lunes, 17 de junio de 2024

EL ESCRITOR JAVIER CERCAS


Javier Cercas
“La libertad absoluta degenera en caos absoluto”

Texto de Laura Ventura

MADRID.- Javier Cercas (Cáceres, 1962) está sentado en la mesita de un bar sobre la vereda de la mítica calle de Alcalá. Entre los turistas ajetreados, pendientes de las fotografías que capturan con sus teléfonos, y los jóvenes a la salida del colegio, aparecen lectores que reconocen al autor. Algunos se codean y lo señalan, otros sonríen, otros se detienen a comprobar si ese hombre es realmente el famoso escritor. Nadie lo interrumpe. Está sumido en una tarea y para esta misión mira fijo a su interlocutora, sin intimidarla. Sus manos y dedos y la apertura de sus ojos acompañan su comunicación: son adjetivos y adverbios. Cercas cita a Adolfo Bioy Casares: “Soy un escritor por escrito”. Desestima su habilidad para expresarse oralmente, aunque su palabra colme salas de lectores en todo el país y su conversación fascinante sea solicitada por el mismísimo Emmanuel Macron. En mayo ofició como anfitrión en la presentación pública de Salman Rushdie en España, el autor británico de origen indio sobre quien pesa una fatwa ordenada por el ayatolá Khomeini. Cercas es una de las voces más nítidas y respetadas de los valores democráticos en Europa y en la literatura occidental. El pasado jueves se conoció la noticia de que ingresó en la Real Academia Española, un espacio que había dejado vacío Javier Marías con su muerte. Fue el mismísimo Mario Vargas Llosa uno de los impulsores de su candidatura en esta prestigiosa institución. Las novelas de Cercas se estudian en las universidades y sus textos aparecen en los exámenes para ingresar en la universidad. Por Soldados de Salamina (2001) obtuvo el Independent Foreign Fiction Prize. Por su ficción noir Terra Alta (2019) obtuvo el Premio Planeta, y por Anatomía de un instante (2010), una obra maestra de la no ficción, el Premio Nacional de Narrativa. En breve se estrenarán dos series basadas en estas dos últimas novelas, producidas por Movistar, y además en el policial participará la TV pública alemana. A su vez, hay dos producciones simultáneas sobre su novela El impostor, el caso de Enric Marco, durante décadas el emblema en España de los sobrevivientes de los campos de concentración. Sin embargo, luego se comprobaría que todo había sido mentira. Por un lado, el canal franco alemán Arte prepara un documental que narra el proceso de escritura de la novela a la que Mario Vargas Llosa calificó como obra maestra; por el otro, se está escribiendo el guión de una serie sobre la vida de Marco inspirada en la obra de Cercas. “A estos proyectos asisto con gratitud, pero también con una distancia prudente. Nunca he intervenido en las adaptaciones de lo que escribo, por una cuestión de principios. Porque pienso que ya no son obra mía. Tengo un nulo sentido de la propiedad sobre mis libros. El lector es el auténtico protagonista de la literatura”. Cercas es, además, un brillante articulista. Y desde el mes pasado sus columnas se publican en la sección Opinión de LANACION. –Entrevistó al presidente francés, quien raramente concede entrevistas. ¿Cómo llegó a él? –Espero que no suene soberbio, pero no fui yo quien quiso hablar con Macron. Fue Macron quien quiso hablar conmigo. –¿Por qué piensa que fue escogido por el presidente francés? –Porque había leído mis libros. Así de sencillo. Además, no fue una entrevista, fue una conversación y no hay ningún mérito en ello. Macron venía a una cumbre en Barcelona. Un mes antes de su visita, recibo un email de la Embajada francesa o del Elíseo, no sé. Me dicen que el presidente Macron viene a Barcelona y que es un admirador de mis libros y que le gustaría tener una conversación conmigo. Me acordé de algo que dice Jules Renard: “Cuando alguien me hace un elogio, no necesita repetirlo dos veces: lo entiendo a la primera”. Así que dije que estaría encantado de hablar con él. Esa conversación, que iba a ser privada, luego, por razones diversas, se convirtió en pública. Resulta que Macron no concede entrevistas a medios extranjeros, creo que, en todos sus años en el Elíseo ha concedido una