miércoles, 3 de julio de 2024

MOTOSIERRA Y EDITORIAL


Estructura del Estado: ni jibarización ni imperialismo burocrático
Motosierra. El diseño de la organización estatal no debería ser fruto de la improvisación ni resultado de una inspiración divina, y requiere, entre otras cosas, establecer claramente jerarquías, funciones y presupuestos 
Oscar Oszlak
Administrar organizaciones tiene sus principios. Desde la época de la denominada “Administración Científica” y el taylorismo, los estudiosos de la gestión han intentado establecer algunas reglas generales que, bien aplicadas, podrían elevar los niveles de productividad y eficiencia de las organizaciones, evitando a la vez posibles conflictos jerárquicos. Dos de ellas, ampliamente aceptadas en la teoría y la práctica administrativa, son especialmente indicadas para comprender las dificultades que enfrenta el gobierno de Milei para terminar de dar forma a la estructura gubernamental. Se trata del principio de “unidad de mando” y el de “alcance del control”. Para obviar definiciones académicas, diré simplemente que el primero propone que en una cadena de autoridad nadie debería tener más de un jefe y el segundo, que la capacidad de supervisión de unidades y personal subalternos no es ilimitada.
Aclaremos. La unidad de mando se refiere a una relación jerárquica, donde no deberían crearse situaciones en que dos o más personas puedan dar órdenes a un subordinado en la jerarquía. Pueden sí coexistir, en cambio, relaciones funcionales como las que puede haber entre supervisores y técnicos u operarios, sin que exista necesariamente un vínculo jerárquico. Por su parte, el alcance del control implica una relación inversa entre el tamaño de la organización y la posibilidad de controlar a los responsables de las unidades que la componen. Esta capacidad depende, en parte, de la complejidad de las actividades que se desarrollan en ellas. Por ejemplo, el presidente de un país difícilmente podría supervisar directamente la actividad que desarrollan 30 o 40 ministros, pero el capataz de una cuadrilla que pavimenta una ruta podría hacerlo con 30 o 40 obreros.
¿Cuál es la importancia de estos principios para terminar de definir la estructura del gobierno nacional, al cabo de los primeros seis meses de gestión? Mi diagnóstico es que en su diseño el presidente Milei no tuvo muy en cuenta la importancia de los principios que comento, incurriendo al mismo tiempo en excesos de jibarización e imperialismo burocrático. ¿En qué sentido?
Fiel a su convicción de que el Estado es una “organización criminal” destinada a desaparecer, la primera decisión presidencial fue reducir la cantidad de ministerios a ocho, simbolizando en cierta forma el formato que tenían los gobiernos en la época que el discurso oficial asocia con los tiempos gloriosos de la Argentina, luego de que la reforma constitucional de 1898 elevara el número de ministerios de cinco a ocho. Un total de ocho ministerios pudo haber sido un número adecuado en tiempos del presidente Roca, pero tal vez insuficiente frente a los alcances y complejidad actual de la actividad estatal. Esta suerte de jibarización de la macroestructura, motosierra mediante, genera a su vez un simétrico problema de “imperialismo” ministerial, en la medida en que veinte o más exministerios pasan a estar “encorsetados” en una organización mucho menor, que encierra a la vez, inevitablemente, áreas sumamente especializadas. El caso más notorio, en tal sentido, es el del Ministerio de Capital Humano, especie de hipermercado que ofrece, entre otros, servicios de educación, salud, empleo, cultura o relaciones laborales. Por más que su titular sea una persona que goza de la máxima lealtad y confianza del Presidente, y aun si reuniera condiciones excepcionales de experiencia y liderazgo, le resultaría imposible ejercer una supervisión efectiva sobre ese inmenso conglomerado institucional. Los problemas de control enfrentados por ese ministerio confirman la vigencia del principio que venimos analizando.
Problemas similares podrían presentarse en la Jefatura de Gabinete de Ministros, al agregarse a su ya frondosa estructura nada menos que el tradicional Ministerio del Interior, único sobreviviente de la Constitución de 1853. Interior pasó a integrar, además, las áreas de Ambiente, Desarrollo Sostenible, Turismo y Deportes, extendiendo aún más los dominios de la Jefatura de Ministros. Sin embargo, parece existir la decisión de crear un ministerio, aún sin nombre, para formalizar la designación como ministro de quien fue artífice original de la Ley Bases. El nuevo ministerio recortaría, al parecer, diversas competencias de la JGM y del Ministerio de Economía, con lo cual volvería a modificarse la fisonomía de la estructura gubernamental.
