jueves, 27 de junio de 2024

SOCIEDAD Y ESTADO Y EDITORIAL


Los homeless también son liberales
Carlos Manfroni


El taxi se aproximaba a un puesto policial. Era una época en la que se comenzaba a acentuar el control sobre el uso del cinturón de seguridad. El conductor simuló colocárselo y, apenas dejó atrás al grupo de uniformados, lo soltó.
–Ya que hace como que se lo pone, ¿por qué no se lo deja abrochado? –le pregunté.
–Porque no; porque un día el Estado se va a meter en mi dormitorio y me va a decir: “Use preservativo” –respondió airado el chofer.
Más allá de las hoy incuestionables bondades del cinturón de seguridad, era toda una lección de liberalismo. El hombre tenía una refinada noción de los límites del poder público cuando se trata del deber moral individual de autopreservación. En realidad, la situación no daba para asombrarse, a no ser por la petulancia con la que injustamente suponemos que hay cosas que no puede comprender la gente a la que, con más soberbia aun, llamamos “doña Rosa”.
Los taxis comenzaron a desaparecer durante la pandemia y hoy miles de ciudadanos de clase media manejan automóviles de alquiler adheridos a las grandes aplicaciones internacionales. Incluso muchos de los viejos taxistas se inscribieron en ellas; otro triunfo de la libertad sobre el coto de caza. Son los que sobrevivieron por sus propias fuerzas a un gobierno que, con la excusa de un virus, buscó convertirnos en esclavos.
A un costado de la calzada, revolviendo contenedores de basura algunos, acostados otros contra una pared, a la altura de la línea de edificación, quedaron los que cayeron del sistema, del conjunto de intercambios que sostiene la vida de una sociedad. Son los “sin techo”, los homeless, como se denomina en inglés a quienes carecen de hogar, lo cual es una expresión más profunda que la que se refiere a la falta de una casa.
“A veces creemos que un pobre es un tipo como nosotros, pero sin plata”, suele decir el médico y biólogo Abel Albino, dedicado desde hace décadas a la nutrición infantil en los barrios más pobres de la Argentina. “Pero no –aclara enseguida–, un indigente carece también de familia, de amigos, de vida social…”. Su perspectiva del mundo es otra.
Ellos, los homeless, no exigen al Estado cortando calles; ni siquiera le piden. En no pocas ocasiones rechazan hasta los refugios que se les ofrecen. No están sindicalizados. No se arrojan prepotentemente contra los parabrisas de los automóviles. Tampoco se ataron a las bandas de extorsionadores que dirigen los movimientos sociales, que se enriquecen haciendo imposible la vida de los ciudadanos que acuden al trabajo, los que lucran con la opresión del pobre mientras vociferan contra la “oligarquía”. Son los que hoy están viendo derrumbarse el castillo de mentiras que habían levantado y sostenido durante veinte años.
La ironía derriba la realidad con la exhibición misma de la realidad, escribió Sören Kierkegaard en su Tratado sobre la ironía. Bastó una línea de teléfono al alcance de todos para que cada quien sacudiera el yugo que pesaba sobre sus espaldas cargadas por los capangas de la izquierda vernácula.
“Ellos son los accionistas de los niños descalzos”, recitaba el poeta marxista Armando Tejada Gómez en los 70, una frase que hoy–mutatis mutandi– define perfectamente a los líderes piqueteros.
Pero los homeless no; no llegaron siquiera a ser extorsionados, al menos por estas bandas. Nunca se sabe completamente lo que ocurre en la calle. Sin embargo, al fin y al cabo, nada tienen para dar a potenciales extorsionadores. Y tampoco esperan ansiosamente recibir. Es la independencia de los que carecen de algo que perder, al menos en la Argentina, lejos de la realidad de España, donde miles de mendigos operan organizados por las mafias rumanas; o en Italia, donde la ‘Ndrangheta aumenta su riqueza con los fondos de ayuda gubernamental a los inmigrantes africanos.
