La degradación discursiva arriba de los escenarios
Hemos entrado en una etapa de discusiones efervescentes, pero es inevitable preguntarse por la calidad y la profundidad de esos debates: ¿están a la altura de la complejidad de los temas?
Luciano Román
El país ha entrado en una etapa de discusiones efervescentes. Tras el gobierno de Alberto Fernández, que llegó a hacer alarde de la falta de planes y se replegó en una inercia conformista, sin ambición ni vocación transformadora, se ha iniciado ahora, al menos en la superficie, un ciclo de grandes debates en torno al rol del Estado, el rumbo de la economía, la normativa laboral, el orden en el espacio público, la transparencia en el presupuesto universitario y el vínculo entre la cultura y el financiamiento estatal, entre varios otros temas que reclamaban revisiones y replanteos imprescindibles.
Es inevitable, sin embargo, preguntarse por la calidad y la profundidad de esos debates. ¿La discusión está a la altura de la complejidad de los temas? ¿Hay sustancia y densidad conceptual en la conversación pública sobre cada uno de esos ejes? ¿Hay un clima propicio para estimular los aportes e intercambios que merecen asuntos de semejante calibre? Las respuestas no serían del todo alentadoras: el debate público luce contaminado por cierta vulgaridad, reducido a eslóganes y excesivas simplificaciones, teñido de agresividad y descalificaciones que, en lugar de enriquecer y promover el análisis, lo achatan y lo distorsionan, al punto de que en muchos casos resulta funcional al statu quo.
Rebobinemos un poco “la película” argentina de los últimos días para revisar cuatro escenarios que monopolizaron la atención por su voltaje discursivo:
* Los mensajes del martes pasado, en el palco que coronó la imponente marcha universitaria, atrasaban por lo menos cuarenta años. Se escucharon llamados “a la resistencia”, reivindicaciones de “las luchas” setentistas e invocaciones teñidas de sectarismo ideológico. No hubo referencias a la heterogeneidad y a la amplitud que deberían caracterizar a las universidades y que, paradójicamente, estaban representadas debajo del palco, entre la multitud que se había movilizado con un espíritu diverso. Lejos de aceptar o promover algún debate, los discursos del palco buscaron reforzar los dogmas y apelaron a los eslóganes que intentan bloquear cualquier discusión de fondo en torno al sistema universitario. Fueron discursos homogéneos, casi sin matices, en los que no sobresalió ninguna voz que hablara de la universidad del futuro, de los desafíos del presente, de promover la autocrítica ni de defender el pluralismo. El tono del palco expresó una suerte de “contraofensiva” a un discurso gubernamental que también había apelado a la simplificación y la “brocha gorda”. En el medio, parece extraviarse la oportunidad de un debate sustancial y meduloso sobre el sistema universitario, que demandaría un escenario propicio para el diálogo, un examen riguroso de datos e información y una vocación de escucha despojada de ideologismos y prejuicios
* El miércoles, los reflectores se encendieron sobre el escenario del encuentro convocado por la Fundación Libertad, que reunió a presidentes y expresidentes, empresarios e intelectuales. Se trataba de un ámbito especial, en el que las palabras del jefe del Estado tendrían una singular resonancia. Javier Milei eligió un tono provocador y altisonante, que muchos asimilaron con la estética del stand up. Hizo imitaciones grotescas para descalificar a algunos economistas que han planteado dudas o reparos sobre determinadas medidas. Apeló una decena de veces al calificativo de “imbéciles” para aludir a quienes han sostenido posiciones críticas. Y habló de economía con un lenguaje que alternó la jerga técnica con la palabra malsonante: “Va a subir como pedo de buzo”, pronosticó festejándose a sí mismo. Algunos participantes del encuentro sintieron una marcada incomodidad. Era un ámbito para llamar al diálogo constructivo y para subrayar, con palabras y con gestos, el espíritu de convivencia. Pero el Presidente optó por la agresividad. Es un juego que deteriora el clima en el que se desarrolla la conversación pública y que promueve, en el fondo, el repliegue de las voces moderadas.
* El jueves, la atención se trasladó a otro escenario tradicional, el de la Feria del Libro. El acto inaugural fue monopolizado por un discurso tribunero, que también buscó ser provocador, pero no por proponer ideas incómodas u originales, sino por bordear el exabrupto. El titular de la Fundación El Libro, Alejandro Vaccaro, en lugar de aportar una voz que reivindicara los valores culturales que representa la Feria, se regodeó en una réplica oportunista al presidente de la Nación, al que prácticamente le dijo que no era bienvenido en ese ámbito, al que Milei finalmente desistió de ir, a pesar de que tenía previsto presentar un libro. Vaccaro le facturó al Gobierno la falta de apoyo económico, como si esa fuera la ocasión para discutir los auspicios comerciales y no para destacar el espíritu más elevado de las letras por encima de las rencillas sectoriales. También se desaprovechó, así, la oportunidad de un mensaje constructivo, convocante y sereno, que en lugar de encrespar los ánimos y alimentar el juego del combate efímero se propusiera un aporte a la conversación civilizada y la jerarquización del debate.