A estos cambios permanentes se agregan dos factores que complican la gestión pública. Por una parte, la falta de cobertura de un alto número de cargos jerárquicos intermedios, lo cual impide o demora el proceso decisorio en la medida en que no se cuenta con firma autorizada para adoptar medidas de gobierno en los respectivos niveles de la jerarquía. Por otra, frente a la manifiesta falta de vocación del Presidente para comprometerse con la gestión cotidiana, otros funcionarios, formal o informalmente designados, tienden a llenar ese vacío, extendiendo sus facultades decisorias más allá de las competencias que les fueron formalmente atribuidas. Se debilita de este modo la vigencia del principio de unidad de mando, que tiende a depender de la relación de fuerzas entre los diversos actores que pujan por hacer prevalecer sus intereses, valores o preferencias personales
En última instancia, los cambios permanentes en la estructura gubernamental son un reflejo más de la inestabilidad institucional del país, de las oscilaciones recurrentes respecto del rol y alcances de la intervención estatal frente a las cuestiones problemáticas de la agenda social, de la subordinación de un diseño racional de la estructura organizativa a una lógica de premios y castigos. En apenas seis meses, decenas de altos funcionarios fueron designados y removidos de sus cargos, sin llegar a conocer siquiera los alcances de las responsabilidades que asumían ni la naturaleza de los organismos que encabezaban, con lo cual la gestión pública pasa a ser un eterno recomenzar.
El diseño de la estructura organizativa de un gobierno no debería ser fruto de la improvisación ni resultado de una inspiración divina. Es una tarea técnica que si bien no puede eludir consideraciones políticas debe reflejarse en un esquema de división del trabajo en el interior del aparato gubernamental, que identifique por una parte las grandes áreas de política pública de cuya gestión pretende hacerse cargo un gobierno y que desagregue en cada una de ellas las gestiones especializadas que integran esas áreas. El diseño debería evitar tanto la compresión institucional que provoca una exagerada reducción de la macroestructura como el imperialismo que genera en el primer nivel de apertura de la organización gubernamental. También debería establecer claramente las relaciones jerárquicas, funcionales y presupuestarias entre las diversas unidades que componen la estructura, para asegurar que se respeten los principios de unidad de mando y de alcance del control. La lupa y la regla de cálculo suelen ser, en este terreno, más recomendables que la motosierra.
Milei ha incurrido, al mismo tiempo, en excesos de jibarización y en imperialismo burocrático
La lupa y la regla de cálculo suelen ser, en este terreno, más recomendables que la motosierra

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Cómo no salir nunca más de los 70
Es necesario que la Justicia y la dirigencia política hagan cumplir los altos fines de nuestro Preámbulo y el principio de igualdad ante la ley
Cuando los Estados Unidos y la Unión Soviética dispusieron que el combate armado –la parte caliente de su Guerra Fría– debía desarrollarse en territorios no nuclearizados, Corea primero, Vietnam luego y, poco después, África Septentrional y América Latina se constituyeron en teatros de operaciones bélicas. A causa de ello, nuestro continente recibiría a partir de los 60 la más importante agresión armada de su historia moderna, producto de diseños estratégicos financiados desde el exterior. La actuación de formaciones celulares clandestinas con capacitación y organización castrenses, mediante asaltos a unidades militares y policiales, asesinatos, secuestros extorsivos y colocación de explosivos, rebasó las estructuras policiales y judiciales creadas para dar respuesta a la delincuencia común. La escalada generó la convocatoria de las Fuerzas Armadas para aniquilar el accionar subversivo y luego, en casi todo el continente, asumirían el poder público, aun en naciones con un historial democrático invicto, y adherirían a la ilegalidad, respondiendo con secuestros, torturas y penas de muerte sin procesos judiciales. El resultado no pudo ser otro que el dolor, la muerte y la desaparición de miles de personas.
La Argentina hizo respecto de la tragedia todo lo necesario para no librarnos jamás de ella. El “nunca más” con el cual el fiscal Julio Strassera finalizaría su acusación en el histórico Juicio a las Juntas Militares por violaciones de los derechos humanos se ha transformado en un nunca más saldremos del desprecio mutuo ni del enfrentamiento que nos separó; nunca más nos perdonaremos ni abandonaremos el rencor que nos divide.
