De un mundo a otro. En lugar de obnubilarse por los algoritmos, los expertos sugieren ocuparse de las estructuras de gobernanza que determinan el uso de la inteligencia artificial para reforzar su control y obtener mayor transparencia
Carlos A. Mutto
Una frase puede ser suficiente, a veces, para cambiar el curso de la historia. Durante la campaña presidencial de 1992 en Estados Unidos, el estratega político James Carville, del Partido Demócrata, logró centrar el debate en el punto más frágil del presidente republicano George H.W. Bush, que aspiraba a la reelección. Colgó un cartel en la gran sala de reuniones del estado mayor electoral demócrata con la leyenda “It’s the economy, stupid!”.
Para racionalizar las incertidumbres que provoca la inteligencia artificial, Carville aconsejaría hoy utilizar el eslogan: “It’s politics, stupid!”.
Los teóricos que actúan con sentido crítico sugieren no dejarse deslumbrar por la pirotecnia tecnológica y concentrarse en los aspectos esenciales: dejar de considerar a los gigantes de la big-tech simples empresas privadas en busca de beneficios y, por el contrario, valorar la importancia que tienen como actores políticos de primer orden mundial y poner el foco en la influencia social que tienen las nuevas tecnologías y fenómenos derivados, como las redes sociales, la big data y sobre todo ChatGPT.
El físico Stephen Hawking en 2014 y más recientemente el historiador israelí Yuval Noah Harari encendieron luces rojas sobre el peligro que representa el dominio que ejercen las principales corporaciones tecnológicas en inteligencia artificial: la recopilación de datos crea una “nueva forma de capitalismo donde los intereses privados a menudo reemplazan al bien público”. Tim Wu, profesor de la Facultad de Derecho de Columbia, cree incluso que existe un fuerte riesgo de que esos grupos utilicen su virtual monopolio para “promover sus propias agendas políticas e ideológicas”. La tentación de convertirse en una suerte de contrapoder “podría fragilizar los procesos democráticos y los intereses esenciales de la sociedad”, indica en su libro The Curse of Bigness: Antitrust in the New Gilded Age (La maldición de la grandeza: antimonopolio en la nueva era dorada).
La socióloga Shoshana Zuboff describe esa amenaza en su libro La era del capitalismo de la vigilancia, donde afirma que el almacenamiento y el control de datos y los procesos algorítmicos que realizan las grandes corporaciones se efectúan sin ningún consentimiento de los individuos. “El verdadero drama –precisa– radica en la gobernanza de estos procesos y en la forma en que explotan los datos personales”. Al igual que Zuboff, numerosos teótos ricos argumentan que si bien los algoritmos y los métodos de producción de datos son importantes las estructuras de gobernanza que determinan su uso son cruciales y deben reforzar su control para obtener mayor transparencia, responsabilidad y consentimiento en la forma en que se implementan esos procedimientos. Ningún ser humano ha “dado su consentimiento a las formas en que estos algoritmos representan y afectan sus vidas”, insiste por su parte Frank Pasquale en La sociedad de la caja negra: los algoritmos secretos que controlan el dinero y la información.
Ese dilema no es insignificante. La tecnología es un vector crucial de todas las rivalidades políticas e ideológicas que se cruzan a nivel nacional, y de confrontación geoestratégica cuando se observa el fenómeno a escala global. El gran salto tecnológico occidental llega en un momento crítico en que China enfrenta dos desafíos simultáneos: frente a la ofensiva arrolladora de OpenAI (creadores de ChatGPT), Google (Gemini) y Meta (Llama), fue incapaz de proponer alternativas y debió aceptar la humillación de que el gigante Alibaba
Cloud tuviera que recurrir a Llama como base para desarrollar su propio modelo. El régimen de Pekín posee suficientes talentos para desarrollar sus modelos de lenguaje, pero todas sus ambiciones se estrellan con las restricciones a los semiconductores impuestas por Estados Unidos. Sin esos recursos, aparece el segundo problema: más allá de la inteligencia artificial generativa, las limitaciones chinas comenzaron a penalizar las ambiciones de Pekín en el campo de los nuevos conflichíbridos, que requieren ser dopados con IA. Esa amenaza latente se agudizó con la panoplia formada por la guerra en Ucrania, multiplicación de ciberataques, injerencias y big data. Esos campos de batalla requieren sistemas de explotación, tratamiento de datos en segundo plano y tecnovigilancia, sistemas fuertemente consumidores de alta tecnología y grandes capacidades de procesamiento.
