domingo, 15 de septiembre de 2024

JUSTICIA Y LOS DESAFÍOS DE BANKSY


Dos males no hacen un bien, hay que volver a la normalidad
Andrés Rosler Doctor en Derecho (Oxford)

Basta con leer el texto de la Constitución reformada para darse cuenta de que dicha reforma no puede ser invocada para violar el principio de legalidad
“El mayor de los tormentos humanos es ser juzgado sin ley”. La frase de Albert Camus podría ser invocada por quienes se resisten al reciente anuncio de la vicepresidenta Victoria Villarruel según el cual ella se propone reabrir las causas penales contra los Montoneros en aras de “justicia, verdad y reparación para las víctimas del terrorismo”.
Es curioso, sin embargo, que los mismos que se oponen a la reapertura de causas contra los Montoneros invocando razones tales como la prescripción de la acción penal o la cosa juzgada suelen tener en muy alta estima la reanudación de causas por lesa humanidad a partir del fallo “Simón” de la Corte Suprema (2005), debido a que suponen que dicho fallo es el resultado de la más pura aplicación del Estado de Derecho. Se suele decir que Bismarck desaconsejaba a quienes disfrutan de los chorizos y de las leyes que se fijaran en cómo están hechos ambos. Algo muy parecido se puede decir del fallo “Simón”.
Cualquiera que lea los siete votos a favor (de los jueces Petracchi, Boggiano, Maqueda, Zaffaroni, Highton, Lorenzetti y Argibay) y el único en contra (del juez Fayt) se puede dar cuenta de que se trató de una derrota histórica del Estado de Derecho a manos de lo que la jerga suele denominar como “derecho penal del enemigo”. Para decirlo en poquísimas palabras (el fallo tiene más de 300 páginas), la conclusión de la mayoría fue que ningún obstáculo normativo (amnistías, prescripción de la acción, cosa juzgada, etcétera) podía interponerse en la persecución de los delitos de lesa humanidad en la Argentina. El eslogan que subyace entonces a la sentencia es el tristemente célebre nullum crimen sine poena (que ningún delito quede impune) incluso a expensas del principio de legalidad cuya máxima es nullum crimen sine lege praevia (ningún crimen sin ley previa), es decir, a expensas de los derechos de los acusados.
Es natural preguntarse qué adujo la Corte Suprema para violar el principio de legalidad que figura en el artículo 18 de la Constitución (“Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso”). Nuevamente en aras de la brevedad, según el fallo los jueces argentinos en los casos de lesa humanidad en la Argentina no deben aplicar el derecho nacional, sino que tienen el deber de aplicar directamente el derecho internacional, como si el derecho argentino hubiera renunciado a existir y/o a reconocer la supremacía de la Constitución.
Tal como lo explica el juez Fayt en su voto, semejante idea no tiene sentido ya que ignora la clara asimetría que existe entre el derecho nacional y el internacional. Para que el derecho internacional sea aplicable en cierto país siempre depende de su adopción por el país en cuestión, pero el derecho nacional puede existir sin tener que pedir, por así decir, la autorización del internacional. Los únicos jueces que aplican direcpuesta tamente el derecho internacional son los jueces que integran tribunales internacionales, pero como muy bien dice Fayt, “mientras rija la Constitución” los jueces nacionales no pueden tercerizar el derecho aplicable: tienen que aplicar el derecho local.
Por otro lado, y como también nos lo recuerda Fayt, el principio de legalidad no solo figura en nuestra Constitución, sino que además es un derecho humano fundamental asimismo reconocido por el derecho internacional. Es bastante irónico que en nombre de la protección de los derechos humanos fundamentales se viole un derecho humano no menos fundamental como lo es el principio de legalidad.
Algunos votos de la mayoría punitivista de la Corte dicen no estar violando el principio de legalidad en virtud del artículo 118 de la Constitución en el que se habla al pasar del “derecho de gentes” (la expresión que designaba al derecho internacional antes del siglo XIX), aunque lo hace en relación con cuestiones puramente jurisdiccionales en caso de delitos cometidos “fuera de los límites de la Nación”, con lo cual no se aplica a nuestros casos de lesa humanidad. Por lo demás, cabe preguntarse cuál ha sido el sentido de haber ratificado en los últimos años tantos tratados internacionales que protegen los derechos humanos si en realidad supuestamente en virtud de dicho artículo los crímenes de lesa humanidad ya podían ser perseguidos en nuestro país a mediados del siglo XIX.
Uno de los caballitos de batalla del punitivismo sin cadenas del fallo “Simón” consiste en sostener que la reforma constitucional de 1994 ha producido una transformación estructural en nuestro derecho. Sin embargo, basta con leer el texto de la Constitución reformada para darse cuenta de que dicha reforma no puede ser invocada para violar el principio de legalidad. En el artículo 75, inciso 22, segunda parte, consta que los tratados incorporados con jerarquía constitucional “no derogan artículo alguno de la primera parte de esta Constitución y deben entenderse complementarios de los derechos y garantías por ella reconocidos”. En otras palabras, el principio de legalidad continúa siendo tan sagrado como antes.
Es innegable que existe un precedente que se ha formado luego de casi dos décadas de haber violado un derecho humano fundamental como lo es el principio de legalidad. Sin embargo, la resa esta objeción ya figura en la pregunta: el precedente viola un derecho humano fundamental. Además, los precedentes cambian, tal como lo atestigua el caso del juez Enrique Petracchi, quien a partir de 1987 en varios fallos de la Corte había declarado constitucionales la ley de punto final y la de obediencia debida, para luego darse cuenta en 2005 en el fallo “Simón” de que eran inconstitucionales.
Finalmente, hasta ahora la jurisprudencia argentina se ha negado a reconocer que una organización no estatal puede haber cometido un crimen de lesa humanidad. Sin embargo, no hay nada en el derecho internacional que impida semejante reconocimiento. El Estatuto de Roma estipula que es suficiente que exista cierto tipo de organización para poder cometer estos delitos y no hace falta que esta organización sea estatal. Y si, como se dice en inglés, la salsa para el ganso es salsa para la gansa, quienes adhieren a “Simón” no tienen argumentos para negarse a esta nueva reapertura. Sin embargo, por más salsa que hagamos, también estamos hablando de actos cometidos con anterioridad a su criminalización de lesa humanidad y, por lo tanto, las mismas razones basadas en el principio de legalidad que impedían la así llamada segunda ola de lesa humanidad iniciada por el fallo “Simón” se aplican al caso de los Montoneros: dos males no hacen un bien. En algún momento hay que volver a la normalidad.

