
El último verano de Van Gogh: los días con Marguerite Gachet, más que una musa de 21 años, en un bucólico pueblo francés
Vincent Van Gogh..Alfredo Sábat
Alyson Richman recrea la apasionante temporada de 1890 en Auvers-Sur-Oise, a partir de la relación que el artista holandés entabla con Marguerite, la hija del doctor Gachet; “Una amapola roja plegada” es el primer capítulo de esta historia
Yo fui la primera en verlo, pequeño y delgado, con varios lienzos bajo el brazo, una mochila colgada al hombro y un sombrero de paja encasquetado hasta los ojos. Ése fue mi primer secreto: fui la primera que lo vio desde atrás de los castaños en flor.
Había salido a hacer mis compras, como hacía siempre al iniciar la tarde. Era un día cálido y soleado de mayo. El cielo era de un azul aciano; el sol, del color de caléndulas trituradas. Debo confesar que ese día, cuando pasé por la estación, caminaba un poco más despacio. Sabía aproximadamente en qué tren llegaría, así que mis pasos fueron más cortos de lo acostumbrado mientras cargaba la canasta con huevos y hogazas de pan.

Escuché el silbato de la locomotora y el rechinido de los frenos conforme el tren disminuía la velocidad hasta detenerse. Me acerqué y me oculté detrás de los árboles que rodeaban el andén.
Recuerdo cómo bajó del vagón; era imposible confundirlo si se le comparaba con los caballeros formales que iban ataviados con traje negro y sombrero de copa. Parecía casi un campesino con su camisa blanca sin cuello, su amplio sombrero de paja y su chaleco sin abotonar. Al principio, el ala de su sombrero me impedía distinguir sus rasgos; pero después, cuando reunió sus lienzos y se colgó la mochila al hombro, lo pude ver con claridad.
De cierta forma extraña se parecía a papá. Me sorprendió la primera vez que lo vi porque eran demasiado similares. Era como si viera a mi padre treinta años más joven. La cabeza de Vicent era igual de pequeña y se estrechaba ligeramente en las sienes; tenía el mismo cabello pelirrojo y huecos en la barba como papá; la nariz aguileña, idéntica, y el ceño fruncido que enmarcaba sus profundos ojos azules. Se movía como un pajarito, con gestos rápidos y deliberados, igual que lo hacía mi padre cuando estaba nervioso o emocionado; sin embargo, a diferencia de papá, me pareció apuesto.
Sin duda no era una belleza clásica. Tenía la tez pálida, los pómulos salientes y el bigote pelirrojo terminado en punta. Me intrigaba. Parecía tan decidido al caminar con la cabeza en alto y con sus pinturas a la espalda. Mientras estudiaba su nuevo entorno, advertí el entusiasmo y la energía en sus ojos. Sólo con verlo, me di cuenta de los temas que iba a pintar; parecía evaluar las líneas de los tejados del pueblo, el chapitel de nuestra iglesia, la torre del reloj del ayuntamiento. No obstante, por absorto que pareciera Vincent en este nuevo lugar, parecía no advertir a las personas con las que se cruzaba, las que subían sus maletas a los carritos o intentaban abrirse paso hasta los carruajes que los esperaban. Parado en medio del andén, no hacía ningún esfuerzo por dejar libre el paso a los demás, su mirada estaba fija en el río Oise.
Esa tarde en el paisaje rural de Auvers, él era como una pincelada amarilla. El sol gravitaba hacia él con su brillo cálido y suave; parecía estar iluminado. Me quedé ahí de pie y esperé, observando cómo el paciente de mi padre se dirigía hasta el pueblo. No volví a verlo hasta el final de ese día, cuando se presentó ante nuestra puerta.
Papá había pasado gran parte del día preparándose para la llegada de Vincent. Canceló sus citas en París y pasó las primeras horas de la mañana en el ático, examinando las pinturas y grabados que aún no había enmarcado. Comió en el segundo piso, y como a las dos de la tarde que yo salía a hacer las compras, lo vi bajar las escaleras.
Me anudé mi pañuelo favorito bajo la barbilla y caminé hacia el pasillo para recoger la canasta. Papá estaba en su escritorio; estiraba uno de sus grabados y lo aplanaba con cuatro pisapapeles.
—Papá, voy a salir.
