lunes, 8 de julio de 2024

ADN DEL CRIMEN Y EL ESCRITOR Y GRAN PERIODISTA...HUGO ALCONADA MON SU LIBRO..."LA CACERÍA DE HIERRO "


Una ventana de 9 minutos, la clave en desapariciones de chicos
Los casos de Loan Peña, Sofía Herrera y Guadalupe Lucero tienen similares características: los menores fueron perdidos de vista durante poco tiempo
Gustavo Carabajal
Al igual que en otros casos, la búsqueda de Guadalupe Lucero tuvo errores y pistas falsas 
Sofía Herrera, Guadalupe Belén Lucero y Loan Danilo Peña nunca se conocieron. Tampoco sus familiares tuvieron vinculación alguna. Las dos niñas vivían en Río Grande, Tierra del Fuego, y San Luis, respectivamente. Mientras que los padres del pequeño viven en Nueve de Julio, en Corrientes. Aunque sus vidas transcurrieron en ciudades separadas por cientos de kilómetros, aparecen unidas por un hilo invisible: se trata de ventanas de entre 5 y 9 minutos en que se salieron de la vista de aquellos que los acompañaban para no aparecer más.
En el caso de Guadalupe, a partir de las últimas declaraciones de testigos incorporadas en el expediente que se instruye en una fiscalía federal de San Luis, se pudo achicar a cinco minutos el período que transcurrió entre la última vez que la vieron y el momento en que se advirtió su ausencia.
El secuestrador que arrancó a Sofía Herrera de sus padres, en un camping situado en el kilómetro 2893 de la ruta 3, a 70 kilómetros de Río Grande, aprovechó los siete minutos en los que la niña, de tres años y ocho meses, estuvo con otros niños para tomarla cautiva, el 28 de septiembre de 2008.
Mientras que en el caso de Loan los responsables de la búsqueda determinaron la existencia de una ventana de nueve minutos en los que el pequeño dejó ser visto por los mayores y los niños que lo acompañaron desde la casa de su abuela hasta el árbol de naranjas situado a 600 metros de la precaria vivienda, el 13 de junio pasado.
“La investigación que lleva adelante la fiscalía se ha centrado en la hipótesis de trata. Sin embargo, no se ha profundizado como se debería en otros aspectos de la causa y en otras hipótesis posibles”, expresó el abogado Héctor Zavala, quien representa a la familia de Guadalupe, quien fue vista por última vez en 14 de junio de 2021, a las 19.20, cuando jugaba con un grupo de chicos, a metros de la casa en la que se festejaba un cumpleaños y cerca de una cancha de fútbol 5.
En la actualidad, no hay nadie detenido por las desapariciones de Sofía y Guadalupe, aunque sus búsquedas siguen, a pesar del paso de los años. Mientras que por la investigación del paradero de Loan hay siete sospechosos detenidos y los fiscales federales buscan elementos en una carrera contra reloj para que, ante al poder de las evidencias, alguno de los acusados se quiebre y, eventualmente, confiese qué pasó con el niño de cinco años.
Las desapariciones de Sofía, Guadalupe y Loan aparecen relacionadas por otro denominador común: al principio de las búsquedas, los rastrillajes fueron anárquicos, carecieron de planificación y cruces de datos. Tampoco se cerraron las posibles rutas de escape de los secuestradores.
Al día siguiente de que Loan fuera visto por última vez, en Corrientes, se cumplieron tres años de la desaparición de Guadalupe. La policía y la Justicia de San Luis demoraron casi 96 horas en aplicar la Alerta Sofía, el sistema de búsqueda que se instaló a nivel nacional a partir de la desaparición de Sofía Herrera. Con Loan, el Ministerio de Seguridad de Corrientes tardó 24 horas hasta mandar el oficio al Sistema Federal de Búsqueda de Personas con la solicitud de aplicación del mencionado protocolo y demoró cuatro días en avisar a Interpol para que difundiera la alerta amarilla entre las fuerzas de seguridad de 196 países.
