Lo que emergió en las PASO se venía observando desde hace años en el mundo, pero el provincianismo argentino tardó en verlo; se rompieron conceptos predominantes hasta hace muy poco
Jorge Sigal Periodista, miembro del Club Político Argentino
En diciembre pasado, en plena euforia por la Copa del Mundo, una chica le envía un WhatsApp a su novio: “Estoy atrás del edificio que tiene el cartel de Evita comiéndose una hamburguesa”. Se refería, claro está, a la enorme estructura de hierro que el kirchnerismo instaló en el sombrío edificio del Ministerio de Desarrollo Social en medio de la avenida 9 de Julio, icónico estandarte de la cultura retro implantada desde 2003. El mensaje se hizo viral y los memes inundaron las redes sociales, particularmente TikTok e Instagram, allí donde habitan los nuevos dueños del planeta. La transfiguración del micrófono en comida instantánea se convirtió en hit.
De esta forma, en apenas un clic, lo sagrado y lo solemne, aquello que desveló a los intelectuales de Carta Abierta, se desvanecía por obra –y gracia– de una millennial que, agitando la camiseta albiceleste, no veía la hora de hallar a su muchacho en aquel mar de festejantes anónimos. Así de rápido envejecen costumbres e ideas en el trepidante mundo de la era tecnológica. La política, que arrastra la fuerza inercial del siglo pasado, apenas logró adaptarse en algunas de sus formas: si antes pintaba paredes, ahora que descubrió las redes sociales, las inunda con mensajes que se presumen cancheros. Pero, las más de las veces, se parece a esas personas que confunden
lifting con rejuvenecimiento.
No se trata solo de cómo comunicar, sino de qué comunicar. Y aquí radica el gran problema de nuestro tiempo. Lo que emergió en las elecciones primarias del 13 de agosto se venía observando desde hace años en el mundo entero, solo que el provincianismo argentino tardó en descubrirlo. Se hicieron añicos conceptos predominantes hasta hace muy poco. Por eso el peronismo, que es un señor mayor, experimentado pero conservador, lo sufre de manera particular. Además de que, por peculiaridades muy nuestras, venía de darse una biaba de dos décadas en modo vintage: prolongó –forzando un relato maniqueo– los años 70 y se entusiasmó con vivir su segunda juventud. La irrupción de la modernidad lo sorprendió hablando de cosas que hace rato dejaron de existir: “Estado benefactor”, “columna vertebral del movimiento”, “abanderada de los humildes”. Mantuvo las mañas, el punterismo y el aparatismo, pero se olvidó del nuevo sujeto social que supo engendrar: lo dejó pedaleando un delivery, y sin casco. Como es astuto, se proveyó de un candidato que poco tiene que ver con principios doctrinales, pero no modificó sus antiguos hábitos y ahora le explota la bomba que supo esconder, pero no desactivar.
Vivimos, según el filósofo Éric Sadin, “el tiempo de la insatisfacción permanente” y su correlato es la “ingobernabilidad” también permanente. Su consecuencia es la pérdida de lazos sociales, reglas y conceptos comunes. Por ende, lo que antes fue revolucionario ha devenido rancio y obsoleto. Pero no solo el gran movimiento nacional del siglo pasado se ha atascado en los suburbios de la postración. Como fue dominante y exitoso, el peronismo impregnó la práctica militante de casi todos los partidos políticos argentinos. “Peronistas somos todos”, decía el General. Algo de razón tenía.
Por eso, la sorpresa Milei impactó en todos. También en quienes venían haciendo fajina diaria para sacarnos de encima el lastre del populismo K, que puso en peligro los pilares de la democracia. Mientras cuidaban la casa común, se adelantó por la banquina un nuevo populista de signo presuntamente contrario. Mientras practicaban taekwondo, había un tipo tomando clases de baile.
