Hugo Scolnik. Fundó el Departamento de Computación de Exactas de la UBA y CertiSur, y esto es solo el principio
Hugo Scolnik se propuso ser químico, pero la vida lo convirtió en un matemático brillante y también en un ejemplo de lo que la educación pública consigue cuando se la gestiona con excelencia y honradez
Fue de los primeros en el país en trabajar con inteligencia artificial, en la década del ‘60, y es una autoridad en criptografía; en 2002, su equipo de la Facultad le ganó 8 a 1 a Corea del Sur en un partido de fútbol robótico
Ariel Torres
Los integrantes de esta serie han sido hasta ahora personajes históricos o protagonistas de la revolución digital que entrevisté en algún momento (como Vinton Cerf, Steve Wozniak o Bill Gates, entre otros). Hugo Scolnik cae en la segunda categoría, porque lo entrevisté para el diario en varias ocasiones. Pero además es un querido amigo mío. Por amigo quiero decir que fue de la pequeña partida que asistió a mi boda. O que, hace un año, cuando debió someterse a una intervención quirúrgica, me encontró mandándole mensajes una y otra vez para saber cómo iba todo. Es también un hombre con el que hablo frecuentemente de cuestiones tecnológicas, pero también de las otras; de la vida, de política, de todo un poco.
Así que este es uno de los artículos que más trabajo me dio componer. Oscilé entre tratar a este pionero inesperado en más o menos el mismo tono que los anteriores o revelar que Hugo es para mí una persona muy querida y respetada, más allá de su trabajo extraordinario en nuevas tecnologías. Es decir, dudé durante varios meses si estos dos párrafos eran menester. Como siempre que tengo estos dilemas, lo dejé reposar hasta que el dilema se aclarara solo. Cosa que ocurrió estos días.
Por eso, esta semana, charlamos por teléfono con Scolnik, como hemos hecho muchas otras veces. Pero esta vez para que, vaya paradoja, me pusiera al día con sus días y su obra, en un orden más o menos cronológico y de la forma más sucinta posible. A los 83 años, cuando le pregunto cómo anda, invariablemente me responde “trabajando, como siempre”. Es notable. Trazó sus primeros palotes con inteligencia artificial a principios de la década del ‘60 y trabajó con Manuel Sadosky y Clementina, la primera computadora científica que tuvo nuestro país. De ahí para acá, la enormidad de cosas que ha hecho este hombre, hijo de un ucraniano y una argentina cuyo padre era lituano, da para escribir diez artículos como este. Primer dato: lo que sigue será, por fuerza, un resumen. A veces la tentación de completud nos conduce a unos fárragos difíciles de seguir o de hilar. He preferido evitar eso.
El proverbial juego de química
Para los que estamos en el ambiente, Hugo Scolnik es un prestigioso matemático que fundó el Departamento de Computación de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires. Eso solo es suficiente para que sea uno de nuestros próceres. Pero en la Argentina las cosas nunca son tan sencillas.
Hoy, mientras se agita hasta el paroxismo el banderín de lo privado, Scolnik representa un retrato a la vez fidedigno y heroico de lo que la educación pública y, por extensión, muchas veces, los organismos estatales (como es el caso de Arsat, del que fue gerente de tecnología y hoy es director de proyectos especiales) pueden hacer cuando se los administra con ingenio, honradez y patriotismo.
Manuel Sadosky en el Instituto de Cálculo trabajando con la computadora Clementina, junto a su colega Juan Carlos Angio
Pero también es un retrato de los costos que esto tiene para las personas que aportan al bien común. “En aquel momento –se refiere al regreso de la democracia al país– era director del Departamento de Computación de Exactas y director del Instituto de Cálculo, todo ad honorem; hasta pagaba de mi bolsillo la nafta para ir a trabajar”, me dice, cuando hablamos, en la semana. Como Sadosky, cuya vida, obra y padecimientos fueron un reflejo del eterno desencuentro argentino, Scolnik ha demostrado con sus actos, sin palabrería (es hombre de pocas palabras), que la grieta entre público y privado es un mito y que tanto la excelencia como la estupidez pueden habitar en cualquiera de los dos ámbitos.
