domingo, 21 de julio de 2024

LAHISTORIA DETRÁS DE LA HISTORIA Y EL MEDIO ES EL MENSAJE


El día que nuestra memoria rebobinó 30 años
Todos recordamos, esta semana, qué estábamos haciendo aquella mañana en la que el horror estalló en el corazón de Buenos Aires

María Elena Polack
Fotos de las víctimas, en el acto del jueves pasado, frente a la sede de la AMIA
¿Qué estabas haciendo el día que voló por el aire la sede de la AMIA? La consigna que circuló esta última semana, porque el “número redondo” lo ameritaba, despertó muchas conversaciones entre colegas. Los diálogos nos volvieron a llevar a días más analógicos –no había redes sociales ni WhastApp-, la información no era tan instantánea como ahora. Había que escuchar la radio o ver la televisión para empezar a dilucidar dónde había sucedido aquel 18 de julio de 1994, a las 9.53, la explosión que se había sentido en muchos lugares de la Capital.
Recuerdo nítidamente la explosión porque pensé que se había desplomado el ascensor del edificio en el que vivía en Barrio Norte y del que me había bajado un instante antes con las bolsas del supermercado. Bajé corriendo los 11 pisos, pensando que algo grave iba a suceder ahí mismo. Pero llegué a la planta baja y no había pasado nada. Con miedo a que el ascensor funcionara realmente mal, preferí subir por la escalera. Un rato después, la radio me dio la primera pista de lo que había sucedido a un kilómetro y medio de mi departamento. Y mientras muchos colegas corrían hacia Pasteur al 600, la sede de la mutual judía devastada, yo me olvidaba de que era mi día libre, y emprendía una caminata rápida a la Casa de Gobierno, donde estaba acreditada.
En la medida en que aparecían los funcionarios, todo era una suma de conjeturas y aproximaciones a una verdad que 30 años después todavía no alcanza a llegar. Lo único concreto, con el pasar de las horas, era la cantidad de argentinos asesinados, 85, y de heridos, 300. El operativo desplegado para rescatarlos. La gente que buscaba a sus familiares, a sus amigos. Los espontáneos que llegaban al cordón de seguridad para dar una mano en lo que fuera posible.
Cuando comenzaron a conocerse las identidades de los fallecidos, hubo uno que me derrumbó por completo: Sebastián Barrientos, 5 años. Un niño que junto con su mamá pasaba por la calle Pasteur de camino de regreso a su casa, en Villa Bosch, un punto del conurbano bastante desconocido para el público, pero que para mí significaban la infancia y la adolescencia. La escuela primaria, la plaza, los paseos en bici, los amigos de la cuadra disfrutando de la vereda sin preocupaciones. De golpe, Villa Bosch se enlutaba por la tragedia. El atentado más grave sufrido por la Argentina, tenía una víctima: el de menor edad entre los asesinados, y que vivía a pocas cuadras de la casa de mis padres.
Esa jornada y muchísimas de las siguientes fueron de una vorágine indescriptible por la cantidad de información que había que chequear y escribir. No había mucho tiempo para lágrimas. Varias semanas después, en el primer lunes libre, volví a mi barrio y ya no era el mismo. Todos hablaban más bajo en los negocios y en las veredas. Sobrevolaba la tragedia, aunque nadie le ponía nombre propio. Sebastián era para muchos “el chiquito que murió en el atentado a la AMIA”.
No me atreví a pasar delante de su casa. Ni lo hice en estos 30 años, aunque con mucha frecuencia vuelvo a mi barrio de la infancia. Invariablemente al llegar a la estación José María Bosch, del tren Urquiza, pienso en esa mañana en que una bomba le arrancó la infancia a Sebastián, y quedó congelado en sus cinco años en una de las fotos de las víctimas que volvemos a ver cada 18 de julio en los homenajes. No puedo evitar la angustia y la impotencia porque aún no hay plena justicia sobre el atentado. Nadie ha pagado por tanta atrocidad.
Los lectores podrían suponer que el periodismo está curtido y no mira para atrás con sentimientos los hechos que conmocionan a una sociedad. Sino que, en cada aniversario, se busca un enfoque distinto para contar el mismo episodio. Una historia que se conoció mucho después del horror. Una novedad judicial que se espera desde el instante mismo de la tragedia y que no llega nunca. Una postura única del Estado frente a la tragedia. Luz frente a tanta oscuridad. Sin embargo, hay episodios que no dejan de rondarnos por la cabeza.
Este 18 de julio, mientras los colegas estaban atentos a las palabras de los políticos y de la justicia sobre los 30 años del atentado, el número “redondo” que concitó la atención de la sociedad y del periodismo, volví a la estación del tren. Me quedé un rato largo mirando la expresión de los pasajeros que subían a la formación rumbo a Lacroze. Aunque cerca hay una estatua de una tortuga Ninja, personaje amado por Sebastián, y erigido para recordarlo, era una mañana igual a todas. Sebastián tendría que haber cumplido ya 35 años. La tortuga Ninja tendría que ser parte de sus recuerdos de la infancia, pero un atentado puso patas para arriba el destino y lo congeló en una sonrisa para siempre. Y yo lo volví a llorar como cada 18 de julio y como cada vez que visito mi barrio de la infancia.

