Las mentiras de Lijo ante el Senado
Maria Eugenia Talerico
Hace escasos días, presenciamos en el Senado de la Nación la audiencia pública del juez federal Ariel Lijo, propuesto por el presidente Javier Milei para ocupar una de las vacantes en la Corte Suprema de Justicia de la Nación. La audiencia fue un verdadero show montado para cuidar a Lijo, quien no contestó las más de cien preguntas seleccionadas de cuatrocientas que habían hecho las personas y entidades que lo impugnaron, ni padeció un exhaustivo escrutinio por parte de los senadores, salvo excepciones, que eran los únicos habilitados para hablar.
Lijo es uno de los jueces más denunciados ante el Consejo de la Magistratura de la Nación y de acuerdo con las estadísticas que se realizaron sobre el fuero, uno de los más ineficientes. También ha sido denunciado penalmente, a partir del rol de su hermano como “operador judicial”, por los delitos de asociación ilícita, enriquecimiento ilícito y lavado de activos. En ese caso penal, Mariano Cúneo Libarona fue abogado de los Lijo, pero el juez lo negó como su letrado ante el mismísimo Senado de la Nación. Ese caso fue cerrado sin profundizar las medidas necesarias porque ante el blanqueo de dinero que hizo su hermano por 1,7 millones de dólares, solo se revisaron los años 2016 y 2017 y se cercenó la pesquisa.
Nada se le cuestionó sobre el auto Mercedes-Benz cuyo uso se le asigna, ni sobre cómo afronta el pago de un costosísimo departamento en el que viviría en la avenida Alvear, propiedad de un íntimo amigo de Cristina Fernández de Kirchner, Carlos Bettini (exembajador en España).
Si bien sostuvo haber sorteado todas las denuncias en el Consejo de la Magistratura, se pronunció con falsedad cuando dijo que en una de ellas fue exhaustivamente investigado y que el dictamen del consejero Pablo Tonelli fue concluyente sobre su patrimonio; también olvidó destacar que al menos tres procesos allí en trámite, a propuestas de Héctor Recalde se pusieron recientemente a dormir ante su nominación para ser juez de la Corte. Lógica perversa en “el reino del revés”.
Lijo contestó con medias verdades (algunas en la audiencia y otras en su escrito de descargo) sobre las graves falencias en los trámites de investigación de casos de corrupción que tuvo a su cargo.
Veamos ejemplos: en Fonfipro (caso Boudou-Gildo Insfrán) señaló las normas que le impusieron declinar la competencia hacia la provincia de Formosa, pero no dijo que mientras Mauricio Macri era presidente retuvo el caso en su juzgado, hasta indagó a Gildo Insfrán y recién luego de 3 años declaró la incompetencia. Alberto Fernández ya había asumido la presidencia.
Con relación a otros casos de Boudou, por ejemplo “Ciccone”, señaló que este fue condenado, como si hubiera sido él quien lo hizo, cuando en verdad, solo elevó el caso a juicio, y lo hizo porque no tenía más remedio ante los dichos irrefutables de Laura Muñoz y el arrepentido Vandenbroele, el testaferro que develó toda la maniobra. Este asunto, además, no fue en el que vimos detenido a Boudou, esa causa era otra, por su enriquecimiento ilícito, y en ese caso, colmada de pruebas, no tuvimos más novedades.
En el caso Siemens tampoco se pronunció con verdad absoluta. Como juez avanzó contra los empresarios confesos por el pago de coimas, y nunca lo hizo contra los funcionarios que aparecían mencionados, Carlos Corach y Carlos Menem. Respecto del primero, Lijo tenia un vínculo muy cercano que le imponía ante todo, excusarse, pero nunca lo hizo.
En la audiencia Lijo señaló que el archivo de la investigación sobre los funcionarios fue confirmado en la Corte, pero lo que no cuenta es que con posterioridad a ello, en 2019, la Procelac (Procuraduría de Criminalidad Económica y Lavado) informó fondos por 16 millones de dólares posiblemente vinculados con el pago de aquellos sobornos, y se negó a investigar. Como nota de color, resulta que el abogado de Corach era Cúneo Libarona.
