jueves, 4 de julio de 2024

LECCIONES DE VIDA, SANTA SEDE Y CIUDAD DEL VATICANO Y ENCRUCIJADA NORTEAMERICANA


Retorno a Oxford
Javier Cercas


Hace poco regresé. Había pasado allí casi dos meses de la primavera de 2015, mientras pronunciaba las Weidenfeld Lectures, una serie anual de conferencias fundada por George Steiner en St. Anne’s College. Fue una imprudencia. Italo Calvino falleció poco antes de dictar las Norton Lectures –el equivalente en Harvard de las Weidenfeld– y su esposa, Chichita, aseguraba que se había muerto del pánico que le daba tener que hablar ante aquellos señores tan sabios. A mí me salvó mi temeridad, o simplemente mi desvergüenza. Por lo demás, Calvino, que era un sabio auténtico, tal vez olvidó que los auténticos sabios son infinitamente generosos: la prueba es que, a pesar de las eminencias que me habían precedido en las Weidenfeld Lectures, no solo no me tiraron tomates durante mis charlas, sino que acabaron nombrándome honorary fellow. Una cosa está clara: el prestigio de Oxford lo resiste todo.
El caso es que en aquellos días fui feliz; también, que aprendí muchas cosas, porque es imposible pasar cierto tiempo en Oxford sin aprender muchas cosas. La primera es que Ortega, que nunca estuvo en Oxford, llevaba razón cuando alertó contra “la barbarie del especialismo”: la sabiduría no se adquiere encerrándose en la propia especialidad, sino abriéndose a otras, por alejadas que parezcan de ella; yo experimenté en carne propia esa evidencia a menudo olvidada: mis conferencias, que trataban sobre literatura, empezaban de verdad cuando yo acababa de hablar, se abría el turno de preguntas e intervenía toda clase de genaprendí te, desde historiadores y filósofos hasta sinólogos o científicos. Fue así como aprendí una segunda cosa que puede aprenderse en Oxford, donde el antiespecialismo es norma (de hecho, es una de las razones de ser primigenias de los colleges, en los que convivían profesores de distintas especialidades y en los que, aún hoy, desayunas, comes y cenas con expertos en las materias más diversas): si los asistentes a una conferencia son buenos, el conferenciante aprende más de ellos que ellos del conferenciante. La tercera cosa que aprendí es que es tan sensato amar la sabiduría como no sacralizar a los sabios. Una tarde mantuve un debate público sobre Europa con uno de los analistas políticos más prestigiosos del Reino Unido, tal vez del mundo; por entonces ya se había convocado el referéndum del Brexit, así que, inevitablemente, hablamos de él, y en la cena posterior al evento le pregunté a mi interlocutor si pensaba que el resultado de la consulta podía ser el que fue. “Entre tú y yo”, me dijo. “Imposible”. La cuarta cosa que es aún más importante. En St. Anne’s se alojaba conmigo una anciana india. Yo la veía pasear cabizbaja por el campus, con su pelo gris y su sari multicolor; de vez en cuando asistía a mis conferencias; al final trabamos amistad. Se llamaba (se llama todavía) Devaki Jain, es economista y fue pionera del feminismo en la India. Estudió en St. Anne’s, y había vuelto a su alma mater para tratar de escribir sus memorias. La obsesionaban, pero no había escrito una sola línea y, como me dedico a escribir, me pedía consejo. “Cuente lo que le ha ocurrido tal y como le ha ocurrido, sin más”, le decía yo. Las memorias, sin embargo, no terminaban de arrancar. Hasta que una noche me confesó su secreto. “¿Sabes, Javier?”, me dijo. “Es que he hecho tantas cosas en mi vida que no sé cómo contarlas sin sonar arrogante”. Esa es la cuarta cosa que aprendí: que la humildad es el rasgo que mejor define a los mejores. La quinta es que, en Oxford, el tiempo cunde. Volví a comprobarlo ahora, cuando regresé y en poco más de 24 horas pude hacer un montón de cosas importantes –desde cenar con amigos hasta correr al amanecer por las calles desiertas del centro–, incluida la más importante de todas, que es no hacer nada.
Hasta el siglo XIX, la palabra patria no encerraba el significado temible que encierra hoy. Para Cervantes, por ejemplo, la patria es ese lugar pequeño, íntimo y acogedor donde uno tiene sus amigos y sus recuerdos, y donde uno siempre desea volver. Esa es la última cosa que he aprendido de momento en Oxford: que esa ciudad también sabe ser una patria.

