sábado, 27 de julio de 2024

PAIS Y EDITORIAL




Libertarismo, el barril nuevo en el que verter el vino viejo del peronismo
El gobierno de Milei es cada día menos liberal y más conservador, menos cosmopolita y más nacionalista, menos libertario y más autoritario, menos laico y más mesiánico; y se parecerá cada vez más a la derecha tradicional
Loris Zanatta — BOLONIA Ensayista y profesor de historia en la Universidad de Bolonia

El gobierno de Milei es cada día menos liberal y más conservador, menos cosmopolita y más nacionalista, menos libertario y más autoritario, menos laico y más mesiánico. Como tal, ya se parece y se parecerá cada vez más a la derecha tradicional: Dios, patria y familia. Y la derecha tradicional, lo admita o no, es una derecha de cultura peronista. Militares y servicios ya están alistados. Los jueces van en camino. Ya tiene sus sindicalistas, pronto surgirá, si ya no existe, un clero mileísta. Chauvinista, agresivo, prepotente, cabalga el mito de la Argentina potencia, una cabalgada grotesca: no hay país con el que no se haya peleado, solo deben faltar Gabón y San Marino. Como Perón en los años cuarenta. ¿El Presidente insulta a uno? Para no quedarse atrás, ¡la vice ataca a otro! Luego ponen el disco del lamento victimista: ¿por qué todos nos odian? ¿No será la sinarquía?
Siempre ha sido así: cada vez que siente amenazadas sus raíces nacionales y católicas, el peronismo ortodoxo se agrupa en torno al nacionalismo religioso. Así como en los años 70 arremetió con furia contra el liberalismo y el marxismo, hijos de la Ilustración, “extraños al pueblo”, hoy capitaliza la reacción contra la borrachera kirchnerista para barrer, junto con ese engendro, al liberalismo laico, democrático y republicano. Que, por lo que veo, dormita somnoliento, deambula desconcertado, calla avergonzado.
Los liberales que de buena fe creen en el liberalismo de Milei lo lamentarán, pero como les diría su nuevo ídolo, “no la ven”. Se engañan pensando que el peronismo desaparece mientras se recicla, que ha perdido su hegemonía mientras la reconstruye. ¿Apuestan a un peronismo libertario? ¿Cuál es el problema si ya tuvimos peronismo neoliberal y peronismo republicano?
Creo que la ilusión se alimenta de dos errores que generan estrabismo. El primero es analizar el peronismo con las herramientas de la ciencia política en lugar de las más apropiadas de la antropología cultural. Como movimiento político, el peronismo implosionó hace tiempo, no es un partido ni un sujeto unitario. Pero como cultura, como sistema de valores, como tipo de sociabilidad, está más vivo que nunca y diluido en todas partes, incluso donde se cree que está ausente. Nada lo demuestra mejor que su capacidad camaleónica para adaptarse a las circunstancias cambiantes. El peronismo no capitulará ante el libertarismo, la cultura libertaria no tiene consistencia en el país, ni conexión con la historia, el propio electorado de Milei le es en gran medida ajeno. Por el contrario, será él quien se “peronice”; ya avanzó bastante.
Para la “derecha peronista”, el libertarismo es el barril nuevo en el que verter el vino viejo, la palabra moderna para definir una cosa antigua. Muy antigua, porque no evoca una sociedad que al autogobernarse ha superado al Estado, evoca un orden que lo precede. Un mundo de “jerarquías naturales”. Por eso entronca con el nacionalismo. Nacionalismo que en la Argentina siempre ha idealizado la cristiandad medieval, una sociedad estamental unida por la fe. Tal era, o aspiraba a ser, la comunidad organizada peronista. No es casual que Milei ame a Rothbard e ignore a Popper: la “sociedad abierta” no le interesa.