Alzó la mirada para verme y asintió, absorto. Vi cómo volteaba hacia la biblioteca y sacaba un frasco de cerámica con pinceles y un pequeño jarrón asiático que Cézanne le había regalado unos años antes. Sostuvo uno en cada mano y los hizo girar bajo la luz para examinar sus patrones sin dejar de ver su propio reflejo en la superficie acristalada.
Sabía que mi padre colocaría esas dos piezas de porcelana al alcance de la mano. Era parte de su ritual cuando conocía a personas que quería impresionar, y yo estaba segura de que las usaría durante su primera conversación con monsieur Van Gogh.
Había sido un invierno agotador, pero estaba muy satisfecha al ver el jardín en flor. En un mes cumpliría veintiún años y acababa de invertir todas mis energías arrodillada, con los dedos hundidos en la tierra. Mis esfuerzos no habían sido en vano porque los rosales floreaban, los bulbos retoñaban en iris robustos y, un poco más allá de nuestra casa, los campos irradiaban con amapolas rojas, anémonas y margaritas blancas.
La llegada de Vincent no sólo supuso un nuevo integrante en nuestro pueblo, sino también un invitado a quien mi padre consideraba lo suficientemente digno para recibir en nuestro hogar. Pocas personas nos visitaban, salvo algunos pintores selectos. Camille Pissarro, August Cézanne y Emile Bernard habían estado en nuestra casa, pero no recuerdo que mi padre hubiera invitado a nadie de nuestro pueblo. Los zapateros o panaderos no le interesaban a papá; al abrir las puertas de nuestro hogar a todos estos amigos artistas, él podía perpetuar la vida que había disfrutado en París.
A menudo hablaba de su vida en la capital. Al graduarse de la escuela de Medicina, se reunió con su amigo de la infancia —un pintor estimulante—, Gautier, donde vivieron la vie bohème entre las estrellas pujantes del mundo del arte. Y aunque papá se consideraba un aficionado, fue capaz de establecer una clientela próspera de artistas, escritores y músicos, felices de intercambiar sus obras por sus servicios médicos.
Papá escribió su tesis sobre la melancolía; su hipótesis era que, históricamente, todos los grandes hombres, filósofos, poetas y artistas del mundo padecieron aquella afección. Por esa razón, siempre tenía un oído atento para esos artistas que se con- sideraban depresivos o afectados por una enfermedad, y para curarlos, le entusiasmaba experimentar con su obsesión médica: la práctica homeopática de Hahnemann. Con el dinero que he- redó del patrimonio de su padre y el considerable ingreso de la dote de mi madre, papá tenía toda la libertad de experimentar con los métodos poco convencionales de la medicina que más le fascinaban.
De hecho, todo fue gracias a la sugerencia que Pissarro le hizo a Theo van Gogh: que Vincent viniera a Auvers para que papá lo tratara.
«Con tus conocimientos de pintura y psiquiatría, ¡serás el médico perfecto para él!», le propuso Pissarro a papá una tarde en nuestro jardín. Recuerdo que todos coincidieron en que el aire fresco y el entorno rural aliviarían el alma de Vincent e inspira- rían su pintura.
Pero a pesar del paisaje bucólico del pueblo, nuestra casa no era particularmente espaciosa ni iluminada como cualquiera asumiría que era una casa de campo. Recuerdo que traté de imaginar lo que pensaría el delicado pintor sobre nuestras habitaciones tan estrechas y abarrotadas. ¿El mobiliario negro y chucherías lo ofenderían de alguna manera? ¿Qué pensaría de mi padre y sus remedios homeopáticos? Me preguntaba si visitaría nuestra casa con frecuencia, como otros artistas habían hecho antes, y si nuestra casa cobraría vida de nuevo.
Vincent se presentó a la hora del té, subió las largas y estrechas escaleras con tanta energía que pude escuchar sus pisadas por la ventana de mi recámara. Padre le dio la bienvenida y lo condujo a la sala. Esa tarde había visto cómo sacaba una pintura de Pissarro y tres de Cézanne y supe que se las enseñaría a Vincent cuando llegara.
—Ah, sí, ésta es una de mis favoritas también. —Escuché que mi padre estaba de acuerdo con Vincent.
Sospechaba que Vincent hablaba del Pissarro, una pintura solitaria: una casa roja a la distancia, una madre y un hijo que tiritaban en primer plano y tres castaños cubiertos de escarcha.
