domingo, 3 de noviembre de 2024

EL MEDIO ES EL MENSAJE Y OPINIÓN


Sebreli, un influencer culto y popular

Pablo Sirvén
Un pequeño grupo de astronautas terrícolas exploran por primera vez el planeta Marte. Propala esa historia de ciencia ficción el parlante del combinado marca Crosley. El radioteatro se llama 500 años en blanco y lo transmite la popular Radio Belgrano. El adolescente de catorce años identifica entre las voces que dan vida a los personajes la de Eva Duarte. Pero será por poco tiempo.
Son cerca de las siete de la tarde del 9 de octubre de 1945 y un locutor interrumpe la emisión para anunciar que el coronel Juan Domingo Perón, vicepresidente de la Nación, ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión, se ha visto obligado a renunciar. A continuación, vuelven las voces del radioteatro, pero por última vez. La historia quedará trunca porque al día siguiente ya no estará en el aire.
Una semilla queda sembrada en la cabeza y en el corazón de ese jovencito, que es Juan José Sebreli, peculiarmente atraído por las “malas interpretaciones”, según su criterio, de esa actriz hasta no hacía mucho secundaria que ganaba terreno con su interpretación de mujeres trascendentales de la historia, como Catalina la Grande, Josefina Bonaparte y Eugenia de Montijo, entre otras.
Sin darse cuenta, Juan José había empezado a estudiar a la que en poco tiempo entraría a la historia gracias a su marido y a ella misma como Eva Perón. Curioso derrotero anticipatorio de “esa mujer” que prestaba su voz a personalidades femeninas célebres y que en La pródiga, película dirigida por Mario Soffici (que tardó más de cuarenta años en estrenarse), hacía de “una mujer que purga su turbio pasado dedicándose a la protección de pobres y desvalidos, premonición de su destino”, escribirá décadas más tarde Sebreli.
Esa combinación inesperada de factores irreconciliables –hija natural, infancia muy pobre y ascenso sórdido por los suburbios del espectáculo que desemboca en una indestructible sociedad conyugal y política con el dirigente argentino más influyente del siglo XX, muerte joven y mito para siempre– funcionó como tierra fértil para que J. J. S. se sintiera interpelado y a gusto con cruces a los que los académicos, por rígidos prejuicios, nunca se sentían llamados (el melodrama, la huella iconográfica del personaje, la sexualidad y su incorrección, todo ello en su interacción con las audiencias).
Producto de esa fascinación fue uno de sus primeros éxitos editoriales –Eva Perón, ¿aventurera o militante? (1966)–, en una aproximación muy admirativa, que irá corrigiendo con el tiempo, en Los deseos imaginarios del peronismo (1983) y, fundamentalmente, en el ya hipercrítico Comediantes y mártires. Ensayo contra los mitos (2008).
Sebreli opina que el peronismo es un “melodrama pleno de sensiblería y truculencia” y que “la vida imita el argumento de la novela por entregas, el radioteatro y el cine en blanco y negro”.
La palabra que más le gustaba a Juan José para definirse, y que utilizaba con frecuencia, era flâneur, que significa paseante o callejero. Le encantaba caminar por la ciudad y, más todavía, buscar una mesa en un bar junto a una ventana para leer, escribir o entregarse a amistosas tertulias. Pero también era un flâneur de la cinematografía relevante y un agudo observador de la sociedad en la que vivía. Desde Buenos Aires, vida cotidiana y alienación (1964) impone una nueva manera sociológica de mirar, que une el saber intelectual, sin soberbia y sin sobreabundar, con el apunte más de color, y menos teórico. Esa sensibilidad para detectar fenómenos sociales y culturales, más parecida a la del ciudadano de a pie, fue la que le garantizó ser un habitué en las listas de best sellers.
Con sus matices, las incursiones mediáticas en los años sesenta del siglo pasado de personajes importantes de la cultura tenían una impronta similar, que sabía combinar conocimientos, sin apabullar, con el sentido común de la calle. Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato, María Elena Walsh, Antonio Berni y varios más eran influencers nutritivos y no huecos, muy presentes en la comunicación masiva, pero no por vía del escándalo o del burdo chacoteo, sino con lúcidos conceptos, mas no elitistas, que enriquecían el debate público y servían como ejemplos a imitar, sin ser aburridos. Al contrario: sabían ser lúdicos y hasta graciosos, pero sin caer de nivel.
La degradación en ese campo se constata comparando la primera tapa de los personajes del año de la revista Gente, en 1966, en la que posan tres de la alta cultura (el poeta y escritor Leopoldo Marechal, el pintor Raúl Soldi y el músico Alberto Ginastera), con las de los últimos años, superpobladas con una mescolanza absoluta de figuras importantes con otras intrascendentes salidas de reality shows, escándalos al paso y frivolidades de baja estofa.
Sebreli era un sobreviviente de aquella época dorada. Nunca dado a complacer, sino a cuestionar (como corresponde a un verdadero intelectual), pero con base en una vastísima cultura, que le permitía explayarse con enjundia sobre los temas más disímiles, desde el arte, en Las aventuras de las vanguardias (2000), hasta las religiones, en el monumental Dios en el laberinto (2016).
En los últimos años se había vuelto más monotemático y lineal en su batalla dialéctica contra el kirchnerismo, lo que le granjeó no pocos enemigos, que ni siquiera se tomaron el trabajo de leer una sola línea de su abundantísima y valiosa bibliografía.