Con relación a YPF, no dio ninguna explicación que justifique 18 años a la deriva, en una denuncia que se inició en 2006 contra Repsol, que se amplió en 2008 por la compra de YPF por parte de los Eskenazi en posible connivencia con los Kirchner y nuevamente en el año 2012 por la expropiación realizada en condiciones estatutarias irregulares para generar los derechos litigiosos que hoy condujeron a una condena a nuestro país por 16 mil millones de dólares.
Dejando los casos concretos, aunque tenía muchos más para comentar, destacamos que Lijo se presentó como el representante del Poder Judicial en la Corte, siendo que la Corte no es una órgano representativo de un sector, sino que un ministro solo debe ser garante de la aplicación de la ley en igualdad de condiciones para todos los ciudadanos. Luego señaló algunas iniciativas relacionadas con el funcionamiento del Poder Judicial invadiendo tareas propias que incumben al Consejo de la Magistratura, y cuando fue cuestionado por violar la Convención Internacional de No Discriminación Contra la Mujer por aceptar la propuesta, manifestó que si era nombrado revertiría esa situación, aunque la Corte no tiene ningún rol en el proceso de nombramiento de jueces.
En su exposición se explayó sobre la posibilidad de habilitar un recurso extraordinario si hay gravedad institucional aunque no se cumpla con la existencia de cuestión federal, a la par que confundió los sistema de control de constitucionalidad e hizo una verdadera ensalada al referirse a cuestiones políticas no justiciables.
Lijo desconocía que la Corte estableció sin disidencias que la ley de coparticipación federal debe resolverse por unanimidad, al tratarse de una ley convenio, y dijo que ante las divergencias invitaría a las provincias a buscar los consensos por “unanimidad o mayoría”.
Fue igualmente errático con relación a la plena autonomía de la ciudad de Buenos Aires y la transferencia de competencias, aunque quizás fue su naturaleza acomodaticia (quedaría mal con jueces que no quieren pasar a la Justicia local) la que no le permitió definir la necesidad del traspaso de la justicia a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Resultó grave cuando pareció convalidar las reelecciones indefinidas (para quedar bien con algunos senadores y ciertos gobernadores) sosteniendo que es un tema de la autonomía provincial, desconociendo las posturas claramente restrictivas fijadas tanto por la Corte Suprema como por la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Lo misma incomodidad tuvo cuando fue preguntado sobre si la dolarización es constitucional o no; sin saber con quién debía quedar bien o mal, fue ambiguo.
Sucede que al ser un juez con poco apego a la ley y con mucho apego al poder suelen producirse esas faltas de determinación que solo contribuyen a generar incertidumbre y sacrifican el valor fundamental para atraer inversiones: la seguridad jurídica. Ni que hablar de la deriva de todos los derechos, libertades y garantías del ciudadano de a pie.
Señores senadores de la Nación, lo antes dicho demuestra que nos encontramos ante un candidato para ocupar un lugar en la Corte Suprema de Justicia de la Nación por 25 años o más, que no presenta pergaminos “opinables”. Este señor es inviable y deben revisar y estudiar los señalamientos que se han formulado sin perder de vista que en la audiencia les mintió en sus propias caras y que lo que ustedes decidan puede comprometer severamente la ya maltrecha reputación y la independencia del Poder Judicial de la Nación.
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Comicios transparentes y sin aguantaderos para condenados
Urge avanzar sin demoras en la sanción de las leyes de boleta única de papel y de ficha limpia, además de decidir la conveniencia o no de mantener las PASO
Con más o menos diferencias respecto de su contenido final, los diversos bloques de ambas cámaras del Congreso son conscientes de que el país necesita una reforma electoral que garantice el derecho de cada ciudadano a elegir y a ser elegido libremente, mejorando la calidad y equidad de la democracia. Resulta auspicioso ese avance luego de que en el Pacto de Mayo, suscripto en julio entre el Presidente y 18 mandatarios, se sacó del texto original el punto que determinaba la necesidad de una reforma política estructural que modifique el sistema actual y vuelva a alinear los intereses de los representantes con los de los representados.
