domingo, 23 de junio de 2024

ENSAYO Y ADRIÁN BRAVI


La guaranguería y el conflicto social en la Argentina
El país tuvo un proceso de integración marcado por las tensiones4
Por Luis Alberto RomeroLa masividad del peronismo, en la campaña para las elecciones legislativas de 1954 inv. archivo j. Trenado/
Recientemente José Claudio Escribano escribió en un sugerente ensayo sobre la “guaranguería”, una palabra coloquial que se usa en la cuenca del Plata y que, según la Real Academia, equivale a grosería. La “grosería” se ha usado, en distintos contextos históricos, como descalificación, en términos de usos y costumbres, y es aplicada a determinados “parvenus” por quienes “ya estaban” establecidos.
Nos quedan sugerentes testimonio literarios, como la Crónica del florentino Giovanni Villani del siglo XIV; El cortesano, de Baltasar Castiglione, de 1528; El burgués gentilhombre, de Molière, del siglo XVII; o en las primeras décadas del siglo XIX, Feria de vanidades de Thackeray o Rojo y Negro de Stendhal. Por esa ruta quiero llegar a nuestra sociedad argentina, la de la inmigración y la del peronismo, esa que hoy ya pertenece al reciente pasado.
Tomo el caso de Francia en el siglo XVII, una sociedad de Antiguo Régimen, sustancialmente distinta de la nuestra. En El burgués gentilhombre, Molière y su público –la corte de Versalles, en tiempos de Luis XIV– se ríen de la pretensión de un burgués que quiere pasar por noble e introducirse inapropiadamente. Por entonces, el corazón de la nobleza estaba en la Corte. Su estilo de vida, dispendioso y fuertemente sujeto a normas, era una exhibición magnificada del privilegio que fundamentaba esta sociedad estamental: nobles, clero y el resto, el tercer estado.
Estamental, pero no inmóvil. En los bordes del mundo privilegiado rondaban quienes querían entrar. Algunos lo lograron por sus méritos, como el gran ministro Colbert, un burgués que fue ennoblecido. Otros lo conseguían comprando un cargo judicial o administrativo, que en su cima llevaba al ennoblecimiento. Comerciantes o financistas enriquecidos compraron tierras y construyeron palacios, cultivaron buenas relaciones y llevaron una vida ostentosa, todo lo cual les abrió naturalmente el camino al título nobiliario.
Este salto, cuidadosamente regulado, exigía una posición y sobre todo un estilo de vida adecuado, cuya codificación había hecho, un siglo y medio antes, Castiglione en El cortesano. Una de las funciones de la corte de Versalles era filtrar adecuadamente a los pretendientes. Quienes no dominaban estos códigos y saberes de la cortesía refinada eran motejados de “groseros”, despreciados y rechazados. Este es el tema de El burgués gentilhombre, una comedia farsesca.
El señor Jourdain –un hombre suficientemente rico, pero que todavía huele a comerciante–, quiere ser admitido en los salones de la nobleza. Un grupo de profesores le enseña música, baile, letras, filosofa, esgrima, es decir los saberes cortesanos indispensables. Pero no pueden con su tosquedad, y allí está la gracia de la comedia.
Su hija recibió una buena educación y tiene un pretendiente adecuado, Cleonte, al que Jourdain rechaza porque no es noble. “¿Es usted gentilhombre?”, le pregunta. Cleonte responde algo así como “no, pero estoy en camino”. En efecto, su padre tiene una posición holgada, y él, una buena educación, saber jurídico básico, buenas maneras y está lejos del mundo de los negocios. Es un honnête homme, una persona “decente”. Cuando su padre le compre un cargo público, iniciará una carrera, que probablemente culminará con la toga y el ennoblecimiento. Entonces, dice, podrá contestar: “Sí, lo soy”.
