Las autoras de cuentos infantiles que, a pesar de las limitaciones de su época, hicieron historia
Relatos llenos de magia y fantasía, un paseo por algunos nombres como la Condesa de Ségur hasta Madame Leprince de Beaumont, autora de la versión más popular de “La Bella y la Bestia”
Guadalupe Treibel
Fue una mujer, la adelantada Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, la autora de la versión definitiva de "La Bella y la Bestia" que publicó en 1756. Jean Cocteau se inspiró en su texto para llevarla al cine
La señora Potts, amable ama de llaves transformada en la tetera cantarina de La Bella y la Bestia, no mentía al entonar “Tale as old as time”, en la mágica voz de Angela Lansbury: efectivamente, el origen de los relatos donde el amor y la ternura hacen posible la transformación del novio animal se pierde en tiempos muy remotos. La hazaña muda de circunstancias, como de aspecto muda el protagonista -a veces serpiente, a veces sapo-, pero el tema encuentra su versión más popular y difundida en el cuento que inspiró a la factoría Disney para crear su clásico film animado de 1991. Es decir, el mismo cuento en el que se basó el artista Jean Cocteau para rodar La Belle et la Bête, su precioso primer largometraje.
Estrenado en 1946, con Josette Day interpreta a la sacrificada y dulce muchacha que responde por el agravio de su padre (arrancar una rosa) ante un caracterizado Jean Marais, primero taciturno monstruo con rasgos selváticos, luego guapísimo príncipe, dueño de la flor, del jardín y del castillo donde -entre sombras misteriosas- los grabados de Gustave Doré y las pinturas de Vermeer parecieran cobrar vida.
Fue una mujer, la adelantada Jeanne-Marie Leprince de Beaumont, la autora de la versión definitiva de La Bella y la Bestia que, desde su publicación en 1756, hace tilín en nuestros corazones. Incluso en el de G.K. Chesterton, un autor que encontraba gran mérito en la moral inherente de los cuentos de hadas, y en especial, en esta pieza “que nos dice que una cosa ha de amarse antes de poder amarla”. Charles Dickens también estaba prendado de este tipo de historias del género fantástico. De hecho, manifestaba su profundo desdén por quienes censuraban estos relatos iniciáticos que ayudaban en la infancia a alcanzar una consciencia más madura, a comprenderse a sí mismos y el mundo que los rodeaba.
Burguesa formada en un convento, Leprince de Beaumont dedicó toda su vida a la enseñanza de los más pequeños. Trabajó como institutriz en la corte de Lunéville; se casó -y separó- de un picaflor; viajó de Francia a Inglaterra para educar a purretes de la nobleza británica, para luego retornar a patria gala. En el ínterin, escribió muchísimo: cuentos y fábulas con mensajes edificantes, historias bíblicas, lecciones de geografía, gramática y otras disciplinas, siempre al servicio de la niñez. Y le fue muy bien: merced a su pluma, gozó de éxito editorial en vida, ganándose -además de unos buenos dinerillos- un lugar duradero en la historia de la literatura infantil.
El artista británico John Gilbert ilustró un relato de Marie Catherine d’Aulnoy
Para La Bella y la Bestia, su obra más conocida, tomó de referencia una variante previa, que había sido publicada casi dos décadas antes, obra de la aristócrata Gabrielle de Villeneuve. Jeanne-Marie Leprince adopta ciertos elementos de esa novela homónima pensada para adultos, pero modifica, simplifica y acorta la trama, sumando los toques que la vuelven un clásico universal apto para todo público.
