domingo, 30 de junio de 2024

LA PARTE Y EL TODO


El peronismo, de Perón a Milei, 50 años después
Las mutaciones de una alicaída maquinaria de poder
Por Sergio Suppo


“Me voy, me voy”, alcanzó a decir Perón. “¡No te vayas, faraón!”, gritó López Rega y lo zamarreó tomándolo de los tobillos. Era tarde, había muerto. El lunes se cumplirán 50 años de aquella escena final.
Empezaba en ese mismo momento el peronismo sin Perón, un camino que sigue hasta hoy luego de una y varias reconfiguraciones, de giros y contragiros. Seguía su curso una extendida decadencia de la que los herederos del general prefieren no hacerse cargo en la significativa porción que les toca.
Hasta llegar a la presidencia de Javier Milei y hacerla posible por el fracaso de su última gestión, el peronismo mudó varios liderazgos y cambió su representación política según se iban destruyendo los últimos vestigios de un país que alguna vez creyó, confundido, que era parecido a la idea de la “comunidad organizada”.
En esa adaptación de la realidad, Perón decía quedarse con el pueblo y lo presentaba como los trabajadores afiliados a sindicatos que él controlaba personalmente. Nada era tan así cuando regresó al país para morir reivindicado como presidente. Pocos años antes, los gremios habían obtenido del general Juan Carlos Onganía algo que él les había negado: el manejo de los fondos para la salud y la asistencia social de los trabajadores registrados.
El metalúrgico Augusto Vandor pagó con su vida ese atrevimiento y el sindicalismo siguió sometido a Perón, pero tendría hasta hoy una enorme y oscura caja de recursos. Con Vandor se murió el primer intento de un peronismo sin Perón.
Aquel país idílico de los discursos peronistas empezaba a morir. La violencia política también se expresaba como parte de la sucesión con el propio Perón en vida. El viejo general había perdido el control de una parte de los grupos que él mismo había impulsado a la lucha armada desde el exilio.
Cuando al final de la dictadura, derrota en Malvinas mediante, la Argentina recuperó la democracia, el peronismo descubrió que muchos de sus obreros habían saltado por encima del cerco de sus gremios y votado por Raúl Alfonsín, hasta completar con sectores medios y medio altos una alianza que lo venció por primera vez en elecciones libres.
El peronismo parecía perdido, pero logró reconvertirse y construir un nuevo liderazgo luego de un lavado de cara. Carlos Menem ganó porque fue más astuto que Antonio Cafiero para montar su candidatura. Por supuesto que se basó en las estructuras gremiales, pero los votos fueron atraídos por el carisma de aquel gobernador riojano.
Menem fue el primer dirigente luego de Perón en demostrar que los peronistas no dudan en adaptarse a lo que sea necesario para llegar al poder y mantenerse en él. El giro hacia el neoliberalismo incluyó una generosa oferta a aquellos sindicalistas que no solo aceptaron las reformas estructurales y las privatizaciones, sino que se beneficiaron con ellas.
Aquellos sindicalistas son los mismos de ahora; los que entonces entraron en el juego de Menem y que hoy parecen duros e intransigentes y lo son de verdad solo cuando se pone en riesgo el control de los fondos de las obras sociales. Viejos actores de una comedia que se volvió drama para sus representados.
El final de la convertibilidad, clave esencial del ciclo menemista, detonó la emergencia de nuevos sectores que ya nunca volverían a encontrar representación en los gremios. Sí la tendrían en el propio peronismo. Una vez más, como desde 1945, Néstor Kirchner, el nuevo jefe del peronismo, usó los fondos del Estado para alimentar y consolidar las agrupaciones piqueteras.
Se conocen ampliamente los resultados de la decisión de Kirchner de repartir entre esas organizaciones piqueteras los excedentes de la excepcional cotización de los productos agropecuarios en la primera década de este siglo. También Cristina Kirchner usufructuó la captación de esos sectores marginados del trabajo formal mientras se perdía la oportunidad de darle a la economía privada un rediseño intensivo que reemplazara el modelo colapsado tres décadas atrás.
Maquillada por los discursos del socialismo latinoamericano proclamados con el mismo énfasis que el liberalismo de Menem, esta nueva versión del peronismo infló el Estado de empleos improductivos, multiplicó el gasto público sin destino cierto e instrumentó una maquinaria creciente de coimas y negociados.
Estratificada y controlada por las nuevas organizaciones, la ayuda social reemplazó al empleo privado genuino sin alcanzar ni de cerca sus efectos. El reparto de ayuda, apenas un paliativo, alcanza solo para malvivir, para que mucha gente se acostumbre a no encontrar trabajo en las periferias de los grandes conglomerados del país.
La cultura de la marginación llegó a ser reivindicada por el kirchnerismo como un mérito: el orgullo villero. Muy lejos del imaginario de obreros protegidos por el Estado que en los discursos iban “de la casa al trabajo”.
El modelo del nuevo peronismo kirchnerista generó una nueva versión del marginado: el que no tiene nada y aprende a buscarse la vida en una economía sin registro que alcanza a más de la mitad de la actividad económica.
Esos millones en la intemperie encontraron una nueva representación, tal vez circunstancial, en Javier Milei.
En especial entre los más jóvenes, el discurso del nuevo presidente que expresa catarsis y violencia contra lo establecido se convirtió en un dato que el peronismo no previó. Tampoco las fuerzas políticas que se unieron para sacar al kirchnerismo lograron representar a esa legión de desamparados.
Milei les habla de un mundo que conocen en su versión más salvaje y así el peronismo pierde por primera vez en su historia una parte importante del sector más postergado de la sociedad.

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