La idea implícita es que la liberalización económica cambiará la sociedad y que el cambio social cambiará la cultura, las costumbres, las mentalidades
El segundo error es mirar el mundo, el mundo entero, a través del ojo de la cerradura de la economía, solo a través de eso. Se ven detalles picantes, pero no el conjunto. La idea implícita es que la liberalización económica cambiará la sociedad y que el cambio social cambiará la cultura, las costumbres, las mentalidades. Cambiar la estructura, la economía, hará que cambien la superestructura, la ideología. ¿Será cierto? ¿Se cosecharán frutos liberales pensando en marxista? No creo que las revoluciones económicas moldeen las culturas; pienso que las revoluciones de las ideas anticipan los cambios económicos. La libertad política y religiosa dio origen a la modernidad europea, no al revés. De los setenta años de socialización de los medios de producción no me parece que haya nacido el homus socialista: reina hoy en Rusia una tiranía asiática basada en la fe, como reinaba antes de los bolcheviques. La libertad civil habría tenido efectos más profundos y duraderos. El poder explicativo de la economía está muy sobrevalorado.
La derecha peronista ha sido más o menos anticapitalista, según conveniencias y circunstancias. Nunca del todo. Nacida en el marco de la doctrina social de la Iglesia, tolera la propiedad privada y la economía mercantil. Pero siempre ha sido nacionalista, antiliberal, confesional; ese es su núcleo duro. Capitalismo y liberalismo no son la misma cosa. Ha ocurrido a menudo que el primero se deshiciera del segundo. ¿Por ser capitalista, Pinochet era liberal? Da escalofríos. ¡Liberal de Predappio! ¡Incluso el primer Mussolini no era tan estatista! ¿China es liberal?
Por otra parte, ni siquiera la economía nos tranquiliza sobre el liberalismo de Milei. ¿Dónde está? Hasta ahora ha hecho lo que era inevitable hacer frente al desastre kirchnerista: lágrimas y sangre. Pero ¿alguien ha visto alguna vez a un liberal con cepo, precios administrados, impuestos a las exportaciones? ¡Parece el IAPI con Miranda al mando!
Si de la economía pasamos a la cultura de gobierno, igual: es como estar en tiempos de Eva Perón: el mismo círculo rojo, la misma opacidad, los mismos caprichos, el mismo amiguismo y narcisismo. Cero institucionalidad. No dudo de que Milei odie al Estado, pero ¡cómo le gusta usarlo como si le perteneciera! Dudo que lo sepa, no está escrito en los manuales de economía, pero tiene la misma vocación patrimonialista del peronismo. Impone y destituye, insulta y arenga, hace y deshace. El liberalismo es ante todo civilización; el liberal cultiva la duda, escucha al prójimo, respeta el disenso, rechaza los dogmas. Lo opuesto de Milei y la derecha peronista.
Por eso, en el clima de nacionalismo exaltado que evoca épocas que sería mejor no evocar, mi nuevo héroe argentino es Julio Garro. No tengo el placer de conocerlo, ni estoy seguro de que él esté feliz de saberlo. Pero si hubiera muchos Garros, viviríamos en un mundo mejor. Su heroísmo es el antiheroísmo de la persona que no renuncia a las buenas costumbres para complacer al poder; a sus valores para satisfacer el fanatismo de la masa; al respeto por conveniencia. Había un liberal en el Gobierno, era normal que lo echaran. El texto con el que el Presidente lo destituyó destila violencia moral y grosería intelectual. La idea de que ganar un torneo de fútbol autoriza el insulto no es solo cavernícola: es deseducación cívica. En sitios mileístas leo que Garro es “antiargentino”: la jerga de la derecha peronista, una medalla en el pecho.

