domingo, 30 de junio de 2024

MIRADAS Y AL MARGEN


Que Dios te dé el doble de lo que a mí me deseas
GRACIELA GUADALUPE
La bravata de insultos en la política no es nueva. Antes había que esperar a que los reprodujera algún diario, que se propalaran por radio o por televisión. Recién entonces se sucedía la respuesta, a veces educada, otras no, pero siempre diferida. Había que aguardar el ejemplar del día siguiente o el próximo programa. Hoy, con las redes sociales, uno se entera de las rabietas en el exacto momento en que el rabioso aprieta enter, es decir, mientras la bronca le contrae los vasos sanguíneos, le sube la presión, le galopa la frecuencia cardíaca, le dilata las pupilas y los músculos se le tensan. Si el celular permitiera oler del otro lado –y si todas las hormonas pudieran olfatearse– la explosión de adrenalina del escritor en llamas nos asfixiaría.
¿Hay más furia hoy? ¿Insultar está de moda? Tomando prestada la definición de un colega, podría decirse que el crecimiento de los malos modales políticos tiene varias causas: “Una de ellas es que los insultos funcionan en las redes sociales y los políticos lo saben. ¡Se les calienta la boca y lo que dicen lo tienen bien estudiado! En las redes funciona el ‘y vos más’”, que no es otra cosa que redoblar la apuesta o dictaminar vendetta prescindiendo de aquella fina ironía del adagio fileteado en la Ford F100 que cada mañana pasaba por una esquina de Lanús Oeste a fines de los 70: “Que Dios te dé el doble de lo que a mí me deseas”.
“Revolucionario de juguete, gnomo comunista: circule”, le dijo la vicepresidenta Victoria Villarruel a Juan Grabois, quien previamente le había dedicado un larguísimo mensaje en forma de decálogo donde le adjudicaba, entre otras cosas, amparar a torturadores, ser oligarca con olor a bosta, envenenadora, exorcista, posesa, retrógrada, ventajera, serruchadora y reptiliana repugnante.
Villarruel había tenido otro encontronazo virtual con Myriam Bregman, la exlegisladora de izquierda que abandonó su banca para dejársela a una compañera, algo así como una forma de loteo partidario para socializar un carguito en el Estado. Pero eso es motivo de otra nota.

Le lanzó Bregman sobre la concurrencia al acto oficial por el Día de la Bandera, en Rosario. “Menos mal que llevó muchos milicos para rellenar”. A lo que Villarruel le respondió: “Vos no tenés autoridad moral alguna para hablar de los Granaderos y el
Presidente. Vos no cantás el Himno, pero sí cobrás el sueldo del Estado argentino”.YBregmanretrucó:“Hablar de autoridad moral y apoyar golpes de Estado, asunto separado”. Al menos nos hizo acordar de que existen rima asonante y consonante.
No se nos escapa, querido lector, la habitual boquita sucia del rugiente presidente ni la de la reina hotelera cuando se filtraron audios en los que trataba a Parrilli y a Taiana con el mismo calificativo (pelotudo), decía que a Stiuso había que matarlo, se lamentaba de Gabriela Michetti llamándola “paralítica, pobre”, y calificaba de igual modo a Massa y a Stolbizer (hijos de puta).
Con lo lindo que es nuestro idioma para mostrar enojo, caen todos en la baratija. Y no decimos mala palabra porque ya sabemos lo que cuestionaba el ilustre Negro Fontanarrosa en el Congreso de la Lengua, en 2004: “¿Quién define a las malas palabras?, ¿por qué son malas?, ¿les pegan a las otras palabras?”, se preguntaba antes de alertar que no había con qué darle al término “pelotudo”, cuya “consistencia física” está en la letra “t” y en la fuerza con la que se la pronuncia, o que los problemas de la revolución cubana radicaban en que pronuncian “mielda” en vez de “mierda”, haciéndole perder a ese vocablo “toda su fuerza expresiva”.
Pareciera que el mayor problema hoy es la condición menesterosa en la que estamos asentando nuestro lenguaje. Fíjese, querido lector, si Alfonso Prat-Gay, un muchacho “estudiado”, como decían en mi barrio, tenía que parafrasear aquel brulote de Javier Milei en la cena de la Fundación Libertad –“la economía va a subir como pedo de buzo”–, diciendo “hasta el momento, el buzo de la metáfora del Presidente soltó de todo menos un pedo”. ¡Qué necesidad!
Es cierto que hay estudiosos de las redes sociales que andan con una cinta métrica virtual para decir lo que se espera, aunque lo que se termina diciendo sea casi siempre lo mismo.
Habiendo tanto mequetrefe, tanto malandrín que la va de bobalicón, hay que evitar ser zamborrotudo para caer en sus menesundas. Solo un babieca chinchudo, un papanatas, se suma a los ñiquiñaques para seguirles el juego. Hay que dejar que se cuezan en su propia salsa los tarambanas. No hay que tenerles cuiqui a estos barriobajeros y menos a los cretinos chupasangre, a los donnadies. Es mejor serenarse que pelear con los sabandijas que solo saben decir paparruchadas. Ya son muchos los pelagatos que se creen sabiondos, pero no nos sacan de piltrafas. Una lástima que se hayan perdido tantos términos que tan bien ponían al otro en su merecido lugar. Aquí fueron algunos y, si no miden, chau, Pinela
¡Hay que ser zamborrotudo para caer en tantas menesundas!