Es cierto que aspirar a una reforma integral con innumerables cambios podría llevar años, posibilidad que lamentablemente intensificaría los graves problemas que venimos arrastrando con el uso de la tan vetusta como controvertida lista sábana, el robo de boletas, la compra de voluntades y las presiones políticas que, entre otras arteras maniobras, tienden a manipular la voluntad popular. Pero hoy son tres los temas que hay que resolver con urgencia: la sanción de las leyes de boleta única de papel y de ficha limpia, y decidir qué es finalmente lo que se quiere hacer con las PASO: si continuar con esa costosa virtual encuesta electoral o eliminarla.
Estamos a cuatro meses de concluir 2024 y poco se ha avanzado en esta materia. La experiencia indica que siempre es mejor encarar una reforma electoral en años en los que no se registran comicios. Este año hubo que definir en el Congreso temas preponderantes que conciernen al arranque de un nuevo gobierno. El debate de la Ley Bases –y sus reglamentaciones– ha insumido la mayor parte del tiempo de los casi nueve meses de la actual gestión. Se han judicializado decisiones presidenciales y muchas leyes troncales de la economía y de otras áreas igualmente importantes esperan tratamiento. Pero todo ello no debe hacernos perder de vista lo electoral.
Hace ya 17 años que la Cámara Nacional Electoral (CNE) viene reclamando la adopción de la boleta única de papel, un proyecto que cuenta con sanción de Diputados desde 2022 y que, de no ser convertido en ley antes de marzo próximo, perderá su estado parlamentario, lo que obligará a arrancar la discusión nuevamente de cero.
Muchas son las ventajas de la utilización del sistema de boleta única. Entre ellas, una mayor transparencia, por cuanto permitiría erradicar nefastas prácticas clientelistas, como el llamado “voto cadena”, además del robo o la destrucción de papeletas en el cuarto oscuro. Otro beneficio que presenta es la universalidad de la oferta electoral, dado que se garantiza que todos los partidos y candidatos estén presentes y disponibles en el lugar de votación, en tanto que la existencia de boletas ya no depende de la capacidad económica de cada fuerza política para su impresión. Se genera, además, una mayor sostenibilidad ambiental debido a la reducción del uso de papel, tinta y transporte.
Desde estas columnas hace ya mucho tiempo que venimos insistiendo en la necesidad de avanzar con ese método de votación. La media sanción de Diputados se encuentra actualmente en debate en el Senado, con algunos tropiezos, ya que nuevos cambios podrían determinar que se modifique la aprobación de la Cámara baja y deba ser devuelta a ella en revisión para su sanción definitiva.
Las diferencias en este punto no son tanto de fondo, sino de forma. Mientras algunos legisladores pugnan por adoptar el sistema cordobés, que contempla una sola boleta para todas las ofertas electorales de las diferentes fuerzas y alianzas políticas que compiten en cada distrito en cada una de las categorías en juego, otros se inclinan por el modelo santafesino, consistente en una boleta diferente por cada una de las categorías de cargos electivos, debiendo el votante depositar un sobre en cada una de las distintas urnas: la que contendrá las listas a presidente y vicepresidente; en la que irán los diputados, y en la que se reserva para legisladores, en caso de corresponder esa elección.
Con parciales diferencias, además de Córdoba y Santa Fe, la boleta única de papel ya se usa en Mendoza, en Salta y en comicios municipales como los de San Luis. También la utilizan quienes están privados de su libertad y votan en cárceles, y los argentinos que sufragan en el exterior.