El subcomisario Juan Fretes, que se desempeña como oficial de enlace entre Interpol de Paraguay y Argentina, indicó que la alerta amarilla se publicó el 17 de junio pasado. En dicha circular se consignaban las casuísticas de la desaparición y se requería la cooperación internacional para la búsqueda.
Tras tres años, nuevas pistas
Con respecto a la desaparición de Guadalupe, testigos mencionaron casi tres años después la presencia de dos motos con tres personas. En la nueva línea de investigación los responsables de la búsqueda presumen que, posiblemente, la niña haya sido llevada en alguna de esas motos hasta una casa situada a no más de veinte cuadras.
Uno de los hechos que más demoraron la investigación fue que, al principio, el caso estuvo a cargo de la Justicia provincial, que regula los procedimientos penales con un código que ya no se utiliza en el resto del país y que otorga al juez la potestad para delegar en la policía la instrucción del sumario.
Durante los primeros ocho meses posteriores a la desaparición de la niña, el caso por la búsqueda de Guadalupe estuvo calificado como “averiguación de paradero”. En la primera parte de la búsqueda, la policía de San Luis escribió mucho, pero hizo poco.
La mayoría de las páginas de los primeros 60 cuerpos del expediente corresponden a actas de procedimientos y operativos que se realizaron sin la aplicación de ninguna lógica o, al menos, un patrón de búsqueda, en lugares turísticos de la provincia puntana, lejos de la denominada zona cero, donde Guadalupe fue vista por última vez mientras jugaba con su prima y otra niña.
Ocho meses pasaron para que el Ministerio Público de San Luis declinara la competencia de la búsqueda de Guadalupe en la Justicia Federal de San Luis, que comenzó a investigar el caso como posible secuestro para una red de trata de personas.
No obstante, a pesar del cambio de jurisdicción, las demoras en concretar los procedimientos y operativos siguieron.
Un año y medio después de la desaparición de la niña se realizó un allanamiento en una casa situada en el barrio 30 Viviendas, a veinte cuadras del lugar en el que Guadalupe había sido vista por última vez.
Dicho allanamiento se concretó porque una de los policías que rastrillaban la zona con un perro recordó que el can había encontrado un rastro de la niña en la casa de un sospechoso, de apellido Ojeda. Un segundo binomio de un policía y un perro marcó la misma casa.
Esa vivienda en la que se perdía el rastro de Guadalupe fue señalada en las primeras horas de la búsqueda. Sin embargo, el comisario inspector a cargo del rastrillaje decidió no alertar a los responsables del operativo.
Pasaron 18 meses desde la desaparición de Guadalupe para que esa vivienda fuera allanada. No se encontró nada.
Tampoco aportaron mucho los policías de la fuerza de seguridad de San Luis que declararon ante la Justicia Federal. Ambos coincidieron en que tenían la instrucción de que ante la posibilidad de que los perros marcaran alguna vivienda, quedarse en el lugar, avisar y no hacer nada más.
Más estruendoso resultó el silencio del comisario inspector de la policía de San Luis que estaba a cargo del operativo de búsqueda de Guadalupe. No respondió ninguna de las preguntas que le hicieron en cuarenta minutos. Sin embargo, nunca fue detenido.
Esto significa que Guadalupe fue llevada a no más de veinte cuadras de su casa. Allí estuvo hasta que, posiblemente, los secuestradores la sacaron de la provincia, favorecidos porque el Ministerio de Seguridad puntano demoró en alertar sobre la desaparición de la pequeña.
Informes paralizados
Si bien, en principio, se abonó la hipótesis de que Guadalupe pudo haber sido secuestrada por una red de trata, con los nuevos elementos que se incorporaron en el expediente, la familia de la niña habría descartado la posibilidad de la captación para una organización de trata de personas y apuntó a los secuestradores serían de la zona cercana a la casa en la que fue vista por última vez.