Fantasía, superación, huida y alivio
“Para que una historia mantenga la curiosidad del niño, ha de divertirle y excitar su curiosidad. Pero, para enriquecer su vida, ha de estimular su imaginación, ayudarle a desarrollar su intelecto y a clarificar sus emociones; ha de estar de acuerdo con sus ansiedades y aspiraciones; hacerle reconocer plenamente sus dificultades, al mismo tiempo que le sugiere soluciones (metafóricas) a los problemas que le inquietan”, reflexionaba el austríaco Bruno Bettelheim en su esclarecedor Psicoanálisis de los cuentos de hadas (1976). En este libro de referencia, el escritor y filósofo, además de psicoanalista, explica con claridad cómo los cuentos les permiten a la gente menuda comprender lo que está bien y lo que está mal, lidiar con sus temores (a la oscuridad, los animales, el abandono, la muerte de los padres, la burla, etcétera), alejarse de diferentes peligros…
Bettelheim va analizando, entre otras, obras el francés Charles Perrault, el danés Hans Christian Andersen, los hermanos alemanes Grimm: grandes recopiladores de relatos de la tradición oral popular, que supieron preservar y embellecer historias transmitidas de generación en generación, muchas veces por comadres y nodrizas que así entretenían a los párvulos a su cuidado, educándolos en las bondades de la virtud y los riesgos del vicio. A ellas alude Perrault en Los cuentos de Mamá Oca, título que homenajea a estas mujeres que repetían “como aves de corral” narraciones con mensajes bienintencionados.
Sophie Rostopchine, más conocida como la Condesa de Ségur, la “Balzac de los niños”
La madre de todas las hadas
Claro que, mucho antes de todos los autores previamente mentados, ya andaba la aventajada baronesa Marie Catherine d’Aulnoy pergeñando historias maravillosas de su propia cosecha, con guiños a mitos clásicos, cuentos del folclore, novelas románticas, fábulas de La Fontaine, ideas protofeministas de Mademoiselle de Scudéry y Madame la Fayette…
Tenida por la responsable de haber acuñado la expresión contes de fées (en criollo, “cuento de hadas”), en su universo de fantasía abundan las sirenas y los duendes, las susodichas hadas y los príncipes guapos, los animales parlanchines. Hay también princesas bondadosas, valientes e ingeniosas que, resolutivas y lanzadas, cortejan y flirtean con muchachos y, de ser necesario, también decapitan a ogros malvados.
La propia vida de la baronesa no careció de aventuras: audaz como muchos de sus personajes, d’Aulnoy urdió un plan para deshacerse de su marido, un curda derrochón e infiel tres décadas mayor que ella, con el que contrajo nupcias obligada, según se estilaba. Y consiguió su cometido: que el hombre fuera denunciado por traición a la corona y terminara tras las rejas. Temiendo que la conspiración la salpicase, Marie Catherine huyó a España, Países Bajos, Inglaterra, volcando en papel sus bitácoras de viaje. Al parecer, también se habría desempeñado como espía para el rey de Francia, que al final le dio el visto bueno para que regresara, ya limpia de culpa o cargo.
El artista francés Gustave Doré ilustró los cuentos de Charles Perrault
Una vez en su tierra y felizmente viuda, d’Aulnoy florece en los salones parisinos narrando cuentos que hacen las delicias de los presentes. La baronesa, que como cualquier diva en cualquier época sabe que se debe a su público, edita estos relatos: en la última década del siglo XVII, da a conocer más de una docena de libros que incluyen alrededor de 25 cuentos de hadas originales, que le dan gran notoriedad y la vuelven un ejemplo… de cómo esquivar la censura de la época. Sus sátiras y parodias esconden filosas críticas a la corte, al clero, a los usos y costumbres que cercenaban la libertad de las mujeres. Entre los cuales, naturalmente, los matrimonios arreglados.
La baronesa, además, hace escuela: otras damas de la aristocracia no tardan en seguirla y, subidas a una moda pujante, escriben este tipo de literatura orientada a ojos adultos, que igualmente va impulsando y codificando el género entre fines del XVII y principios del XVIII. Hay numerosos ejemplos de conteuses, término con el que pasaron a la posteridad estas autoras que se apoyan mutuamente, forman una suerte de pandilla; Charlotte-Rose de la Force y Louise Bossigny, por caso. O bien, animadas por d’Aulnoy, sus amigas Marie-Jeanne l’Héritier de Villandon (sobrina de Perrault) y la lanzada Henriette-Julie de Castelnau de Murat, muy revalorizada actualmente en Francia, donde se están releyendo y republicando varios de sus trabajos (Le Roi Porc, Le Sauvage, etcétera).