Hace apenas unos meses, en el desangelado mundo de los otros, en eso que podríamos definir como agenda pública, se siguió hablando de pujas institucionales, de insubordinación ante fallos judiciales, de operaciones sucias de inteligencia, de internas y candidaturas. Adentro, en cambio, en la intimidad de los hogares, allí donde se fantasean proyectos o se blindan los sueños para que la reaEs lidad no los atropelle, irrumpió un acontecimiento imprevisto, que fue el triunfo de la selección argentina de fútbol. Conviene no caer en la tentación de ensayar paralelismos trillados acerca de “la Scaloneta virtuosa” en contraposición a los mezquinos arrogantes cazadores de puestos y mendrugos de poder. No es prudente hacer esas comparaciones, entre otras cosas, porque nuestros peores males suelen estar ligados a la simplificación y a cierta compulsión por la sociología al paso. Pero parece sensato volver, una y otra vez, a indagar en el mar de broncas o abulias sociales que enturbian nuestra cotidianeidad en contraposición a la alegría que nos visitó en diciembre pasado y que podría sintetizarse en una advertencia del politólogo Andrés Malamud vertida en medio del bullicio mundialista: “El balcón de la Casa Rosada dejó de representar al pueblo argentino para representar solamente a los políticos”.
esa lejanía de agendas y de sentidos lo que más alarma. Porque una cosa es no encontrar soluciones comunes a los problemas comunes, pero mucho más preocupante es que no podamos coincidir acerca del diagnóstico. No es posible volver a la política que murió con el cambio de siglo. Se trata de generar instrumentos adecuados para dar un lugar a los insatisfechos de hoy; de reconstruir lazos de civilidad que expresen el nuevo mapa de esa sociedad que habita en el universo internet y se empodera detrás de un smartphone de gatillo fácil. La muchacha de la hamburguesa, con su frescura y nuevos imaginarios, habla de un cambio de época.
La fórmula no se limitará en adelante solo a encontrar liderazgos creíbles. Aunque esa será, seguramente, la primera condición: dirigentes que se parezcan más a sus representados, que posean valores y se comprometan con su tarea. Pero, en estos tiempos de instantaneidad, de pulgares que aprueban o rechazan, de emoticones que juzgan y condenan, en este siglo de cultores del yo, no se puede dormir con la luz apagada porque nadie parece dispuesto a esperar que amanezca.
“Por primera vez en la historia –advierte Sadin en su libro La era del individuo tirano– aparece una escisión entre los individuos y lo que depende de una comunidad de destinos constituida por relatos, representaciones, imaginarios, costumbres, maneras de vivir, reglas y leyes que tienen el valor de ser bases compartidas”. “Vivimos –agrega– el advenimiento de un resentimiento personal a la vez aislado y extremo, y que sin embargo se siente en amplia escala”. Al referirse a Francia, su país, Sadin no vacila en definirla como una “nación rota”. Si eso percibe en la V República, ¿qué podríamos esperar en estas tierras en las que la precariedad es ley y la modernidad la excepción?
Si no se consigue amalgamar esas multitudes de voces empoderadas por la tecnología de la instantaneidad, si no se recupera la idea de destino común, seguiremos sumergiéndonos en la indignación y la impotencia. Seremos cuerpos desarticulados. No puede haber una ley que satisfaga a la totalidad de los internautas protestones y omnipotentes que se sienten dueños de su propia verdad. No es posible calmar la sed de todos. La sociedad del ciento por ciento de coincidencias es la utopía de los dictadores. Para aproximarse al bien común, hay que renunciar a la unanimidad. Y esa renuncia, en tiempos de egolatrías desatadas, cuando hemos pasado, “de la era del acceso a la era del exceso” (Sadin dixit), es más difícil que nunca, porque el territorio se hace fértil para los cazadores de infortunios, aquellos que prometen transportarnos, también con un clic, a un nuevo paraíso en la tierra.
¿Cuál sería el antídoto según Sadin? “Evitar un moralismo inútil” para implementar “solidaridades virtuosas”. Si no logramos que la agenda pública y las múltiples demandas privadas se acerquen, si continuamos transitando por realidades paralelas, la política continuará oxidándose. Porque, en “la era del individuo tirano” el recurso más escaso es la paciencia.
Sepa la república tomar nota.