La sombra de la política domina ese contexto. La importancia de los implantes cerebrales, los enjambres de minisatélites en el cielo de Ucrania o los cables submarinos no reside en su formidable desarrollo tecnológico. “Lo que interesa es que los colosos tecnológicos, como los magníficos siete que monopolizan la high-tech (Nvidia, Microsoft, Meta, Google, Amazon, Apple y Tesla), se convirtieron en los últimos años en actores dominantes del sistema, no solo económicos, sino también sociales, militares, políticos, ideológicos e institucionales”, explica la investigadora francesa Asma Mhalla, autora de Technopolitique. “La opinión de los gigantes de la tech –agrega– tiene un enorme peso político. Ahora son interlocutores ineludibles del poder y recibidos como jefes de Estado, y poseen la capacidad de influencia como para bloquear normas o promover regulaciones à la carte”. Elon Musk no se priva de exponer su opinión sobre el futuro de Taiwán, en contradicción con el Departamento de Estado, y predicar sus teorías neonatalistas del mundo.
Los sistemas de inteligencia artificial son políticos por tres razones. Primero porque encapsulan los valores y los sesgos de sus creadores. En el universo de la high-tech, los conceptores de esas tecnologías son ideólogos que comparten una concepción del futuro de la humanidad. La matemática Cathy O’Neil o la investigadora australiana Kate Crawford coinciden en evocar los “riesgos significativos que plantea la concentración del control de los sistemas de IA”, debido en particular a las ideologías y potenciales fanatismos de sus propietarios. Esos actores tecnológicos canalizan claramente una visión del mundo. El ChatGPT de Sam Altman tiene poco que ver con los objetivos políticos que se esconden en los intersticios del robot conversacional Grok de Elon Musk, concebido como un arma antiwoke y un instrumento para respaldar las ambiciones todopoderosas que inspiran al creador de Satlink y Neuralink. Como toda la tecnología dual, idónea para el doble empleo civil y militar, los sistemas de inteligencia artificial pueden ser –por último– tanto instrumentos de soft power, es decir, vectores de influencia, como de hard power, armas que en manos inescrupulosas alcanzan una proyección de potencia al servicio de las grandes corporaciones que controlan. A veces, aunque no siempre, esas ambiciones coinciden con los intereses de los Estados.
Lo que está en juego no es la posesión de un territorio o la influencia en un mercado bursátil, sino el control de nuestros cerebros y, a partir de ahí, del mundo. Esa perspectiva representa uno de los desafíos más serios que debió enfrentar la humanidad en toda su historia. Un hombre que maneja los principales data centers del mundo, una de la mayores redes sociales, que comenzó a experimentar la implantación de neuronas artificiales y que mantiene una constelación de 12.000 satélites de comunicaciones orbitando en torno del planeta, no tendría –en principio– demasiados obstáculos en lanzarse a una aventura de conquista inédita de poder
Las limitaciones chinas comenzaron a penalizar las ambiciones de Pekín en el campo de los nuevos conflictos híbridos, que requieren ser dopados con IA
Especialista en inteligencia económica y periodista
Una frase puede ser suficiente, a veces, para cambiar el curso de la historia. Durante la campaña presidencial de 1992 en Estados Unidos, el estratega político James Carville, del Partido Demócrata, logró centrar el debate en el punto más frágil del presidente republicano George H.W. Bush, que aspiraba a la reelección. Colgó un cartel en la gran sala de reuniones del estado mayor electoral demócrata con la leyenda “It’s the economy, stupid!”.
Para racionalizar las incertidumbres que provoca la inteligencia artificial, Carville aconsejaría hoy utilizar el eslogan: “It’s politics, stupid!”.