* El sábado, las cámaras se mudaron a un escenario en Quilmes, donde hizo su reaparición pública la expresidenta Cristina Kirchner. No hubo sorpresas: otro discurso dominado por la arrogancia y la vulgaridad, sin el mínimo espacio para la autocrítica, con una colección de filminas inconexas que no buscaban aportar claridad ni información, sino apropiarse de “la verdad”, concebida como un territorio de certezas únicas e inconmovibles. También abundó el lenguaje de arrabal, bajo la creencia de que el discurso político logra cercanía y efectividad asociándose a la grosería.
La liviandad siguió después en el Congreso, donde la calidad discursiva exhibe su máxima degradación.
Debajo de los palcos se ve otra cosa. Aunque la conversación pública está muy dominada por la lógica de las redes sociales, donde la superficialidad y el insulto suelen marcar el tono, basta prestar atención para detectar en la sociedad reservas muy valiosas de moderación, de espíritu crítico, de independencia y de valoración de los matices. Muchos de los que fueron a la marcha universitaria no se sienten representados por los discursos simplistas y dogmáticos del palco. Muchos de los que van a la Feria del Libro buscan algo más complejo y sofisticado que lo que propuso el discurso oficial. Y muchos de los que apoyan el rumbo y los debates que impulsa el Gobierno se sienten definitivamente incómodos con el insulto, la generalización y la burla con los que arremete el poder para atacar a los críticos.
Con dudas, pero también con esperanza, la Argentina se ha abierto a una discusión sobre sí misma. Es, tal vez, el dato más relevante de lo que algunos observan como un rasgo de estos tiempos. El desafío, sin embargo, es dotar a esa oportunidad de un debate de calidad, que les dé consistencia a los cambios y que conduzca a una verdadera transformación sobre la base de entendimientos y de acuerdos duraderos. Quizá la clave esté en algo que no parece tan complejo: mirar, desde los escenarios y los palcos, el espíritu y la demanda de los que escuchan al ras del suelo. Ahí se verán mayores dosis de sensatez y equilibrio de las que se observan en muchos dirigentes.
El Presidente optó por la agresividad; es un juego que deteriora el clima en el que se desarrolla la conversación pública y que promueve el repliegue de las voces moderadas
El país ha entrado en una etapa de discusiones efervescentes. Tras el gobierno de Alberto Fernández, que llegó a hacer alarde de la falta de planes y se replegó en una inercia conformista, sin ambición ni vocación transformadora, se ha iniciado ahora, al menos en la superficie, un ciclo de grandes debates en torno al rol del Estado, el rumbo de la economía, la normativa laboral, el orden en el espacio público, la transparencia en el presupuesto universitario y el vínculo entre la cultura y el financiamiento estatal, entre varios otros temas que reclamaban revisiones y replanteos imprescindibles.
Es inevitable, sin embargo, preguntarse por la calidad y la profundidad de esos debates. ¿La discusión está a la altura de la complejidad de los temas? ¿Hay sustancia y densidad conceptual en la conversación pública sobre cada uno de esos ejes? ¿Hay un clima propicio para estimular los aportes e intercambios que merecen asuntos de semejante calibre? Las respuestas no serían del todo alentadoras: el debate público luce contaminado por cierta vulgaridad, reducido a eslóganes y excesivas simplificaciones, teñido de agresividad y descalificaciones que, en lugar de enriquecer y promover el análisis, lo achatan y lo distorsionan, al punto de que en muchos casos resulta funcional al statu quo.
