La política fantasma de un sistema roto
— La parte y El todo —Sergio Suppo
Guillermo Francos estrenó su ascenso a jefe de Gabinete con una declaración llamativa, el martes pasado. Dijo que uno de los motivos de su mudanza desde el Ministerio del Interior se debía a que a Javier Milei “con la política se le hace complicado, no la entiende”.
Las palabras de Francos reflejan varias cosas a un tiempo. Es una forma de presentar al Presidente como ajeno a los usos y costumbres del poder en la Argentina. Puede ser. Significan además que el mandatario libertario tiene a la economía como foco excluyente de su trabajo. También es cierto.
Hay al menos una tercera variante para descifrar la declaración de Francos, más ajustada a las circunstancias abiertas tras el triunfo de La Libertad Avanza y su impetuosa llegada a la Casa Rosada.
Francos se refería a un problema que él sufre tanto como su jefe, aun contando con la ventaja de tantos años de política y conociendo a todos sus protagonistas.
Ese problema se resume en la pérdida completa del sistema de relaciones y de la lógica de funcionamiento que tenían los dirigentes y sus partidos por el rompimiento que implicó e implica Milei en el poder.
El Gobierno busca y no encuentra con quién y cómo relacionarse con algún nivel de certidumbre, ya sea para pelearse o para acordar. Debe contabilizarse como una excepción el dificultoso trámite para poder hacer votar en el Senado los restos del proyecto de ley Bases. Hay otro acuerdo, sin embargo, hijo de otra oscura convicción compartida: convertir en miembro de la Corte al juez Ariel Lijo.
Detrás del uso que Milei hace de sus acusaciones y descalificaciones, hasta él mismo parece haber descubierto que los ataques bestiales pueden ser útiles para las campañas electorales o, en el mejor de los casos, para mantener entretenidos a sus seguidores. Sin embargo, es lo contrario para reunir votos en el Congreso.
Ese problema de relacionamiento no es solo una cuestión de mala praxis de este oficialismo encaminado a cumplir su primer semestre.
Otra vez, como en 2001, estalló el viejo sistema binario que se había reconstruido a duras penas en los últimos 15 años. Era cómodo para la mayoría el formato del kirchnerismo al mando del peronismo y de fracciones de la vieja izquierda, enfrentado a una coalición unida por el deseo común de derrotarlo.
Llegó Milei y los cambios empiezan a reflejarse en la división de ambos conglomerados. ¿Sigue siendo Cristina Kirchner la líder de su espacio? Es bastante posible que la evolución hacia una candidatura presidencial del gobernador Axel Kicillof explique que la expresidenta haya salido de su largo silencio para mostrarse como principal adversaria al gobierno libertario.
Kicillof empezó a tejer una red fuera de la frontera kirchnerista con gobernadores de distintos orígenes (como el radical Maximiliano Pullaro o Ignacio Torres, con origen en el PRO). Mientras, ministros bonaerenses replican las apariciones del cristinismo puro y enfrentan a Máximo Kirchner. Los gobernadores del norte juegan un juego independiente de los dictados del Instituto Patria. Unos ladran y otros aplauden, pero todos negocian votos por recursos; un viejo clásico de todas las épocas. Ya verán en Tucumán, Salta o Catamarca dónde se ubican; para las elecciones falta una eternidad.
Esos gobernadores, como los sindicalistas que salen en todas las fotos desde los tiempos de la dictadura, no encuentran todavía un casillero al que apostar un número. Expresiones más afines a Juntos por el Cambio o al radicalismo, como el peronismo cordobés que Martín Llaryora heredó de Juan Schiaretti, navegan por ahora en solitario sin atreverse a regresar al PJ manejado por Cristina ni blanquear el deseo de construir una tercera alternativa.
Por su parte, PRO siente el rigor de la proximidad a la fuerza que lo desalojó del lugar que creía ganado para ser la alternativa de poder al kirchnerismo. Milei se convirtió en la opción de toda la clientela que alguna vez fue de Mauricio Macri, paradójicamente el hombre que bendijo al ahora presidente como candidato válido.
Al fundador de PRO le sirvió para evitar que naciera un presidente en su propia fuerza. Ahora paga el precio de ver cómo una parte de sus dirigentes saltan la tapia de la Quinta de Olivos para pedir trabajo y su liderazgo pierde peso.
En el minuto cero del gobierno de Milei le ofreció cubrir los cargos del gabinete, pero el Presidente eligió la vacancia a la alianza y todavía hoy el 60 por ciento de los puestos siguen sin tener un funcionario nombrado.