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Estado soberano, derecho internacional
Antonio Boggiano
Los Estados Pontificios fueron invadidos, no conquistados precisamente, por las fuerzas italianas en 1870, dando fin así a su existencia como Estados soberanos. La Santa Sede, despojada de la norma soberana territorial, que fue muy anterior al nacimiento de los Estados nacionales, conserva su particular y especifica personalidad internacional. El Pacto de Letrán de 1929, firmado con Italia, reconoció al Estado de la Ciudad del Vaticano y la soberanía de la Santa Sede en las relaciones internacionales, con los atributos de la tradición y las competencias de su misión en el mundo.
Desde antaño ejercía esas competencias no como mero sujeto inter partes, sino supur partes, en su misión de arbitraje espiritual que hoy se relaciona con la sola población de los funcionarios de la Iglesia Católica y el sustento para el ejercicio de las funciones que emanan de la jurisdicción.
El Estado de la Ciudad del Vaticano sirve a los funciones de la Iglesia en modo que es esencialmente consagrado a los ministerios eclesiásticos. No tiene los fines y las funciones de un Estado ordinario. Su fin extraordinario está esencialmente unido al servicio de la Iglesia, aspecto que no debe perderse de vista (Re Marcincus, Mennini and De Strobel 87, International Law Reports, página 48).
De ello se desprende la finalidad eclesial del Estado en miniatura de la Ciudad del Vaticano, que debe imitar a un paraíso prematuro, a pesar de muchos pesares (Re Marcincus). Tanto las dignidades de la Iglesia, desde el romano pontífice hasta los últimos habitantes sirvientes de la Iglesia que no residen en la Ciudad del Vaticano, sino ordinariamente en Roma, y trabajan para la Iglesia aun cuando estén al servicio de sus jerarquías eclesiásticas. Este es un aspecto de crucial comprensión, pues atañe a lo esencial de los trabajadores vaticanos. Tanto es ello así que algunos autores han negado el carácter estatal de la Ciudad del Vaticano (M. Mendelson, The Diminutive States in The United Nations, International & Comparative Law Quarterly, volumen 21, página 609; año 1972). Pese a esta aislada opinión, es parte en muchos tratados internacionales.
En virtud del reconocimiento y la doctrina de la aquiescencia internacionales, el Vaticano es un Estado y, en ocasiones, con grandes y elocuentes analogías con los demás Estados. Con todo no ha de perderse de vista que la Ciudad del Vaticano, como Estado, existe en razón y virtud de la Iglesia Católica entendida en carácter de tienda que habrían querido tender los apóstoles para predicar desde allí el Evangelio a todo el mundo. Ni que decir tiene que para los católicos es un Estado misionero y apostólico, pues cada cristiano se tiene por un embajador de Cristo. No olvidemos que merced a la Santa Sede y al sumo pontífice San Juan Pablo II se evitó una guerra fratricida entre nuestro país y Chile. El pueblo entero le expresó con multitudes excepcionales su gratitud en su visita de 1982. Fueron concentraciones de excepcional devoción durante una guerra de valentía en la derrota. Una guerra incestuosa, dijo Borges.
La Santa Sede ha celebrado innumerables tratados y concordantes que en nuestra Constitución tienen jerarquía superior a las leyes, consagrando con ello una jurisprudencia de la Corte, que en su última manifestación al respecto determinó que ella es el último intérprete de la Constitución nacional.
Cabe recordar el Acuerdo Fundamental entre la Santa Sede y el Estado de Israel del 30 de diciembre de 1993, que bien puede verse en International Legal Materials, 33, 1994, página 153. La Santa Sede es un sujeto soberano de derecho internacional. Es tanto un sujeto del derecho internacional como un Estado soberano. In utroque jure ambos títulos.

Exjuez de la Corte Suprema de Justicia de la Nación

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Encrucijada norteamericana

El primer debate presidencial entre Joe Biden y Donald Trump puso en evidencia la falta de energía vital en un caso y de apego a la verdad en el otro, con vistas a los comicios de noviembre próximo. Biden se mostró inseguro y, por momentos, perdido. Le costó explicar lo que haría en un segundo mandato y responder a las provocaciones de Trump. Según medios especializados en chequeo periodístico, se le contabilizaron a Trump más de 30 afirmaciones dudosas sobre los más diversos temas, además de haber esquivado preguntas directas sobre la toma por asalto del Capitolio en enero de 2021 y sobre si aceptará el resultado de las elecciones en caso de volver a perder.
El mal desempeño de Biden puso en crisis al Partido Demócrata. Muchos de sus integrantes no ven al actual mandatario con posibilidades de enfrentar al candidato republicano ni con el vigor suficiente para manejar el destino del país. A ello debe agregarse la crisis surgida entre los donantes y recaudadores de fondos que ven mermados los ingresos para el tramo final de la campaña.
Biden confirmó que no se bajará de la carrera por la presidencia con un enérgico discurso en un acto de campaña en Carolina del Norte. La cuestión radica en si el Partido Demócrata se atreverá a buscar otro candidato antes de agosto cuando se realizará la convención para proclamar oficialmente al aspirante a la presidencia.
Una encuesta de la cadena CBS News y la firma YouGov, realizada después del debate entre 1134 votantes registrados, determinó que el 72 por ciento de los encuestados estimó que Biden no debería postularse para la reelección, una suba de 9 puntos en comparación con la misma pregunta realizada en febrero pasado. Con respecto al candidato republicano, el sondeo arrojó que el 54 por ciento dice que no debería postularse.
En este complicado escenario no debe dejarse de lado la decisión de los denominados double haters, es decir, aquellos votantes a quienes les disgusta tanto uno como otro candidato. A estos electores habrá que sumar a los demócratas y republicanos afiliados y convencidos, que ahora podrían no estarlo ante el poco atractivo que despiertan ambos.
La elección presidencial del 5 de noviembre será la más trascendente para los Estados Unidos en más de un siglo. Estará en juego el porvenir de la libertad y de la democracia. El futuro de los Estados Unidos, y en gran medida de la escena internacional, dependerá de quién sea el próximo presidente norteamericano.
La encrucijada está planteada: o Biden, quien mostró fragilidad para gobernar el país por otros cuatro años pero que asegura el respeto y la continuidad democrática, o Trump, a quien poco parece importarle el apego a los principios democráticos y al Estado de Derecho, como lo ha venido demostrando.


http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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