Así como en la Corte se burlan del “guarango” de entonces y lo descalifican, aprecian a las personas como Cleonte, que sabe cuál es su lugar y cuál es la vía aceptable del ascenso en una sociedad estamental pero no congelada. La obra es una crítica feroz a la grosería, lo que indica que había aspirantes, y que presionaban para entrar; también muestra cómo quienes están, el elenco estable de la Corte, “se las hacen difícil”.
El país del ascenso social
Con un más que vigoroso mutatis mutandis, paso a la sociedad argentina del siglo XX –no ya del XXI– para buscar la versión local y contemporánea de este uso social de la grosería.
Un tema clásico de nuestra historia es la inmigración masiva, característica de lo que José Luis Romero llamó “la era aluvial”. Visto en el largo plazo, hubo un exitoso proceso de integración social de los inmigrantes y de creación de una nueva y rica cultura “de mezcla”. Hoy se ha generalizado una visión algo idealizada del comienzo de ese proceso: el abuelo inmigrante, con firmes ideas sobre el trabajo y el ahorro, esas que hoy se extrañan. Pero en el momento en que esto sucedía, sonaron muy fuertes las voces que denunciaban los peligros que el alud de extranjeros provocaba en una nacionalidad que muchos veían débil y sin potencia. Así lo vio, por ejemplo, Ricardo Rojas en La restauración nacionalista, de 1909, y el tema se prolongó en los ensayistas que buscaron el escurridizo “ser nacional”.
Más sutil resulta lo que vivieron los hijos de aquellos inmigrantes, ya argentinos y embarcados en la “aventura del ascenso”. Con su título de doctor o su reciente riqueza, reclamaron un lugar en los ámbitos de la elite, cuyos integrantes se pusieron a la defensiva, empezaron a considerarse “patricios” y afirmaron detentar una raigambre criolla, que superpusieron a su habitual lustre cosmopolita. Sumaron a esto el culto de una nacionalidad que, como el criollismo, también se estaba construyendo.
Más que el rechazo explícito, interesa el matiz, que se manifiesta, por ejemplo, en una conversación de Victoria Ocampo con Eduardo Mallea, que ella recogió en su Autobiografía: “Estos argentinos recientes –le decía Victoria– tienen más entusiasmo por demostrar que lo son, que nosotros, que lo fuimos desde siempre”. Ese matiz, distante y desdeñoso, pero no hostil, era muy propio del círculo de Sur.
En un juego de espejos, los recién llegados que habían decidido quedarse trataron de acriollarse y de nacionalizarse, como se advierte en el caso de las asociaciones nativistas y las peñas folklóricas, que proliferaron en Buenos Aires a principios del siglo XX. Adolfo Prieto encontró en ellas una llamativa presencia de asistentes con apellidos italianos. Puedo imaginar a trabajadores italianos –quizá de una obra pública– que al fin de su jornada cambiaban sus ropas de trabajo por las bombachas, chaleco, chiripá y pañuelo, e iban a la peña a tomar mate, comer empanadas, bailar chacareras y encontrar su “prienda” en alguna joven italiana.
Quedó para la segunda generación, los hijos educados, ensayar la vía de la asimilación a la cultura cosmopolita de las elites locales. Fueron aventuras individuales, no solidarias, y siempre traumáticas. Los hijos de inmigrantes exitosos conservaron un trauma que los llevaba a renegar de su pasado. Pongo un ejemplo familiar: un tío materno, hijo de italianos, respetable escribano de La Plata, impecable en su ropa, su habla y su cultura social, era tremendamente crítico de algunos parientes suyos que se habían quedado “en la chacra”. Para denostar la ordinariez general, que veía en todos lados fuera de su círculo, usaba el adjetivo “chacarero”, una variación del “guarango”. Luego lo aplicó a los dirigentes peronistas.
Las masas “guarangas”
El peronismo debe mirarse no ya como una serie de aventuras individuales sino como un movimiento de ascenso de conjunto, que forma parte del anterior, lo profundiza y politiza, y que concluye –a la larga– generando su propia elite.
