domingo, 15 de septiembre de 2024

MIRADAS Y AL MARGEN


Malas noticias: se viene el Martín Fierro de la política
por Joaquín Garau

Bienvenidos a la gran fiesta de los premios Martín Fierro a lo mejor de la política argentina (como es difícil encontrar “lo mejor”, la ceremonia es para la política y listo).
¿Acaso la política no merecía su propia entrega? Sí, totalmente. Si en la política hay figuras conocidas y figuritas repetidas, ¿por qué no homenajearlas además de tener que pagarles el sueldo?
Entonces a disfrutar y que nadie se sorprenda, que la política argentina tiene mucho en común con la farándula: son los mismos hace veinte años, viven de la ficción, dan un discurso rapidito y después le dejan su lugar a otro viejo conocido de la casa.
En la fiesta del Martín Fierro de la política argentina hay, obviamente, alfombra roja. En este caso la hicieron en la puerta del Congreso, donde el mejor look fue el de los diputados radicales, que fueron vestidos de una forma, les vetaron el atuendo y se lo cambiaron sobre la marcha. Cuando les pidieron explicaciones, sorprendieron con un libreto nuevo y se llevaron el Martín Fierro a Mejor Guion Readaptado (si seguían hablando ya estaban para el Oscar, directamente).
Ya dentro del salón se dejan de lado las peleas de los programas de chimentos y se disfruta como la política merece: con lo mejor de lo mejor y todo pagado por otro. Los cubiertos son de plástico y no de plata (ya se imaginarán por qué) y nadie se levanta de la silla, porque si te parás viene otro y te la ocupa. Y, para los que se lo preguntaban, la mesa larga del fondo en la ceremonia de la política no es de colados: son los quince asesores del senador Bartolomé Abdala. Aunque estén un poco atrás, no se confundan: están muy bien ubicados. La mesa de La Libertad Avanza tiene algunas sillas vacías que a veces ocupan los ternados de Pro y la del radicalismo está llena, pero nadie se habla con nadie. En la del kirchnerismo son pocos, se conocen mucho y ya ni tienen ganas de pelearse.
Con la ceremonia arrancan las distinciones. El premio más peleado es el Martín Fierro al Mejor Reparto. Se lo disputan entre el interventor de Yacimientos Carboníferos Río Turbio (que Milei echó esta semana por presunto pedido de coimas) y Alberto Fernández, por su actuación en la causa de los seguros. Al final se lo lleva el expresidente, que prefirió seguir el evento por el canal de YouTube de Comodoro Py.
La noche es larga como campaña presidencial y hay categorías para todos los gustos: hay ternados, nominados, imputados… La distinción como Mejor Programa de Viajes se la lleva el show de “Milei por el mundo”. Se lo entrega, por Aptra, el director de Migraciones. También hay una terna para los programas de streaming y, sin dudas, el ganador es el ciclo del Ministerio de Economía, donde todos los viernes Toto Caputo cuenta novedades, da tips y responde dudas sobre la realidad nacional.
Sin embargo, no todo son estatuillas y aplausos. Como en los Martín Fierro del espectáculo, en los premios de la política también hay runrún en las mesas. Acá el tema de conversación es el blanqueo, que es como Gran Hermano: siempre dicen que es el último, pero lanzan uno nuevo y la gente se engancha.
En la categoría Mejor Programa de Cocina hay un gran ganador: el chef de la quinta de Olivos, que le hizo milanesas a Macri y lo dejó contento como cuando se da un premio a la trayectoria a una figura que hace tiempo no tiene pantalla. Hablando de eso, el Martín Fierro a la Trayectoria es para la familia Menem (lo entrega por Aptra, Yuyito González).
Luego llega el momento más esperado de la noche: el Martín Fierro al Mejor Musical. Ese es complejo y se define entre Cristina, que volvió con sus clásicos de siempre desde Merlo, y Javier Milei, que promete una presentación del presupuesto a puro rock liberal este domingo, en el Congreso. Incluso, ya pensando en los premios del año que viene, el Presidente se calzó el traje de gerente de programación y lanzó este miércoles su propia serie, así que habrá que ver si entra como Mejor Documental o como Mejor Ficción (aunque en esta categoría también está el debate por el veto a la ley de jubilación).
Pese a que la noche tiene de todo, hay una triste sorpresa: el rating no acompaña. Parece que ya es bastante acompañar con el voto como para también tener que seguirlo por la televisión y encima mientras uno está comiendo.
De todas formas, ningún número en una planilla empaña una noche perfecta, donde asoman ternas medio confusas: el premio a la Mejor Pelea Mediática de la Semana es para el presidente de Talleres de Córdoba por su catarsis contra el Chiqui Tapia (entrega por la AFA, el árbitro Merlos).
El último premio es a la Revelación, que claramente es para la vicepresidenta Victoria Villarruel, que se rebeló, hizo la suya y no fue.
La noche poco a poco llega a su fin y todos se lamentan de que no hubo ningún espectáculo para levantar un poco la fiesta. Al principio, la idea fue presentar un show musical de la oposición, pero no apareció nadie. Entonces, hubo que conformarse con un viejo conocido de la casa: Guillermo Moreno, con un número de stand up contando cómo controló la inflación. Primero asusta, después divierte y al final remata con un chiste subido de tono: anuncia que quiere ser presidente.