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Burocracia: ayer y hoy
El actual gigantismo del Estado y su ineficiencia no se pueden explicar ni por el aumento de la población ni por la mayor complejidad de la organización social
Facsímil de la ley de presupuesto nacional de 1920
Acompaña a esta columna editorial la imagen de un par de páginas de la ley de presupuesto de la administración nacional del ejercicio de 1920 correspondiente a la Presidencia de la Nación. Solo dos páginas brindan importantes elementos de análisis para quienes hoy son responsables de racionalizar y modernizar un Estado ineficiente.
Los anexos de aquella ley detallaban cargo por cargo con denominación y sueldo. Hoy la ley de presupuesto, con sus anexos, solo muestra datos consolidados por unidad administrativa. Paradójicamente, ocupa mucho más papel. La cantidad de cargos y de personal se ha multiplicado tan exponencialmente que quien quiera hoy desentrañar la razonabilidad de las dotaciones de personal deberá recurrir a información no explicitada en el presupuesto.
La Presidencia de la Nación en 1920 ocupaba a solo 15 personas: el presidente, el vicepresidente, el secretario privado y 12 más de apoyo. La seguridad era prestada por la policía y la escolta militar. La Presidencia no tenía secretarías ni subsecretarías ni ningún organismo propio de su dependencia que no fueran los ministerios. El presidente no tenía asesores, solo sus ministros, y, si se producía alguna discrepancia insalvable, cambiaba el ministro. Los decretos y proyectos de ley llegaban a la firma del presidente con la redacción y revisión legal del ministerio de origen. La administración del pequeño grupo presidencial la prestaba la oficina correspondiente del Ministerio del Interior, por eso la Presidencia se ubica en el Departamento del Interior en la imagen que reproducimos.
Aquella austera estructura de 1920 resulta irreconocible en 2024. Se diría que pertenece a otro planeta. Actualmente, solo la Presidencia cuenta con 4 secretarías y 9 subsecretarías propias que suman más de 4000 funcionarios y empleados. Esta proliferación en el área presidencial comenzó con la Secretaría de Información del Estado en 1940 bajo el gobierno de Juan Domingo Perón y echó raíces y se ramificó hasta el día de hoy. La consecuencia es que el Presidente recibe opiniones usualmente divergentes de su ministro y de su funcionario en cada cuestión de gobierno y se ve obligado a arbitrar. Dilapida su tiempo y su paciencia rodeándose de conflictos que no solo lo perturban a él sino también a sus ministros.
El presupuesto de 1920 detallaba el sueldo mensual y el total anual por 12 meses, pues no contemplaba aguinaldo. El presidente cobraba un sueldo mensual de 8000 pesos moneda nacional (m/n), equivalente por poder adquisitivo a 68 millones de pesos de hoy. Además, recibía 2400 pesos m/n para “gastos de etiqueta y fiestas de tabla”. Actualizado a hoy su remuneración alcanzaría a 816.000 dólares anuales, un ingreso que se compara con el que recibe el presidente de una empresa mediana internacional.
El sueldo mensual del vicepresidente era de 3000 pesos m/n y el de los ministros, 2400 pesos m/n. Las diferencias en el nivel jerárquico y en las responsabilidades de los altos cargos estaban así razonablemente reflejadas en la brecha entre sus remuneraciones.
Esta afirmación vale también para los cargos inferiores, aunque el desnivel de las cifras que se observaban en 1920 colisionarían hoy con lo políticamente correcto. El secretario privado del presidente ganaba 1400 pesos m/n; el mayordomo, 200 pesos m/n, y cada uno de los siete ordenanzas, 140 pesos m/n mensuales. Estos 140 equivalen por poder adquisitivo a 1.190.000 pesos de hoy. En 1920 les permitían ahorrar para una vivienda. El achatamiento de la escala salarial siguiendo un falso prurito moral, pero fundamentalmente demagógico, ha sido una de las causas del deterioro de la calidad y la corrupción en la administración pública.
La austeridad, eficiencia y transparencia que reflejan estas dos páginas del presupuesto de 1920 se extienden a toda la administración de gobierno de aquella época. Esto ocurría tanto en el gobierno nacional, presidido entonces por Hipólito Irigoyen, quien donaba su sueldo a la Sociedad de Beneficencia, como en provincias y municipios. A lo largo de un siglo, pero particularmente en los últimos 80 años, aquella austeridad y jerarquización se perdió, al mismo tiempo que se deterioró la calidad de la administración pública. Su actual gigantismo no se puede explicar por el aumento de la población ni por la mayor complejidad de la organización social. Esto ocurrió, pero simultáneamente hubo una notable evolución tecnológica que debió haber permitido reducir las plantas administrativas más que proporcionalmente.
Un siglo atrás el gasto público del país insumía algo menos de 10% del producto bruto interno. Hoy alcanza al 32% excluyendo el gasto en jubilaciones y pensiones que entonces no existía. Sería ilusorio pretender que se reduzca la estructura de la administración pública a las dimensiones de un siglo atrás, pero está claro que hay mucha tela para cortar.
Sería ilusorio pretender reducir la administración pública a la de hace un siglo, pero está claro que queda mucha tela para cortar

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