sola, a The Economist, su medio de referencia. El diario El País había solicitado desde hacía tiempo una entrevista con él y la directora del periódico me preguntó si aceptaba que esa conversación privada se convirtiera en pública. Y eso fue todo. Yo no soy propiamente un periodista: no he estudiado periodismo y nunca he trabajado en una redacción; el periodismo me parece una cosa demasiado seria para que yo me considere periodista. Es verdad que escribo de manera regular en el diario El País, que me encanta escribir en el periódico y que, en España y fuera de España, me han dado premios de periodismo; pero también es verdad que, cada vez que me los dan, digo que soy un impostor. Para que nadie se llame a engaño. –Ha conversado con Salman Rushdie en una de las primeras presentaciones después del atentado que padeció. Su participación en este evento es también una declaración de principios. –Me pidieron que conversara con él, a quien conozco y aprecio, pero yo pedí que hubiera alguien más, una periodista que moderara la conversación. Y así ha sido. Yo solo quería apoyar a Rushdie, que merece todo nuestro apoyo. Por cierto, me ha gustado mucho ver en la sala a muchos escritores, entre ellos algunos latinoamericanos, como Héctor Abad Faciolince o Juan Gabriel Vásquez. En 1988, cuando Khomeini lanzó la fatwa contra él, mucha gente le dio la espalda, empezando por algunos escritores. Celebro que ahora las cosas hayan cambiado. –Se ha erigido como una de las voces más audibles de la democracia en Europa. Por ejemplo, fue claro desde el inicio su postura crítica y de denuncia ante el secesionismo catalán. –El auge del secesionismo catalán fue la primera gran manifestación del nacionalpopulismo en España (y tal vez la más peligrosa). Yo estoy contra el nacionalpopulismo, un movimiento político que, en formas diversas, aparece o se consolida en todo Occidente tras la gran crisis de 2008 y que, aunque tiene algunos rasgos del fascismo (el nacionalismo, el más evidente), no es fascismo: el fascismo atacaba abiertamente la democracia; en cambio, el nacionalpopulismo ataca la democracia en nombre de la democracia, como hicieron los secesionistas catalanes en 2017 o los partidarios de Trump en 2021, cuando asaltaron el Capitolio. Viví en una dictadura hasta los 13 años y me gusta mucho vivir en una democracia, por imperfecta que sea. Pero la democracia no es solo cosa de los políticos. Es cosa de todos. Política viene de polis, que en griego significa, más o menos, ciudad, y la ciudad es de todos. Y, ya que estoy etimológico, recordaré también que democracia significa poder del pueblo, y el pueblo también somos todos. Incluidos los escritores. Roberto Rossellini, el gran cineasta italiano, decía que la idea del artista semidivino le daba ganas de vomitar; a mí me da risa: los escritores somos gente normal y corriente, con los mismos derechos y los mismos deberes que los demás. Y entre esos deberes está el de arrimar el hombro para vivir en sociedades lo más justas, prósperas e igualitarias posibles. Ese es el deber de cualquier ciudadano. También el mío, que solo soy un ciudadano más.“Un lector con un libro bajo el brazo es un peligro público”
–En No callar y en la presentación a Rushdie habla de una posibilidad que brinda la literatura: crear ciudadanos rebeldes. –Las novelas crean gente capaz de decir “no”, como el hombre rebelde de Camus. Y por eso nosotros, los escritores, somos incómodos o peligrosos para el poder, que solo quiere gente obediente, gente que siempre dice “sí”. Eso hemos sido desde siempre, gente peligrosa, y eso debemos seguir siendo. No olvide que Platón expulsa a los poetas de la república ideal. Y con razón, porque la literatura, la ficción, es siempre peligrosa para el poder. Fíjese en don Quijote y Madame Bovary, que son dos grandes lectores, dos emblemas perfectos del lector. La gente suele pensar que lo que los define es que confunden la realidad con la ficción, los molinos de viento con los gigantes. Falso: lo que los define es que quieren convertir la realidad en ficción, realizar sus sueños: por eso Alonso Quijano se convierte en un aventurero, un héroe como los de los