“El mar es nuestro capellán”: el mítico faro más austral de la Argentina que custodian en completa soledad dos hombres
Hernan Zenteno -
La instalación se ubica en Cabo Vírgenes, en el sur de Santa Cruz, donde funciona desde hace más de un siglo; allí, pasan una temporada Jorge Olivera y Maximiliano Cáceres
Leandro Vesco
CABO VÍRGENES.- Las playas australes están blancas de nieve, esa arena helada marina decora el melancólico Cabo Vírgenes, la última porción de tierra continental de la Argentina al sur de la provincia de Santa Cruz, aquí está el kilómetro 0 de la ruta 40. Dos hombres viven en soledad este invierno extremo operando el faro construido en 1904. Por el hielo y la acumulación de nieve en el camino que lo conecta con Río Gallegos no saben qué día podrán salir de esta naturaleza despojada de colores. “El mar es nuestro capellán”, confiesa Jorge Olivera, suboficial de la Armada al mando del faro.
“Está previsto que nos releven en helicóptero”, dice. Las marcas térmicas se hunden hasta los -15°C Y -17°C; la ola polar es inclemente. Todo es blanco, el mar presenta un azul oscuro, y las nubes de color ceniza acompañan la paleta de contrastes del fin del mundo. Su compañero, Maximiliano Cáceres, lo acompaña en este encierro voluntario. “Es raro que nieve en el mar, pero este año el invierno es muy violento”, explica Olivera.
No hay mucha luz solar en estas latitudes meridionales en julio. A las 16.30 el sol comienza a bajar y a las 17 la oscuridad brota desde lo profundo del océano, y la estepa queda en una penumbra nostálgica. “Es un orgullo encender y apagar la última luz de la Argentina”, dice Olivera. La dotación está compuesta por tres parejas de hombres. “Los seis somos una familia”, indica. Cuando se relevan cada dupla trae víveres. “El invierno es una época dura”, reconoce Olivera.
“Estamos todo el día encerrados”, confiesa. A veces, el sol tímidamente entibia la nieve y ocasiona charcos que al transcurrir de las horas se congelan. “Tratamos de tener la cabeza ocupada, es tu principal enemigo”, cuenta. Nació en Palpalá, Jujuy. En la provincia donde termina la ruta 40, que nace en la puerta del faro, en la misma antípoda. ¿Qué lo llevó a elegir una vida en estos confines? “Siempre quise conocer el mar”, manifiesta. Ese afán de agua y de horizonte en movimiento encontraba un final abrupto en los diques o ríos del norte. Su mirada quería ampliarse.
El suboficial Jorge Olivera y el cabo segundo Maximiliano Cáceres
Primero lo enviaron a la base de Puerto Belgrano, al sur de Buenos Aires, luego a Puerto Madryn, pero al embarcadero: “Quería estar más solo y en un faro”. Este año el sueño se le cumplió. Llegó al último de la Argentina continental. Para ambos es su primer destino torrero, aquí comienzan sus historias dentro de estas columnas luminosas. “Sin amor y lejos del hogar”, confirma la divisa que usan los que aceptan esta vida. Su familia se trasladó a Río Gallegos. Cinco o seis años es el tiempo que cada torrero está en un faro.
“Chile está a dos mil metros, un alambrado nos separa”, cuenta Olivera. Desde lo alto del faro se puede ver dibujado el mapa de la Argentina, pero en su versión a escala real. La última porción de nuestro suelo, un vértice de tierra que es ni más ni menos que el fin del continente americano. A lo lejos se ve una pequeña casa, es el puesto de Prefectura Naval Argentina, y a los pocos metros, el faro Punta Dungeness, de Chile.
El faro de Cabo Vírgenes, al sur de Santa Cruz
“Ellos pueden tener a sus familias en el faro”, dice Olivera, pero se cuestiona si es o no una buena idea. “No es una vida para cualquiera”, afirma. No tienen comunicación con sus pares andinos, pero saben que a los torreros los eligen con niños de hasta cinco años. Sin jardín de infantes ni escuela cerca, los padres son los encargados de enseñarles las primeras herramientas educativas.
“En verano el sol se va recién a las 11 de la noche y podemos pescar róbalos”, cuenta Olivera. A veces mojan las piernas en el mar. El frío reduce las actividades. La electricidad la tienen a través de un generador a gas. La misma que usa el faro. Tienen internet y televisión, pero el encierro pesa. Las nevadas se suceden a diario, las gotas de agua que bajan de los techos cuando sale el sol se van congelando y forman cortinas transparentes de hielo. “Hay que tratar de escaparle a las rutinas”, aconseja Olivera. Comparten actividades con Cáceres, por ejemplo la cocina. La dieta es calórica: “Guisos y estofados”, dice Cáceres.
