domingo, 16 de junio de 2024

Cynthia Fleury:Y CAMBIO DE ÉPOCA

■ Entre sus libros, se cuentan: Aquí yace la amargura. Cómo curar el resentimiento que corroe nuestras vidas (Siglo XXI), La fin du courage (Fayard, 2010), Le soin est un humanisme (Gallimard, 2019).
Cynthia Fleury: “El resentimiento, como motor histórico, produce fenómenos reaccionarios”
Para evitar sociedades victimizadas, hay que poner el foco en la construcción psíquica del individuo a través de la educación, dice la filósofa francesa
Diana Fernández Irusta
La filósofa francesa Cynthia Fleury

No le pareció demasiado inesperado el resultado de las elecciones al Parlamento Europeo que se celebraron la semana pasada y que, entre otras cosas, significaron la victoria del partido de Marie Le Pen en Francia y la convocatoria del presidente Emmanuel Macron a elecciones anticipadas para fines de este mes. “Desafortunadamente, no es ninguna sorpresa ante la gran ola de extrema derecha que se está extendiendo por los Estados europeos –reflexiona Cynthia Fleury vía mail–. Por otro lado, todavía estoy atónita por la decisión del presidente francés de favorecer la estrategia del caso en lugar de afrontar su pobre historial por medios responsables”.
Nacida en París en 1974, Fleury es docente, investigadora, psicoanalista. Y en ese tránsito –el que va de la intimidad del consultorio a la agitación de la vida pública, la academia y la observación de los fenómenos sociales– encontró un elemento común, bastante insidioso y sin duda parte importante de las turbulencias que amenazan a las democracias actuales en general y al proyecto europeísta en particular: el resentimiento. De eso habla en su último libro, Aquí yace la amargura. Cómo curar el resentimiento que corroe nuestras vidas (Siglo XXI), y sobre eso también se explayó en la visita que hizo el mes pasado a la Argentina, cuando participó de la Noche de las Ideas organizada por el Institut Français d’Argentine-Embajada de Francia, la red de Alianzas Francesas y la Fundación Medifé.
Durante esos días, Fleury le comentó a la nacion que se reconoce inscripta en la tradición de la Escuela de Frankfurt (el núcleo de pensadores alemanes que, en los álgidos años 30, encontró en el pensamiento de Hegel, Marx y Freud las claves para pensar su época). En sintonía con esa adscripción, observa el mundo tanto con las herramientas de la filosofía política como las del psicoanálisis.
"Todo lo que active la afirmación de que yo soy sujeto, y por lo tanto responsable, fricciona la tentación de victimizarse e irá contra la pulsión del resentimiento"
“Hay en el resentimiento –afirma–, al menos en su permanencia, en su profundización, en su instalación en el corazón del sujeto, una negación de responsabilidad, una delegación entera sobre el prójimo de la responsabilidad del mundo y, por lo tanto, de uno mismo”. Para Fleury, estos rasgos, estrechamente ligados a la envidia y fuente de desdicha individual, hoy son detectables en las redes sociales, ciertos fenómenos políticos y en la particular confluencia entre odio y victimización. “El resentimiento produce sistemas autoritarios, chivos expiatorios, injusticias sociales”, dice.
Antes de entrar de lleno en el asunto, Fleury quiere dejar algunas cosas en claro. En principio, dice, es preciso entender que el resentimiento no es la traducción política de las injusticias sociales sufridas. “Muchas veces se lo plantea de esa manera, pero no es así –señala–. El resentimiento es un fenómeno psicológico y psíquico antes de ser un fenómeno material e histórico. Siempre. No hay que equivocarse en la comprensión del fenómeno. El problema es que muchas veces se utiliza el resentimiento como motor de transformación histórica para luchar contra las injusticias sociales, pero eso es un error. El resentimiento es un motor histórico que no produce otra cosa más que fenómenos reaccionarios. Produce sistemas autoritarios, chivos expiatorios, injusticias sociales. Por eso es muy importante liberar al sujeto de la pulsión del resentimiento, porque no es una pulsión que vaya a producir el progreso histórico”.
–Es interesante esto que usted señala. Desde hace un tiempo, aquí, en la Argentina, se escuchan voces que, desde el progresismo, reivindican el resentimiento como motor político. ¿Sería un fenómeno que no distingue entre izquierdas y derechas?