Hugo Daniel Scolnik nació en el barrio de Avellaneda el 20 de junio de 1941 (“el día de la bandera”, aclara, para ayudarme a fijar la fecha); es por supuesto hincha de Independiente, pero uno de sus hobbies poco conocidos es la natación. A lo mejor porque el club tenía (y sigue teniendo) una imponente pileta olímpica con un trampolín altísimo, a la que íbamos con mi madre y mi hermano cuando éramos chicos, en verano.
La mamá de Hugo se llamaba Susana Beatriz Jaitin. Su papá, Ángel Jacobo, había llegado a los 11 años a la Argentina –con su familia y sin saber español– y se había graduado en la UBA como médico a los 24. Dicho simple, había aprendido el idioma y había hecho la primaria, la secundaria y la universidad en solo 13 años. Cuando Hugo era chico, como nos pasó a muchos de las generaciones previas al smartphone y TikTok, le regalaron un juego de química. Quedó fascinado. Todo regalo puede ser, al menos a esa edad, una sugerencia, y en el caso de Hugo, operó como un disparador y decidió que la química era su futuro. Hizo la secundaria en el Industrial Nº 1 de Avellaneda (una escuela pública) con orientación a la química. La informática no estaba en sus planes.
Cuando llegó el turno de inscribirse en la universidad, la Facultad de Ingeniería de la UBA parecía lo más adecuado. Pero de matemática no sabía nada. Eso en ingeniería es un gran problema. “En el examen de ingreso me había sacado un 1″, me dice. Así que se puso a estudiar por las suyas. “¿Estudiaste matemática solo?”, le pregunto, incrédulo, porque no es una disciplina, digamos, sencillita. Me responde que sí.
Tenía 18 años y apenas logró entrar en la facultad con un 4 en matemática. Pero en la carrera de ingeniería iba a volver a tropezarse con el Análisis matemático y, además, añade, “con un horrendo profesor de trabajos prácticos”. Se enteró entonces de que en Exactas estaba Héctor Pirosky, un joven matemático que dictaba clases atractivas e inspiradoras. Era el hijo de Ignacio Pirosky, que fue director del Instituto Nacional de Microbiología del Malbrán, al que había sumado a César Misltein, y que vio como su obra fue desbaratada por el golpe de Estado que destituyó a Frondizi, en 1962.
César Milstein fue convocado para el Instituto Nacional de Microbiología por Ignacio Pirosky, el padre del profesor de matemática de Scolnik
A Scolnik el ambiente de Exactas le encantó y se anotó en Física, simplemente porque como había cursado la secundaria en un colegio industrial y había hecho pasantías en Ducilo y en Ferrum, tenía experiencia en laboratorios. O sea que sí, el Scolnik adolescente, estudiante de secundaria, hizo pasantías en empresas privadas. Y no quedó traumatizado ni nada. De hecho, esas pasantías le vinieron muy bien para decidir qué quería hacer de su vida. Lógico. Uno no puede decidir sobre lo que no conoce.
Mientras cursaba en Exactas se cruzó con el gran físico argentino Juan Roederer, que le dio a entender que una de las falencias de los físicos teóricos era la matemática. Así que Scolnik no lo dudó y se inscribió en la carrera de matemática. Lo conoció a Sadosky, que le dio “un puestito” para que se mantuviera, y al poco tiempo, cuando llegó la primera computadora científica al país, la famosa Clementina, Hugo hizo sus primeros palotes en programación nada menos que con Cicely Popplewell, que había venido de Manchester (Clementina era una máquina inglesa) y que había trabajado con Alan Turing. Popplewell, aclararé, vino primero, antes que la computadora. Así que Scolnik, como muchos en la década del ‘60, aprendió a programar con lápiz y papel. En broma (un chiste solo para entendidos), me dice: “Cicely miraba lo que hacíamos y compilaba en su cabeza”.