Trasgresora también en la vida, Murat fue apresada a los 34 por “un apego monstruoso a personas de su mismo sexo”. En vano intentó fugarse travestida: la pescaron, siguió en prisión. Cuando le dieron la libertad total, ya había caído en el olvido.
Louisa May Alcott, la autora de "Mujercitas" fue abolicionista, sufragista y feminista
Especialistas coinciden en que el crecimiento de los libros infantiles solo fue posible cuando la sociedad reconoció que los niños no eran adultos en miniatura sino seres con sus propias ideas, necesidades, inquietudes; una mirada que se empieza a instalar en el XVIII y alcanza su esplendor al siglo siguiente, cuando se multiplican las propuestas para pequeños. Es el siglo de Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll; Tom Sawyer, de Mark Twain; Las aventuras de Pinocho, de Carlo Collodi; la saga del pirata Sandokán, de Emilio Salgari; La isla del tesoro, de Stevenson; El libro de la selva, de Kipling.
Es además la centuria en la que, incentivada por su tutor Henry David Thoreau, la estadounidense Louisa May Alcott escribe -con solo 16 años- sus Fábulas de flores, primera obra pensada para niñas, a la que al tiempo le seguirían otros títulos para jovencitas, como la incombustible Mujercitas. En la misma editorial de Alcott, Susan Coolidge, nom de plume de Sarah Chauncey Woolsey, publica su estimada saga en torno a la incontenible Katy: una niña de doce que odia coser y se rasga el vestido a cada rato, inventa juegos la mar de originales, le encanta trepar a los árboles, sueña a lo grande: volverse pintora famosa o liderar una cruzada sobre un caballo blanco.
Portada de 1887, de "Heidi", el clásico libro de Johanna Spyri
Mientras tanto, en Suiza nace la eterna niña de las montañas y praderas, Heidi, huerfanita que encuentra su refugio en Los Alpes, de igual modo que su creadora, la prolífica Johanna Spyri, halla en la escritura una manera de evadirse de su tendencia a la melancolía y el tedio por las labores mundanas. La muy libre, muy personal inglesa Edith Nesbit -profundamente admirada por CS Lewis, JK Rowling y tantos otros- comienza a escribir apasionadamente en este siglo, sacando libros como Los buscadores de tesoros, tomo que inaugura la exitosa seguidilla de hazañas de los jóvenes hermanos Bastable; al tiempo llegaría el intemporal El castillo encantado, obra cumbre de su personal estilo, cómplice e imaginativo.
Las leyendas de la tradición oral sueca que escuchó atentamente mientras crecía alimentaron el mundo interior y literario de Selma Lagerlöf, primera mujer en recibir el Nobel de Literatura. Aunque con varias obras publicadas en el XIX, su cuento más querido, tenido por pieza de culto, llegaría en 1906: El maravilloso viaje de Nils Holgersson, originalmente encargado para enseñar geografía a niños, donde paisajes terrestres y marinos de Suecia sirven de telón de fondo para las peripecias del protagonista, chicuelo repelente hasta que -maldición de gnomo mediante- se achica y debe apañárselas para sobrevivir mientras recorre el país a lomo de ganso.
Ya plantadas en los inicios de 1900, más y más autoras descollantes con libros para la audiencia infantil: la neoyorkina Jean Webster (Papaíto piernas largas), las inglesas Beatrix Potter (Peter Rabbit) y Frances Hodgson Burnett (El jardín secreto), la adorable canadiense L.M. Montgomery (Ana de las tejados verdes, varias veces adaptada a la pantalla), la alemana Else Ury (La benjamina), la española Elena Fortún (Celia), la australiana Pamela L. Travers (Mary Poppins), y siguen las firmas.