El crecimiento de la estructura de dirigentes de La Libertad Avanza empieza en el terreno del vecino, el macrismo. Patricia Bullrich ya es una libertaria más, aunque siga diciendo que es de PRO, y Horacio Rodríguez Larreta asesora a gobernadores de Juntos por el Cambio a la espera de armar un espacio distinto al que integró.
El otro socio de Juntos por el Cambio, el radicalismo, languidece sin política ni liderazgos. No sabe si acompañar a Milei en las normas de apertura económica o abrazarse al peronismo recitando el programa de Avellaneda. Martín Lousteau, el presidente del Comité Nacional, suele votar en minoría respecto de sus bloques y cada vez que habla es refutado por el silencio de los gobernadores de su partido. Como ahora le pasa a PRO, los votantes de la UCR apoyan candidatos presidenciales ajenos; unos son ahora fervorosos defensores de Milei y otros añoran a Raúl Alfonsín.
Es tanta la desorientación opositora con la que Milei debe lidiar en busca de votos para lograr alguna buena noticia en el Congreso, que la vieja política que LLA cree reemplazar encontró en un juez famoso por su desprestigio un punto en el que estar de acuerdo.
Votar por Ariel Lijo como miembro de la Corte resume el eterno deseo de impunidad que habita entre los dirigentes de todos los partidos. A Milei le vendieron a futuro la ilusión de una Corte adepta, tal y como la construyó su admirado Carlos Menem. A Cristina Kirchner le interesa una solución en el presente para su pasado. A algunos radicales y a ciertos legisladores de PRO les importa cuidar los negocios impresentables que los financian.
Todos tienen un buen motivo para un efímero y descarado acuerdo entre lo nuevo, lo viejo y lo de siempre.
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Einstein, Darwin, Sagan, Hawking: los libros de ciencia tienen su canon
Un repaso a las cien obras más influyentes en la historia científica
Sergio C. FanjulCarl Sagan habla durante una clase en la Universidad de Cornell, Estados Unidos, en 1981
En 1994 el crítico británico Harold Bloom publicó el que tal vez sea el canon literario más popular (y polémico): El canon occidental (Anagrama). Las fronteras y el espíritu de ese listado han sido controvertidos, pero su tronco central es incontestable: Shakespeare, Cervantes, Montaigne, Joyce, Kafka o Proust. Los sospechosos habituales del panteón literario.
Cuando se hace este tipo de compendios librescos, sin embargo, no suelen incluirse textos de carácter científico. Si acaso El origen de las especies, de Charles Darwin, un libro de ciencia escrito con cierta belleza literaria. En tiempo de Darwin no existían disciplinas como la genética moderna o la biología molecular, de modo que su libro, que cambió la autopercepción de la especie humana y propuso el armazón de la Teoría de la Evolución, ya ha sido superado científicamente. Quizás ahora apele más a los poetas que a los investigadores.
Estos días surge un nuevo canon que está compuesto solo por libros de ciencia: El canon oculto (Crítica), de José Manuel Sánchez Ron, físico teórico, historiador de la ciencia y académico de la Real Academia Española. “La ciencia no solo nos permite entender qué somos, dónde estamos o qué es el cosmos, sino que también forma parte de la cultura”, dice el autor. “Así que si los cánones consisten en libros que conviene leer o, al menos, saber de su existencia, es raro que hayan estado compuestos solo por libros literarios con alguna excepción de filosofía o historia”, añade.
Este canon se compone de 100 libros que parten de los textos de Hipócrates sobre medicina, compilados cinco siglos antes de Cristo, para llegar a obras de finales del XX, como El quark y el jaguar (1994), de Murray Gell-Mann, sobre la ciencia de la complejidad, o La dimensión fractal de la naturaleza (1983), del matemático Benoît Mandelbrot.
Sorprende la convivencia de textos muy técnicos, que aportaron ideas valiosísimas al conocimiento, como las obras sobre electromagnetismo de James Clerk Maxwell, sobre matemáticas de Leonhard Euler o, sin ir más lejos, los Principia Mathematica (1687) de Isaac Newton, con otras obras de carácter divulgativo, como Cosmos (1980), de Carl Sagan, o Breve historia del tiempo (1988), de Stephen Hawking. El propio Hawking confesaba que sus editores le habían dicho que cada fórmula matemática espantaría a la mitad de los lectores, así que solo plasmó una: la célebre equivalencia masa-energía de Einstein (E=mc2), que, entre otras cosas, propició la era atómica que aún nos amenaza.