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Los desafíos de Banksy
Con creciente frecuencia, muros y grandes superficies ubicados en lugares públicos de ciudades y pueblos británicos amanecen cubiertos de pinturas murales de gran calidad artística. No solo revelan la mano de un gran dibujante y la inspiración de un pintor talentoso, sino que también transmiten un mensaje de fácil comprensión para los observadores, sean estos expertos críticos de arte o simples viandantes. Por lo general, son obras de Banksy, un personaje desconocido que se ampara bajo ese seudónimo. Su última serie de murales en torno al zoológico londinense causó sensación. Tanto por la destreza del autor como por la claridad del mensaje que ha intentado transmitir, vinculado con la problemática del encierro de especies animales en lugares inadecuados.
Fenómenos similares se repiten con otros artistas, con diferentes temas y en distintas ciudades alrededor del mundo, pero lo que ocurre en Gran Bretaña es más destacable.
Lo que antes podía tomarse como vandalismo se ha convertido en una nueva tradición pictórica. La cuestión ofrece muchas aristas que contradicen varios conceptos tradicionales sobre el fenómeno artístico. El más notorio, sin duda, gira en torno a determinar quién es el propietario de esas obras. Banksy, como muchos de sus colegas alrededor del mundo, actúa sin permiso y fija sus obras en los soportes más inesperados.
Debido a la calidad artística de su producción, aquellas adquieren enorme valor económico y despiertan ávido interés entre los coleccionistas. Ello ha llevado a que, en varias ocasiones, no bien descubierto un nuevo mural haya quienes intenten desprenderlo de su soporte original para comerciarlo (con los riesgos de destrucción consiguientes). Ello plantea todo tipo de conflictos entre los propietarios de los inmuebles a los que los murales aparecen fijados y quienes pugnan por hacerse de ellos. A la postura tradicional de que cuanto se adhiere a un inmueble pasa a ser parte de este se ha opuesto una posición más elástica que sostiene la existencia de una donación hecha por el artista al público y, por ende, el nacimiento de una obligación gubernamental de preservar lo donado para satisfacer el bienestar general.
Banksy también ha desafiado otras pautas habituales del mundo artístico, desde el momento que rechaza la protección que las leyes otorgan a los creadores de obras del intelecto humano y permite su reproducción ilimitada. A su vez, las autoridades le han denegado a su obra la protección de las leyes de marcas ante su insistencia en no revelar su identidad.
La actitud de Banksy choca con los mecanismos habituales de la economía del arte y las normas que se le aplican. No caben dudas de que el surgimiento de una personalidad como la suya, imbuida de un espíritu espontáneamente contradictorio, constituye una buena noticia para que la sociedad –y quienes dictan las leyes que la gobiernan– reflexionen sobre los principios que las rigen y los reelaboren si fuera necesario. Es bueno que estas revoluciones –en el amplio sentido del término– sean consecuencia del arte y no de las armas.

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