Con las leyes del perdón, el presidente Raúl Alfonsín y el Congreso pretendieron cerrar las heridas. Les siguieron los indultos de la administración Menem a los comandantes condenados y a los jerarcas de las organizaciones terroristas, disponiendo indemnizaciones para los damnificados por el accionar ilegal del Estado. Pero con el gobierno kirchnerista todo volvería a cambiar. El presidente Néstor Kirchner les entregó la política de derechos humanos a las víctimas del accionar ilegal del Estado argentino, sus familiares y simpatizantes. Así, rápidamente se crearon nuevos organismos gubernamentales, se desplegaron decenas de programas de gobierno y nuevos beneficios económicos para las víctimas, sumando a aquellos que alegaran haberse exiliado por cuestiones políticas durante el gobierno militar y a los hijos nacidos en el exterior o llevados allí cuando eran menores; se modificó la enseñanza de la historia en los colegios, enalteciendo a los guerrilleros y demonizando a los militares; se crearon espacios para la memoria y parques conmemorativos en los cuales figuran solo las víctimas del accionar represivo del Estado y ninguna de las miles producidas por las organizaciones terroristas, y las leyes del perdón pasaron a ser llamadas “de impunidad”. Simultáneamente, la nueva mayoría instalada por el kirchnerismo en la Corte Suprema de Justicia, para eludir los “obstáculos” que impedían reanudar la persecución judicial contra las Fuerzas Armadas, impondría –contra la opinión de los doctores Fayt, Belluscio y Vázquez– una nueva doctrina: aniquilando la garantía constitucional consistente en que todo delito debe estar contemplado en una ley previa y que ella no podrá nunca ser aplicada retroactivamente, se declaró que determinados comportamientos delictivos no debían estar contemplados por escrito en leyes antes de su producción. Los llamados delitos de “lesa humanidad” obedecerían a una norma no escrita, una “costumbre internacional” que los consideraría desde siempre como tales y, por tanto, imprescriptibles. Y, lo más desconcertante, tampoco serían perdonables. Las amnistías y los indultos vigentes, válidos para todos los delitos sin distingo según los tratados internacionales de derechos humanos incorporados a la carta magna, pasaron a ser declarados inconstitucionales, eso sí, solo aquellas que amparaban a las fuerzas legales. El Congreso no solo aceptó mansamente la privación de la facultad excluyente y por ende irrevisable, destinada a consolidar la paz interior y la unión nacional, sino que avanzó haciendo suya una potestad que es exclusiva del Poder Judicial, declarando la nulidad de las leyes del perdón. La reapertura de los juicios sobre la base de estos criterios fue duramente criticada en sendos dictámenes de la Academia de Derecho y rechazada por prestigiosos juristas, entre los cuales se encontraban tanto el fiscal Strassera como la casi totalidad de los miembros de la Cámara que condenó a los comandantes. Se procedió desde entonces a la formación de miles de causas judiciales; se crearon secretarías especiales de derechos humanos en cada tribunal y la Justicia Federal argentina –responsable de investigar la corrupción y el narcotráfico– pasó a empeñar sus recursos ocupando sus agendas, hasta el día de hoy, en la revisión de hechos ocurridos hace medio siglo. Coetáneamente, se impuso a los procesados por estos delitos una doctrina diferenciada del resto de la ciudadanía. Considerando que por el tiempo transcurrido y la clandestinidad del método estatal se habían perdido las pruebas, se le otorgó a la menos confiable de todas, la testimonial, valor indiscutible. Eso hizo que centenares de personas –acompañadas por organismos de derechos humanos– se presentaran y se sigan presentando en las causas como nuevas víctimas, afirmando que estuvieron detenidas en tal o cual centro secreto, con la seguridad de que nadie habrá de desmentirlas. Las prisiones preventivas se prolongan mucho más allá de lo permitido en la ley y triplican en tiempo las de los delincuentes comunes. No se otorgaron en muchos casos libertades condicionales, salidas transitorias o la detención domiciliaria contemplada en las leyes aun cuando los detenidos superen los 70, 80 o más años. Así, han muerto en prisión detenidos sin condena que tenían incluso más de 90 años, en una muestra de salvajismo y abandono del trato digno a un ser humano. Esta doctrina especial generó la atribución de responsabilidades penales no por lo que la persona hizo o dejó de hacer, sino por el cargo que tenía o el lugar en el cual estaba destinada, sentando un tan peligroso como nefasto precedente contrario a la recta doctrina penal. Suboficiales y agentes penitenciarios que en los años 70 tenían apenas 20 años y hasta baqueanos que prestaron servicios en las fuerzas han sido encarcelados, mientras los miembros y las más altas jerarquías de Montoneros, ERP, FAP, FAR, Todos por la Patria y otras organizaciones terroristas no solo viven desde hace años en libertad, amnistiados e indultados, y acceden a la función pública, sino que además recibieron suculentas indemnizaciones con nuestros impuestos. Y por más que consideraremos siempre más grave el comportamiento delictivo llevado a cabo por un agente estatal que el perpetrado por un particular, si no se puede juzgar a las cúpulas terroristas, debemos preguntarnos si es moral y jurídicamente aceptable que se juzgue y condene a las más bajas jerarquías de nuestras Fuerzas Armadas, de seguridad y policiales.
Resulta insostenible que una persona que siempre ha estado a derecho tenga que estar esperando 30, 40 o 50 años a que a un supuesto testigo, un fiscal o un juez se le ocurra imputarla de un delito.
Con el reciente fallecimiento del último general que estaba en actividad en aquellas épocas, es hora de que la Justicia y la política empiecen a cumplir los altos fines que les impone el Preámbulo. El compromiso del Nunca más fue desterrar el uso de la violencia como método para dirimir las contiendas políticas locales. Nunca se necesitó para ello debilitar las garantías que protegen a los ciudadanos, ni mucho menos violar el principio por el cual nos hicimos libres: la igualdad ante la ley. Todo futuro se construye en el presente. La dirigencia debe decidir si será el de la concordia política o el del rencor y el odio perpetuos.
Todo futuro se construye en el presente. La dirigencia debe decidir si será el de la concordia política o el del rencor y el odio perpetuos

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