La emergencia del peronismo desencadenó una ruptura social y cultural. Por impulso de las políticas y los discursos peronistas, en pocos años la sociedad cambió mucho. Destaco un solo rasgo: el carácter fuertemente igualitario, integrador y democrático de ese cambio y, sobre todo, los potenciales conflictos que esto supone.
El 17 de octubre de 1945 los porteños se asombraron cuando irrumpieron en la Plaza de Mayo concurrentes poco habituales, gentes que no conocían, pese a que vivían en los bordes mismos de la capital. Aunque vestían traje y corbata, como era común entonces, y su comportamiento fue ordenado y civil, los porteños vieron en ellos a los bárbaros que irrumpían en Roma.

La irrupción en la Plaza expresó, de manera sintética e impactante, una aceleración del largo proceso anterior de crecimiento, integración y movilidad social. A los migrantes europeos les siguieron, luego de 1930, los provincianos, y posteriormente los bolivianos y paraguayos. Antes y después de 1945, el país les ofreció a todos empleo y oportunidades, mientras el Estado desarrollaba eficaces políticas para la incorporación, como la de educación pública. La mayoría aprovechó las ventajas ofrecidas y se aplicó con iniciativa y laboriosidad a progresar. Tuvieron éxito y luego, durante muchas décadas, los hijos estuvieron mejor que los padres, ya sea en ingresos, educación o posición social. Se conformó un modelo de aspiraciones que incluía la casa propia, el empleo estable, la educación de los hijos y en general un estilo de vida decente. Solemos llamarlo un modelo de clase media. Pero como decía antes, entrar en la elite ya era otra cosa.
Para el historiador, que lo mira de lejos, parece un proceso tranquilo y apacible. Para los contemporáneos, la movilidad era inquietante. Cada uno –criollos viejos, inmigrantes tempranos o sus hijos, que habían avanzado algunos casilleros– sintió en algún momento que su lugar estaba amenazado por advenedizos prepotentes. El malestar se tornó en tensión conflictiva cuando la lenta integración se convirtió en rápida irrupción y sobre todo en acuciantes demandas igualitarias referidas al disfrute de los bienes materiales y culturales.
Para decirlo con un ejemplo sencillo: se trata de la tensión entre quien –mi tío, por ejemplo– está cómodamente sentado en un banco de la plaza, y una familia que llega con sus hijos y con todo derecho se sienta en el banco, lo empuja hacia una punta, despliega ruidosamente sus bártulos y se comporta de un modo que a mi tío le pareció grosero.
En la igualitaria ideología de la moderna sociedad argentina “nadie es más que nadie”. No se reconocían privilegios y todos tenían el mismo derecho al banco. Pero eso no suprimía la molestia de quien ya estaba, ni la presión quizás algo agresiva de quien –recién llegado– no creía que debía pedir permiso ni conocía muchas otras cosas del código de civilidad de mi tío.
Eso mostró el 17 de octubre. De ahí en más, esa incomodidad se manifestó crecientemente en cines, restaurantes o tranvías y, de otro modo, en las relaciones laborales. No eran problemas insolubles: finalmente, nadie se proponía poner todo cabeza abajo sino integrarse a una sociedad que consideraban valiosa. Pero generaron un conflicto, que en el momento fue intenso.
Los recién llegados calificaron a quienes ya estaban como la “oligarquía”. Éstos respondieron con “populacho” o “cabecitas negras”, nuevas variantes de la “grosería”. Eran diferencias culturales que habrían quedado solo en eso, si no hubieran sido potenciadas por el conflicto político. Pero eso es otra historia.
Sacando la escalera
Estas notas fragmentarias llaman la atención sobre un aspecto acotado y muy frecuente de los procesos histórico culturales del mundo occidental: la tensión entre los defensores de la estabilidad y quienes encabezan la movilidad ascendente, el conflicto entre los que están y los que quieren estar. Los primeros llegaron alguna vez, y luego sacaron la escalera, reclamada por quienes estaban ascendiendo. Esto ocurrió, por ejemplo, en las repúblicas comunales italianas del fin de la Edad Media, contados por Giovanni Villani, entre los burgueses “grassi e potenti” y los devenidos “magnati”, como los Médicis de Florencia.