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Enzo, los Milei y la vice, atrapados por las redes
La virtualidad diluye la frontera entre el ámbito privado y el público y produce “accidentes” cada vez más notorios


Pablo Sirvén
Corría el último tramo de la década del 90. Todavía faltaba mucho para que irrumpieran las redes sociales, pero ante las filtraciones telefónicas de escuchas judiciales en una causa resonante que dejaban en situación incómoda a periodistas porque se habían expresado con brutal sinceridad, el CEO de la compañía para la que trabajaban les advirtió: “Entramos en una época en la que habrá que cuidarse mucho de decir en privado lo que no se pueda sostener en público”.
Sonaba tremendo porque es en la intimidad familiar, con amigos o hasta con compañeros de trabajo es donde solemos soltarnos y tomarnos ciertas licencias para expresarnos sin anestesia y espontáneamente, en tren de broma o por alguna ofuscación pasajera. En esos círculos reducidos y de extrema confianza nadie se toma demasiado en serio ese tipo de afirmaciones “políticamente incorrectas”, que no suelen pasar a mayores y ahí quedan. Pero exportar eso mismo a una vidriera masiva tiene consecuencias más graves. Impacta muy distinto lo que se dijo ante unos pocos y en confianza a que eso mismo trascienda a un público generalizado y no advertido que recibe un recorte de afirmaciones corrosivas y provocativas sin ningún contexto.
Con la expansión de las redes sociales y de dispositivos que nos permiten expresarnos y mostrarnos en todo momento, la división entre el ámbito privado y el público se diluye y se entremezcla cada vez más. Eso produce equívocos y cortocircuitos que dan que hablar cuando la pavada traspasa del círculo íntimo al del consumo masivo.
Ciertos personajes notables caen frecuentemente en este tipo de “accidentes”, vía streaming. Hay una responsabilidad mayor en qué decir y –especialmente– cómo decirlo cuanto mayor es el auditorio. Sin embargo, siguen actuando como si estuviesen en su casa o en el café con sus amigos, sin hacerse cargo de la masividad que generan.
En los canales de streaming Olga y Neura se produjeron en estos días sendos escándalos por haber tocado de manera ligera temas delicados relacionados con menores (pedofilia, cáncer infantil y prostitución). Una inconveniencia (o una idiotez) dicha entre pocos puede llegar a pasar, pero expuesta en la vidriera pública en estos tiempos de cancelación supone sufrir un escarnio bien merecido. El mainstream siempre está atento para detectar ese tipo de emociones sórdidas en esos cenáculos virtuales que puedan complacer el morbo de su audiencia multitudinaria.
Los cánticos de Enzo Fernández en el ómnibus, con sus compañeros del seleccionado tras ganar la Copa América, al calor de ese triunfo, tenían ribetes tribuneros, con alusiones a la conformación racial del equipo nacional francés. El detalle que cambia todo es que al mediocampista argentino se le ocurrió registrar ese momento en un vivo de Instagram.
Lo que sucedió a continuación es público y notorio. Pero vale la pena subrayar las derivaciones de lo que detonó esa grabación de pocos segundos, que inmediatamente se viralizó, en el plano político: el subsecretario de Deportes Julio Garro fue eyectado del Gobierno y se abrió una nueva escalada entre la vicepresidenta Victoria Villarruel y la secretaria general de la Presidencia, Karina Milei, con proyecciones en el campo diplomático, pocos días antes de que el presidente Javier Milei viaje a la inauguración de los Juegos Olímpicos, en París.
Influencer relevante, panelista de fuste y mediático de corazón, Milei le lleva la delantera a cualquier otro dirigente político argentino a la hora de saber qué cuerdas emotivas debe tocar, según la ocasión, para empatizar con las pasiones o las furias del pueblo (llamémosle mejor, en este caso, audiencias) y derivar hacia allí la atención, y así atemperar, al menos, las inquietudes provenientes de un mercado financiero últimamente bastante sobresaltado.
Así como hay semanas en que se la agarra con los “degenerados fiscales”, otras con artistas como Lali Espósito, en general siempre con periodistas, medios de comunicación y economistas que lo irritan, tras el triunfo argentino en la Copa América Milei varió su foco habitualmente guerrero en contra de sus enemigos por uno más amoroso: se calzó la camiseta albiceleste y se volvió un jacobino que no admite la menor crítica hacia Lionel Messi y sus compañeros. En el instinto a pegarse a lo popularmente exitoso no difiere de los gobernantes que lo antecedieron, aunque se cuidó de incurrir en los papelones que protagonizaron Alberto Fernández y Wado de Pedro cuando la Argentina ganó el último Mundial.
“Ese pibe es un crack”, le dijo Milei a Alejandro Fantino, al hablar de Lionel Scaloni, el DT del seleccionado local. Fue durante una charla de casi dos horas por streaming en la que el Presidente tuvo hasta algún exabrupto soez, como si nadie lo estuviera viendo, y lo estaba viendo el país.

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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