Guadalupe desapareció en una zona donde hay dos cámaras de seguridad. El dispositivo más cercano a la manzana H está a dos cuadras y media. La segunda cámara está a más de tres cuadras. En caso de que el secuestrador y la niña hubieran pasado por la esquina donde están las cámaras de seguridad, no habrían quedado registrados. Esas cámaras, según explicó un colaborador de la familia de la niña, no funcionaban.
La niña fue vista por última vez a las 19.20. La mayoría de los ocho o nueve niños que la acompañaron en distintos lugares del trayecto entre la casa en la que se festejaba un cumpleaños hasta la cancha de fútbol 5 coincidieron en que se la llevaron. Algunos mencionaron una mujer vestida de negro, con capucha. Otros recordaron la presencia de dos motos.
Cuando pasaron más de tres años de la desaparición de Guadalupe, en la fiscalía federal de San Luis todavía no recibieron el informe completo del entrecruzamiento de las comunicaciones realizadas en la zona del barrio 544 Viviendas y los registros de las antenas de las distintas compañías de telefonía.
Esta información resultaría clave para avanzar en la identificación de los dueños de los celulares que estuvieron en el área cercana a la manzana H del mencionado barrio en los minutos posteriores y anteriores al momento en que la pequeña fue vista por última vez.
Durante la búsqueda de Guadalupe hubo intentos por desviar la investigación. Se trató de sospechosos plantados por la policía de San Luis para que se declararan culpables. Esas irrupciones se concretaban cuando los fiscales federales comenzaban a profundizar la investigación. En la actualidad, no hay nadie detenido por la desaparición de Guadalupe.
En el caso de Guadalupe Lucero, la Justicia provincial de San Luis retuvo la investigación durante ocho meses antes de pasar el expediente a la Justicia Federal
Mientras la policía puntana estuvo a cargo de la pesquisa, el rastrillaje pareció no tener lógica
Desde 2021 se esperan los resultados de cruces de llamadas


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Hugo Alconada Mon
“No hay atajos para luchar contra el crimen”
Texto de Diana Fernández Irusta // Fotos: Hernán Zenteno
Recién llegado, era un simple inmigrante, uno entre tantos que arribaban a la Argentina con poco más que su acento extranjero a cuestas. En 1888 logró entrar al Departamento Central de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, en La Plata. En esos tiempos y en ese entorno, poseía un diferencial nada despreciable: sabía leer y escribir. Pero había algo más. Juan Vucetich –de él estamos hablando– era un hijo del iluminismo; nacido en 1858 en una isla dálmata, creía en la ciencia, la razón, la lógica; tenía conocimientos de música, podía desenvolverse con distintos idiomas, estaba al tanto de ciertas publicaciones europeas. Se empeñó –y lo logró– en crear el sistema dactiloscópico que aún hoy rige para la identificación de personas en nuestro país y que en 1892 tuvo su primera gran puesta a prueba. Había ocurrido un crimen espantoso en Necochea –dos niños degollados– y Vucetich, junto al comisario “de Pesquisas” Eduardo Álvarez, uno de sus interlocutores de confianza, decidieron utilizar el sistema dactiloscópico para esclarecerlo. De aquella investigación apenas quedaron rastros documentales; por caso, dos cartas: las que Álvarez –el investigador en terreno– envió a su jefe y al mismo Vucetich. Casi siglo y medio después, esas cartas tuvieron un nuevo lector: el periodista de investigación Hugo Alconada Mon, que encontró en ellas el brillo de una rara gema. Alconada tradujo este hallazgo –junto a unos cuantos más– en una novela de ficción, La cacería de Hierro. Con las herramientas del policial de enigma, reconstruyó la investigación del doble crimen de