lunes, 1 de julio de 2024

PERIFERIAS


La segunda mitad de la vida empieza más tarde (y puede ser mejor)
VERÓNICA CHIARAVALLI


El mediodía de una vida, el punto culminante de la madurez y el brillo intelectual que se pueda alcanzar, los antiguos sabios lo ubicaban en torno a los cuarenta años. Acmé, esa cúspide dorada –más o menos fugaz, dependiendo de la fortuna de cada quien–, y después el inexorable descenso por la ladera de los días, rogando a los dioses que no lo quieran abrupto ni demasiado escarpado.
Hemos recorrido un largo camino (no siempre en la dirección correcta) y el siglo XXI nos trae otras creencias y otras expectativas. No todo son malas noticias en la era del calentamiento global y las democracias amenazadas. Entre las buenas nuevas, y si uno tiene buena suerte (nunca hay que subestimar la importancia del azar), nos dicen que la segunda mitad de la vida empieza más tarde; mejor aún, como afirma Sebastián Campanario en su libro, Proxi+50. 50 ideas para tus próximos 50 años (título directo si los hay), esa segunda etapa hasta puede ser más feliz. ¿Es posible? ¿Ser más felices a los 60, por ejemplo, que a los 20? Sí, por supuesto. ¿Es una consigna milagrera o meramente voluntarista? No. Más parece una propuesta. Un reto para quienes disfrutan superándose a sí mismos, o una invitación a la tarea, para los espíritus menos competitivos pero no menos activos. ¿Puede fallar?
Claro (¿cuál sería el triunfo si el éxito estuviera garantizado antes de lanzarse a la conquista?). Consecuencia más o menos directa de esta novedad, el acmé también parece haberse desplazado: observa Campanario que la edad promedio a la que se consiguen “grandes logros” aumentó.
En más de una oportunidad el libro recoge como testimonio una impresión que también se recibe a menudo en la conversación con personas que han superado la rompiente de los 50 y que, simplificando, se podría resumir en una certeza: pasadas las cinco décadas –y siempre que el propio cuerpo no se vuelva carcelero o verdugo– se empieza a ser más libre. Aunque haya que seguir honrando vínculos, compromisos y obligaciones, algo ha cambiado. Y para mejor.
Cierto esnobismo decadentista considera una vulgaridad el deseo de vivir (bien) una larga vida. El tedio goza de un prestigio estético mayor que la curiosidad; la melancolía se valora como una inclinación más refinada que el entusiasmo. “¿Quién quiere vivir hasta los cien años?, ¿para qué?”, lanzó en rueda de cóctel frívolo alguien que se creía listo; “¡yo!”, respondió otro que en verdad lo era; “si la salud acompaña –agregó, muy poco chic– tengo muchísimo que hacer”. Simple y perfecto. Como los chispazos de felicidad.
El caso es que hoy han aumentado las posibilidades de vivir hasta los cien años y más. No es lo corriente pero es posible y aun probable. Y nos gusta aferrarnos a esas excepciones a la regla (cada vez más frecuentes, es cierto, pero todavía excepciones). Son faros que proyectan un horizonte de esperanza. Nos ilusionamos con el maratonista de 89 años que llega a la meta, con el profesor de 97 que todavía da clases. Lo que puede el individuo lo puede la especie, esa es la actitud (aunque no todos los individuos lo puedan todo ni de la misma manera, pero eso ya es la letra chica de un contrato que no hemos elegido firmar). Tal vez nunca corramos una maratón ni podamos despejar en un aula las incógnitas de un problema matemático complejo, pero el reflejo de esas proezas puede iluminar anhelos más modestos y cotidianos: comenzar o terminar aquella carrera que nunca pudimos, tener los brazos fuertes para aupar al nieto, al hijo que llegó cuando cuajó el deseo de ser padres malgré los tiempos de la biología, o abrazar un nuevo amor; decidirse a conocer esos lugares que el cine y los libros nos hicieron descubrir.
La pieza de Campanario se ofrece como una “caja de herramientas” para la carpintería de una vida larga y buena. Pocas cortesías mayores hacia el lector que tratar de resultarle útil.
“Los humanos somos muy malos para predecir qué nos va a hacer felices”, acierta el autor. Funcionamos con el combustible a veces tóxico del ensayo y el error. Creemos que queremos lo que en realidad no deseamos; nos mareamos en laberintos de espejos ajenos; sufrimos por lo que se supone que deberíamos ambicionar; nos esforzamos en disfrutar lo que, nos han dicho, tendría que darnos alegría. Perdemos mucho tiempo; recuperamos muy poco. Hasta que un día –de nuevo, si somos afortunados– exclamamos la pequeña pero preciosa ¡eureka! de nuestras pequeñas pero preciosas vidas. Entonces toca correr a la caja de herramientas. Y sin demora poner manos a la gozosa obra de los días que vendrán

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