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Cuando el Estado destruye la verdad
HÉCTOR M. GUYOT
En abril de 2006, en medio de una escalada inflacionaria, Néstor Kirchner convoca a Guillermo Moreno a su despacho en la Casa Rosada. El presidente le anuncia que dejará su cargo en la Secretaría de Comunicaciones y desliza: “Me parece que usted les tiene miedo a los empresarios”. Moreno saca pecho: “Yo solo le tengo miedo a Dios”. Kirchner le dice entonces que se hará cargo de la Secretaría de Coordinación Técnica, que hacía los acuerdos de precios. –Ningún problema –dice Moreno–. Solo necesito dos cosas. La primera es que se llame Secretaría de Comercio, porque nadie entiende su nombre actual. Y segundo, que me diga cuánto quiere de inflación para este año. –Póngale el nombre que quiera –responde Kirchner–. En cuanto a la inflación, que esté debajo del 11%. Cuando el funcionario está por dejar el despacho, su jefe lo vuelve a llamar. –Moreno, venga, venga. Usted me dijo muy rápido que sí. Sería mejor llegar a un 10.
–Así será.
Mientras el país estaba pendiente del paradero desconocido de Loan Peña, mientras el Congreso aprobaba la Ley Bases, mientras la selección argentina le anotaba un agónico gol a Chile en Nueva Jersey, el fiscal Diego Luciani, en un alegato que duró once horas, pedía cuatro años de cárcel para Guillermo Moreno por haber falseado el índice de inflación del Indec en 2007. En una semana tan intensa, y en un país que naturaliza lo inconcebible, vale la pena rescatar este hecho para reparar en el daño que produce un gobierno cuando desde el Estado destruye la verdad. La escena descripta arriba la narra el propio Moreno en su libro En defensa del modelo, publicado en 2017.
Como un soldado con una misión, Moreno asedió a los técnicos del Indec para obtener los datos de los comercios a partir de los cuales se establecía el índice de precios al consumidor. Esos datos son secretos, para evitar que el poder político los manipule. Graciela Bevacqua, entonces directora del IPC, se resistía a las presiones. Moreno la convocó a su oficina junto a Clyde Trabucchi, directora nacional del Indec. Las recibió con policías que les quitaron los celulares y, tras poner música a todo volumen, empezó a increparlas. Les recordó el poder que tenía y las trató de “antipatrias”. Bevacqua alegó que su trabajo era técnico. “El de Videla también lo era”, respondió Moreno furioso.
Bevacqua fue desplazada a fines de enero de 2007. La reemplazó Beatriz Paglieri. “Es Moreno con pollera”, la describió un vocero de ATE-Indec. Con la cabecera de playa ganada, la tropa puso manos a la obra mediante los “topes” (a los productos que superaban un alza del 15% se les imponía ese tope) y las “podadas” (muchos de los productos que subían eran borrados del sistema). En las dos primeras semanas de enero el Indec registró una inflación del 2%. Pero a fin de mes, milagro, descendió a 1,1%. Solo hubo que extirpar del cómputo bienes y servicios de los sectores del turismo y la salud. Y a la lechuga.
Cynthia Pok, directora de la Encuesta Permanente de Hogares, se negó a calcular la canasta básica y a medir la pobreza dado que los datos del IPC, un insumo básico, ya venían falseados. Contó en el juicio que durante una asamblea la policía la hizo entrar a una habitación donde, a puerta cerrada y con las luces apagadas, una patota la tiró al piso y le pegó. Terminó en el hospital.
Con estos métodos Moreno conquistó el Indec. Las consecuencias fueron desastrosas. El país ya no tuvo índice de costo de vida ni pudo obtener la inflación real, y eso por supuesto repercutió en los salarios. Los datos de pobreza e indigencia quedaron dibujados. Organismos internacionales como la Cepal o la OIT dejaron de reconocer nuestras estadísticas. La degradación se expandió como una mancha de aceite hasta 2016, cuando Jorge Todesca recuperó la credibilidad del organismo.
Tal como en la causa Vialidad, en la que Cristina Kirchner fue condenada a seis años de prisión, el fiscal Luciani hizo en su alegato una reconstrucción detallada de los delitos por los que acusó a Moreno (abuso de autoridad, falsedad ideológica de instrumento público y destrucción de documentos oficiales), avalada con prueba contundente.
Esta suerte de orquestación de la mentira, que dañó sobre todo al sector más desprotegido de la sociedad, fue una pieza clave para instalar al país en la fantasía del relato. En su combate contra la verdad, el kirchnerismo atacó las instituciones encargadas de velar por ella, como el Indec o la Justicia. Los que levantaban la bandera del Estado presente lo llenaron de militantes y en el fondo lo desmantelaron. Pasó de servir a la sociedad, con deficiencias y todo, a ponerse al servicio de un liderazgo alienado. El kirchnerismo nos dejó un Estado ausente. Esa deserción imperdonable resulta omnipresente en el caso de Loan, cuya desaparición puso en foco a un pueblo abandonado a su suerte, similar a centenares de pueblos a lo largo y ancho de la Argentina. Un pueblo que necesita la verdad. Lo mismo que el país. En este y muchos otros casos.

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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