–Pasa lo mismo en Francia. Hay que entender que en realidad no hay catarsis o progreso a través del resentimiento. La catarsis viene de la sublimación del resentimiento. Del mismo modo, no hay catarsis en la violencia, sino en su sublimación. ¿Y cómo activamos las fuerzas de la sublimación? A través del cuidado, de la educación, de la formación, de los medios libres. Todo eso va a permitir sublimar y permitir el progreso histórico.
–Ligado a la pregunta anterior, en fenómenos como la cancelación o en cierta “vigilancia” respecto de lo políticamente correcto, ¿podrían encontrarse formas de resentimiento veladas incluso para quienes los protagonizan?
–Sí, es complicado. Puede haber una legitimación del resentimiento, sobre todo una romantización de la violencia, como si fuera la fuerza de transformación de la historia. Pero la fuerza de transformación de la historia no es el pasaje al acto.
–¿Qué es el “pasaje al acto”?
–Un desborde, una descompensación del sujeto sin una consideración de las consecuencias de lo que se hizo. Creer que un cambio progresista puede estar orientado por la fuerza del pasaje al acto es una ilusión. Pero tiene buena comunicación.
–El desborde tiene épica. La democracia, no.
–La construcción de un Estado de derecho no nace de una revolución. En Francia lo sabemos: no fue el terror revolucionario lo que construyó el Estado de derecho. Es verdad, también, que existe el derecho de decir que no a la dominación; puede haber violencia en la legítima defensa. Pero en situaciones donde la violencia genera violencia que a su vez genera más violencia… con eso no se puede hacer nada.
"La emancipación digital es una ilusión. Cada vez podemos hacer menos cosas; es algo que nos quita autonomía. Pero somos ingenuos"
–En su libro hay cierta reivindicación de la idea de élite; llama la atención, en una época tan marcada por la furia contra las élites.
–No es una reivindicación de las élites, sino una reivindicación de una relación elitista con uno mismo. Son cosas diferentes.
–¿Cómo sería eso?
–Las élites, en tanto que oligarquías o instancias de dominación, no me interesan. Lo que me interesa es producir en los individuos lo que [Wilhelm] Reich llama “aptitud para la libertad”, lo que Kant llama “la salida del estado de minoría de edad”. Producir una relación elitista consigo mismo tiene que ver con la subjetivación y la responsabilidad. Las instituciones tienen un papel esencial, pero la construcción psíquica del individuo también es relevante. Para mí la cuestión del buen gobierno no es lo más importante, lo que importa es lo que ocurre antes: el cuidado y la educación. En una democracia, no se trata de saber cómo voy a producir el mejor de los gobiernos. Esa pregunta no tiene sentido, porque el mejor de los gobiernos nunca podrá conducir a los peores individuos. ¿Qué es una democracia? Es un régimen estructurado para el cuidado y la educación de los individuos, para liberar en ellos una capacidad de gobierno de sí. Si consolidamos esto, yo diría que un gobierno lo menos malo posible será suficiente. Habremos producido la capacidad para que la democracia se automantenga.
–Pone mucho énfasis en el tema de los cuidados, ¿se refiere a cuestiones sanitarias o emocionales?
–Hablo de las dos cosas. Están las políticas de salud públicas. Pero también me refiero a la filosofía del care, las teorías del apego, lo que se llama la “altricialidad”. Es un término que viene del latín altrix, un concepto adoptado por teóricos de la evolución. El ser humano es una especie prematura por estructura; un bebe nace demasiado pronto, no solo los prematuros, sino todos. Por eso es necesario que la sociedad esté ahí, detrás, para organizar esa altricialidad, como si toda la sociedad fuera un útero. La especie humana es la especie animal que más necesita de la cooperación para poder ser. Para nacer.
–La responsabilidad es un elemento que también aparece muy destacado en Aquí yace la amargura. No solo como un factor ligado a la educación, los cuidados y la subjetivación, sino también como “antídoto” para el resentimiento. ¿Por qué?