Otro de los inconvenientes que plantea el sistema actual es el desdoblamiento de comicios, que, en algunas oportunidades, han llegado a superar la media docena de veces en que un determinado electorado ha debido concurrir a las urnas en un mismo año. Más allá de lo engorroso de esa sumatoria de elecciones –avaladas constitucionalmente, dado el carácter federal de nuestra organización institucional–, surge allí otro problema: el gasto millonario que ello implica, muchas veces por la necesidad de gobiernos provinciales de quedar o no atados a la suerte nacional. Un proceso puramente especulativo que desgasta a los electores alejándolos de las urnas, aunque el voto sea obligatorio.
Respecto de la ley de ficha limpia, se ha dado el primer paso en la Cámara de Diputados al iniciar el debate en un plenario de comisiones. Se trata de la norma que prohíbe que personas condenadas puedan postularse a un cargo electivo nacional o ser funcionarios públicos. La discusión gira en torno a si basta con una sola condena para que sean excluidas de la competencia electoral, aunque no esté firme, o si se debería esperar un doble conforme por parte de un tribunal de alzada. La primera opción es la que promueve el proyecto del oficialismo. De aprobarse esa iniciativa, por ejemplo, la expresidenta Cristina Kirchner no podría postularse como candidata. El segundo eje es qué tipos de delitos debería incluir la ley para inhabilitar a un candidato: la mayoría de las iniciativas apuntan a los hechos ilícitos cometidos contra la administración pública (corrupción), aunque hay quienes proponen ampliar ese espectro a una variada gama de delitos penales.
Otro avance también tuvo lugar recientemente en la Cámara baja cuando, a pesar de los intentos del kirchnerismo de postergar el tema, el oficialismo y la oposición dialoguista emitieron un dictamen para que los ciudadanos argentinos que residen en el exterior pudieran votar en comicios de modo presencial o mediante correo postal. En ese caso, está previsto que el Poder Ejecutivo sea el responsable de garantizar los medios económicos, organizativos y tecnológicos para el pleno cumplimiento de este derecho y que la CNE se encargue de crear el correspondiente registro de electores residentes en el exterior y de establecer el número de las mesas electorales de cada sede.
La complejidad de los temas de la reforma electoral determina que haya divergencias transversales a muchos de los bloques. La oposición dialoguista acuerda con el Gobierno en algunos puntos y difiere en otros. Y no menos importante es que las modificaciones a este tipo de leyes requieren de mayorías especiales de las que hoy carece el oficialismo en ambas cámaras. De allí la importancia de llegar a construir esa mayoría mediante el diálogo razonable y sin perder de vista el objetivo primordial: propiciar un método que mejore la calidad y equidad de nuestra democracia.
Es sabida la resistencia del kirchnerismo a transparentar procesos electorales de los que siempre ha sabido servirse en su propio beneficio, razón por la que cualquier atisbo de transparencia le hace temer una pérdida aún mayor de poder entre los votantes. Contar con su apoyo –más allá de posiciones personales– parecería ser hoy una utopía.
La oposición dialoguista tiene por estas horas una misión fundamental. Es tiempo de avanzar sin más demoras, de llegar a acuerdos y de acelerar el proceso para que en los comicios legislativos de 2025 los electores podamos ir a votar con la seguridad de que se terminaron las trampas y de que ningún cargo será un aguantadero para proteger a condenados.
Resulta de vital importancia que los legisladores arriben a acuerdos sólidos y duraderos que permitan transparentar nuestro sistema electoral, con el objetivo de instaurar un método efectivo que mejore la calidad y la equidad de nuestra democracia
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El “barrabravismo intelectual” y la agonía de la conversación
El diálogo público civilizado ha sido reemplazado por el agravio y la descalificación, lo que impide cualquier debate político constructivo y atenta contra el pluralismoLuciano Román
El presidente de uno de los clubes más importantes de la Argentina se para intempestivamente, deja los auriculares y abandona una entrevista televisiva después de escuchar una frase que no le gusta. No argumenta ni responde; se va. No soporta la discrepancia: es “lo que yo digo” o nada.