En Cabo Vírgenes comienza la ruta 40
La historia
“Nada más romántico que ese faro y su trémula luz”, afirma Mario Markic, periodista viajero y escritor, hoy Secretario de Turismo de Santa Cruz. Nació en Río Gallegos y su vínculo con Cabo Vírgenes es largo y sentimental. Conoce mejor que nadie todas las historias que esconde esta costa irredenta. Camina y su mirada va develando las ocultas tramas. “El cabo es la geografía del final. Final trágico para La Ciudad de Nombre de Jesús, fundada por el navegante más desafortunado de la historia”, cuenta.
Fue Pedro Sarmiento de Gamboa –en la base del faro está la miniatura de su nao–, quien en 1584 fue nombrado por la corona española gobernador del Estrecho. Su proyecto, con el cual la convenció para que financiara su viaje, fue crear ciudades y fortificarlo. En cercanías al faro fundó Nombre de Jesús, bajó ganado y 200 personas entre ellas, mujeres y niños. Levantaron algunas chozas y la inhumana realidad los fue matando uno por uno, de hambre y frío. Ninguno sobrevivió.
Frío extremo en Cabo Vírgenes
“Aquí se ven espejismos a la inversa”, señala Markic. ¿Qué son, cómo se presentan? La magia se produce en este tapiz de Patagonia pura. “Hay de todo donde parece no haber nada”, conjetura. La geografía del fin continúa.
“Me amenazó con su carabina”, recuerda el viajero cuando fue hasta la casa de Conrado Asselborn, considerado el último buscador de oro. Su propiedad de piedra, madera y chapa aún puede verse a los pies del faro. Indomable, este alemán del Volga nacido en Entre Ríos deambuló por el sur de Santa Cruz. Fue guardián de frontera del Ejército en los años 40. A ellos les daban un máuser, una muda de ropa gruesa y un caballo. Debían custodiar los indeterminados límites con Chile, y también tener a raya a los bandidos.
“Se cargó a por lo menos uno”, recuerda la historia Markic. En un perdido bar de Río Turbio, un chileno tuvo la mala idea de burlarse de él. Conrado tenía lo que se llama como “mal vino”. Cuando tomaba, su mirada cambiaba. Lo esperó a la salida del boliche y, en un duelo de cuchillos, el entrerriano fue implacable. Lo enviaron al presidio de Ushuaia. Luego estuvo cuarenta años buscando oro en la costa de Cabo Vírgenes. No hablaba con nadie. Markic fue a verlo para entrevistarlo en los años 90. Lo recibió con su carabina.
Un faro que originó leyendas
Volvió con una ginebra y el renegado buscador de oro accedió a la entrevista. “Cuando no pueda valerme por mi mismo, me pego un tiro”, recuerda Markic que le dijo. Lo cumplió: la noche del 11 de mayo de 1992, un vendaval le destrozó el techo de su rancho, intentó arreglarlo y cayó. Se rompió las costillas. Tenía 75 años, el viejo buscador de oro, el ermitaño de Cabo Vírgenes, así se lo conocía, se suicidó. Dos días después, el torrero del faro halló el cadáver. Y ahí empezó a tejerse su leyenda.
“Un punto geográfico que mueve emociones, austero y complejo”, cuenta Carolina Fenton. Su familia está presente en la zona de Cabo Vírgenes desde 1884, cuando el Dr. Arthur W. Fenton llegó desde County Sligo, Irlanda. La sexta generación administra la estancia pionera Monte Dinero, el terreno donde se asienta el faro, fue donado por ellos. “Es un refugio para disfrutar del fin del continente, del viento y la Patagonia”, cuenta Fenton al referirse a una idea genial que tuvieron en 2000: crear “Al fin y al Cabo”, una casa de té junto al faro. “Es la confitería más austral”, alienta. La pequeña construcción tiene una vista privilegiada del finisterre argentino. Abre de noviembre a marzo y ofrecen una selecta carta pastelera.
El faro más austral de la Argentina
“El Cabo está lleno de historias de descubrimiento, de barcos encallados, de desolación, aventuras y pioneros”, resume Fenton. Toda su vida caminó por este soterrado territorio que Magallanes bautizó en 1520, en honor a la festividad de Santa Úrsula y sus 11.000 vírgenes. Los dos torreros suben una vez al día los 120 escalones que llevan a la cima del faro donde está la lámpara que hace más de un siglo ilumina a los marinos del fin del mundo. “Para nosotros es hacer un gol, cuando lo encendemos”, confiesa Olivera.
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