Un libro que emerge para iluminar el presente
Verónica Chiaravalli
El libro emergió, casi con voluntad propia, de una entre tantas pilas desparejas, caóticas, inestables, de esas que suelen ir ganando, silenciosas, cada centímetro, cada rincón en casa del lector impenitente. La presentación de la portada (mejor dicho, el prejuicio de la inminente lectora) no inspiraba confianza; sería un novelón, melodramático y oportunista, sobre un tema terriblemente doloroso. Por fortuna la curiosidad suele ser más fuerte que el preconcepto (al menos cuando se trata de literatura) y antes de despachar el tocho sin más trámite (cerca de todo lector merodea siempre un cardumen de la misma especie ávido de interactuar con esos volúmenes que ya no serán leídos), Las costureras de Auschwitz tuvo su oportunidad. Sorpresa. Grata, si cabe el término, porque el asunto es durísimo y amargo, aunque se agradece que no lo sea el modo de narrarlo. Lo que cuenta allí la historiadora británica Lucy Adlington (también novelista, don que se hace patente en el pulso vibrante de la obra), basada en documentos y testimonios, muchos obtenidos de primera mano, son las peripecias de un grupo de mujeres, en su mayoría judías, que salvaron sus vidas en el campo de exterminio básicamente porque sabían coser, con todo lo que eso implica y acaso no se advierta a simple vista.
La anécdota es de una sordidez grotesca; Adlington se topó con ella por azar, mientras investigaba los vínculos del régimen nazi con la industria de la moda. Así se enteró de la existencia del Estudio Superior de Confección, pomposo eufemismo para nombrar el taller de costura que funcionaba a destajo con mano de obra esclava en Auschwitz, ideado por Hedwig Höss, esposa del comandante en jefe del campo, para abastecer con prendas de alta calidad (vestidos de gala incluidos) los guardarropas de las mujeres de los jerarcas del Reich. Quienes resultaban reclutadas para esa tarea eran excelentes en su oficio. Antes de ser apresadas, algunas incluso habían trabajado para grandes casas de moda. Ahora, sometidas a un trato bestial, eran, sin embargo, prueba viviente de la hipocresía, la malévola irracionalidad y la mala fe mortífera sostén de la mentira nazi. Si estaban allí, si se les permitía seguir con vida era porque se reconocía, aunque fuera calladamente, su talento. Pero esas destrezas no despertaban admiración sino su opuesto envenenado: la envidia destructora. De pronto, paradójicamente, esas mujeres despreciadas como “subhumanas” tenían acceso íntimo a los cuerpos de las “supermujeres” de la elite; y estas no lo podían evitar, porque las costureras debían tomar las medidas de esos cuerpos, observarlos y evaluarlos fría y minuciosamente, casi al desnudo, para poder hacer el trabajo al que eran obligadas. Por unos instantes –espejismo fugaz e impronunciable– la ecuación parecía invertirse y el poder, migrar de la figura de las señoras al ojo de las humilladas, que también registraba las irregularidades de la forma, las inseguridades, los puntos vulnerables del carácter. Y estaba en las manos de las prisioneras de Auschwitz volver a blindar la imagen de las opresoras. Mejorar, disimular, ocultar, realzar, según el caso. Hacer que esas mujeres salieran de cada “prueba de vestuario” sintiéndose nuevamente poderosas.
Es imposible separar la lectura del libro de Adlington del clima de antisemitismo que hoy activa cada vez más alarmas.
El nazismo recurría, en la superficie, a la representación, a la puesta en escena. Las banderas, los uniformes, los entorchados; las botas de cuero o los abrigos de piel, cuando la escasez de la guerra aumentaba aún más su estatus de artículos de lujo, los vestidos finos, eran indispensables para trazar la línea que separara nítidamente a los “superiores” de los “inferiores”, a los que tenían el derecho a ser verdugos de los que habían nacido condenados a muerte. En los campos de exterminio, las costureras esclavizadas reparaban esas banderas, remendaban los uniformes, reciclaban cueros y pieles, confeccionaban trajes de fiesta. Esas manos eran esenciales, de un modo inconfesable, porque su trabajo apuntalaba los emblemas de una diferencia endeble, amenazada por su propia inconsistencia, por ser contraria a la verdad; más: a esas manos directamente se les exigía producir la diferencia, por la sencilla razón de que tal diferencia no existía.
La diferencia que ahora se empeña en instalar el antijudaísmo de nuevo cuño no se sirve de símbolos ni de oropeles sino, volviendo a sus fuentes cenagosas, de palabras y de argumentos falaces. Y de aquiescencia. Por cada necio infatuado que suelta un discurso de odio sigue habiendo decenas de otros necios que hacen masa para aplaudir.
La historia enseña aunque no aprendamos. El libro de Adlington se queda en casa.
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