Necochea, introdujo peripecias, un personaje de ficción –Valentín Hierro– y entretejió datos y fuentes históricas con la dosis de vértigo que siempre se le pide a un policial. Como en La ciudad de las ranas (su primera novela), de lo que se trata aquí es de sumergirse en un tiempo, el siglo XIX, y en las luces y sombras de una ciudad, La Plata, que de algún modo son también las luces y sombras de los inicios de la Argentina moderna. “Me pareció muy atrapante tratar de vislumbrar un poquito más sobre cómo fueron esos cimientos de nuestra sociedad. Los buenos y los no tan buenos –comenta el periodista y escritor–. Entonces, abordar esa sociedad a mí me permitía y me permite aprender un poco más sobre nuestra sociedad, la actual”.El policía Juan Vucetich, creador del sistema dactiloscópico, en la Biblioteca Pública de Nueva York
–Está también la cuestión de lo policial, más allá del género literario. El esfuerzo de Vucetich y Álvarez por sentar las bases de una criminología moderna a fines del siglo XIX contrasta con un presente donde nos acostumbramos a que se acumulen los casos no resueltos, la improvisación, la impunidad. –Lo tenemos ahora, con el caso del chiquito Loan. Por eso a mí me pareció que tiene tanta actualidad. Incluso el derrotero de Vucetich te marca algo. Vucetich logra desarrollar el sistema dactiloscópico, el método empieza a ser reconocido y aplicado a nivel mundial… pero a él lo terminan exonerando. ¿Qué pasó ahí? Resulta que en un momento Vucetich dice algo así como: “momentito, esto no es solamente para la policía; el sistema dactiloscópico sirve para mucho más. Sirve para identificar personas, para el Código Civil, para todo Registro Civil, para identificar personas que son analfabetas”. Él decía que el método no tenía que quedar como un registro inherente a la policía y solo de la policía. Eso no gustó, así que lo expulsan. Recién después de muerto lo declararon comisario, nombraron al museo y más, pero post mortem. Yo conversé con descendientes de Vucetich, que me mostraron fotos y objetos que tienen de él. Las cartas que escribía son de alguien dolido, muy dolido, por haber recibido un destrato que no merecía. En un momento le llegan a prometer una pensión vitalicia porque no llegaba a fin de mes, pero nunca se la dan. En Europa le ofrecieron puestos de trabajo, pensiones, pero él dijo: “No, yo soy ciudadano argentino, estoy radicado en la Argentina. Muchas gracias, pero no”. Y vuelve a la Argentina a correr la coneja. O, sea su recorrido fue muy típico nuestro. Nos comemos, no te digo a nuestros héroes, nos comemos a nuestras luces. –En 2018 publicaste La raíz (de todos los males), una investigación sobre la trama que une poder, corrupción e impunidad en el país. Unos años después, tras haber atravesado esos lodazales, publicás La ciudad de las ranas, una ficción. Y ahora, esta novela policial. ¿Cómo está siendo este movimiento de la no ficción a la ficción? ¿Es un modo de tomar aire? –En tu misma pregunta está la respuesta: eso que vos llamás “lodazales” para mí fueron cloacas. Me la paso todo el tiempo metido en la cloaca y lidiando con lo peor del ser humano, las bajezas, las traiciones, la corrupción, narcos, lavadores, apretadores. Esto es oxígeno, aire fresco, limpiar la cabeza, una suerte de recreo. Ocurrió que venía de La Raíz y luego escribo Pausa y Pausa 2, dos antologías de entrevistas a intelectuales que hice durante la pandemia. Para mí fue una transición: en vez de estar buscando lo peor del ser humano, hablé con hombres y mujeres brillantes en distintos campos. Fue decir “uy, luz”. Pero ya desde antes de la pandemia venía leyendo, porque me gustaba, material sobre la historia de La Plata, que es mi ciudad. Así que iba comprando libros, acumulándolos, y durante la