"The Tale of Peter Rabbit" (1902), el libro más exitoso de Beatrix Potter
Mención aparte para la muy didáctica Sophie Rostopchine, más conocida como la Condesa de Ségur, cuando se están cumpliendo 150 años de su muerte. La “Balzac de los niños”, como exageradamente la llaman algunos, legó relatos que pretendían entretener a la platea juvenil y, a la vez, inculcares valores como compasión, prudencia, respeto al orden y a la moral religiosa. Tal el caso de Les Malheurs de Sophie (Las desgracias de Sofía, su traducción al castellano), un clásico prácticamente universal, donde la traviesa e imprudente Sofía mete la pata hasta el fondo, y así aprende a superar sus propias zonceras.
Memorias de un burro y François el jorobado son otros trabajos de la condesa, cuya obra siempre ha despertado pasiones encontradas: el muy católico François Mauriac se declaraban fan de sus creaciones, no así Marguerite Yourcenar, renuente a siquiera mirar las portadas rosas de sus libros. Distinto el caso de Simone de Beauvoir que, en Memorias de una joven formal, confesaba que su madre no la dejaba siquiera pispiar estos relatos por miedo a que tuviera pesadillas. Hace sentido: aunque condenados, los castigos físicos son narrados con una crudeza sin contemplaciones, a partir de las penurias que vivió la misma autora siendo todavía niña.
Gustave Doré fue uno de los artistas que ilustró los cuentos de hadas de la Condesa de Ségur
Nacida en 1799 en San Petersburgo, la futura Condesa de Ségur sufre humillaciones, maltratos y privaciones de chica. Su progenitora, Catherine, es quien recurre a estos métodos crueles para “corregir” las supuestas impertinencias de la niña. Fiódor Rostopchine, el padre, no interviene: ya tiene suficiente en el plato como ministro y confidente del zar, pero sí advierte con actitud burlona la “manía” de la pequeña por inventar historias.
Un episodio los marcará literalmente a fuego: las llamas que envolvieron Moscú en 1812. En aquel entonces, Fiódor había sido asignado gobernador de la city y, ante la inminente invasión napoleónica, no tuvo mejor idea que mandar a incendiar tiendas, iglesias, hogares. Entregar Moscú era degradarla, según este señor que, por su táctica, devastadora para los moscovitas, cayó en desgracia y debió exiliarse con su familia.
A los 19, Sophie está instalada en Francia y conoce a quien pronto será su marido: Eugène Ségur, hombre ocioso y de carácter voluble que -una vez casados- la engaña descaradamente. La condesa padece intensas migrañas y crisis nerviosas que devienen ataques de mutismo. Mientras que él prefiere los placeres que le ofrece París, ella elige la tranquilidad de su Château de las Nouettes, en Aube, donde el marido la visita en raras ocasiones. Las suficientes, empero, para engendrar ocho hijos.
Una pieza de culto, publicada en 1906: "El maravilloso viaje de Nils Holgersson", firmado por Selma Lagerlöf, la primera mujer en recibir el Nobel de Literatura
Sophie se dedica a la crianza de su prole y, décadas más tarde, durante una reunión social, recita uno de sus cuentos para delicia de los invitados, que le sugieren contactar al editor Louis Hachette. O sea, a quien fundaría la nueva Bibliothèque Rose para niñas y niños, una colección literaria mítica -todavía activa- que tuvo a la Condesa de Ségur como su autora estrella en los orígenes.
La condesa ya era una abuela atenta y cariñosa cuando se embarcó en la aventura literaria, imaginando tramas para divertir a los retoños de sus retoños. A los 57, su primer libro, Nuevos cuentos de hadas, ilustrado nada menos que por Gustave Doré, fue un éxito rotundo, al igual que sus siguientes libros. Y colorín, colorado… esta historia sigue en continuado.
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