–El resentimiento es inseparable de un proceso de desubjetivación y desresponsabilización. Uno de los primeros síntomas del resentimiento es que la persona se ubica en el lugar de quien no es responsable, del que sufre, de quien es víctima, del que considera que la culpa es de los otros, etcétera. Todo lo que vaya a activar la afirmación de que yo soy sujeto va a venir a friccionar esa tentación, irá contra la pulsión del resentimiento. Por otra parte, es importante decir que yo no creo en el sujeto. Creo que es una ilusión, un determinante para eventualmente defender la idea de que la ética es posible.
–Explíqueme por favor por qué el sujeto sería una ilusión. ¿Tiene que ver con que en el fondo nadie se conoce a sí mismo?
–Hay una idea de que somos sujetos libres… Pero es exactamente lo contrario: nacemos y portamos, desde ese momento, una enorme cantidad de determinismos económicos, culturales, históricos.
–¿Pero entonces, la libertad?
–Hacemos lo que podemos; quizás no exista. Ahora bien, si la libertad no existe, no existe el sujeto, tampoco existe el humanismo ni la filosofía política y existe solo la barbarie. Pero no puedo aceptar algo así; entonces, me veo obligada a defender al sujeto como una apuesta ética.
–Como una construcción.
–Un ideal regulador. Como docente e investigadora, con mis alumnos, como terapeuta con mis pacientes, desarrollo esa actitud
–A ver, ¿entonces podríamos decir que eso que llamamos “ser humano” no es algo que nos vendría dado, sino que tiene que ver con el trabajo personal, con lo que cada uno hace consigo mismo, con la intención de apuntar a esa subjetividad?
–Sí, de hecho es una de las posturas del existencialismo, que señalaba que no hay una esencia humana, y que el ser humano es eso en lo que se convierte. En el sentido, el humanismo es un existencialismo.
"Las deep fake causan un enorme daño a la democracia. Se usa mucho esta metáfora: es como si tomáramos agua contaminada"
–Usted sugiere que la famosa frase de Andy Warhol sobre los “quince minutos de fama” hoy mutó en que todos podemos tener nuestros “dos minutos de odio” en las redes. ¿Qué pasó, entre aquella frase de los años 60 y el mundo actual?
–Pasó la globalización. Internet. El panóptico se volvió real. Las redes sociales son el gran panóptico, todos mirando y siendo mirados. Se promueve la rivalidad mimética, hay un permanente ejercicio de comparación con el otro, es una estructura totalmente paranoica. Los quince minutos de fama se invierten y se transforman en quince minutos de difamación pública. En esto opera una de las grandes regulaciones del resentimiento, que existe desde la noche de los tiempos: lo que antes se llamaba el rumor público, que existía en los pueblos y era terrible.
–¿Cómo se sale del panóptico digital sin retirarse de la sociedad?
–Es una gran problemática, porque el costo económico, afectivo, incluso democrático, de sustraerse es muy caro. Porque si te retirás, no hay sistema económico en el cual vivir; afectivamente, te aislás, y democráticamente… todo el sistema administrativo utiliza herramientas digitales. La única alternativa sería diseñar de otra manera las herramientas tecnológicas. ¿Pero quién diseña hoy en día las herramientas tecnológicas? Las grandes multinacionales. Para ejercer plenamente nuestra soberanía tendríamos que ser un poco ingenieros, saber codificar, crear herramientas que permitan monitorear las estructuras digitales e institucionales. Pero no lo hacemos.
–El Iluminismo concebía la alfabetización como una herramienta de emancipación. ¿Lo que alguna vez fue aprender a leer y escribir hoy sería aprender a programar?
–No es una idea desatinada. Porque no aprendimos textos de memoria, aprendimos el alfabeto para construir contenidos libremente. Pero ahora estamos recibiendo contenidos que están en dispositivos de los cuales no entendemos nada. La emancipación digital es una ilusión. Cada vez podemos hacer menos cosas; es algo que nos quita autonomía. Hoy debo utilizar el viático digital para obtener derechos que antes obtenía directamente o de manera más simple. El costo tecnológico para acceder a nuestra ciudadanía es mucho más caro. Si no nos formamos y seguimos creyendo que el gentil Estado o los amables Gafam [Google-Amazon-Facebook-Apple-Microsoft] van a formarnos o respetar nuestros derechos, somos ingenuos. Hay que despertarse.