Los teóricos que actúan con sentido crítico sugieren no dejarse deslumbrar por la pirotecnia tecnológica y concentrarse en los aspectos esenciales: dejar de considerar a los gigantes de la big-tech simples empresas privadas en busca de beneficios y, por el contrario, valorar la importancia que tienen como actores políticos de primer orden mundial y poner el foco en la influencia social que tienen las nuevas tecnologías y fenómenos derivados, como las redes sociales, la big data y sobre todo ChatGPT.
El físico Stephen Hawking en 2014 y más recientemente el historiador israelí Yuval Noah Harari encendieron luces rojas sobre el peligro que representa el dominio que ejercen las principales corporaciones tecnológicas en inteligencia artificial: la recopilación de datos crea una “nueva forma de capitalismo donde los intereses privados a menudo reemplazan al bien público”. Tim Wu, profesor de la Facultad de Derecho de Columbia, cree incluso que existe un fuerte riesgo de que esos grupos utilicen su virtual monopolio para “promover sus propias agendas políticas e ideológicas”. La tentación de convertirse en una suerte de contrapoder “podría fragilizar los procesos democráticos y los intereses esenciales de la sociedad”, indica en su libro The Curse of Bigness: Antitrust in the New Gilded Age (La maldición de la grandeza: antimonopolio en la nueva era dorada).
La socióloga Shoshana Zuboff describe esa amenaza en su libro La era del capitalismo de la vigilancia, donde afirma que el almacenamiento y el control de datos y los procesos algorítmicos que realizan las grandes corporaciones se efectúan sin ningún consentimiento de los individuos. “El verdadero drama –precisa– radica en la gobernanza de estos procesos y en la forma en que explotan los datos personales”. Al igual que Zuboff, numerosos teótos ricos argumentan que si bien los algoritmos y los métodos de producción de datos son importantes las estructuras de gobernanza que determinan su uso son cruciales y deben reforzar su control para obtener mayor transparencia, responsabilidad y consentimiento en la forma en que se implementan esos procedimientos. Ningún ser humano ha “dado su consentimiento a las formas en que estos algoritmos representan y afectan sus vidas”, insiste por su parte Frank Pasquale en La sociedad de la caja negra: los algoritmos secretos que controlan el dinero y la información.
Ese dilema no es insignificante. La tecnología es un vector crucial de todas las rivalidades políticas e ideológicas que se cruzan a nivel nacional, y de confrontación geoestratégica cuando se observa el fenómeno a escala global. El gran salto tecnológico occidental llega en un momento crítico en que China enfrenta dos desafíos simultáneos: frente a la ofensiva arrolladora de OpenAI (creadores de ChatGPT), Google (Gemini) y Meta (Llama), fue incapaz de proponer alternativas y debió aceptar la humillación de que el gigante Alibaba
Cloud tuviera que recurrir a Llama como base para desarrollar su propio modelo. El régimen de Pekín posee suficientes talentos para desarrollar sus modelos de lenguaje, pero todas sus ambiciones se estrellan con las restricciones a los semiconductores impuestas por Estados Unidos. Sin esos recursos, aparece el segundo problema: más allá de la inteligencia artificial generativa, las limitaciones chinas comenzaron a penalizar las ambiciones de Pekín en el campo de los nuevos conflichíbridos, que requieren ser dopados con IA. Esa amenaza latente se agudizó con la panoplia formada por la guerra en Ucrania, multiplicación de ciberataques, injerencias y big data. Esos campos de batalla requieren sistemas de explotación, tratamiento de datos en segundo plano y tecnovigilancia, sistemas fuertemente consumidores de alta tecnología y grandes capacidades de procesamiento.
La sombra de la política domina ese contexto. La importancia de los implantes cerebrales, los enjambres de minisatélites en el cielo de Ucrania o los cables submarinos no reside en su formidable desarrollo tecnológico. “Lo que interesa es que los colosos tecnológicos, como los magníficos siete que monopolizan la high-tech (Nvidia, Microsoft, Meta, Google, Amazon, Apple y Tesla), se convirtieron en los últimos años en actores dominantes del sistema, no solo económicos, sino también sociales, militares, políticos, ideológicos e institucionales”, explica la investigadora francesa Asma Mhalla, autora de Technopolitique. “La opinión de los gigantes de la tech –agrega– tiene un enorme peso político. Ahora son interlocutores ineludibles del poder y recibidos como jefes de Estado, y poseen la capacidad de influencia como para bloquear normas o promover regulaciones à la carte”. Elon Musk no se priva de exponer su opinión sobre el futuro de Taiwán, en contradicción con el Departamento de Estado, y predicar sus teorías neonatalistas del mundo.