Síntomas
El Instituto de Cálculo, Clementina y el sueño de Sadosky (el sueño de una generación), como iba a pasar también con el Instituto de Microbiología del Malbrán y como había ocurrido antes, con el peronismo y Houssay, todo eso se derrumbó luego de la Noche de los Bastones Largos. Como tantos otros, Scolnik emigró. Lo volvieron a llamar en 1973, pero Alberto Ottalagano, asesor de Perón que fue designado interventor de la Universidad de Buenos Aires en 1974, lo echó.
Los años que siguieron son bien conocidos para la mayoría de los lectores. Lo que no siempre resulta obvio es el sintomático paralelismo que hay entre los hechos atroces que destrozaron a la Argentina en esas décadas y lo que ocurría en lo que hoy llamamos “primer mundo”. Fijate. En 1957 se había fundado Fairchild Semiconductor, de la que saldrían los dos ingenieros que iban a crear Intel en 1968. En 1960 Sadosky había creado el Instituto de Cálculo. En 1961 Clementina se puso en marcha. En 1964 Scolnik se graduó como matemático. En 1969, en la Universidad de California en Los Angeles, conectaron los dos primeros nodos de Arpanet, la predecesora de Internet (el otro nodo era el Stanford Research Institute). En 1971 Intel inventó el microprocesador. En 1976, el año del último golpe militar en la Argentina (habían habido varios otros antes), se fundó Apple, que hoy es una de las dos compañías más ricas del planeta. La otra es Microsoft, que había sido fundada en 1975.
Alumnos y profesores con los brazos en altos al ser detenidos en la Facultad de Ciencias Exactas la noche del 29 de julio de 1966
Dicho simple, la desconexión que exhibía la política argentina respecto de la realidad, la concreta, la palpable, la que le cambia el destino a millones de seres humanos, era demencial. Muchos todavía están empantanados en la dialéctica de esos años. En la era fundacional de la computación, esa desconexión resultó catastrófica, y afectó a todas las ciencias, y en particular las básicas, que sufrieron el hachazo de la violencia, los prejuicios, los lemas, las ideologías, la grieta.
Hasta que volvió la democracia. Cuando Raúl Alfonsín se convirtió en presidente, había un nombre en su cabeza para una de las muchas cosas que necesitaba delegar, porque no era su área, porque sabía que era importante y porque requería a alguien de confianza. Entonces le indicó a Francisco Delich, rector interventor de la UBA, que lo llamara a Scolnik y lo pusiera a cargo de todo lo informático de la universidad.
Luego del exilio (esa etapa es deliciosa, en cuanto a anécdotas, pero extendería demasiado este texto) regresó a su querida Facultad de Exactas. Lo nombraron director del Instituto de Cálculo (el mismo que había fundado Sadosky 23 años antes) y ahí se dio cuenta de algo abrumador. Mientras el mundo había visto nacer la computadora personal en 1981 (sería personaje del año de la revista Time en 1982, el año de la Guerra de Malvinas) e Internet (en 1983), la academia argentina había abandonado la informática. “No se había hecho nada, y en Exactas la computación funcionaba en dos cuartitos con dos profesoras que eran muy buenas –Alicia Gioia y Silvia Braunstein–, pero que carecían de recursos, de libros, no había ninguna tesis que valiera la pena, nada,” rememora, cuando hablamos, y, como lo conozco, sé que todavía se siente entre indignado y perplejo.
La IBM/PC fue lanzada el 12 de agosto de 1981
Cuando el gran Gregorio Klimovsky, que había sido el director de la tesis de licenciatura de Hugo, asumió como decano de Exactas, el viento empezó a cambiar. Matemático y filósofo, Klimovsky tomó nota de lo que le había dicho Scolnik. Que hasta entonces la principal fuente de inspiración de la matemática había sido la física, pero que ahora lo era la computación. Y, palabras más, palabras menos, que la Argentina estaba muy en deuda con eso.