Rebobinemos un poco “la película” argentina de los últimos días para revisar cuatro escenarios que monopolizaron la atención por su voltaje discursivo:
* Los mensajes del martes pasado, en el palco que coronó la imponente marcha universitaria, atrasaban por lo menos cuarenta años. Se escucharon llamados “a la resistencia”, reivindicaciones de “las luchas” setentistas e invocaciones teñidas de sectarismo ideológico. No hubo referencias a la heterogeneidad y a la amplitud que deberían caracterizar a las universidades y que, paradójicamente, estaban representadas debajo del palco, entre la multitud que se había movilizado con un espíritu diverso. Lejos de aceptar o promover algún debate, los discursos del palco buscaron reforzar los dogmas y apelaron a los eslóganes que intentan bloquear cualquier discusión de fondo en torno al sistema universitario. Fueron discursos homogéneos, casi sin matices, en los que no sobresalió ninguna voz que hablara de la universidad del futuro, de los desafíos del presente, de promover la autocrítica ni de defender el pluralismo. El tono del palco expresó una suerte de “contraofensiva” a un discurso gubernamental que también había apelado a la simplificación y la “brocha gorda”. En el medio, parece extraviarse la oportunidad de un debate sustancial y meduloso sobre el sistema universitario, que demandaría un escenario propicio para el diálogo, un examen riguroso de datos e información y una vocación de escucha despojada de ideologismos y prejuicios
* El miércoles, los reflectores se encendieron sobre el escenario del encuentro convocado por la Fundación Libertad, que reunió a presidentes y expresidentes, empresarios e intelectuales. Se trataba de un ámbito especial, en el que las palabras del jefe del Estado tendrían una singular resonancia. Javier Milei eligió un tono provocador y altisonante, que muchos asimilaron con la estética del stand up. Hizo imitaciones grotescas para descalificar a algunos economistas que han planteado dudas o reparos sobre determinadas medidas. Apeló una decena de veces al calificativo de “imbéciles” para aludir a quienes han sostenido posiciones críticas. Y habló de economía con un lenguaje que alternó la jerga técnica con la palabra malsonante: “Va a subir como pedo de buzo”, pronosticó festejándose a sí mismo. Algunos participantes del encuentro sintieron una marcada incomodidad. Era un ámbito para llamar al diálogo constructivo y para subrayar, con palabras y con gestos, el espíritu de convivencia. Pero el Presidente optó por la agresividad. Es un juego que deteriora el clima en el que se desarrolla la conversación pública y que promueve, en el fondo, el repliegue de las voces moderadas.
* El jueves, la atención se trasladó a otro escenario tradicional, el de la Feria del Libro. El acto inaugural fue monopolizado por un discurso tribunero, que también buscó ser provocador, pero no por proponer ideas incómodas u originales, sino por bordear el exabrupto. El titular de la Fundación El Libro, Alejandro Vaccaro, en lugar de aportar una voz que reivindicara los valores culturales que representa la Feria, se regodeó en una réplica oportunista al presidente de la Nación, al que prácticamente le dijo que no era bienvenido en ese ámbito, al que Milei finalmente desistió de ir, a pesar de que tenía previsto presentar un libro. Vaccaro le facturó al Gobierno la falta de apoyo económico, como si esa fuera la ocasión para discutir los auspicios comerciales y no para destacar el espíritu más elevado de las letras por encima de las rencillas sectoriales. También se desaprovechó, así, la oportunidad de un mensaje constructivo, convocante y sereno, que en lugar de encrespar los ánimos y alimentar el juego del combate efímero se propusiera un aporte a la conversación civilizada y la jerarquización del debate.
* El sábado, las cámaras se mudaron a un escenario en Quilmes, donde hizo su reaparición pública la expresidenta Cristina Kirchner. No hubo sorpresas: otro discurso dominado por la arrogancia y la vulgaridad, sin el mínimo espacio para la autocrítica, con una colección de filminas inconexas que no buscaban aportar claridad ni información, sino apropiarse de “la verdad”, concebida como un territorio de certezas únicas e inconmovibles. También abundó el lenguaje de arrabal, bajo la creencia de que el discurso político logra cercanía y efectividad asociándose a la grosería.
La liviandad siguió después en el Congreso, donde la calidad discursiva exhibe su máxima degradación.
Debajo de los palcos se ve otra cosa. Aunque la conversación pública está muy dominada por la lógica de las redes sociales, donde la superficialidad y el insulto suelen marcar el tono, basta prestar atención para detectar en la sociedad reservas muy valiosas de moderación, de espíritu crítico, de independencia y de valoración de los matices. Muchos de los que fueron a la marcha universitaria no se sienten representados por los discursos simplistas y dogmáticos del palco. Muchos de los que van a la Feria del Libro buscan algo más complejo y sofisticado que lo que propuso el discurso oficial. Y muchos de los que apoyan el rumbo y los debates que impulsa el Gobierno se sienten definitivamente incómodos con el insulto, la generalización y la burla con los que arremete el poder para atacar a los críticos.
Con dudas, pero también con esperanza, la Argentina se ha abierto a una discusión sobre sí misma. Es, tal vez, el dato más relevante de lo que algunos observan como un rasgo de estos tiempos. El desafío, sin embargo, es dotar a esa oportunidad de un debate de calidad, que les dé consistencia a los cambios y que conduzca a una verdadera transformación sobre la base de entendimientos y de acuerdos duraderos. Quizá la clave esté en algo que no parece tan complejo: mirar, desde los escenarios y los palcos, el espíritu y la demanda de los que escuchan al ras del suelo. Ahí se verán mayores dosis de sensatez y equilibrio de las que se observan en muchos dirigentes.
El Presidente optó por la agresividad; es un juego que deteriora el clima en el que se desarrolla la conversación pública y que promueve el repliegue de las voces moderadas
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