pandemia, aproveché. Y me encontré con episodios que estaban ahí para ser contados, como el de la masacre de San Ponciano, que aparece en La ciudad de las ranas y en parte me hace acordar a Pandillas de Nueva York, la película de Martin Scorsese, cuando chocan Daniel Lay Lewis y Leonardo DiCaprio y sus huestes. –¿Descubrir que algunas ciudades no fueron lo que imaginamos? –Exactamente. En ese contexto, empiezo a escribir La ciudad de las ranas y encuentro que había piezas del rompecabezas que faltaban, documentos que no íbamos a recuperar jamás. Hubo dos templos masónicos, por ejemplo, que fueron incendiados y todo el material documental que tenían se perdió para siempre. O los documentos de Julio Argentino Roca: sus hijas pasaron dos años eliminando todo el material que fuera comprometedor para la memoria de su padre antes de entregarlos al Archivo General de la Nación, con lo cual tenemos una versión editada de su historia. Así que empecé a hacer algo que no se hace cuando uno escribe no ficción, que es preguntarte qué pudo haber pasado, y qué te hubiera gustado que pasara. Me tomo un tiempo, en total fueron 5 años, y alumbré La ciudad de las ranas. Pero, mientras encaraba esa investigación, me encontré con los primeros datos sobre lo que termina siendo La cacería de Hierro, que es ese doble crimen en Necochea. Mientras seguía investigando por Ranas, me iba encontrando con material para Hierro. En realidad, fue casi una misma investigación, de la que sigo cosechando materiales; los mismos archivistas, museólogos e investigadores del Conicet que me ayudaron durante la preparación de un libro me ayudaron con el otro. Abordo parte del mismo periodo histórico, aunque los hechos de esta nueva novela son algo posteriores. Y me encontré con algunas de las mismas dificultades. Por ejemplo, el expediente del doble crimen de Necochea desapareció, lo destruyeron o alguien se lo quedó. No está. Alconada Mon habla como escribe: con la serenidad de quien se sabe respaldado por una montaña de datos, documentos, fuentes, lecturas (para estas novelas trabajó no solo con archivos argentinos, sino también de la Biblioteca Pública de Nueva York y universidades norteamericanas). Tanto su trayectoria como su porte –una conjunción de prolijidad, calidez y método– ya son parte inescindible de nuestra escena periodística. El muchacho que en su momento decidió estudiar abogacía porque eso le permitiría ser mejor periodista (y acceder, matrícula mediante, a documentación vedada al resto de los mortales), hoy porta en su haber investigaciones que sacudieron fuerte el tablero (entre otras, Los secretos de la valija y Las coimas del gigante alemán), e integra el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación que en 2017 obtuvo el Pulitzer por Panamá Papers. Desde hace un tiempo –le cuenta a esta cronista mientras toman un café en un bar del microcentro– su espacio de trabajo hogareño está custodiado por un objeto muy particular: un plano de la ciudad de La Plata de cerca de metro y medio de altura. No de la ciudad actual, sino de la otra, la del origen: la del tiempo en que los arroyos todavía no estaban entubados y nuestras buenas y malas mañas ya estaban en germen. Sobre ese plano se proyectan las dos novelas que escribió y al menos otras dos que andan revoloteando por su mente. En una de ellas, imagina, una partida de ajedrez se superpondrá al plano de la ciudad y a los movimientos de los personajes. ¿Alconada anda gestando una suerte de saga sobre la ciudad de La Plata? Parece que sí. Como un nadador, toma oxígeno en la superficie de la literatura y los afectos (entre los que se cuentan los integrantes de un club de lectura del que participa con intensidad), lo contiene en los pulmones y recién entonces desciende a las “cloacas” de la investigación dura. Vuelve a la superficie y otra bocanada de aire: salir a correr cuatro veces por semana –45 km semanales–, ir al gimnasio. Más oxígeno: los hijos, la mujer, el origen que lo acuna. Alconada sonríe al recordar a sus dos bisabuelos. Uno de ellos, que vistió hasta sus últimos días de impecable traje y corbata, usaba cuchillo y tenedor hasta para comer una banana, y exigía un riguroso trato de “usted”. El otro llegó de España a los 16 años, se instaló en Pehuajó y dormía arriba de la barra de la pulpería que tenía que barrer durante el día. “Su gran logro fue llevar a mi abuelo a La Plata, para que pudiera recibirse de ingeniero –rememora–. Un día, mi abuelo le envió un telegrama con una palabra: ‘recibido’. La respuesta fueron dos palabras: ‘corto víveres’. Lo había logrado. A los 23 años su hijo había llegado más lejos de lo que jamás llegaría él en su vida”.A nuestro país tenemos que dejar de boicotearlo, despedazarlo”
–Justamente, es notable de la presencia de personajes migrantes en tus novelas. –Mia suocera è italiana. Io non parlo ma capisco (risas). Mi suegra es sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial. Se acuerda de los soldados norteamericanos entrando a su aldea. Ella es de Iesi, cerca de Ancona. Esas vivencias de inmigrantes, las viví en parte con los relatos familiares. Y, si querés, también fui inmigrante porque viví dos años en España, volví y después acumulé cinco años en Estados Unidos… Una de mis hijas es gringa, pero yo nunca dejé de ser extranjero. Soy bilingüe y aun así, después de cinco años de estar allá, todavía hoy hablo y a la quinta palabra me dicen: “Where are you from?” –Hay dos decisiones estilísticas en La cacería de Hierro. Hacés que Vucetich no sea el personaje central. Y optás por el registro del policial de enigma. ¿Fueron decisiones plenamente conscientes? –Sí, porque por un lado la historia de Vucetich me parecía muy atractiva, pero como él no viajó a Necochea, me quedaba muy lejos. Y me daba la sensación de que apoyarme en Álvarez también me alejaba demasiado. Aunque ellos dos son jugadores clave en la historia, jugué con el tercer personaje, Valentín, para que sirviera de canal y pudiera conectar lo que pasó en Necochea con lo que estaba ocurriendo en La Plata. Lo imaginé como una suerte de aprendiz de Vucetich y de Álvarez. Siendo aprendiz podía recibir información que no circularía entre pares. A alguien que es más chico y que eventualmente ves como un discípulo le contás cosas que no le contarías a un igual. Al mismo tiempo, tenía que lograr que fuera un muchacho dentro de las pautas de la época, fuera hasta impertinente en el sentido de animarse a desafiar, pero con límites. En todo caso, Vucetich y Álvarez lo toleraban porque, sin spoilear, ese chico ha vivido cosas que justificaban en parte su impertinencia. –¿También fue deliberada la contraposición que aparece entre Álvarez, defensor junto a Vucetich del método científico y el profesionalismo, y Blanco, propulsor de prácticas, digamos, poco civilizadas? ¿Son solo dos personajes o son dos opciones de país que siguen en tensión? –Fue deliberado. Decidí ahondar en esa senda a partir de una frase real de Vucetich que coloco al final de todo, cuando le escribe a Valentín y le dice que recuerde que “la policía debe servirse de los descubrimientos de la ciencia. No es por su brutalidad sino por su superioridad intelectual que podrá garantir la seguridad”. La frase marca su énfasis en que no hay atajos para luchar contra el crimen, promover el bienestar y la seguridad: es la ciencia, el raciocinio, el respeto a los derechos humanos. Me pareció una frase muy actual, ante la tentación del atajo y eventualmente los apremios ilegales, las torturas y tantos otros desastres