En la intimidad de los hogares, donde se fantasean proyectos, irrumpió un acontecimiento imprevisto, que fue el triunfo de la selección argentina de fútbol
En diciembre pasado, en plena euforia por la Copa del Mundo, una chica le envía un WhatsApp a su novio: “Estoy atrás del edificio que tiene el cartel de Evita comiéndose una hamburguesa”. Se refería, claro está, a la enorme estructura de hierro que el kirchnerismo instaló en el sombrío edificio del Ministerio de Desarrollo Social en medio de la avenida 9 de Julio, icónico estandarte de la cultura retro implantada desde 2003. El mensaje se hizo viral y los memes inundaron las redes sociales, particularmente TikTok e Instagram, allí donde habitan los nuevos dueños del planeta. La transfiguración del micrófono en comida instantánea se convirtió en hit.
De esta forma, en apenas un clic, lo sagrado y lo solemne, aquello que desveló a los intelectuales de Carta Abierta, se desvanecía por obra –y gracia– de una millennial que, agitando la camiseta albiceleste, no veía la hora de hallar a su muchacho en aquel mar de festejantes anónimos. Así de rápido envejecen costumbres e ideas en el trepidante mundo de la era tecnológica. La política, que arrastra la fuerza inercial del siglo pasado, apenas logró adaptarse en algunas de sus formas: si antes pintaba paredes, ahora que descubrió las redes sociales, las inunda con mensajes que se presumen cancheros. Pero, las más de las veces, se parece a esas personas que confunden
lifting con rejuvenecimiento.
No se trata solo de cómo comunicar, sino de qué comunicar. Y aquí radica el gran problema de nuestro tiempo. Lo que emergió en las elecciones primarias del 13 de agosto se venía observando desde hace años en el mundo entero, solo que el provincianismo argentino tardó en descubrirlo. Se hicieron añicos conceptos predominantes hasta hace muy poco. Por eso el peronismo, que es un señor mayor, experimentado pero conservador, lo sufre de manera particular. Además de que, por peculiaridades muy nuestras, venía de darse una biaba de dos décadas en modo vintage: prolongó –forzando un relato maniqueo– los años 70 y se entusiasmó con vivir su segunda juventud. La irrupción de la modernidad lo sorprendió hablando de cosas que hace rato dejaron de existir: “Estado benefactor”, “columna vertebral del movimiento”, “abanderada de los humildes”. Mantuvo las mañas, el punterismo y el aparatismo, pero se olvidó del nuevo sujeto social que supo engendrar: lo dejó pedaleando un delivery, y sin casco. Como es astuto, se proveyó de un candidato que poco tiene que ver con principios doctrinales, pero no modificó sus antiguos hábitos y ahora le explota la bomba que supo esconder, pero no desactivar.
Vivimos, según el filósofo Éric Sadin, “el tiempo de la insatisfacción permanente” y su correlato es la “ingobernabilidad” también permanente. Su consecuencia es la pérdida de lazos sociales, reglas y conceptos comunes. Por ende, lo que antes fue revolucionario ha devenido rancio y obsoleto. Pero no solo el gran movimiento nacional del siglo pasado se ha atascado en los suburbios de la postración. Como fue dominante y exitoso, el peronismo impregnó la práctica militante de casi todos los partidos políticos argentinos. “Peronistas somos todos”, decía el General. Algo de razón tenía.
Por eso, la sorpresa Milei impactó en todos. También en quienes venían haciendo fajina diaria para sacarnos de encima el lastre del populismo K, que puso en peligro los pilares de la democracia. Mientras cuidaban la casa común, se adelantó por la banquina un nuevo populista de signo presuntamente contrario. Mientras practicaban taekwondo, había un tipo tomando clases de baile.