–¿Se sigue pensando con categorías del siglo XX un mundo totalmente distinto?
–No, estamos pensando en términos del siglo XVIII (risas). Estamos en un momento de digitalización, de desafíos trasnacionales, de antropoceno, calentamiento climático… Frente a todo eso somos como bebes.
–Todo el tiempo llegan noticias de nuevos desarrollos de inteligencia artificial. Esos prototipos de IA aprenden de los seres humanos e incluso de los contenidos que circulan en las redes. En un momento histórico donde prima el resentimiento y cierta barbarie, ¿qué tipo de súper inteligencia podríamos estar promoviendo?
–Somos extraordinariamente cándidos en este sentido también. Voy a hacer una pequeña caricatura: es como si hubiéramos dado la llave de la bomba atómica a todo el mundo. Como si todo el mundo tuviera la posibilidad de activar armas de destrucción masiva. Tenemos una actitud totalmente cándida frente a la IA. Pero todo depende de cómo se la configure. Con una posibilidad tan abierta, sin regulación, sin reglas políticas claras, se estará dando a potencias mafiosas unas herramientas extraordinarias: datos personales, construcción de monedas. Y está la cuestión de las deep fake, que tienen un enorme poder de daño contra la democracia. Se utiliza mucho esta metáfora: es como si un ser humano tomara todo el tiempo el agua contaminada. Para la sociedad el agua contaminada es la información contaminada. Nadie resiste a eso. No es que sea irreversible. Pero hay que regularlo.
–Para cerrar: Melanie Klein decía que no era la bomba atómica lo que terminaría con la humanidad, sino la envidia. ¿Hoy deberíamos cambiar envidia por resentimiento?
–Absolutamente. La dimensión de la envidia es estructurante del resentimiento, están muy cerquita, son casi lo mismo. La rivalidad mimética, la traducción de toda diferencia como síndrome de persecución para el sujeto…
–Estamos en problemas.
–Hay mucho trabajo por hacer.
Cynthia Fleury, filósofa francesa

■ Cynthia Fleury es filósofa y psicoanalista, doctorada en la Universidad París-Sorbona con una tesis sobre la metafísica de la imaginación dirigida por el filósofo Pierre Magnard.
■ Es profesora titular de la cátedra de Humanidades y Salud en el Conservatoire National des Arts el Métiers, y profesora en la École Nationale Supérieure des Mines de París. Dirige la cátedra de Filosofía en el Hospital en la unidad Psychiatrie et Neurosciences (Sainte-Anne, GHU París) y es miembro del consejo de administración de la ONG Santé Diabète.
■ Enseñó Filosofía Política en la American University de París; fue investigadora en el Museo Nacional de Historia Natural.
■ Fundó la Red Internacional de Mujeres Filósofas, creada en 2007 con respaldo de la Unesco. En 2020 obtuvo la distinción de Chevalier de la Légion d’Honneur.

■ Participó en el Colectivo Roosevelt, movimiento ciudadano impulsado por el sociólogo Edgar Morin y el escritor Stéphane Hessel. Asimismo, en 2018 dio su respaldo al Pacte Finance Climat, colectivo europeo que promueve la transición energética.
■ Entre sus libros, se cuentan: Aquí yace la amargura. Cómo curar el resentimiento que corroe nuestras vidas (Siglo XXI), La fin du courage (Fayard, 2010), Le soin est un humanisme (Gallimard, 2019).

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El milagro de la protesta en Cuba, una rebeldía que no cesa
La reacción civil persiste desde las manifestaciones de julio de 2021
Por Inés M. PousadelaLa policía reprime una protesta en La Habana Roman Espinosa/ap
En los regímenes de control total el disenso no tiene cabida. En un régimen como el cubano, el surgimiento de protestas masivas y persistentes es testimonio del resquebrajamiento de la lógica implacable de un sistema que durante décadas logró extirpar de raíz todo instinto rebelde, impidiéndole manifestarse y crecer.
Según el Civicus Monitor, una herramienta de monitoreo en línea, Cuba tiene un espacio cívico cerrado. El espacio cívico –estructurado por la vigencia de las libertades de asociación, de expresión y de reunión pacífica (o sea, de protesta)– es el espacio en que nace, crece y se mueve la sociedad civil. Es, casi literalmente, el oxígeno que respira.