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Lograr un país normal con una política de manicomio

Jorge Fernández Díaz
Sebreli nos ha enseñado principalmente a desconfiar de las súbitas y cambiantes euforias argentinas. Acerca de su muerte, el biógrafo oficial e íntimo amigo de Javier Milei ha elogiado su prosa y su ironía, pero no se ha privado de repudiar al legendario autor de Los deseos imaginarios del peronismo por ser “enemigo declarado de la Cristiandad, promotor acérrimo del genocidio prenatal del aborto”, fundador del Frente de Liberación Homosexual, acólito del “satanismo marxista” en su juventud y luego “macrista”, lo que implicaría que a la postre Sebreli “suavizó sus perversiones doctrinarias un poco” (sic). El escritor Nicolás Márquez remata su responso diciendo: “Dios sabrá qué hacer con él”.
Unos días antes, Demian Reidel, jefe de asesores del presidente de la Nación, dio a conocer en las redes sociales –como si realmente fuera una novedad– un viejo y profético manifiesto político de Murray Rothbard, donde el máximo ideólogo del León aseveraba que la estrategia adecuada era el “populismo de derecha”, y señalaba como enemigos a las “élites intelectuales y mediáticas” por ser todas “liberales-conservadoras del establishment” y, por lo tanto, una mera “variedad” de la socialdemocracia. Allí abogaba, a su vez, por un líder carismático que despertara a las masas: Milei se sintió aludido y representado y reposteó el tuit de Reidel, y también el texto antológico de Rothbard, que más adelante reivindicaba a Joseph McCarthy y su tristemente célebre “caza de brujas” en Hollywood. Quizá el macartismo que ejercerán en el cuerpo diplomático y la purga operada en el Estado argentino no sean entonces tan extraños ni sacrílegos: hay base teórica, como verán, para realizarlos sin remilgos ni escrúpulos de ninguna clase, compañeros. Ya lo advirtió esta semana el Gordo Dan, simpático jefe de las brigadas digitales de las Fuerzas del Cielo: la administración pública está llena de sobrevivientes kirchneristas, radicales y macristas –es decir: “comunistas”– y todavía no se ha llegado a “barrer” con ellos para poner a los propios: “Los propios a veces son un amigo o un conocido que posean la ideología adecuada –dijo–. Tiene que haber idoneidad, pero también selección ideológica para que no te hagan microgolpismo. No hay que temer a las críticas. Primero hay que poner a los propios”. Por esas mismas horas, el General Ancap en persona buscaba desacreditar a Raúl Alfonsín, a quien odia con toda su alma, quizá no solo para incomodar al radicalismo sino para cuestionar veladamente toda la democracia moderna. Ya sabemos que Milei no tiene ninguna simpatía por “el consenso alfonsinista”, que es básicamente el acuerdo republicano sobre el cual se cimentó este sistema institucional de libertad y participación. Prefiere sugerir que su régimen modélico se encuentra mucho más atrás, en los años anteriores a 1916: el problema es que Mitre, Sarmiento y Roca venían a fundar el Estado y no a ser topos aviesos con la misión autoimpuesta de destruirlo.
Casi nadie quiere regresar al desastre anterior, pero de ahí a convertirnos en zombis, autómatas y lamesuelas hay un trecho grande