Hace apenas unos meses, en el desangelado mundo de los otros, en eso que podríamos definir como agenda pública, se siguió hablando de pujas institucionales, de insubordinación ante fallos judiciales, de operaciones sucias de inteligencia, de internas y candidaturas. Adentro, en cambio, en la intimidad de los hogares, allí donde se fantasean proyectos o se blindan los sueños para que la reaEs lidad no los atropelle, irrumpió un acontecimiento imprevisto, que fue el triunfo de la selección argentina de fútbol. Conviene no caer en la tentación de ensayar paralelismos trillados acerca de “la Scaloneta virtuosa” en contraposición a los mezquinos arrogantes cazadores de puestos y mendrugos de poder. No es prudente hacer esas comparaciones, entre otras cosas, porque nuestros peores males suelen estar ligados a la simplificación y a cierta compulsión por la sociología al paso. Pero parece sensato volver, una y otra vez, a indagar en el mar de broncas o abulias sociales que enturbian nuestra cotidianeidad en contraposición a la alegría que nos visitó en diciembre pasado y que podría sintetizarse en una advertencia del politólogo Andrés Malamud vertida en medio del bullicio mundialista: “El balcón de la Casa Rosada dejó de representar al pueblo argentino para representar solamente a los políticos”.
esa lejanía de agendas y de sentidos lo que más alarma. Porque una cosa es no encontrar soluciones comunes a los problemas comunes, pero mucho más preocupante es que no podamos coincidir acerca del diagnóstico. No es posible volver a la política que murió con el cambio de siglo. Se trata de generar instrumentos adecuados para dar un lugar a los insatisfechos de hoy; de reconstruir lazos de civilidad que expresen el nuevo mapa de esa sociedad que habita en el universo internet y se empodera detrás de un smartphone de gatillo fácil. La muchacha de la hamburguesa, con su frescura y nuevos imaginarios, habla de un cambio de época.
La fórmula no se limitará en adelante solo a encontrar liderazgos creíbles. Aunque esa será, seguramente, la primera condición: dirigentes que se parezcan más a sus representados, que posean valores y se comprometan con su tarea. Pero, en estos tiempos de instantaneidad, de pulgares que aprueban o rechazan, de emoticones que juzgan y condenan, en este siglo de cultores del yo, no se puede dormir con la luz apagada porque nadie parece dispuesto a esperar que amanezca.
“Por primera vez en la historia –advierte Sadin en su libro La era del individuo tirano– aparece una escisión entre los individuos y lo que depende de una comunidad de destinos constituida por relatos, representaciones, imaginarios, costumbres, maneras de vivir, reglas y leyes que tienen el valor de ser bases compartidas”. “Vivimos –agrega– el advenimiento de un resentimiento personal a la vez aislado y extremo, y que sin embargo se siente en amplia escala”. Al referirse a Francia, su país, Sadin no vacila en definirla como una “nación rota”. Si eso percibe en la V República, ¿qué podríamos esperar en estas tierras en las que la precariedad es ley y la modernidad la excepción?
Si no se consigue amalgamar esas multitudes de voces empoderadas por la tecnología de la instantaneidad, si no se recupera la idea de destino común, seguiremos sumergiéndonos en la indignación y la impotencia. Seremos cuerpos desarticulados. No puede haber una ley que satisfaga a la totalidad de los internautas protestones y omnipotentes que se sienten dueños de su propia verdad. No es posible calmar la sed de todos. La sociedad del ciento por ciento de coincidencias es la utopía de los dictadores. Para aproximarse al bien común, hay que renunciar a la unanimidad. Y esa renuncia, en tiempos de egolatrías desatadas, cuando hemos pasado, “de la era del acceso a la era del exceso” (Sadin dixit), es más difícil que nunca, porque el territorio se hace fértil para los cazadores de infortunios, aquellos que prometen transportarnos, también con un clic, a un nuevo paraíso en la tierra.
¿Cuál sería el antídoto según Sadin? “Evitar un moralismo inútil” para implementar “solidaridades virtuosas”. Si no logramos que la agenda pública y las múltiples demandas privadas se acerquen, si continuamos transitando por realidades paralelas, la política continuará oxidándose. Porque, en “la era del individuo tirano” el recurso más escaso es la paciencia.
Sepa la república tomar nota.
En la intimidad de los hogares, donde se fantasean proyectos, irrumpió un acontecimiento imprevisto, que fue el triunfo de la selección argentina de fútbol
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