En estas ciudades, o en el Antiguo Régimen francés, los conflictos fueron finalmente regulados desde el poder. En el mundo de la Revolución Francesa y el capitalismo el peso del filtrado descansa mucho más en una huidiza “distinción”.
En la Argentina pudo apelarse al linaje, la tradición o la postulación de un cierto patriciado patrio. Pero tanto más importante fue la denuncia de la grosería, la “guaranguería”. Las elites y los sectores medios establecidos –mientras existieron y tuvieron cohesión– se preocuparon mucho por lo que –independientemente del dinero, que viene y va– distinguía a la “gente educada”. Y estuvieron muy atentos a los modales de los invasores, fueran nuevos ricos o aventureros. Los “guarangos” de cada época podían pagar por los signos de estatus, y hasta aprender algunos códigos; pero siempre hubo algo que los delataba. Así lo expresó Celedonio Flores: “Tenés algo que te vende, yo no se si es la mirada, la manera de pararte, de charlar, de estar sentada...”.
En los sectores populares o de baja clase media, la masividad de un fenómeno colectivo, con dimensión política –el peronismo–, redujo la importancia del desprecio o el ninguneo. Pero éste siguió pegando en el talón de Aquiles de los que creían que por tener “plata nueva” o una profesión liberal exitosa habían llegado. El señor Jourdain sigue siendo un tipo social identificable, y no desapareció esa tensión sutil pero operativamente descalificante a la que alude la palabra “guarango”

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Adrián Bravi: “Escribo en otra lengua, pero me siento muy argentino”
Nacido en San Fernando y establecido en Italia, su último libro, candidato al Premio Strega, narra la intensa vida de Adelaida Gigli, quien fue la esposa de David Viñas
Alejandro Patat
Adrián N. Bravi
MACERATA, Italia

Adrián Bravi nació en San Fernando, al norte de Buenos Aires, en 1963. A los veinte años dejó la Argentina para establecerse en Recanati, una pequeña ciudad en la región italiana de las Marcas, de donde provenía su familia. Licenciado en Filosofía por la Universidad de Macerata, en los años de oro en que enseñaba Giorgio Agamben, se dedicó progresivamente a la escritura de ficción. Y fue ganando con el tiempo un lugar en el panorama de la literatura italiana actual. Hace ya dos décadas que Bravi escribe exclusivamente en italiano, siguiendo los pasos de Juan Rodolfo Wilcock.
Lo conocí hace años en un café de Macerata. Se reunía allí casi todos los días a tomar una copa de vino a las seis de la tarde junto con un grupo restringido de intelectuales de la zona, discípulos del autor de Homo sacer y fundadores de la prestigiosa editorial Quodlibet. Como ellos, reivindicaba una arraigada vocación por la vida de provincia y, al mismo tiempo, una contundente visión cosmopolita. En ese primer encuentro me di cuenta de que tenía una pasión desbordante por la literatura. Entonces se expresaba en un italiano fluido y correcto, aunque conservando el acento porteño. Noté que estaba integrado en el ambiente y que Recanati y las Marcas eran su mundo, hasta que, al leer sus libros, cambié de parecer. Me sorprendió la intensidad con que, aun escribiendo en italiano, todas sus novelas y enesayos reclaman una pertenencia al mundo argentino y latinoamericano.
Su último libro, Adelaida, publicado en 2024 por la editorial Nutrimenti, y que será traducido por Ariel en la Argentina, es candidato al premio literario Strega, el más importante de Italia. Se trata de una biografía novelada que intenta reconstruir el perfil de Adelaida Gigli, quien a los cuatro años, durante el fascismo, emigró a la Argentina con su familia por cuestiones políticas, y quien, casada luego con David Viñas, se convirtió en los años cincuenta en la única mujer del grupo Contorno, cuya revista habría de cambiar la cultura argentina para siempre.