Un humorista que supo tener su momento de gracia, y que luego se convirtió en una suerte de activista provocador con una retórica aparatosa y desarticulada, monopoliza la mesa de Mirtha Legrand con una virulencia que incomoda y pone a todos a la defensiva. No escucha ni admite matices; atropella y arrincona al otro; se regocija en un despliegue de histrionismo patoteril, más parecido a una riña de gallos que a un diálogo civilizado. Su desubicación, sin embargo, es festejada en las redes sociales, donde abunda la confusión entre coraje y temeridad.
Alguien que consiente que lo presenten como filósofo, y que ahora presume de ser un interlocutor frecuente del Presidente, interviene en podcasts y entrevistas con la actitud de quien solo se escucha a sí mismo y dispara, con lanzallamas, generalizaciones ofensivas: “Me encanta la agresividad (del Gobierno) con los periodistas; la merecen. Son unos operadores de cuarta. La mayor parte de los periodistas son una desgracia, deshonestos y faltos de inteligencia”. Lo dice en un tono que se emparienta más con las barras bravas que con la filosofía, pero que tal vez exprese una práctica que está de moda: el “barrabravismo intelectual”.
Son escenas de los últimos días. Algunas se convirtieron en trending topic; otras quedaron confinadas al nicho de audiencias más acotadas. Pueden observarse como episodios aislados, desconectados unos de otros. Pero tal vez sean pequeñas muestras de un fenómeno más amplio: la agonía de la conversación pública.
El poder no se siente cómodo con el diálogo; tampoco, con las preguntas. Es una herencia de los cuatro ciclos kirchneristas, pero que el actual gobierno parece asumir como propia, plegándose a ese estilo con agresividad militante. Es una modalidad que, por supuesto, se contagia al resto de la sociedad.
La escena pública parece dominada por monólogos. Escuchar al otro se identifica con un rasgo de debilidad. Matizar las propias opiniones equivale a una inaceptable “tibieza”. Ni el humor parece habilitado: cuando un senador kirchnerista se permite cierta amabilidad con la vicepresidenta, la jefa de su facción sale a cruzarlo y le pide una “pericia psiquiátrica”. El mensaje es claro: al “enemigo”, ni sonrisas. No cabe la posibilidad del diálogo; solo la descalificación y el agravio. Si hay acercamientos o negociaciones, que sean subterráneas y con la luz apagada, como parece sugerir el avance del pliego del juez Lijo para integrar la Corte a pesar de graves impugnaciones éticas.
El vocero presidencial ha convertido una muletilla en un símbolo de esta época. Hace afirmaciones categóricas en Twitter y añade, invariablemente, la palabra “fin”. Puede ser un guiño al código de las redes, pero expresa esta idea que inhabilita el diálogo. Después de “mi opinión” se termina todo: fin. Quizá resida en esa concepción el malestar de fondo con el periodismo: la pregunta incomoda; la perspectiva del otro es vista como una molestia o un obstáculo.
El poder busca, entonces, espacios de comunicación confortables, en los que no exista esa “incomodidad” de la interrogación, la observación crítica o la discrepancia. Con ese propósito, el kirchnerismo institucionalizó la cadena nacional. El mileísmo recurre a otros formatos, pero con un objetivo y un espíritu equivalentes.
En esa atmósfera de monólogos y griterío, se alimentan además los batallones digitales que vapulean y agreden al que marca diferencias. Se estimula así un clima de beligerancia dialéctica que desalienta cualquier intento de debate constructivo y fomenta el repliegue del pluralismo.
El “barrabravismo intelectual” fogonea, además, la generalización: “los otros” son todos malos; peor, son “ratas”, “chorros” o “degenerados”. Es un planteo simplón, pero a la vez totalitario que, paradójicamente, beneficia a los corruptos: si son todos iguales, es más fácil pasar desapercibidos.