Algunos libros supusieron un fuerte cambio político, como Primavera silenciosa (1962), de Rachel Carson, pionero de la concienciación ecológica, o Gorilas en la niebla (1983), en la que Dian Fossey nos hizo ver a los animales de otro modo, sobre todo a nuestros primos más cercanos. En ocasiones, la literatura científica se confunde con la filosofía, cuando los saberes no estaban tan diferenciados: se ve en el caso del Timeo de Platón, del siglo. V a. C., o la obra de Aristóteles, del siglo IV a. C., o en las obras Voltaire o Kant. En otras ocasiones raya con la poesía, como en De rerum natura, de Lucrecio, del siglo I a. C. Por supuesto, Albert Einstein está representado con Sobre las teorías especial y general de la Relatividad (1917), un libro de alta divulgación donde explicaba el corazón de su obra.
Algunos textos ya están superados científicamente. Por ejemplo, la cosmología geocéntrica de Ptolomeo, que se recoge en el Almagesto, del siglo II d. C. “Es la cumbre de la astronomía geocéntrica, y ya sabemos que la Tierra no está en el centro del universo. Pero su influencia fue enorme: estuvo vigente durante muchos siglos”, señala el académico. Algunos hasta han sido considerados pseudocientíficos, como lo que pensaba Karl Popper de Sigmund Freud. “Se me ha criticado mucho el incluir a Freud como científico”, dice Sánchez Ron. “Las explicaciones que dio a los sueños no han sobrevivido el paso del tiempo (aunque haya quien aún las crea), pero es importante porque se abría un campo de indagación científica de la realidad: el inconsciente”.
El punto de partida de este canon, que es la reivindicación de la literatura científica en el panorama literario general puede recordar a la conferencia de C. P. Snow “Las dos culturas”, que ponía, a mediados del siglo XX, un debate larvado: las relaciones entre ciencias y humanidades, frecuentemente separadas por una línea roja para muchos innecesaria. Como señala Sánchez Ron, casi todo el mundo conoce el argumento y la importancia de El Quijote, aunque no lo haya leído. No hacerlo es signo de incultura. Sin embargo, se ha argumentado en torno a las dos culturas, pocos conocen el significado del Segundo Principio de la Termodinámica, ley fundamental del Universo. Pero nadie será tachado de inculto por ello. Si preguntas por la calle quién fue
James Clerk Maxwell, que sentó las bases del electromagnetismo y cambió el mundo para siempre, probablemente nadie lo sepa. es posible que les suene el nombre de Galileo, ¿pero qué hizo Galileo?”.
Como un pequeño canon dentro de su gran canon, Sánchez Ron recomienda seis obras. Las tres primeras son, a su juicio, las más influyentes de carácter técnico. Las tres segundas tienen un carácter más generalista. Todas importantes en la historia de la ciencia.
◗ Elementos (siglo IV a. C.), de Euclides. Es una obra fundamental de las matemáticas en la que, estableciendo axiomas (“Un punto es lo que no tiene partes”) y desarrollando deducciones, Euclides sienta las bases de la geometría euclidiana (que por eso se llama así) en dos y tres dimensiones, es decir, en el espacio y en el plano.
◗ Principia mathematica (1687),
de Isaac Newton. Con esta obra se establecen los principios de la física clásica y de la gravitación universal. Las manzanas que caen, la inercia de los cuerpos, la acción y la reacción. Se culmina la Revolución Científica de los siglos XVI y XVII. Este libro cambió la cosmovisión en Occidente e influyó en la Ilustración. Hasta la llegada de la física cuántica y la relatividad, a principios del siglo XX, fue la mejor explicación del mundo. Y no fue refutada: la nueva física era algo así como una ampliación de la de Newton.
◗ El origen de las especies (1859),
de Charles Darwin. En esta obra revolucionaria, Darwin propuso la teoría de la evolución por selección natural. Argumentaba que las especies evolucionan gradualmente a través de la competencia por la supervivencia y la reproducción, ideas que habían aflorado en su viaje a bordo del Beagle. Así cambió la autopercepción de la especie humana y su relación con Dios: ya no éramos el centro de la creación ni el centro del universo. El libro influyó incluso en teorías políticas contrapuestas como el darwinismo social o el marxismo. Desde entonces, ya no somos los mismos.
◗ Primavera silenciosa (1962), de
Rachel Carson. Esta obra fue pionera en señalar las amenazas que el desarrollo humano ejerce sobre el medio ambiente y ayudó a generar conciencia ecológica. En particular, trata sobre los efectos devastadores de los pesticidas en el medio ambiente: los daños a la vida silvestre, a los ecosistemas y a la salud humana. Tuvo consecuencias palpables, al influir en la legislación sobre control de pesticidas.