que hemos vivido a lo largo de nuestra historia. Esa tensión media entre Álvarez y Blanco, y todavía hoy la vivimos. Ambas opciones siguen en constante tensión. Hoy vos decís: a ver, ¿la policía de la provincia de Buenos Aires está adoptando todos los parámetros que proponía Juan Vucetich? Ojalá, pero no, aunque la escuela de policía lleve su nombre. –¿Te identificaste con los personajes, en cuanto al método de investigación? –Un punto de apoyo es mi propio trabajo. Como periodista de investigación desarrollo hipótesis, veo si algo es posible, avanzo, descubro qué es incorrecto, retrocedo, sigo avanzando. Algo parecido hace Valentín, que intenta un camino, le sale mal; intenta por el método deductivo, pero fracasa una y otra vez. Es la historia de un fracaso continuo, pero que a veces te abre oportunidades para avanzar. –¡Y finalmente la solución le llega de la mano del azar! –¿Sabés cuántas veces pasa eso? De hecho, me pasó hace muy poco con una investigación en la que todavía estoy trabajando. Estuve seis meses atrás de una historia. ¡Seis meses! Y un día mi mujer me dice “vamos a cenar con una amiga”, su amiga trae a su pareja y esa persona, mientras me estoy sentando, me cuenta algo peculiar. Le pregunto de dónde sacó eso, me sigue contando y me abre todo un segundo andarivel para tratar de llegar a verificar esa historia que yo estaba siguiendo. Si no hubiera ido esa noche a cenar con ese matrimonio amigo… Pasa todo el tiempo. –Sabés que hace un rato insinuaste que te identificás con Valentín pero, cuando leí el libro, pensé que algo tuyo asomaba tras los hábitos, el método, la libreta meticulosa de Álvarez. –(se ríe) En parte sí, incluso el mal humor (más risas). Lo de Álvarez está basado en hechos reales. Cuando leí sus dos cartas se trasluce que no era un improvisado. Incluso la forma en que escribe esas dos cartas muestra a un hombre metódico, ordenado, prolijo. Varios comentarios que él vuelca en esos textos te hacen pensar que aplicó un método para investigar, un método para entrevistar o interrogar sospechosos, un método para comunicarse con el juez. Pero bueno, en la novela también hay cosas mías. Cuando entran al departamento y Álvarez le da una clase privada de criminología a Valentín, eso lo he vivido yo. Un comisario lo hizo conmigo, en una escena de crimen. Me dijo: “Vos nunca estuviste acá. Pisá donde yo piso”. Y empezamos, paso tras paso: “mirá esto, mirá esto otro”, me decía, y yo miraba sobre el hombro de él. Fue una clase privada. Y sí, mucho de lo que narro en la novela se basa en lo que he aprendido a lo largo de muchos años de investigadores, de comisarios, de fiscales, de otros periodistas. A ver… he estado en escenas del crimen donde los policías cocinan pasta: eso que cuento en un pasaje de la novela lo he visto, no me lo contaron. Ahora, así como tenés eso, también tenés lo otro: hay policías, jueces, fiscales que tienen un nivel impresionante. –¿Cómo hacés para tener un contacto continuo con todas estas realidades y, al mismo tiempo, mantener las ganas de ir al club de lectura, seguir escribiendo, mantener ese semblante sereno que tenés ahora? –Es al revés. Porque voy al club de lectura, escribo novelas y tengo otros cables a tierra que puedo seguir con lo otro. Lo que hablábamos antes: necesito oxígeno para después meterme en la cloaca. Para esta novela, me fui a Necochea, solo. Fui cuatro días a recorrer los lugares, entrevistar historiadores locales, visitar la librería, la biblioteca, el museo local, juntar material. Esos días fueron oxígeno para mí, fueron puro disfrute. Como sabés, Necochea está sobre la costa y llegar al lugar aproximado donde se cometió el doble crimen hoy te toma cerca de una hora por ruta asfaltada. Imaginate en aquel tiempo. Lo que hice fue ir