Llegaron a la Argentina después de la guerra y crearon la primera golosina con sorpresa de la historia: “Empezaron en la cocina de mi abuela”
El envase más antiguo de Topolin, la primera golosina con sorpresa de Argentina
Todo un hit de los años setenta y ochenta, el Topolín fue la primera golosina con sorpresa y se ganó su lugar en la historia, y la nostalgia argentina, gracias a la expectativa que generaba abrir cada uno de sus sobrecitos.
Jessica Blady
Los argentinos podemos hacer gala de la calle más larga, el río más ancho, el mejor jugador de fútbol… y la primera golosina con juguetes. Esto último no está 100% chequeado, pero si no alardeamos, no seríamos tan argentos. En la lejana década del cuarenta, Felipe Fort introdujo en el mercado local los huevos de pascua de chocolate con sorpresas en su interior. Años más tarde, su hijo Carlos Augusto ideó el chocolatín Jack, un producto “más refinado” –al igual que la sorpresa– que su competencia directa, otra golosina en ‘combo’ conocida como Topolín: un sobrecito de papel que escondía un chupetín plano (y de sabor incierto) y un regalo misterioso que encendía el entusiasmo y la felicidad de los pequeños consumidores.
Los chupetines tenían varios sabores que también eran sorpresa
Mucho antes del Jack y el Kinder sorpresa
Mucho antes del boom del huevo Kinder –creado por la marca italiana Ferrero en 1974–, e incluso antecediendo a la exitosa colaboración entre Fort y el dibujante Manuel García Ferré, cuyos personajes de Hijitus y Anteojito se convirtieron en colección indispensable e inseparable de la venta del chocolatín Jack, el Topolín ya era “la primera golosina con sorpresa de la historia mundial”, más económica y accesible para los nenes y las nenas de las décadas del setenta y ochenta, cuando la oferta y variedad de los quioscos era mucho más acotada y vernácula.
Una vecina, Celeste Castiglione, y una foto del envoltorio de los chupetines que envió al Museo Histórico José Altube de José C. Paz, cercano a la fábrica donde se hacían.
Con la llegada del neoliberalismo de los años noventa y la proliferación de golosinas extranjeras más llamativas y atrayentes, el Topolín y otros productos locales empezaron a desaparecer de las bateas, pero no de la memoria de los argentinos. El envase de este ‘caramelo con juguete’ fue mutando, pero su esencia se mantuvo. Hoy se consigue en mayoristas y páginas web (resulta más complicado encontrarlo en el quiosco del barrio), y la marca sigue en manos de la familia que la creó a principios de los sesenta. Esta es su historia.
La imagen del Topolín se fue modificando, estos son los que eran de sobres de madera
Aquí también todo comenzó con un ratón
Los hermanos Fantín, entre ellos José y Antonio, llegaron de Italia a nuestro país en la década del cincuenta. Comenzaron con la venta de productos de café, té y galletitas, hasta que decidieron apostar por el rubro de las golosinas, un negocio con muchas posibilidades. “Ellos perdieron todo en la guerra y vinieron [a la Argentina] con una mano atrás y otra adelante. Empezaron a hacer ensayos y pruebas en la cocina de mi abuela, mezclando azúcar y haciendo caramelo”, recordó años atrás Patricia Fantín, hija de José, en el programa Retro Argentina de FM 92.1 Megafón. Y agregó: “Buscaron gente, en la única fábrica que conocían, preguntando quién se quería sumar al emprendimiento y así arrancaron”.
La primera foto es de 1950, donde se ve la fábrica de Juan Bautista Zanelli e hijos, donde se fabricaban mermeladas y dulces. Y debajo, la misma fábrica pero en 1968, cuando luego de cerrar se instaló la fábrica de caramelos de los Fantín (Museo Histórico José Altube de José C. Paz).
Topolín era una golosina novedosa, no por el chupetín en sí, sino por el agregado sorpresa. El sobrecito se convirtió en el primer producto del emprendimiento de los hermanos, que pronto fundaron Productos Fantín SAIC, en José C. Paz, provincia de Buenos Aires. Para los años setenta, el Topolín ya era un boom y la bolsita trasparente original dio paso al packaging más reconocido de la marca: el envoltorio de papel impreso de baja calidad, donde un simpático ‘ratón’ amarillo con camisa, corbatín y chupetín en mano, anunciaba en su interior –ahora misterioso– “caramelos con juguetes”.