Los sistemas de inteligencia artificial son políticos por tres razones. Primero porque encapsulan los valores y los sesgos de sus creadores. En el universo de la high-tech, los conceptores de esas tecnologías son ideólogos que comparten una concepción del futuro de la humanidad. La matemática Cathy O’Neil o la investigadora australiana Kate Crawford coinciden en evocar los “riesgos significativos que plantea la concentración del control de los sistemas de IA”, debido en particular a las ideologías y potenciales fanatismos de sus propietarios. Esos actores tecnológicos canalizan claramente una visión del mundo. El ChatGPT de Sam Altman tiene poco que ver con los objetivos políticos que se esconden en los intersticios del robot conversacional Grok de Elon Musk, concebido como un arma antiwoke y un instrumento para respaldar las ambiciones todopoderosas que inspiran al creador de Satlink y Neuralink. Como toda la tecnología dual, idónea para el doble empleo civil y militar, los sistemas de inteligencia artificial pueden ser –por último– tanto instrumentos de soft power, es decir, vectores de influencia, como de hard power, armas que en manos inescrupulosas alcanzan una proyección de potencia al servicio de las grandes corporaciones que controlan. A veces, aunque no siempre, esas ambiciones coinciden con los intereses de los Estados.
Lo que está en juego no es la posesión de un territorio o la influencia en un mercado bursátil, sino el control de nuestros cerebros y, a partir de ahí, del mundo. Esa perspectiva representa uno de los desafíos más serios que debió enfrentar la humanidad en toda su historia. Un hombre que maneja los principales data centers del mundo, una de la mayores redes sociales, que comenzó a experimentar la implantación de neuronas artificiales y que mantiene una constelación de 12.000 satélites de comunicaciones orbitando en torno del planeta, no tendría –en principio– demasiados obstáculos en lanzarse a una aventura de conquista inédita de poder
Las limitaciones chinas comenzaron a penalizar las ambiciones de Pekín en el campo de los nuevos conflictos híbridos, que requieren ser dopados con IA
Especialista en inteligencia económica y periodista
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La Corte Suprema consideró que la absolución de Cristóbal López y Fabián de Sousa fue “arbitraria” y ordenó que se dicte un nuevo fallo
En un fallo que restablece, siquiera un poco, la confianza ciudadana en el Poder Judicial, la Corte Suprema comenzó esta semana a corregir el escándalo jurídico que había provocado la discutida absolución de Cristóbal López y Fabián de Sousa en una causa paradigmática de corrupción e impunidad de la larga década kirchnerista: el caso Oil. Por unanimidad, el máximo tribunal ordenó el miércoles último que la Casación dicte un nuevo fallo. Concluyó que la absolución de López y De Sousa era “arbitraria”, tanto por “dogmática”, como por “fragmentaria”. Es decir que quienes absolvieron a los dueños del Grupo Indalo no desarrollaron un análisis panorámico, completo e integral de todas las evidencias acumuladas en el expediente que los incrimina. La Corte Suprema asumió así como propios los argumentos de quien lidera la Procuración General de la Nación, Eduardo Casal, y del fiscal que había apelado el fallo de la Casación, Mario Villar. Ambos remarcaron que la expansión de López y De Sousa necesariamente “requería de la elusión del pago del impuesto [a la transferencia de combustibles] para financiar con esos fondos otros negocios [del Grupo Indalo], el consecuente y sistemático incumplimiento [de los pagos al fisco] y, por fin, el propiciar el quebranto del deber del funcionario”. En otras palabras, del entonces titular de la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP), Ricardo Echegaray, ya condenado a prisión en este mismo expediente. La bienvenida decisión de Horacio Rosatti, Carlos Rosenkrantz, a quien luego fue presidente de la Nación, Alberto Fernández. En ese contexto político, el Tribunal Oral Federal Nº 3 condenó por unanimidad al otrora titular de la AFIP, Echegaray, por defraudar las arcas del Estado nacional que debía