Cuando el Civicus Monitor comenzó a funcionar en la década pasada, Cuba era el único país de América Latina con espacio cívico cerrado. Los dos que se le sumaron después, Nicaragua y Venezuela, fueron casos de cierre progresivo al calor de la autocratización del régimen político. El régimen cubano, en cambio, nació cerrado. Cuba carece de espacio cívico por diseño.
El Estado cubano no ha ratificado el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. Pese a haber sido reformada en 2019, su Constitución sigue sin reconocer realmente la libertad de asociación. La redacción del capítulo 14 podría dar la impresión de que sí lo hace, ya que afirma que “el Estado reconoce y estimula a las organizaciones de masas y sociales, que agrupan en su seno a distintos sectores de la población [y] representan sus intereses específicos”. Acto seguido, sin embargo, especifica que tales organizaciones incorporan a la población “a las tareas de la edificación, consolidación y defensa de la sociedad socialista”. Y, finalmente, estipula que “la ley establece los principios generales en que estas organizaciones se fundamentan y reconoce el desempeño de las demás formas asociativas”.
El punto es que la Ley de Asociaciones permite al Ministerio de Justicia denegar a las organizaciones autorización para funcionar cuando estime que los fines no están claros o no son de interés social. En consecuencia, es muy difícil para las organizaciones conseguir personalidad jurídica.
Además, el artículo 5 de la Constitución de Cuba sigue designando a “el Partido Comunista de Cuba [PCC], único, martiano, fidelista, marxista y leninista, vanguardia organizada de la nación cubana, sustentado en su carácter democrático y la permanente vinculación con el pueblo”, como “la fuerza política dirigente superior de la sociedad y del Estado”. En otras palabras, no se reconoce la pluralidad de partidos políticos. Toda organización y campaña de candidatos que se presenten al margen del PCC es ilegal. El partido es omnipresente y con sus organizaciones asociadas abarca todas las dimensiones de la vida.
En la práctica, la sociedad civil ha crecido en Cuba a pesar de todo. Entre las organizaciones emergentes se cuentan las confesionales, que han proliferado desde la reforma constitucional de 1992. Ésta reconceptualizó la ideología oficial, antes calificada de “atea”, como “laica”, consagrando la libertad religiosa.
Sin embargo, la mayoría de las organizaciones que están fuera de la órbita del Estado socialista no pueden obtener reconocimiento legal y, por lo tanto son consideradas ilegales. Y la pertenencia a organizaciones no reconocidas es un delito para el cual el nuevo Código Penal ha aumentado drásticamente las penas. En suma, la libertad de asociación es incompatible con la naturaleza del régimen político de Cuba.
En cuanto a la libertad de expresión, la Constitución dice garantizar el derecho a la información, la expresión y la libertad de los medios de comunicación. Sin embargo, prohíbe los medios de comunicación privados. Los medios independientes operan al margen de la ley y su trabajo se considera “propaganda enemiga”. Los y las periodistas independientes sufren acoso, interrogatorios, difamación en la prensa oficial, prohibición de viajar al extranjero y exilio forzoso.
En 2019 el gobierno cubano se hizo de una nueva herramienta para restringir la libertad de expresión: el decreto ley 370, cuyo objetivo declarado es sancionar quienes publiquen “noticias falsas” o que afecten la moral pública o el prestigio de Cuba. Se trata de disposiciones tan vagas y ambiguas que el gobierno puede utilizarlas a discreción para censurar opiniones críticas. Numerosos periodistas son sometidos a arresto domiciliario sin orden judicial. Agentes de seguridad les impiden salir de sus casas o los siguen a todas partes.
En otras palabras, existe el derecho a decir lo que uno quiera, siempre y cuando lo que uno quiera decir coincida con la línea oficial. En suma, la libertad de expresión es incompatible con la naturaleza del régimen político de Cuba.
En la práctica, igual que ocurre con el ejercicio de hecho del derecho humano a la libertad de asociación, las expresiones críticas han buscado rendijas para manifestarse y, como ocurre con las protestas, la irrupción de nuevas tecnologías, y específicamente el acceso a internet mediante telefonía celular, ha ayudado bastante. Se ha producido un cambio de época.