libros de caballerías, y Emma Bovary en una heroína romántica, como las heroínas de las novelas que lee; es decir: los dos se embarcan en la aventura más radical, que es la de intentar vivir una vida acorde con sus deseos. ¿Qué es lo que les ha incitado a vivirla, a decir no a todo, a convertirse en revolucionarios? La literatura. Por eso un buen libro es una bomba de relojería, y un lector con él bajo el brazo es un peligro público. Como demuestran don Quijote y Emma Bovary, la literatura es una forma de vivir más, de una manera más rica, más intensa y más compleja. Es normal que el poder la tema. –Es lo que le ocurre a Melchor Marín, el protagonista de Terra Alta, cuando lee Los Miserables. Comprende que hay otra vida posible, otro modo de vincularse con el poder y desde el poder. –Exacto. Y sobre todo un modo de rebelarse contra él. Y eso es revolucionario y por eso la lectura de Los Miserables convierte a Melchor en otra persona, o, si lo prefiere, le descubre quién es realmente, cosa que antes de leer ese libro no sabía. Para eso sirve también la literatura: para devolvernos nuestra propia existencia, para tomar posesión de nosotros mismos, para convertirnos en individuos soberanos. Obviamente, eso no lo quiere el poder. El poder, por definición, siempre quiere más poder, y de ahí que intente arrasar con todo lo que se le opone. Y, cuanto más autoritario es ese poder, peor. Lo decía hoy a propósito de Rushdie: cuando los fanáticos van contra un novelista, saben muy bien contra quién van. Porque las novelas de verdad, las buenas, nunca son inocuas: entre otras cosas, son armas de destrucción masiva contra la visión totalitaria del mundo, que es la del fanático. –Se refería a aquellos que pueden decir “no” ante el abuso, ante la injusticia. Estos individuos aparecen en Soldados de Salamina y en Anatomía de un instante. En su obra aparecen héroes que cambian la historia. ¿Escasean hoy los héroes? –Ante todo, soy novelista: me dedico a formular preguntas, no a dar respuestas, al menos no respuestas claras, unívocas y taxativas; las respuestas de un novelista son siempre ambiguas, poliédricas, contradictorias, esencialmente irónicas: en el fondo, la respuesta es la propia búsqueda de una respuesta, la propia pregunta, la propia novela (es decir, la respuesta, si acaso, la tiene el lector, que es el que termina los libros). Digo esto porque, para mí, la cuestión del heroísmo es sobre todo una pregunta; una vieja pregunta, que los seres humanos nos hemos hecho desde el principio de la literatura, desde el principio de los tiempos. Una pregunta moral: el héroe encarna la excelencia moral, o ética, si lo prefiere (como en otro sentido la encarna el santo). Muchas de mis novelas —quizá todas— no hacen más que formularse de modos diversos esa pregunta. ¿Qué es un héroe? La verdad: sigo sin saberlo. Aunque sí sé algunas cosas: el héroe es aquella persona capaz de decir “no” cuando todo el mundo a su alrededor dice “sí”(y en este sentido se asemeja al hombre rebelde de Camus, pero también a El enemigo del pueblo, de Ibsen). Por ejemplo: el héroe siempre niega su condición de héroe, porque la virtud es secreta o no es (lo cual significa que nunca hay recompensa para el héroe, o es muy raro que la haya). En fin… “Desdichado el país que necesita héroes”, dijo Bertold Brecht. Y tenía razón. El problema es que no hay países felices. –Sostiene que el siglo XXI es una época puritana. ¿Dónde encuentra este puritanismo? ¿Cuáles son sus peligros? –Rushdie dice que el puritanismo es la antesala del fanatismo, que es la antesala de la violencia. “El puritanismo —dice Rushdie— consiste en temer que alguien en algún lugar del mundo esté siendo feliz. La mejor respuesta al puritanismo es la felicidad. No tenemos, de ninguna manera, que convertirnos en el espejo de las personas que nos odian. Tenemos la obligación de ser felices”. Cuando yo era un adolescente, en la España que salía del franquismo, solo la derecha era puritana, y por eso muchos nos hicimos de izquierdas; el problema es que, de un tiempo a esta parte, la izquierda se ha vuelto puritana también. El puritanismo es una forma de intolerancia, y la