Los amigos y admiradores de Sebreli, los radicales en general –Jesús Rodríguez, Martín Tetaz y unos pocos más fueron la excepción–, y otros muchos aludidos por esta amplia batería de signos, amenazas y ataques se han mantenido insólitamente callados. Y esto demuestra que han triunfado el miedo, el oportunismo y la relativización moral, entendiendo esta última como el acto de fingir demencia frente a la demencia. Cuando nos adentramos en el terreno de la locura imperante, la frase que se repite en los sondeos cualitativos es aterradora: “Se ve que hacía falta un loco para arreglar este país”. Es cierto que las toses desestabilizadoras que denuncia Milei hacen pensar en algún tipo de perturbación psíquica, pero este articulista prefiere concluir que rinde mucho más “hacerse el loco” que serlo y que por eso hay que pensar más en astucia que en simple enajenación. La respuesta popular que se escucha es inquietante más allá de ser cierta: denota que el fin justifica los medios y que flota en el aire un nuevo pensamiento mágico según el cual “el país normal” será alcanzado gracias a una terapia de manicomio.
El General Ancap en persona buscó desacreditar a Raúl Alfonsín, a quien odia con toda su alma, quizá no solo para incomodar al radicalismo sino para cuestionar veladamente toda la democracia moderna
Otra frase justificadora podría resumirse así: “¿Y qué querés? Por las buenas no se podía. Había que hacerlo por las malas”. La pronuncian quienes luego de denunciar durante veinte años las formas bárbaras y violentas del kirchnerismo y su violación sistemática de las reglas y la convivencia democrática, hoy no solo consideran aceptables similares prácticas, sino que piden al periodismo libre que las ampare. Felipe González explicó alguna vez que la democracia suele ser fiel al capitalismo, pero que este no suele responderle con la misma lealtad. Es que a muchos empresarios y financistas les cuesta congeniar la libertad económica con el sistema republicano, y si tienen que elegir colocan el primero muy por encima del segundo. Otra frase del momento: “No digamos nada, porque si no vuelve el cuco”. Esto supone que el espíritu crítico –como un viejo smoking– debería guardarse en un baúl del desván, que debemos tragarnos todos los sapos y ser indolentes frente a mentiras y degradaciones, y que no conviene hacer ruido para no importunar al nuevo salvador de la patria. Este chantaje es muy efectivo: casi nadie quiere regresar al desastre anterior, pero de ahí a convertirnos en zombis, autómatas y lamesuelas hay un trecho grande, ¿no? ¿O debemos cancelar el pensamiento y adherir sin pedir explicaciones a un grupo inspirado en una secta ideológica que pretende una ideología única? Recordemos que no existe un gobierno libertario en toda la historia de la Humanidad, que esta experiencia tan original nunca se probó en el terreno y que este nuevo animal político no puede ser examinado con las categorías tradicionales, por más que usurpe la palabra “liberal”. Entre un proyecto de poder que, apalancado en sus buenos resultados macroeconómicos, imita los peores trucos del peronismo y busca una hegemonía, y un ecosistema que está anestesiado y le perdona lo imperdonable, la Argentina vive una vez más esa ebriedad de fe trucha, esa clase de euforia que Sebreli tantas veces cuestionó. Al final Juan José solía tener razón, pero mientras tanto lo pagó caro. Carísimo.

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