—La mayor parte de mi colección está arriba —continuó mi padre—. Y tengo una máquina de grabados que le puedo prestar con mucho gusto. Cézanne la usaba a menudo cuando vivía en Auvers. —Hizo una pausa y luego agregó en un tono más respetuoso—: Verá, Cézanne me regaló este pequeño jarrón y el frasco de cerámica pintado como muestra de su aprecio. ¡Le ayudé mucho, tanto a él como a su pintura!
Al escuchar sus palabras, sacudí la cabeza. Con cada año que pasaba, Padre era más creativo con sus historias. Su deseo de ser pintor parecía eclipsar su trabajo como médico. Los dos hombres pasaron unos minutos más hablando de varios artistas, hasta que escuché que me llamaban.
—¡Marguerite! —exclamó papá—. Monsieur Van Gogh está aquí. Por favor, ¿podrías traernos un poco de té?
Madame Chevalier, la mujer que llegó a nuestro hogar tras la muerte de mi madre para ser la institutriz de mi hermano Paul y la mía, leía en su habitación. Pasaba la mayor parte del tiempo cosiendo o preocupándose por papá. Yo era la responsable de la mayor parte de los quehaceres domésticos.
Esa tarde me había puesto un vestido nuevo. Era azul celeste con pequeñas flores blancas bordadas en el dobladillo y el cuello. Recuerdo que en el último momento, justo antes de bajar las escaleras, regresé a buscar un listón blanco para mi cabello. No era algo que hiciera a menudo, porque siempre llevaba el cabello de manera sencilla cuando estaba en la casa y lo mantenía cubierto. Pero ese día amarré una cinta delgada de seda color marfil a propósito. Acomodé uno de los extremos sobre el cuello de mi vestido y el otro sobre mi hombro. Entre el telón de fondo de la colección de arte de mi padre y las sombras que arrojaba el mobiliario negro, anhelaba ser vista.
Para cuando terminé de preparar el té y acomodé los pastelitos amarillos que había horneado antes, mi padre y Vincent habían salido al jardín. Vincent estaba sentado junto a papá y entre ellos se extendía la larga mesa roja de campo. Las ramas curvas de nuestros dos tilos enmarcaban sus rostros. Sentado ahí en el jardín, mi padre parecía relajado hablando de arte, del placer que obtenía de su máquina para grabados y de sus propias incursiones con el óleo y los pasteles. Vincent también aparentaba estar cómodo en compañía de papá. Cómo hubiera deseado que me invitaran a participar en su conversación, pero estaban aislados entre las flores y las sombras de los árboles, en tanto que yo iba y venía de la reja del jardín a la cocina.
Mi información era correcta. Antes de su llegada, papá nos había hablado del talento de Vincent, de la manera excepcional en la que usaba los colores; sabía que había venido a Auvers para ser el paciente de mi padre, pero eso no impidió que me interesara en él. No parecía enfermo; estaba pálido, mas no espectral. Quizá era un poco tosco, pero eso sólo aumentaba su atractivo. Ahora puedo decir que poseía algo que nunca más he vuelto a experimentar: una rara mezcla de vulnerabilidad y fanfarronería. Cómo envidiaba a las abejas en mis rosales que escuchaban todo lo que padre y Vincent decían. Deseaba estudiar su rostro más de cerca y advertir cuáles de mis flores llamaban su atención. ¿Pensaría que mis anémonas violetas eran hermosas y dignas de ser pintadas? ¿Le interesarían las plantas medicinales que papá cultivaba junto a la puerta de la entrada? ¿Habría advertido la hiedra que cubría la pared de una de las dos bodegas de nuestra propiedad, en la que mi padre almacenaba el vino y el queso? Tiempo después, durante la guerra, allí guardaría las pinturas más valiosas de su colección: las de Vincent.
La voz de mi padre resonaba por encima del cacareo de las gallinas en el patio. Se inclinaba hacia Vincent, quien parecía asentir ante los puntos de vista de papá sobre la pintura y la curación de la mente.
—Tanto el arte como la homeopatía son ciencias. ¡Ambas son pasiones, Vincent! —Su rostro estaba radiante mientras se dirigía a su público embelesado de una sola persona.
Tras haberlo observado con atención, podía entender por qué mi padre se sentía atraído tanto por la medicina como por la pintura. Mezclaba sus elíxires como si fueran pigmentos excepcionales; una gota de hisopo era tan valiosa para él como un dedal de cobalto. Se deleitaba experimentando y midiendo; disfrutaba la satisfacción de crear y usar sus manos.