intolerancia es una forma de barbarie. Si me preguntaran en qué consiste la tolerancia, diría que consiste, de entrada, en no confundir un error intelectual con un error moral; mire, usted y yo podemos estar en desacuerdo sobre política o sobre cualquier otra cosa —usted puede pensar, por ejemplo, que Javier Milei está muy mal y yo que está muy bien—, pero no por eso tiene usted derecho a pensar o decir que me gusta Milei porque me paga un sueldo para que hable bien de él y que soy un vendido y un canalla y que, si alguien me pega un garrotazo, bien empleado me está, por sinvergüenza; no: lo que ocurre es, simplemente, que estoy equivocado, que no conozco bien a Milei o lo que sea. Y basta. Eso es la tolerancia. También es que tú puedas hacer lo que quieras y ser lo que quieras mientras no invadas mi vida privada y no me molestes a mí. Vive y deja vivir: eso también es la tolerancia. Pero el espíritu puritano de hoy se lleva mal con eso. Hoy y siempre, porque la intolerancia es casi el estado natural del hombre. La tolerancia es una conquista de la civilización. Y por eso hay que protegerla. En el fondo, es como la democracia: en cuanto la das por hecha, ya la estás poniendo en peligro. –¿Cómo es esta “izquierda pija” [snob], como la llama en uno de sus artículos en No callar? –La izquierda pija es en parte una izquierda frívola, de escaparate, de salón, y en parte la izquierda woke. Y yo, como Susan Neiman, creo que la izquierda no es woke. Yo creo en una izquierda universalista, antipuritana, antiidentitaria, antitribalista, antiautoritaria, que reivindica los valores originales de la izquierda: la igualdad, la libertad, la fraternidad (valores que a menudo entran en conflicto y que hay que equilibrar). En política, yo soy partidario del aburrimiento, de un aburrimiento escandinavo, o como mínimo suizo (las aventuras me encantan, pero solo en la vida privada, en las películas o en las novelas; en la vida política, vade retro, Satanás). Y por eso soy partidario de lo más aburrido que existe, que es el socialismo democrático: porque décadas de aplicación de políticas socialdemócratas han creado, en el norte de Europa, en los países escandinavos, las sociedades más libres, prósperas e igualitarias del mundo (si no simplemente de la historia). A eso aspiro yo: a convertir España en una Noruega con sol, Mediterráneo y tapas. –¿Afecta o perturba el wokismo su tarea como escritor de novelas y columnista? –No quisiera parecer presuntuoso, pero yo diría que no: ni lo más mínimo. A mí ya me han llamado de todo, incluido criminal de guerra (lo que no carece de mérito teniendo en cuenta que jamás he estado en una guerra) y me han acusado de todo, salvo de practicar la zoofilia (bueno, a lo mejor de esto también me han acusado). Me han demonizado, cancelado y no sé cuántas cosas más, los de derechas, los de izquierdas y los mediopensionistas, y ya estoy demasiado mayor para callarme lo que pienso. Mire, yo, como persona, soy razonablemente pusilánime, pero como escritor no puedo serlo. Lo he dicho muchas veces: un escritor cobarde es como un torero cobarde: se ha equivocado de oficio. –¿Siente que su literatura es política? –No, si por literatura política se entiende literatura pedagógica o propagandística. Contra lo que predica el malentendido o cliché literario más arraigado de nuestro tiempo, según el cual la literatura no es útil —apenas un juego sofisticado sin trascendencia alguna—, yo creo que la literatura es ante todo placer y conocimiento, y por lo tanto es utilísima —¿hay algo más útil que el placer y el conocimiento?—; lo que pasa es que solo es útil si no se propone serlo: en cuanto se propone serlo, se convierte en propaganda o pedagogía, y deja de ser literatura (al menos, buena literatura) y deja de ser útil. Ahora bien, si por literatura política se entiende una literatura que atañe a la polis —es decir, que nos atañe a todos—, entonces ojalá la mía lo sea. Toda gran literatura lo es.“Los escritores somos incómodos para el poder, que solo quiere gente obediente”
–Hoy Europa está inmersa en una campaña electoral donde todos los partidos políticos se atribuyen la defensa de la libertad.