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Desconfiá de quienes no miran a los ojos
Héctor M. Guyot

El debate que protagonizaron Kamala Harris y Donald Trump el martes mostró a dos candidatos con visiones muy distintas de los Estados Unidos, pero sobre todo exhibió a dos personalidades de características antagónicas. Harris fue filosa, certera en ciertos dardos dirigidos a despertar las reacciones volcánicas que se le conocen a su rival, pero en ningún momento perdió la calma. Atenta a las palabras del magnate, reaccionaba a ellas con gestos expresivos –la mayoría de perplejidad– que permitían inferir por dónde iría su réplica. Mientras su interlocutor hablaba, lo miraba. Algo natural. A fin de cuentas, un debate no deja de ser un diálogo.
Sin embargo, para dialogar se necesitan dos. Esta obviedad quedó confirmada, y del peor modo, el martes. Porque creo no equivocarme si digo que, durante la hora y media de debate, Trump no miró a Harris ni una sola vez. Ni cuando decía lo suyo ni cuando le tocaba escuchar. Ni siquiera cuando Harris, haciendo uso de la palabra, lo buscaba con la mirada. Nada. Mantenía un gesto hierático de dientes apretados que cada tanto, cuando alguna frase de su contendiente impactaba en su orgullo, daba paso a una contenida seña de ofuscación. Pero siempre con la vista al frente, sin concederle una mirada a la candidata demócrata.
Puede que haya sido un mal consejo de su equipo de campaña, pero el gesto es elocuente, al margen de que lo mostró a la defensiva y disminuido ante el aplomo de su rival. Yo lo interpreto como otro síntoma de la dificultad que tiene Trump de registrar al otro, por ser una persona tan centrada en sí misma. Ni hablar cuando ese otro dice cosas que no le agrada escuchar, como en el caso del debate. Pero no lo limitaría a eso. Hay en ciertas personas una autosuficiencia blindada para la cual una mirada sincera a los ojos, una inclinación a ponerse en los zapatos del prójimo, representaría una bajada de guardia capaz de poner en riesgo años de laboriosa, y a veces dolorosa, construcción del ego. Una peligrosa debilidad.
El martes, entonces, no hubo diálogo. Ni siquiera ese diálogo de baja calidad que suelen ofrecer los debates presidenciales. El punto resulta significativo. El Trump que solo mira hacia adelante, que no gira la cabeza hacia su interlocutor, es una foto del estado de nuestras democracias. Creo que ese rechazo del otro y de lo otro, que lleva a demonizar lo distinto y al fanatismo alrededor de creencias falsas o incomprobables tenidas por absolutas, es la marca de los populismos de uno u otro signo que brotan a lo largo del globo y cuyo efecto es clausurar una de las herramientas esenciales de la democracia, como la palabra y el diálogo.
Por una confluencia de distintos factores –económicos, culturales, tecnológicos– el universalismo basado en la razón iluminista ha retrocedido en las últimas décadas, arrinconado por pulsiones identitarias que ofrecen un cobijo tóxico a las subjetividades desvalidas de las sociedades contemporáneas. Hay una vuelta al tribalismo, promovida por líderes mesiánicos capaces de vender sus creencias como la verdad revelada, que no vacilan a la hora de dividir entre “ellos y nosotros” apelando al viejo truco de adjudicar el mal a todo aquello que contradiga su dogma.
Los populismos de derecha son nacionalistas. El martes Trump intentó activar este sentimiento, tan redituable en las urnas, cuando dijo que los inmigrantes haitianos estaban robando los perros y los gatos de los vecinos de Springfield, Ohio, para comérselos. Resultó una noticia falsa. No importa. En su discurso, Estados Unidos volverá a ser un paraíso cuando su presidencia ponga en su sitio a los inmigrantes que se quedan con los trabajos de los norteamericanos y devoran a sus mascotas. La inmigración plantea un dilema difícil, seguro. Pero la manipulación y la tergiversación del problema con fines electorales agravan las cosas en mucho.
Para populismos nacionalistas de izquierda, ahí están Nicolás Maduro y Daniel Ortega, caídos ya en la categoría de dictadores. Pero la izquierda también ha traicionado su vocación universalista mediante el crecimiento de la “cultura woke”, una suerte de tribalismo que, en una supuesta defensa de las minorías, cancela a todo aquel que se atreve a plantear matices allí donde supuestamente, desde una dudosa superioridad moral, deben mantenerse posturas extremas, sin fisuras.
No pasa por una cuestión de ideologías. Como se ve, tanto desde la derecha como desde la izquierda hoy se promueven con éxito tendencias divisivas que enfrentan un clan con otro, un país con otro, a los “zurdos” con los libertarios.
En el debate del martes, la indiferencia altiva que transmitía Trump le dio pie a Harris para decir que el candidato republicano no tenía un plan para los estadounidenses. “Está más interesado en defenderse a sí mismo que en cuidarlos a ustedes”, dijo, mirando a cámara. La observación tiene valor universal. Los líderes populistas, signados por rasgos de personalidad tan parecidos, gobiernan para ellos. El poder por el poder. Los costos, a la cuenta de la sociedad.
Tanto desde la derecha como desde la izquierda hoy se promueven con éxito tendencias divisivas que enfrentan a una tribu con otra, a un país con otro

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