deseos: vivir libremente sus pasiones en el amor, tocar el shamisen y aprender el arte escénico del rakugo.
En cambio, Akiko Yosano incorporó rápidamente el nuevo orden. Su escritura mostraba un disfrute de la sexualidad y de la sensualidad femenina. Tal fue así que su libro Cabellos revueltos reúne sus poemas dedicados al erotismo y al amor. Escribe con la métrica del tanka, que significa canción corta o verso breve. Es anterior al haiku, pero ambas son composiciones poéticas que con una mínima cantidad de palabras intentan mostrar la percepción pura de la realidad y captar el instante. No pretenden comunicar un mensaje, sino la experiencia real de lo que ocurre aquí y ahora, dice el maestro Bashō. Yosano logra en su escritura mezclar la contemplación típicamente japonesa con la experiencia moderna: “pelos enredados/ por la mañana,/ hasta que los empapo/ con agua de lluvia y parecen/ alas de golondrina”.
Rompió con algunos simbolismos que representaban a la mujer para ese entonces: los pechos solo servían para la lactancia, era necesario mantener el pelo recogido, la cara maquillada, la ropa apretada y proliferaba una idea de mujer hecha para la maternidad. Yosano interrumpe esa concepción y escribe sobre los cabellos sueltos y mojados, la desnudez de los pechos y una belleza más natural y relajada, comandada por cierta inspiración occidental.
Le escribió a lo erótico del amor sin el conservadurismo feudal y lo entretejió con los elementos de la naturaleza y las estaciones del año. Yosano fue para Japón lo que Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Virginia Woolf y Simone de Beauvoir fueron para Occidente. Una adelantada a su tiempo.
Criticada por sus contemporáneos y atacada por algunos poetas en artículos de revistas por “corromper la moral pública”, fue pionera en la militancia del movimiento feminista. Además de trabajar en la pastelería familiar por ser sostén de familia, criar a los diez hijos que tuvo con su marido que sufría depresión por no triunfar como escritor.
En esos años se reúnen cinco escritoras: Yasmochi Yoshiko, Mozume Kazuko, Raichō Hiratsuka, Kiuchi Teoko y Nakano Hatsuko y crean, en 1911, la revista literaria Seitô, dando origen al movimiento feminista en Japón. Dos grandes colaboradoras eran Akiko Yosano y Nobuko Yoshiya. La primera frase del fascículo fue de Raichō Hiratsuka quien escribió: “En el inicio, la mujer era el sol”. El tema central de los suplementos fue siempre la liberación de la mujer. A medida que pasaron los meses, las censuras aumentaron hasta que llegaron a prohibir la publicación de la revista. Su último número fue publicado en febrero de 1916.
Entre 1931 y 1945, durante la Segunda Guerra Mundial, el mundo estaba en guerra. Imperó a lo largo de esos años una literatura bélica que mantenía una influencia nacionalista y que animaba a sus compatriotas a luchar. Kafū, junto a Kawabata y otros jóvenes escritores, se mantuvo al margen.
A partir de 1946 comenzaron a reaparecer las revistas literarias, pese a la escasez de papel, y perseveraron en recuperar la identidad nacional quebrada tras la derrota.
Yosano y Kafū desarrollaron una gran capacidad de observación. Lograron entramar algunos elementos de la naturaleza junto a la existencia personal. En ambas obras las flores representan el paso del tiempo y lo efímero. Como también las estaciones del año remiten a los diferentes momentos etéreos de una vida: el verano, a la infancia; la primavera, a la juventud; el otoño, a la madurez, y el invierno, a la vejez. La lluvia, a la nostalgia, y la luna, a lo femenino. Lo que brota, lo que se deshoja, lo que renace de otra manera. Atravesados por los cambios socioculturales de la isla, hicieron culto de la naturaleza donde muestran que en esa geografía nada falta. Tanto Yosano como Kafū hicieron de su vida una escritura, con la diferencia que ella fue una gladiadora y él un nostálgico flâneur.

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