Cosmos (1980), de Carl Sagan. ◗ Con un estilo poético y cercano, Sagan divulgó en este hermoso libro diferentes aspectos de la ciencia, no solo de la astronomía, sino también de la biología celular, de los grandes números, de la geometría o de la historia de la ciencia, al tiempo que luchaba contra las ideas pseudocientíficas, otra frente que obsesionó a Sagan durante toda su vida. La serie televisiva, coguionizada por su esposa Ann Druyan, convirtió a Sagan en el amable rostro global de la ciencia, gran divulgador y inspirador de vocaciones.
◗ La falsa medida del hombre (1981), de Stephen Jay Gould. Esta obra examina cómo la teoría de la inteligencia, medida por el cociente intelectual (CI), ha sido utilizada para promover ideas racistas y sexistas. Gould muestra cómo las pruebas de inteligencia están influenciadas por prejuicios culturales y sociales, y critica que la inteligencia pueda ser reducida a un solo número. La mente humana es mucho más diversa y compleja.
En 1994 el crítico británico Harold Bloom publicó el que tal vez sea el canon literario más popular (y polémico): El canon occidental (Anagrama). Las fronteras y el espíritu de ese listado han sido controvertidos, pero su tronco central es incontestable: Shakespeare, Cervantes, Montaigne, Joyce, Kafka o Proust. Los sospechosos habituales del panteón literario.
Cuando se hace este tipo de compendios librescos, sin embargo, no suelen incluirse textos de carácter científico. Si acaso El origen de las especies, de Charles Darwin, un libro de ciencia escrito con cierta belleza literaria. En tiempo de Darwin no existían disciplinas como la genética moderna o la biología molecular, de modo que su libro, que cambió la autopercepción de la especie humana y propuso el armazón de la Teoría de la Evolución, ya ha sido superado científicamente. Quizás ahora apele más a los poetas que a los investigadores.
Estos días surge un nuevo canon que está compuesto solo por libros de ciencia: El canon oculto (Crítica), de José Manuel Sánchez Ron, físico teórico, historiador de la ciencia y académico de la Real Academia Española. “La ciencia no solo nos permite entender qué somos, dónde estamos o qué es el cosmos, sino que también forma parte de la cultura”, dice el autor. “Así que si los cánones consisten en libros que conviene leer o, al menos, saber de su existencia, es raro que hayan estado compuestos solo por libros literarios con alguna excepción de filosofía o historia”, añade.
Este canon se compone de 100 libros que parten de los textos de Hipócrates sobre medicina, compilados cinco siglos antes de Cristo, para llegar a obras de finales del XX, como El quark y el jaguar (1994), de Murray Gell-Mann, sobre la ciencia de la complejidad, o La dimensión fractal de la naturaleza (1983), del matemático Benoît Mandelbrot.
Sorprende la convivencia de textos muy técnicos, que aportaron ideas valiosísimas al conocimiento, como las obras sobre electromagnetismo de James Clerk Maxwell, sobre matemáticas de Leonhard Euler o, sin ir más lejos, los Principia Mathematica (1687) de Isaac Newton, con otras obras de carácter divulgativo, como Cosmos (1980), de Carl Sagan, o Breve historia del tiempo (1988), de Stephen Hawking. El propio Hawking confesaba que sus editores le habían dicho que cada fórmula matemática espantaría a la mitad de los lectores, así que solo plasmó una: la célebre equivalencia masa-energía de Einstein (E=mc2), que, entre otras cosas, propició la era atómica que aún nos amenaza.
Algunos libros supusieron un fuerte cambio político, como Primavera silenciosa (1962), de Rachel Carson, pionero de la concienciación ecológica, o Gorilas en la niebla (1983), en la que Dian Fossey nos hizo ver a los animales de otro modo, sobre todo a nuestros primos más cercanos. En ocasiones, la literatura científica se confunde con la filosofía, cuando los saberes no estaban tan diferenciados: se ve en el caso del Timeo de Platón, del siglo. V a. C., o la obra de Aristóteles, del siglo IV a. C., o en las obras Voltaire o Kant. En otras ocasiones raya con la poesía, como en De rerum natura, de Lucrecio, del siglo I a. C. Por supuesto, Albert Einstein está representado con Sobre las teorías especial y general de la Relatividad (1917), un libro de alta divulgación donde explicaba el corazón de su obra.