Empezaba a circular la idea de la facultad de informática, e incluso Alfonsín llegó a ofrecerle un edificio para instalarla. Pero Scolnik sabía mejor que nadie que las computadoras no funcionan en vacío y que el espacio natural para tal carrera era Exactas, por su larga historia en investigación y su trayectoria en matemática. Así nació el Departamento de Computación de Exactas, que hoy sigue siendo el más grande del país, y relanzaron la carrera de informática. “Hubo tal demanda al principio, que no dábamos abasto. El primer año tuvimos 5000 postulantes para estudiar la carrera”, me dice.
Pero había un problema. Siempre hay un problema.
Anécdotas del imperialismo yankee
Necesitaban un lugar donde establecer el Departamento de Computación. Y como la vida es a veces así de bromista, el Departamento de Computación de Exactas iba a empezar en un garaje, como Apple o como Google. Resulta que el único lugar de la Ciudad Universitaria donde podían establecerse era el área de automotores. Es decir, el garaje de los vehículos que, muchos años atrás, cuando la ciudad había empezado a construirse, llevaban y traían a los profesores y adjuntos entre la sede de Perú 222 (en la Manzana de las Luces) y Ciudad Universitaria. Ahora la ciudad estaba terminada, así que no se necesitaba más el garaje. Allí se instalaron, y fue algo así como un guiño que ni al mejor guionista se le habría ocurrido.
La historia es más larga, porque como en todo siempre hay quintitas e idas y vueltas, pero el caso es que las empresas estaban muy interesadas en que existiera un ámbito académico dedicado a la computación. Sigue siendo así, de hecho. Y no porque quieran dirigir qué se estudia, sino porque sin alumnos bien preparados, la actividad privada naufraga. De este modo nacieron los laboratorios de computación, con donaciones de compañías privadas. “Uno de los más importantes es del de Microsoft, que todavía existe; Microsoft se portó muy bien, hizo grandes donaciones y no intervino en absoluto en lo que hacíamos. También fundamos de este modo el laboratorio de Unix”, enumera, y me cuenta una anécdota (Hugo es una fuente inagotable de anécdotas) que es imperdible. “La izquierda china en la facultad –relata– no quería saber nada con el laboratorio de Microsoft, porque iba a tener computadoras muy modernas y eso iba a demostrar que lo que tenía el Estado era obsoleto y que por lo tanto era mejor el imperialismo yankee”. ¿No es lindo?
La red de redes
Internet se había puesto en marcha el 1° de enero de 1983. Es el año en el que la Argentina recuperaría las instituciones democráticas. Para que la Red se volviera algo público y comercial faltaba mucho, incluso en Estados Unidos. Pero, de nuevo, esta paradoja llamada Argentina nos puso en línea por medio de (adivinen) la Facultad de Exactas. Entre 1985 y 1986, Julián Dunayevich y Nicolás Baumgarten (entre otros) establecieron la primera conexión de nuestro país con Internet muy tempranamente; mucho antes, por ejemplo, de que Tim Berners-Lee inventara la Web. “La primera conexión fue con el CERN”, me dice Scolnik, y agrega que empezaron a ofrecer correo electrónico (el cliente gráfico lo desarrollaron con otro querido amigo, Mariano Absatz) y firmaron acuerdos de backup mutuo con Brasil y Uruguay. En esta entrevista que le hice a Dunayevich en 2018 pueden saber más sobre esta historia.
Tim Berners-Lee, el creador de la Web, en una foto tomada en 2020AP
“Los que sabían de redes eran ellos –me dice Scolnik–, yo solo era el jefe del Departamento, y tenían todo mi apoyo”, me aclara, como si eso fuera poco. La racionalidad, la excelencia, el mérito y el esfuerzo personal estaban dando de nuevo sus frutos. Pero todavía quedaba otro problema. Y ya saben lo que los matemáticos hacen con los problemas. Los resuelven, claro.
El criptógrafo
Uno de los efectos no deseados de la grieta, de los lemas vociferados y de la división intolerante es que nunca hay plata. Para lo que importa, nunca hay plata. Los poderosos siguen viviendo con todo a favor y los demás, bueno, nos vamos arreglando. Era el caso de Scolnik, que mientras volvía a poner a la Argentina en el camino hacia el futuro y sus alumnos graduados conectaban el país con Internet, no recibía ningún salario. Así que se puso a trabajar en el sector privado, desarrollando aplicaciones y brindando asesoría.