Una escena muy retratada de la historia es el diálogo de Diógenes de Sinope y Alejandro Magno, rey de Macedonia y conquistador de naciones.
Gaspar de Crayer, Cornelis de Vos, Salvator Rosa, Jacques Gamelin, entre otros pintores, recrearon la escena del rey y general que construyó el imperio griego en el siglo IV a. C. y el filósofo y linyera que vivía en un tonel en las calles de Atenas.
Alejandro Magno, educado por Aristóteles, apareció con sus soldados frente a Diógenes, quien permanecía sentado junto a su barril, y le dijo que pidiera lo que quisiera, que él se lo concedería. El linyera solo respondió: “Sí; te pido que te apartes, porque me estás tapando el sol”.
Hay una llama de libertad que permanece encendida en el frío de los días de invierno al aire libre, cuando se come de la basura y se duerme en una vereda, ajeno al paso rápido del resto del mundo, indiferente al poder, sabiamente ignorante de la política. Pero la realidad no posee el romanticismo de un cuadro, porque aquellas pinturas de los siglos XVII y XVIII que recrean la escena de Diógenes y el conquistador nos permiten prescindir del contacto con un linyera rodeado de moscas, maloliente y lamido por los perros, igual que el Lázaro del Evangelio. Y, aun así, es probable que Diógenes comiera mejor que nuestros menesterosos de Buenos Aires, obligados por la fuerza del hambre a encontrar algo apenas un poco mejor que los cientos de desperdicios que tienen que revolver cada noche.
Junto a la noble libertad de no depender de un gobierno, está nuestra libertad de dar algo a otros hombres y mujeres libres, pero menos afortunados. Frente a ellos, podemos descubrir por comparación cuánto nos sobra. Como cuando Diógenes vio a un niño que bebía agua del hueco que formaban sus manos y se desprendió de su cuenco, el único objeto que llevaba siempre consigo, además de su linterna, con la que buscaba al hombre bueno.
En La rebelión de Atlas, una novela emblemática del liberalismo, Ayn Rand despliega un discurso espléndido contra las tendencias socializantes, pero se equivoca cuando condena la gratuidad e impone a sus personajes heroicos la obligación de cobrar por cualquier servicio que brindan a otro.
No existe algo más libre que la caridad. Trabajamos las más de las veces en libertad y aun así estamos sujetos a reglas jerárquicas algunos, a las reglas del mercado los otros. Y, en cualquier caso, la mayoría de nosotros trabaja para poder vivir.
Con la caridad, no estamos encorsetados por estándares técnicos, ni jerárquicos ni de competitividad, ni de necesidad propia. Damos lo que queremos, en el momento que queremos y a quien queremos. Nada nos obliga, salvo el deseo de ser mejores delante de Dios. Nadie nos empuja, más que el enternecimiento ante la carencia extrema de aquellos a quienes todo les sirve: algo de dinero, un abrigo usado, un plato de sopa caliente, el sobrante de las bandejas o de las cacerolas, no de los platos, aunque sepamos que comerían aun los restos de los platos si no tuviéramos conciencia de nuestra propia dignidad como para no incurrir en semejante atropello.
Son las sociedades libres las más solidarias. “Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pérdida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos”. ¿Quién escribió esto? ¿Adam Smith? ¿Frederic Hayek? ¿Robert Nozick? No: el papa Juan Pablo II, en 1991.