Algunos textos ya están superados científicamente. Por ejemplo, la cosmología geocéntrica de Ptolomeo, que se recoge en el Almagesto, del siglo II d. C. “Es la cumbre de la astronomía geocéntrica, y ya sabemos que la Tierra no está en el centro del universo. Pero su influencia fue enorme: estuvo vigente durante muchos siglos”, señala el académico. Algunos hasta han sido considerados pseudocientíficos, como lo que pensaba Karl Popper de Sigmund Freud. “Se me ha criticado mucho el incluir a Freud como científico”, dice Sánchez Ron. “Las explicaciones que dio a los sueños no han sobrevivido el paso del tiempo (aunque haya quien aún las crea), pero es importante porque se abría un campo de indagación científica de la realidad: el inconsciente”.
El punto de partida de este canon, que es la reivindicación de la literatura científica en el panorama literario general puede recordar a la conferencia de C. P. Snow “Las dos culturas”, que ponía, a mediados del siglo XX, un debate larvado: las relaciones entre ciencias y humanidades, frecuentemente separadas por una línea roja para muchos innecesaria. Como señala Sánchez Ron, casi todo el mundo conoce el argumento y la importancia de El Quijote, aunque no lo haya leído. No hacerlo es signo de incultura. Sin embargo, se ha argumentado en torno a las dos culturas, pocos conocen el significado del Segundo Principio de la Termodinámica, ley fundamental del Universo. Pero nadie será tachado de inculto por ello. Si preguntas por la calle quién fue
James Clerk Maxwell, que sentó las bases del electromagnetismo y cambió el mundo para siempre, probablemente nadie lo sepa. es posible que les suene el nombre de Galileo, ¿pero qué hizo Galileo?”.
Como un pequeño canon dentro de su gran canon, Sánchez Ron recomienda seis obras. Las tres primeras son, a su juicio, las más influyentes de carácter técnico. Las tres segundas tienen un carácter más generalista. Todas importantes en la historia de la ciencia.
◗ Elementos (siglo IV a. C.), de Euclides. Es una obra fundamental de las matemáticas en la que, estableciendo axiomas (“Un punto es lo que no tiene partes”) y desarrollando deducciones, Euclides sienta las bases de la geometría euclidiana (que por eso se llama así) en dos y tres dimensiones, es decir, en el espacio y en el plano.
◗ Principia mathematica (1687),
de Isaac Newton. Con esta obra se establecen los principios de la física clásica y de la gravitación universal. Las manzanas que caen, la inercia de los cuerpos, la acción y la reacción. Se culmina la Revolución Científica de los siglos XVI y XVII. Este libro cambió la cosmovisión en Occidente e influyó en la Ilustración. Hasta la llegada de la física cuántica y la relatividad, a principios del siglo XX, fue la mejor explicación del mundo. Y no fue refutada: la nueva física era algo así como una ampliación de la de Newton.
◗ El origen de las especies (1859),
de Charles Darwin. En esta obra revolucionaria, Darwin propuso la teoría de la evolución por selección natural. Argumentaba que las especies evolucionan gradualmente a través de la competencia por la supervivencia y la reproducción, ideas que habían aflorado en su viaje a bordo del Beagle. Así cambió la autopercepción de la especie humana y su relación con Dios: ya no éramos el centro de la creación ni el centro del universo. El libro influyó incluso en teorías políticas contrapuestas como el darwinismo social o el marxismo. Desde entonces, ya no somos los mismos.
◗ Primavera silenciosa (1962), de
Rachel Carson. Esta obra fue pionera en señalar las amenazas que el desarrollo humano ejerce sobre el medio ambiente y ayudó a generar conciencia ecológica. En particular, trata sobre los efectos devastadores de los pesticidas en el medio ambiente: los daños a la vida silvestre, a los ecosistemas y a la salud humana. Tuvo consecuencias palpables, al influir en la legislación sobre control de pesticidas.
Cosmos (1980), de Carl Sagan. ◗ Con un estilo poético y cercano, Sagan divulgó en este hermoso libro diferentes aspectos de la ciencia, no solo de la astronomía, sino también de la biología celular, de los grandes números, de la geometría o de la historia de la ciencia, al tiempo que luchaba contra las ideas pseudocientíficas, otra frente que obsesionó a Sagan durante toda su vida. La serie televisiva, coguionizada por su esposa Ann Druyan, convirtió a Sagan en el amable rostro global de la ciencia, gran divulgador y inspirador de vocaciones.
◗ La falsa medida del hombre (1981), de Stephen Jay Gould. Esta obra examina cómo la teoría de la inteligencia, medida por el cociente intelectual (CI), ha sido utilizada para promover ideas racistas y sexistas. Gould muestra cómo las pruebas de inteligencia están influenciadas por prejuicios culturales y sociales, y critica que la inteligencia pueda ser reducida a un solo número. La mente humana es mucho más diversa y compleja.
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