–No hay que permitir la prostitución de valores esenciales. La libertad no debe convertirse en un valor de la extrema derecha, que en realidad quiere acabar con ella; si aceptamos eso, estamos perdidos. La libertad no consiste en hacer lo que a uno le da la gana; eso no es libertad: eso es la ley de la selva. No, la libertad tiene límites. La libertad absoluta lleva a la barbarie, igual que la justicia absoluta puede ser la más absoluta de las injusticias. Lo esencial, como decía antes, es encontrar un equilibrio de valores: la máxima libertad posible combinada con la máxima igualdad posible; por ahí vamos a una sociedad donde se puede vivir. Lo bueno llevado al extremo a menudo se convierte en malo, y la libertad absoluta degenera en caos absoluto: yo no puedo saltarme un semáforo en rojo o dejar de pagar impuestos en nombre de la libertad. Tampoco la igualdad puede ser absoluta; todos somos iguales ante la ley, pero eso no significa que seamos iguales en todo. ¿Recuerda lo que decía Fogwill de Borges? “Él escribe mejor que yo”, decía. “Pero yo veo mejor que él”.

–Ha sido muy crítico con el independentismo en Cataluña, el lugar donde vive desde hace tres décadas. ¿Qué perdió por alzar su voz?
–Perdí amigos, perdí lectores, perdí el tiempo, por momentos amargué la vida de las personas que más quiero y que sufrieron las consecuencias de mi incapacidad para callarme, tiré a la basura una parte importante de mi vida… En fin, ¿qué se le va a hacer? Para mí fue un shock, porque Cataluña es un lugar muy pequeño, donde todos nos conocemos. Pero lo hubiese pasado peor si no hubiese hecho lo que hice, si hubiese guardado silencio o me hubiese hecho el sueco… De todos modos, no me gusta hablar de esto: yo no soy una víctima. Rushdie lo es, y, como todas las víctimas auténticas, no va de víctima… Milan Kundera decía que un novelista nunca debe opinar de política; la razón es que, si opina de política —sobre todo en un contexto muy tenso y polarizado—, sus novelas pasan a ser interpretadas bajo el prisma de sus ideas, lo que es un desastre, porque lo más importante, complejo y profundo que tiene un novelista no son sus opiniones políticas (que pueden ser acertadas o equivocadas), sino sus novelas. Kundera tenía razón: opinar sobre política es malo para la recepción de la obra de un escritor; pero, al mismo tiempo, no tenía razón: porque un novelista también es un ciudadano común y corriente, y es tan responsable como los demás ciudadanos de lo que ocurre en la polis.
–¿Cuál debería ser entonces el rol del intelectual en la actualidad? “Lo pasmoso es la mansedumbre y la sumisión al poder de quienes deberían ser los primeros en impugnar sus desmanes”, destacaba, en una columna publicada en El País.
–Reconozcámoslo: el sustantivo intelectual no suena muy bien. A estas alturas, solo un bobo engreído diría de sí mismo: soy un intelectual. Y, sin embargo, ¿qué es un intelectual? Es simplemente alguien que ha adquirido una cierta notoriedad en su trabajo (como escritor, como músico, como arquitecto, como lo que sea) y que participa del modo que fuere en el debate público. En este sentido, hoy, cuando es facilísimo intervenir en la discusión pública gracias a Internet y las redes sociales, puede decirse que hay más intelectuales que nunca. Por supuesto, no todos son iguales ni tienen el mismo valor o influencia —no es lo mismo Habermas que la última influencer—, pero creo que es bueno tener esta idea descriptiva y no cualitativa del intelectual. De joven, yo detestaba la palabra, me reía de ella, pensaba que mis ídolos —Borges, Kafka, Proust, Joyce— no habían sido intelectuales, habían vivido en una torre de marfil y demás. Falso de toda falsedad: ninguno de esos escritores vivió en ella —entre otras razones porque nadie puede vivir en una figura del ajedrez—, todos se preocuparon de lo que tenían a su alrededor. La palabra idiota viene del griego idiotes, que significa persona que solo se ocupa de lo suyo y se desentiende de lo común, es decir, de la política. Un intelectual es lo contrario de un idiota. ¿Un novelista paga un precio opinando sobre política? Sí, pero es preferible pagarlo que ser un idiota. Además, si sus novelas son buenas, harán su camino.