También la libertad de reunión es incompatible con la naturaleza del régimen político de Cuba.
En diciembre de 2022 entró en vigor un nuevo Código Penal que tipifica como delitos todas las tácticas de protesta o formas de acción o expresión utilizadas por la oposición política, la sociedad civil y el periodismo independiente.
¿Por qué, después de tantos años, reescribir un Código Penal que tan buenos servicios prestó durante tanto tiempo? Pues porque el 11 de julio de 2021 ocurrió algo que no debía y no podía ocurrir en Cuba.
En Cuba existe un sistema de control social muy eficiente diseñado para que el disenso no pueda expresarse. Un sistema panóptico, basado en la vigilancia y la delación recíprocas, donde siempre puede haber alguien que nos esté observando y nos puede (o, más bien, debe) reportar. En ese marco, las protestas son prácticamente una imposibilidad lógica. El partido/Estado encarna al pueblo a la manera hobbesiana, cuestionar al Estado es incurrir en autocontradicción.
Según la lógica del sistema, las protestas no podían ocurrir. La figura legal de la “peligrosidad predelictiva”, más propia de la ciencia ficción que de la ciencia política, permitía efectuar detenciones con anticipación a potenciales acciones de protesta, en previsión de los delitos políticos que los disidentes podrían llegar a cometer.
Es por eso que las protestas del 11 J, masivas y políticas, con un trasfondo de cuestionamiento del régimen, fueron lo que Hannah Arendt llamaría un milagro: la ocurrencia de un acontecimiento infinitamente improbable. Hizo falta algo que una cantidad importante de gente perdiera el miedo, que hiciera lo impensable y corriera la frontera de lo posible.
Mucha gente protestó por la simple razón de que se dio cuenta de que podía hacerlo. Lo que marcó la diferencia con intentos anteriores de iniciar protestas masivas fue la novedosa penetración de la telefonía móvil y las redes sociales: internet móvil recién había llegado a Cuba en 2018, y WhatsApp rápidamente se había convertido en el medio de comunicación más utilizado.
Si bien en años anteriores se había producido un aumento constante de las protestas en pequeña escala, la mayoría de ellas habían sido reactivas, no planificadas; estallaban en barriadas populares, a menudo porque gente que esperaba en fila empezaba a quejarse por la larga espera, o porque ya no quedaba nada cuando finalmente llegaba su turno. Ahora la gente tenía en sus manos una forma fácil de organizarse, de coordinar acciones y –lo más importante– de documentar su audacia, alentando a hacer lo mismo a otros que de otra manera no se hubieran atrevido. Podían mostrar sus acciones no solo al mundo sino también a sus propios conciudadanos. Atrás quedaron los tiempos en que todo intento de protesta podía ser fácilmente aislado antes de que nadie más se enterara, asegurando que todos continuaran convencidos de que el régimen seguía contando con el apoyo mayoritario.
Los milagros son por definición sucesos inesperados. No resulta sorprendente que el régimen no se lo viera venir. Pero su respuesta represiva fue instantánea y contundente. Más de mil personas fueron detenidas, procesadas y juzgadas sin el menor atisbo de garantías del debido proceso, y condenadas a años de prisión por “desorden público”, “instigación a delinquir”, “resistencia”, “atentado” y “desacato”.
En el tiempo transcurrido desde el 11J, el régimen ha tenido una sola idea fija: evitar un nuevo 11J. Por eso ha reprimido y criminalizado toda expresión de disenso, manteniendo a cientos de manifestantes y activistas entre rejas, condenando a decenas a largas penas de prisión y reescribiendo el Código Penal para codificar como delito todas y cada una de las tácticas de organización y movilización.
Pero tiene un problema: va a ser muy difícil borrar la memoria de ese momento de pérdida del miedo y experiencia de poder colectivo. En las calles, los y las cubanas reivindicaron su derecho a tener derechos; derechos de verdad, exigibles frente al Estado, no concesiones otorgadas por el Estado. Y los reclamos de derechos son reacciones en cadena, muy difíciles de controlar. En el largo plazo, el régimen vetusto lleva las de perder

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