El libro narra la historia turbulenta de Adelaida, sobre todo, después de que, secuestrados y desaparecidos sus dos hijos en la última dictadura, y tras su exilio en Venezuela y Brasil, decide volver a Recanati, su pueblo natal, donde se recluye hasta su muerte en 2010. Pero la narración no es una simple biografía aséptica, sino más bien la historia de la relación entre Adrián Bravi y Adelaida Gigli a lo largo de los varios años en que se frecuentaron.
"‘Yo conocía a la Adelaida radicada en Italia, signada por la tragedia de sus hijos. Y descubrí, leyendo sus papeles, todo el dolor de los años en el exilio’, dice Bravi"
“Yo siempre supe que algún día iba a contar la historia de Adelaida –dice mientras charlamos en la Biblioteca de Filosofía de la Universidad de Macerata, donde trabaja–. El proyecto del libro nació cuando la Comuna de Recanati me llamó para desarmar su casa, que le había sido ofrecida años atrás. Yo me llevé parte de su biblioteca y todos los documentos que en realidad estaban destinados a la basura. Entre ellos, había por ejemplo una historia de la literatura rusa anotada detalladamente por David Viñas. Lo intenté una primera vez, pero me resultó muy doloroso escribir sobre ella. Para mí era volver a un pasado argentino, también mío, al que no quería regresar. Hace dos años su hermano me envió las cartas que Adelaida había escrito a lo largo de una vida a su padre y a él mismo. Y también me mandó una recopilación de narraciones que ella había compuesto sin haberlas publicado. Al leer me di cuenta de que en todos esos materiales había otra persona respecto de la que yo había conocido”.

En su libro, efectivamente, hay un puente invisible entre los episodios que reconstruyen el pasado argentino de Adelaida, que emerge de los documentos, y la historia “regresiva” que ella llevó a cabo en Recanati, donde se dedicó casi exclusivamente a la escultura, y de la que Bravi fue testigo. “Yo conocía a la Adelaida radicada en Italia, signada por la tragedia de sus hijos. Y descubrí, leyendo sus papeles, todo el dolor de los años en el exilio. Por ejemplo, recuerdo el pasaje de una de sus cartas en que, estando en Río de Janeiro, confiesa que se siente un globo a la vera del viento”.
Le pregunté si su libro se proponía formar parte de la tradición ya sólida de la literatura generacional de los hijos de desparecidos, cuyo centro gravita en torno a la identidad y los convulsionados años políticos de los sesenta y setenta a partir de la narración íntima. “En realidad, no, no me lo propuse –respondió–. El libro no dialoga con la narrativa de los desaparecidos. Yo quise contar la vida de Adelaida y la historia de una amistad. Para mí Adelaida fue un ícono de una época. En ella se concentran el compromiso político, intelectual y artístico de una generación entera”. Estuvimos de acuerdo en que Adelaida representa parte de esa inmensa diáspora argentina que quedó varada en América Latina y en Europa, paralizada y enmudecida ante tanto dolor.
Ficción y realidad
“Yo siempre trabajé con ficciones –aclara Bravi–. Esta es la primera vez que trabajo sobre datos de la realidad concreta. En Italia me sorprende, por ejemplo, que casi todo lo que se escribe tenga una vinculación o con la autobiografía o con la biografía. Para mí, en cambio, la literatura es todo lo que viene después de estos dos géneros. Para mí, la literatura es la búsqueda de una identidad lingüística y estilística por medio de una historia. Me gusta ver el mundo a través de los personajes de ficción”.