Aunque me interesaba poco su afición por las hierbas y las tinturas, en cierto sentido era parecida a papá. A mí también me atraían los artistas; quería entender lo que veían, lo que consideraban digno de sus lienzos y pinturas. Deseaba comprender por qué elegían el carmín o el escarlata para pintar la carne roja de las fresas, cómo hacían para pintar cáscaras de huevo o nubes esponjosas sobre el lienzo blanco y desnudo.
Por desgracia, en todos estos años había tenido muy pocas oportunidades de hacer esas preguntas. Incluso cuando Pissarro y Cézanne venían de visita, rara vez los veía, a menos que fuera un almuerzo informal. Incluso en esos momentos, yo tenía que cocinar o recoger la mesa, incapaz de entablar una conversación o de observarlos cuando preparaban sus caballetes y pinturas.
Pero la ayuda que mi padre le prestaría a Vincent lo mantendría en nuestro pueblo por un tiempo indefinido, y yo esperaba tener la oportunidad de hacernos amigos. Sabía que visitaría nuestra casa casi todos los días, y aunque desde el momento en que llegó a la estación fue evidente que era mucho menos sofisticado que los otros hombres que papá había recibido en casa, me intrigaba mucho más.
—¡Marguerite, el té! —llamó mi padre de nuevo.
Me apresuré a llegar al jardín con las bebidas. Cuando coloqué la charola sobre la mesa, mis manos temblaban por el peso de la tetera y las tazas, y los platos de porcelana tintineaban. Al parecer, ninguno de los dos lo notó, estaban tan absortos en su conversación que apenas se dieron cuenta de que puse el té frente a ellos.
—Aquí debe pintar lo más posible —insistía mi padre. Usaba las manos para mostrar su entusiasmo y le hablaba a Vincent como si fueran viejos amigos—. Ésa es la cura para su enfermedad. Cuando pinte, los síntomas desaparecerán.
—Pero en Arlés pintaba, en el sanatorio, y mis síntomas volvieron. El doctor Péyron a veces me prohibía pintar porque pensaba que eso contribuía a mis recaídas.
—Tonterías —dijo papá, negando con la cabeza de manera enfática—. Sencillamente no tenía la paz y la tranquilidad que necesitaba. En Arlés estaba rodeado de pacientes enfermos que lo distraían de su trabajo. No estaba en un pueblo como Auvers.
¿Tenía aire fresco como este a su disposición? —señaló con otro movimiento amplio del brazo—. ¿Contaba con una vista pacífica y pura de cabañas con techos de paja y campos de betabel? ¿Podía colocar su caballete junto a las hileras interminables de man- zanos en flor o en las riberas de un río lleno de rincones y recove- cos como el Oise?
Vincent negó con la cabeza.
—Y, no hay que olvidarlo —agregó papá, tocando la mesa para hacer énfasis—, ¡no me tenía a mí!
Vincent esbozó una sonrisa.
—Auvers-sur-Oise es el lugar al que acuden los artistas para refugiarse de la vida frenética y problemática de la ciudad. Estos hombres son mis amigos y los he tratado con éxito gracias a mis hierbas —explicó mi padre exaltado—. ¿Sabía que el mismo Pissarro está tan entusiasmado con mis remedios homeopáticos que he atendido a casi todos los miembros de su familia? ¡Tengo que mostrarle todas las pinturas que me ha regalado en estos años como pago por mis servicios! ¡Tengo trece obras suyas en mi colección!
No puedo olvidar la mirada de Vincent en ese momento. Miró a mi padre con tanta esperanza, tanta devoción. Era como si en verdad creyera que tenía la capacidad de curar todo lo que lo había dañado y afligido durante los últimos treinta y siete años.
Por eso pensé que no importaba que Vincent no hubiera hecho un esfuerzo por verme esa misma tarde, primero en la estación y, después, en nuestro jardín. Yo lo había visto a él.
De regreso a la cocina, me detuve junto a un arriate de amapolas, que crecían junto a la reja, para tocar sus pétalos con suavidad. Eran largos y brillantes, sus pieles rojas se abrían como el pabellón de una trompeta.
Supongo que su belleza me cautivó, porque no me di cuenta de que, sin lugar a dudas, Vincent había reparado en mí ese día. Cuando se acercó para despedirse esa tarde, me mostró la palma de su mano, donde tenía una flor de amapola doblada a la mitad. Extendió la mano y, con la mirada fija en la mía, dijo:..
—Para usted, mademoiselle Gachet, un diminuto abanico rojo.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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