La ciudad y sus muros inciertos, primera narración larga en seis años del escritor japonés, es una muestra más de su imaginación, pero también de sus clisés
José María Brindisi
Un entrevero que suele presentárseles a los amantes no incondicionales –es decir racionales– de lo maravilloso o de la fantasía es el de la deriva. El universo en el que se desarrollan sus historias adquiere con frecuencia una autonomía tal que el lector pierde el mapa, o bien se rinde ante sus leyes indescrifrables. Se trata de una suerte de paradoja, o si se quiere de un enredo conceptual: cuando todo puede ocurrir, cuando podríamos esperar cualquier cosa, lo más probable es que ya nada esperemos, y entonces solo quede rendirse con pasividad ante los avatares de la peripecia. En ello radica en gran medida la dificultad mayor, la raíz de todos los problemas de La ciudad y sus muros inciertos, la última, muy esperada y también muy extensa novela de Haruki Murakami (Kioto, 1949).
En rigor, esa relación expresamente abierta con el territorio de los sueños, con el de la imaginación desbordada, con las ambigüedades sin fin de la percepción, es el barro con el que está construida buena parte de la obra del escritor japonés, uno de los más populares de hoy en día y, como se ha señalado hasta el cansancio, candidato perpetuo al premio Nobel. Pero como suele ocurrir en él, acaso con algunas excepciones (Tokio Blues, Kafka en la orilla), los puntos de referencia muy pronto se pierden o se diluyen, y lo que durante un tiempo se ofrece como ambigüedad muta en confusión, contradicción o sinsentido.
En principio, La ciudad y sus muros inciertos parte de la relación entre dos adolescentes con cierta inclinación por la escritura. Pertenecen a escuelas distintas, pero un concurso los pone en contacto y a partir de allí se enredan en un particular noviazgo, que en esencia transita por dos carriles: por un lado esporádicos y castos –aunque el narrador-protagonista por momentos sienta el impulso irrefrenable de la pasión física– encuentros en los que llevan largas conversaciones y contemplan la naturaleza; por otro, las cartas que se envían el uno al otro.
"El canto de sirena de todo el relato, al mismo tiempo la promesa omnipresente y a la vez esquiva de su relación, es la ciudad del título"
Una carta sin respuesta será, precisamente, el último disparo al vacío del narrador cuando deje de recibir señales de ella. La desaparición de la chica, a la que no consigue rastrear, resulta desde ya extraña, pero a la vez es previsible, dado que todo en ella es singular, incluidos sus raptos depresivos, ciertos episodios en los que solo parece encontrar refugio en el silencio y la introspección.
Pero el canto de sirena de todo el relato, al mismo tiempo la promesa omnipresente y a la vez esquiva de su relación, es la ciudad del título, una ciudad lejana de la que ella le habla largamente y en la que se halla, dice, su “verdadero yo”: quien está delante del narrador es –afirma la chica sobre sí misma– apenas una proyección, un avatar.
De a poco, a partir de lo que le sucede al narrador décadas más tarde cuando –en apariencia– encuentre la ciudad y resida en ella, comprenderemos o sospecharemos que aquella de la que se enamoró quizá fuese una sombra, destino triste y fatal de todas las criaturas que habitan el singular planeta de Murakami.
Todo es dudoso o incierto en esta historia: la ciudad, que acaso exista o no, que ha sido creada por la adolescente misteriosa o no, imaginada o no por su encandilado amante; los muros de la misma, cuya significación se multiplica en cientos de capas; la materia de la que están hechas las conversaciones entre los enamorados, que para el narrador son inolvidables y abarcan “todo lo humano y lo divino”, pero de las que casi no recuerda nada… aunque las escenas entre ambos contradigan toscamente esta premisa.
Quizá no esté de más mencionar la prehistoria de esta novela. El punto de partida es un relato de juventud, que Murakami publicó bajo el mismo título en una revista. Luego se arrepentiría de aquella publicación, abrumado por la idea de que no había logrado –a causa de su falta de oficio– estar a la altura de ciertos factores nucleares del texto que para él guardaban suma relevancia. Pronto lo reelaboró en la que sería El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (novela de 1985), pero con los años comenzó a rondarle la idea de que existían alternativas para el itinerario de aquella novela, en la que solo había dado con uno de los muchos cauces posibles. El momento de retornar a ese material llegó recién en 2020, en paralelo al inicio de la pandemia (factor este de indudable reverberancia en todo el texto); pero ahora, cuando lo creía acabado, sintió que la historia pedía más y emprendió una segunda e incluso una tercera parte, cuya suma es el volumen que llegó hasta nosotros.
No hay causalidad aquí o axioma que pueda extraerse como moraleja, y aun así algo de lo que sucede en La ciudad y sus muros inciertos, cómo la segunda y tercera parte en cierto modo emparchan o intentan reencauzar la deriva de la primera, de a ratos como si buscaran darle sustento a un castillo que se sostiene en el aire, posiblemente explique o ilustre los desaciertos de un proyecto literario en el que la ambición y la arbitrariedad parecen pulsear sin remedio.
Atiborrada de simbología y de inciertas espirales de significado, de sueños al por mayor y de criaturas que pululan por sus páginas pidiendo algún tipo de anclaje, la más reciente novela de Haruki Murakami –un escritor, con todo, dotado para la creación de atmósferas y la observación minuciosa– lo sitúa una vez más en su sitial de artista extremadamente contemporáneo: uno que suelta sus cápsulas en el río de los sentidos para que anclen donde les plazca o, en el peor de los casos, donde les sea posible.
La ciudad y sus muros inciertos
Por Haruki Murakami
Tusquets. Trad.: J.F. González Sánchez
560 páginas, $ 29.900
El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas
Por Haruki Murakami
Tusquets
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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