El origen del nombre es un misterio en sí mismo. Muchos se lo atribuyen al querido Topo Gigio –hay que aclarar que topo es ‘ratón’ en italiano–, creado por Maria Perego en 1958; aunque el afelpado personaje recién llegó a la TV local una década después, cuando la golosina ya estaba bien instaurada en el mercado. Otra hipótesis hace referencia a la industria automotriz y un modelo ‘accesible para todos’: el Fiat 500, también conocido como Fiat Topolino, debido a su tamaño pequeño, el cual se fabricó entre 1936 y 1955, con la iniciativa de producir un automóvil ligero y económico.
Hoy Patricia aclara que la ilustración se la encargaron su papá y sus tíos a un ilustrador de figuritas de la época, y con el tiempo se fue modificando, la hicieron más dinámica: “Al principio era muy estática, e hicimos promociones con disfraces de Topolín y no era fácil en los 70 pasarlo a 3D, pero lo hicimos”, le dijo a Lucho Osorio en Retro Argentina.
El poder de la sorpresa
En marketing se lo conoce como ‘bundle’: un conjunto de productos que se ofertan como paquete a los clientes. Un ‘combo’ o combinación de dos ítems, en los que uno impulsa la venta del otro. Posiblemente, los hermanos Fantín no estaban al tanto de estas técnicas de comercialización moderna, pero buscaban generar un disfrute –un plus– más allá de la propia golosina azucarada.
El éxito de ventas del Topolín residía en los “regalitos sorpresa”, simples juguetes plásticos de cotillón como un trompo, un soldadito, una diligencia del Lejano Oeste tirada por un solo caballo, un muñequito de dudosa procedencia (podía ser un extraterrestre o un buzo de las profundidades), una hélice voladora, un avión hueco, un velero, una lancha o una canoa con indio incluido para jugar en la bañadera, o artículos más ‘femeninos’ como mamaderas, un rallador de queso o mini espejos que, por supuesto, no reflejaba absolutamente nada.
Hoy hay versiones de Topolín con juguetes más importantes
Apretar el sobre al mejor estilo mago clarividente e intentar adivinar su contenido –aparte del chupetín de sabor ¿sandía?, ¿naranja?, ¿frutilla?, ¿todos los anteriores mezclados?– era parte fundamental de la magia del Topolín: la ansiedad, la expectativa, el no saber y hasta la decepción de obtener un regalo repetido o no deseado, como si se tratara de un paquete de figuritas. Entre los objetos sorpresa no había cohesión ni sentido coleccionable como con otros productos de la competencia y, hoy, hasta podríamos denominarla una “golosina kitsch”, con todo el absurdo y la nostalgia que ello implica. Dice la leyenda que, entre los consumidores del Topolín, también existía la ‘figurita difícil’…
El bigote postizo, ¿un mito urbano?
Tal vez comenzó como un mito urbano o pura estrategia marketinera del momento, pero nunca se pudo comprobar. Según la leyenda del Topolín, en uno de cada miles de paquetes podías llegar a encontrar unos ¡bigotes postizos!; una sorpresa muy preciada entre los ‘topoliebers’ (¿?) que seguían comprando sobrecitos con la esperanza de hallar semejante tesoro. Hasta el día de hoy, no hay testimonios confiables de que alguien lo haya recibido.
La primera golosina con sorpresa de Argentina
Desde su creación, seis décadas atrás, la bolsita del Topolín cambió su transparencia a su versión más conocida de papel. El palito de madera del chupetín pasó a ser de plástico como el envoltorio actual, donde el ratón sigue luciendo contento y hasta sumó una ratona, diferenciando la golosina interior para distintos géneros. La primera fábrica en José C. Paz quedó abandonada en los años noventa, pero la marca volvió a resurgir en el año 2010, elaborada con la misma fórmula y controlada por la segunda generación, que le sigue apostando a esa expectativa que genera la sorpresa y, por qué no, a cierta inocencia infantil.
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