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Corrupción: los jueces no deben cerrar los ojos a la realidad
Es vergonzoso el fallo de la Cámara de Casación según el cual los pagos de empresarios a funcionarios no fueron coimas, sino aportes electorales

En fecha reciente la Corte Suprema de Justicia revocó la absolución dictada en favor de Cristóbal López y Fabián de Sousa, acusados de financiar el gigantesco crecimiento de su grupo empresario con aprovechamiento de las moratorias y los diferimientos impositivos que les acordaba sistemáticamente la Administración Federal de Ingresos Públicos. Como fundamento de esa revocación, se señaló que la conducta de López y De Sousa debía analizarse teniendo en mira el contexto y las circunstancias concomitantes del hecho, que excedían la mera solicitud de facilidades de pago. La Corte, con apoyo en el fundado dictamen del procurador general, Eduardo Casal, sostuvo que los jueces habían absuelto a los imputados mediante “un recorte arbitrario de una trama mucho más compleja”.
Las mismas consideraciones resultan de aplicación respecto del reciente fallo dictado por la Sala I de la Cámara Federal de Casación Penal, integrada por los jueces Diego Barroetaveña, Carlos Mahiques y Daniel Petrone, quienes, efectuando una interpretación similar, han considerado como meros “aportes de campaña” a una gran cantidad de pagos efectuados por orden del empresario Angelo Calcaterra a funcionarios del ministerio responsable de adjudicaciones de obras públicas de las que su empresa era beneficiaria. Este desacertado fallo, sorprendente en magistrados de su prestigio, podría beneficiar también a otros empresarios imputados de cohecho, cuyas acciones terminarían sujetas a penas de mucha menor cuantía y, en la práctica, quedar impunes pues la infracción al Código Electoral habrá prescripto por el paso del tiempo.
El gran mérito de la investigación que este diario efectuó en la causa conocida como “los cuadernos de las coimas”, junto a la encomiable tarea del fiscal Carlos Stornelli y la ratificación de todas las instancias judiciales previas a la elevación del caso a la etapa de juicio oral, fue el de transparentar un perverso sistema de amañamiento de la obra pública que llevaba décadas de vigencia. En la causa se reunieron testimonios de una gran cantidad de empresarios que hicieron uso de la figura del “arrepentido”, obteniendo así ventajas procesales y una disminución de la pena que les correspondería por hechos cuya ilegalidad claramente conocían.
La decisión de la Cámara de Casación validaría la absurda argumentación de los empresarios involucrados en este escándalo según la cual son unos simples descuidados que olvidaron pedir un recibo por el pago de una suerte de bono contribución, curiosamente abonado a escondidas, en bolsos llenos de dinero en efectivo. No es factible confundir un descuido contable con un cohecho.
Desafía simplemente el sentido común pensar que numerosas entregas de bolsas de dinero en efectivo en playas de estacionamiento subterráneas, sin la obtención de ningún comprobante, pueda calificar como algo distinto de lo que era: un simple soborno a cambio del aseguramiento de seguir perteneciendo al “club de la obra pública”, donde de antemano se determinaba el ganador y se obtenía igualmente el consentimiento de quienes aceptaban perder sin protestar, a sabiendas de que les llegaría oportunamente su premio con la concesión de alguna obra posterior. En la causa se obtuvieron igualmente testimonios del financista (Ernesto Clarens) que dio detalles de la ingeniería que se utilizaba para asegurar este ilegal propósito.
Al igual que el caso que involucra a López y De Sousa, estamos en presencia de una compleja trama que no puede ser disimulada con la ficción de que se trató de algún aislado “aporte de campaña”. Son abrumadores los testimonios acumulados, en línea con las anotaciones manuscritas del chofer Oscar Centeno, y demasiadas las señales de enriquecimiento de los funcionarios y allegados a los responsables de la administración kirchnerista, que fomentaba este perverso esquema de obra pública, como para que los jueces cierren sus ojos a la realidad. La clara connivencia existente entre los funcionarios del área que respondía al exministro Julio De Vido y los empresarios que se beneficiaban con espurias adjudicaciones cuya real causa debe buscarse en sus sostenidos “aportes”, impide que este caso sea uno que deba resolverse exclusivamente en función de las prescripciones del Código Electoral y la imposición de alguna multa menor.
Dejar subsistente un pronunciamiento de esta naturaleza y aceptar que esos “aportes” eran algo diferente al delito de cohecho con dos partes igualmente involucradas constituiría un nuevo paso que nos alejará cada vez más del universo de naciones confiables. Cabe preguntarse qué sentido tiene seguir solicitando a entidades como la Organización para la CooperaciónyDesarrolloEconómico (OCDE) que nos permita el ingreso a ese grupo, con los beneficios en materia de inversiones que conllevaría, si paralelamente se admiten decisiones que van a contrapelo de toda idea de seriedad y transparencia. Es de esperar que esta vergonzosa sentencia sea rápidamente apelada y corregida por el máximo tribunal de la Nación.
Desafía el sentido común pensar que numerosas entregas de bolsas de dinero en efectivo en playas de estacionamiento subterráneas, sin la obtención de ningún comprobante, pueda calificar como algo distinto de lo que era: un simple soborno

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