No se trata, por supuesto, de un fenómeno exclusivo de la Argentina. Los liderazgos populistas de izquierda o de derecha han naturalizado el insulto y la descalificación como parte del lenguaje político. Pero la profunda crisis de nuestro país tal vez incentive mayores dosis de enojo y de resentimiento que dificultan el diálogo y la conversación. La rabia social es un gran combustible para la polarización. Y la violencia verbal se conecta con esos sentimientos de angustia, frustración y bronca que se han enquistado en amplios sectores de la sociedad. Desde el poder no se busca interpretar y apaciguar esos estados de ánimo colectivos, sino de exacerbarlos y aprovecharlos en beneficio propio.
El fenómeno, sin embargo, tiene otras complejidades. La transformación tecnológica, que ha facilitado una formidable arquitectura de comunicación global, ha generado también una suerte de encapsulamiento digital que deriva en un diálogo más fragmentado. Vemos que en la esfera privada también languidece el hábito de la conversación. Influyen la demanda y la distracción de las pantallas, la falta de tiempo, la practicidad del WhatsApp. Todo ha hecho, por ejemplo, que desaparezca la charla telefónica. Muchas veces se “habla” por memes o emoticones. Se reemplaza el diálogo por un cruce de mensajes de audio en los que se diluye la riqueza del intercambio. Hemos perdido la paciencia para escuchar: WhatsApp ya nos ofrece la posibilidad de oír los audios a un ritmo más acelerado, una herramienta que hasta desvirtúa el tono y la cadencia de lo que el otro nos dice. Aun en la esfera cotidiana, la conversación es percibida muchas veces como una pérdida de tiempo.
Las redes y los algoritmos tienden a encapsularnos en nichos de cierta uniformidad y tendemos a perder, así, el hábito de ejercitar la templanza para escuchar lo que no nos gusta, aunque sea una falacia.
Es cierto que se han consolidado otros espacios en los que vibra el debate público. Además de lo que pasa en las redes, la opinión y el humor social se expresan con mucha intensidad y vitalidad, por ejemplo, en los comentarios de millones de lectores en las webs de los diarios, que constituyen, al fin y al cabo, una larga conversación. Son ecosistemas, sin embargo, en los que todo tiene el corset inevitable de la brevedad y, en muchos casos, el amparo del anonimato. Eso lleva, con frecuencia, a que el tono dominante esté teñido de agresividad.
El empobrecimiento cultural y educativo es otro engranaje de estos mecanismos en los que agoniza la conversación. Basta navegar por Twitter para comprobar que la mirada constructiva y sagaz pierde terreno frente al lenguaje ramplón, la palabra burda y el insulto fácil. La conversación es algo más que un hábito y una herramienta: es un sistema de valores. Supone el reconocimiento del otro, la tolerancia frente al disenso, la capacidad de discrepar con respeto y de superar la impulsividad para hacer lugar al razonamiento.
Para comprender el tono de esta época tal vez haya que computar, además, las secuelas de un discurso político que se vació de contenido y se montó sobre la impostura y el cinismo. Hubo tal abuso de la “corrección política” que hoy genera desconfianza cualquier mensaje que suene “correcto” y se asimile a la política. Cuanto más alejado de esa idea de “corrección”, mejor. Por eso los discursos desaforados hoy cotizan en alza. El griterío luce auténtico y creíble. “Mirá lo que había detrás de un presidente que nos hablaba como un profesor de Derecho”, se argumenta con razón. Es cierto, pero también se corre el riesgo de facturarle a la moderación los costos de la “falsa moderación”, o de asimilar a la política con la “política perversa”. Como si combatiéramos la medicina para erradicar la mala praxis o para “vengarnos” de los falsos cirujanos.
Rescatar el valor de la conversación es rescatar la esencia del pluralismo. Es un valor que está por encima de ideologías y de partidos. En la esfera pública, y también en la privada, es la herramienta esencial de la convivencia. Tal vez se trate, simplemente, de volver a ejercitarla
La muletilla del vocero presidencial es un signo de esta época: después de “mi opinión” , fin.
El monólogo tiende a dominar la escena pública; escuchar equivale a debilidad
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