Muchos años antes, cuando todavía era estudiante, en 1962, Roque Carranza le había prestado el primer libro sobre criptografía que había aparecido, y para Hugo fue amor a primera vista. La criptografía ha sido desde entonces su principal interés, junto con la inteligencia artificial. De hecho, fue la forma en que nos conocimos. Luego de una conferencia que di sobre seguridad informática, no recuerdo ya dónde, Hugo se acercó al estrado a felicitarme por la charla, pero también para corregir algunas metidas de pata que había cometido. La criptografía no es para espíritus débiles, ya se los digo.
Un día, en 1989, como había programado un software de firma digital usando el algoritmo RSA (sí, como la compañía que hoy forma parte de Dell; son las iniciales de sus tres fundadores, Ron Rivest, Adi Shamir y Leonard Adleman), lo llamaron con urgencia de Interbanking. “El Banco Central les había dicho que o implementaban firma digital o dejaban de operar”, me cuenta. Como Scolnik no tenía una empresa que Interbanking pudiera contratar, debió fundar una, a la que llamó Firmas Digitales. Tuvo clientes enormes, porque era el primero que hacía algo así aquí, hasta que pasó lo que casi siempre pasa en nuestro país. Su cliente más grande, OCA, quebró. Y al rato apareció la AFIP pidiéndole “una monstruosidad de dinero en ganancias presuntas”. No hubo modo de seguir y tuvieron que cerrar. Eso fue durante el gobierno de Cristina Fernández.
O sea que los palos en la rueda son transversales, atemporales y constantes en la Argentina. Es difícil no ver por qué nos cuesta tanto salir de pobres.
La revancha, al menos en términos empresariales y criptográficos, le llegó a Scolnik cuando fundó CertiSur, que sigue siendo una autoridad en certificados digitales. Es uno de sus dueños. Nació de sus conversaciones con el Veraz, al que le dijo, de la manera en que Hugo suele decir las cosas, es decir, frontalmente: “Lo que hacen ustedes está muy bien, pero lo que se viene son los certificados digitales”. Y acertó. Otro pionero de esta serie hizo su fortuna tempranamente con esa nueva tecnología, Mark Shuttleworth, que luego creó Canonical, la compañía que produce Ubuntu Linux.
Mark Shuttleworth
En 2003, Scolnik recibió el Konex de platino. Es uno de los muchos reconocimientos que pueblan su biografía. En la primera edición de los Premios Sadosky, en 2005, también lo galardonaron. Hay una foto muy graciosa, que conservo, en la que se me ve con el Sadosky en mano, que me dieron por mi trayectoria periodística en tecnología, y Scolnik está detrás, con el suyo. Hasta entonces, nunca nos habíamos conocido en persona.
¿En qué andas?
Hugo fue el mayor de tres hermanos, tiene tres hijos y un rasgo que me llama mucho la atención. A sus 83 años, cada tanto, muy rara vez, se queja de algún achaque; pero conozco pocas personas con tanta energía vital, tanto empuje y tanta juventud. Es decir, ha hecho cosas extraordinarias, pero cada vez que hablo con él tengo la impresión de que ya está ocupado con algo nuevo. Cosa que, por otro lado, es cierta.
Scolnik con el matemático chino Jin-Yun Yuan, en Brasil. Yuan venía de la Universidad de Stanford y había sido invitado por los empresarios de Curitiba para crear un centro de aplicaciones matemáticas
En algún momento, hace unos años, por ejemplo, me contó que en 2002 había participado del campeonato de fútbol robótico con sus alumnos de Exactas. Sin plata, como siempre. Les fue muy bien, pero perdieron ante el equipo austríaco, cuyos robots eran muy potentes y se llevaban todo por delante sin que ningún referí hiciera justicia. Frente a esto, y dada la tradición futbolera de nuestro país, Corea del Sur desafió a Exactas a un partido especial, por fuera del campeonato. La Argentina ganó 8 a 1.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.