Por eso, Adelaida es el libro más íntimo de Bravi. Sus escritos precedentes, como La pelusa (2007), Sud 1982 (2008), L’innondazione (2015) o Verde Eldorado (2022) son ficciones. En Adelaida la voz que narra es puramente autobiográfica, a tal punto que frases como “Buenos Aires era una leyenda”, referida a los míticos años sesenta, obedecen más al punto de vista del narrador que al del personaje. “Por un lado, quise reconstruir la atmósfera de una Buenos Aires que miraba hacia el futuro, siempre en constante transformación; por el otro, describí una Recanati detenida en el tiempo, igual a sí misma, con sus plazoletas, sus calles medievales, sus torres. Cuando Adelaida regresa recupera la memoria de su pueblo a través de los paisajes pintados por su padre, que la conectaban con una Italia rural y milenaria”.
Bravi analizó en varias obras la cuestión del cambio de lengua. Y Adelaida también le dio la oportunidad de volver a esa cuestión. En el libro escribe: “A veces la nueva lengua que aprendemos puede transformarse en una defensa, nos puede ofrecer la oportunidad de erigir un sistema de protección contra conflictos internos o crear una nueva representación de nosotros mismos, que pueda velar el pasado y fijar de alguna manera una especie de distancia de rescate frente al tumulto de las viejas emociones”.
Mientras charlábamos sobre todos los escritores que cambiaron de lengua, Bravi señala: “Además, una historia me tiene que estimular desde el punto de vista lingûístico. Cuando empecé a escribir la historia de Adelaida, encontré dentro de mí una voz y un timbre con los que por fin podía narrar su vida.”
En efecto, le comento que este último libro sorprende por el cambio estilístico respecto al pasado. Si toda la literatura de Bravi posee una pátina irónica y desacralizadora, que tiene deudas explícitas con César Aira y con tanta ficción argentina, Adelaida responde a un tono que va de la crónica de los hechos a la recuperacion melancólica de una tragedia personal y colectiva, familiar y universal. “Es la primera vez que abordo una realidad que francamente no te permite ironizar demasiado”, afirma.
“Cuando escribo me siento profundamente argentino. Escribo simplemente en otra lengua”, dice. Y, sin embargo, le hago observar que en su libro hay una escena más que significativa: Adrián pasea por el cementerio de Recanati y le muestra a Adelaida las tumbas en que reposan sus muertos. Me pareció muy fuerte, le digo, que a alguien que no tiene donde llorar a sus propios hijos asista a la narración de una historia familiar que implica raigambre y pertenencia. “Para ella no había siquiera una piedra donde llorar a sus hijos. Me gustaba contar esa anécdota. Ella escuchaba como sorprendida y quería saber. Yo, por otra parte, más allá de los días en que estaba en su casa, no poseo muchas otras escenas de vida juntos fuera de su casa. Yo no conocía muy bien la intimidad de Adelaida: la conocí cuando leí sus cartas y sus narraciones. El día del cementerio, en cambio, fue muy importante para ambos”.
La historia de Adelaida fue concebida para un público italiano, al que Bravi tuvo que aclarar entre paréntesis cuestiones inherentes a la política argentina. Le pregunto por último qué espera del público argentino que leerá el libro en traducción.
“Esta es una historia que conté para un lector italiano, pero pensando siempre en un lector argentino. Por ejemplo, el hecho de que yo tenga que explicar lo que significó la espera de Perón en Ezeiza en 1973 responde a una necesidad para el público italiano. Pero, al mismo tiempo, la recreación de esa escena parte de un punto de vista argentino, que fue, además, el de Adelaida”.

OTROS LIBROS EN ESPAÑOL

Río Sauce, Buenos Aires, Paradiso, 1999,
La pelusa, Roma, Nottetempo, 2007,
Sud 1982, Roma, Nottetempo, 2008,
Después de la línea del Ecuador, Córdoba, Sofía cartonera (Editoriales cartoneras), 2015 (a cura di Cecilia Pacella, Silvia Cattoni e Massimo Palmieri).
Verde Eldorado, Roma, Nutrimenti (collana: Greenwich), 2022,
Adelaida, Roma, Nutrimenti (collana: Greenwich Extra), 2024

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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