hasta allí por la ruta asfaltada. Pero el regreso lo hice por calles de tierras, entre los campos, y me tomó cuatro horas. Iba a paso de hombre: frenaba, banquina, foto, aire, quieto, escuchar, oler, sentir... Y después subirme otra vez al auto. ¿Qué hice? Ser feliz. –Hay cierto discurso depresivo que los argentinos venimos teniendo con respecto a nosotros mismos. Cierto que hay dos o tres razones que lo sustentan (risas), pero vuelve y vuelve este discurso de que hay que irse, de que hay que educar a los hijos para que se vayan. También están los que, pudiendo elegir, se quedan. ¿Por qué quedarse? –Tu país es donde están tus afectos. Yo viví dos veces, dos periodos muy largos, afuera. Vivir afuera no es fácil. Yo lo que más extrañaba eran los afectos en el sentido amplio: hermanos, familia, padres, abuelos, amigos. Era muy unido a mis cuatro abuelos. Me fui de la Argentina con cuatro abuelos vivos, cuando volví había solo uno. Eso te mata. Al mismo tiempo, tuve la oportunidad de quedarme en Estados Unidos. ¿Por qué volvimos? Porque con mi mujer queríamos que nuestros hijos tuvieran abuelos, tíos, primos, amigos. De todos modos, creo que cada uno tiene que seguir su camino: ahora estoy gestionando la doble ciudadanía española, pero no para mí, sino para que mis hijos tengan una herramienta más. ¿La quieren usar? Úsenla. ¿No la quieren usar? No tengo ningún problema. Es una opción más que tienen en la vida. Así como he pagado para que estudien inglés porque es una herramienta en la vida, ahí tienen otra. También te digo que una cosa es cuando uno es el protagonista y otra cuando es el copiloto. Cuando sos el protagonista y te vas de viaje, es una historia. Yo ahora veo que mis hijos crecen y que eventualmente al menos uno de ellos se va a ir a vivir afuera por un posgrado, y como papá se me estruja el corazón. Así que valoro lo que hicieron mis padres, que cuando yo tenía 22 años y me fui a estudiar afuera no pusieron ningún prurito y me apoyaron. Ahora, ¿qué creo de este país? Que tiene unas enormes oportunidades, que tenemos que dejar de boicotearlo, despedazarlo; hay que dejar de robar, dejar de poner reglas y que esas reglas no se apliquen. No te estoy hablando de maravillas, solo que dos más dos sean cuatro, pero que sean cuatro para todos, no para algunos sí y otros no. Tenemos tanto, desde recursos naturales hasta talentos, arte. Idealizamos mucho lo que está afuera. –En un mundo que, además, no está demasiado amable. –Cuando yo vivía en España a tres cuadras de mi casa los de ETA mataron a un concejal, y fui parte de la manifestación que salió a repudiar eso y a pedir paz. En Estados Unidos vivíamos en un barrio gringo, y en ese barrio vos tenías los moños amarillos que se colgaban de las casas y significaban que un familiar de esa vivienda estaba en combate en Irak o en Afganistán. Y cuando el moño se convertía en moño negro… Hubo varios moños negros en el barrio. Conozco un matrimonio argentino, los hijos nacidos en la Argentina pero criados en Estados Unidos: un moño amarillo en la puerta y rezar todas las noches para que no se convierta en moño negro. Ahí te preguntás: ¿quiero esto para mis chicos? Mis hijos en Estados Unidos fueron a una escuela pública, el primer día de clases les enseñan las tres líneas: la línea naranja, la línea roja y la línea azul pintadas en el piso, que son atentado terrorista, evacuación inmediata o shooter. Yo escuchaba a mi hijo de 6 años explicarme qué era un shooter y me preguntaba: “¿tengo ganas de que mi hijo a los 6 años me hable de esto?” Nosotros tendremos múltiples problemas, pero la del shooter, salvo lo que pasó en Carmen de Patagones una vez, no la tenemos.LA CACERÍA DE HIERRO
Hugo Alconada Mon
PLANETA

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