–Pero también hay intelectuales o pseudointelectuales afines al poder, defensores acríticos de gobiernos. ¿Atenta esta posición con la esencia del intelectual?
–Totalmente: atenta contra cualquier idea de integridad intelectual. Cuando se trata de la cosa pública, yo hablo por mí: no hablo en nombre de nadie; ni por supuesto de ningún partido político. Cuando los míos —aquellos a los que me siento más próximo, o a los que he votado— hacen o dicen algo con lo que no estoy de acuerdo, lo digo y cargo con las consecuencias (la primera: ser tachado de traidor, de vendido al enemigo). Creo que esa es la principal condición de una persona decente, si se quiere de un intelectual: ser capaz de decir que no a los tuyos. Esto, como digo, te convierte en un incordio, pero es que el intelectual solo puede ser eso: un incordio, un rompepelotas, un aguafiestas, aquel que dice aquello que la gente no quiere escuchar (y sobre todo los suyos). De nuevo: ¿se paga un precio? Sí, pero… A veces me gusta pensar que, igual que hay gente que no compra mis libros porque no le gusta lo que digo, también hay gente que, cuando compra un libro mío, me está regalando libertad, me está diciendo: “No pares, sigue siendo un rompepelotas, estoy contigo”. Aunque, claro, hay que separar al novelista del ciudadano (del intelectual, si lo prefieres: el intelectual es no es más que el novelista o el escritor en tanto que ciudadano). A veces –casi siempre, de hecho– mis novelas dicen en el fondo lo contrario de lo que dicen mis artículos, porque las novelas operan en un nivel distinto al de la vida, y su función es distinta (una función superior, por cierto): las novelas sirven para dinamitar nuestras certezas más arraigadas, para ponerlas en cuestión.
–¿Siente que es más comprendido fuera de España que en su propio país?
–No es que lo sienta: es que probablemente es así. Y es normal, no me quejo. Cuanto más te aprecian fuera de tu país, menos les gusta a algunos de tus paisanos. Además, muchos de mis libros tratan de asuntos muy controvertidos en España, como la guerra civil o la Transición. Esto explica que me hayan dado muchos más premios fuera de España que en España. El impostor, por ejemplo, armó un revuelo tremendo en mi país; recibió premios en China, en el Parlamento Europeo y tres o cuatro en Italia, pero en España ninguno. Todo esto, insisto, es lógico. Poco después de que me concedieran en Gran Bretaña el Independent Foreign Fiction Prize (el antecedente inmediato del Booker), el crítico Boyd Tonkin, que presidía el jurado, me dijo que fuera de España mis libros se entendían mejor que en España. Su argumentación fue parecida a la que usa Kundera a propósito de Los dioses tienen sed, un libro de Anatole France que trata sobre la Revolución Francesa. Kundera dice que ese libro se entiende mejor fuera de Francia que en Francia porque el tema de la Revolución es central en la historia de Francia y los franceses lo leen buscando qué piensa el autor sobre la Revolución, si está en contra o a favor de Robespierre o de Saint-Just o de lo que sea. Y esa es la peor forma de leer una novela. Porque las novelas no aportan certezas históricas sino preguntas existenciales y porque, desde Cervantes, su instrumento esencial de conocimiento es la ironía, que nunca dice ni sí ni no, ni blanco ni negro, sino sí y no, blanco y negro al mismo tiempo. Así son las verdades de las novelas. Y por eso ponen tan nerviosos a los fanáticos. Que se jodan.

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