proteger, pero absolvió –con la disidencia del doctor Andrés Basso– a quienes se beneficiaron de ese malhacer, López y De Sousa. Apelado el fallo por todas las partes, la Sala I de la Cámara Federal de Casación Penal rechazó en octubre pasado los recursos de la fiscalía y de la defensa del Echegaray, en tanto que ratificó las cuestionadas absoluciones de López y De Sousa por el principio del beneficio de la duda. Esa decisión desafortunada de la Casación es la que ahora anuló la Corte Suprema, tras asumir como propios los argumentos del fiscal Villar y del procurador Casal. Ambos sostuvieron que la absolución de López y De Sousa se basó en “un recorte arbitrario de una trama mucho más compleja”. En otras palabras, que los magistrados valoraron cada indicio “de manera individual, aislada y fuera de contexto”, soslayando la “visión de conjunto indispensable para la realización de inferencias razonables”. A partir de esta decisión de la Corte Suprema, otra sala de la Cámara Federal de Casación Penal deberá emitir un nuevo fallo. Confiemos en que dicha sentencia vaya en la dirección correcta y, de ese modo, evite que la impunidad se cierna sobre una de las defraudaciones al Estado nacional más portentosas e indignantes de nuestra historia.
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Pingüinos en peligro
A180 kilómetros al sur de Puerto Madryn, se halla la colonia de pingüinos de Magallanes más grande del mundo, una de las 18 especies existentes. En Punta Tombo, conviven con aves y mamíferos marinos y de la estepa, entre ellos, cormoranes, gaviotas, skuas, guanacos, maras y choiques. Desde 1979, unas 220 hectáreas fueron declaradas área natural protegida. Por su parte, en 2015, la Unesco declaró Reserva de Biosfera Patagonia Azul los más de tres millones de hectáreas de la región costera-marina de Chubut, que alberga al 40% de la población mundial de pingüinos de Magallanes.
Los pingüinos llegan a Punta Tombo en septiembre –donde anidan unos 500.000 ejemplares cada año– y permanecen hasta fines de marzo. En ese período se aparean, nidifican, incuban sus huevos y alimentan a sus crías. Luego emigran hacia el sur de Brasil en una travesía de hasta 8000 kilómetros, de donde regresan a la temporada siguiente.
Pablo García Borboroglu es un laureado biólogo argentino que preside la Global Penguin Society (GPS), que lidera el seguimiento satelital de estas migraciones, lo que ha permitido observar, por ejemplo, que las hembras nadan más cerca del continente que los machos y que, si bien durante el invierno cada integrante de la pareja hace su vida, vuelven a encontrarse para la etapa reproductiva, pues son monógamos de por vida.
Paraabriruncaminohacialaplaya, en noviembre de 2021, en áreas de la Reserva Provincial Punta Tombo, un descendiente de Luigi La Regina –un italiano que donó al Estado provincial las 220 hectáreas que conforman el área protegida– avanzó dos veces con una retroexcavadora, destruyó más de 2000 m2 de hábitat de nidificación y mató a cientos de pingüinos de Magallanes. No conforme, colocó una cerca electrificada mediante panel solar que literalmente fríe cualquier ejemplar de fauna nativa que se acerque, impidiendo la circulación hacia el mar de los pingüinos. La acción fue denunciada por la Fundación Patagonia Natural y Greenpeace seguida por la actuación de oficio de la fiscal provincial Florencia Gómez.
El pasado 12 de abril tuvo lugar la audiencia preliminar para el juicio oral y público de Ricardo La Regina. La fiscalía pidió para él cuatro años de prisión de cumplimiento efectivo por los delitos de daños agravados en concurso real con la figura de actos de crueldad a los animales. La querella había pedido 12 años.
Además de la baja en el número de pingüinos, el impacto generado para aquellos que no puedan volver a encontrar su nido o su pareja al año siguiente es enorme. A tres años de los hechos, por primera vez, un caso de daño ambiental sienta un precedente que servirá para que se denuncien hechos de esta naturaleza y se castiguen adecuadamente.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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