sábado, 22 de agosto de 2020
LA LECTURA Y LOS PEQUES,
Bajo el cielo del sur
Por ANTONIO SANTA ANA
Fragmento de la novela publicada por Editorial Norma, 2019Francisca Parés, de 13 años, la hija de Parés, imaginó el regreso a Buenos Aires del protagonista
Así comienza esta novela juvenil que retoma la historia de un libro clave del género, Los ojos del perro siberiano; aquel joven dolorido es ahora un hombre que vuelve para juntar sus pedazos e imaginar otro destino
Volver.
No recuerdo cuántos años pasaron, no sé si quiero contarlos.
El río está calmo hoy.
Camino por la orilla donde el barro se hace agua y el agua se hace barro. Miro las huellas que el agua se lleva; pienso en las otras, en las que no se borran. Deberé limpiar mis botas después. En mis auriculares suena la sonata en sol menor de Beethoven; algo de su tensión me incomoda, pero la sigo escuchando.
Me siento en una piedra, el sol me da en la cara.
Pienso qué habría sido de la literatura si Homero, en lugar de comenzar la Ilíada con el verso “Canta, oh, diosa, la cólera de Aquiles”, lo hubiese hecho con uno que dijera: “Canta, oh, diosa, la nostalgia de Aquiles”.
Pero la historia de la literatura occidental empieza hablando de la cólera, la cólera de estar vivo.
De cólera, pero también de nostalgia y de esperanza están hechos los libros.
Al menos es lo que yo busco en ellos.
Me levanto. Respiro hondo. Miro al cielo.
Tengo que ir al cementerio.
“¿En qué silencio te escondés?”, me preguntó la abuela unos días antes de mi viaje. Pienso en eso desde entonces. Lo hago ahora mismo mientras camino por un sendero que conozco de memoria.
Hay que girar a la izquierda más adelante, después de aquellos cipreses. Desde allí, caminar veinte metros.
Llego. Tengo un ramo de lirios en la mano y leo su nombre en una lápida de mármol: Ezequiel.
Me doy cuenta de que no recuerdo el sonido de su voz.
Se nubla y lo agradezco. La luz del sol me sigue pareciendo despiadada, como el día de su entierro.
“¿En qué silencio te escondés?”. Tal vez la pregunta debió haber sido: “¿De qué te escondés en tus silencios?”.
La de Martín fue la primera cara que vi al volver. Debería mencionar al oficial de Migraciones que selló mi pasaporte y me dijo “bienvenido”. Pero no estoy seguro de haber visto su cara. No estoy seguro de muchas cosas.
Aterricé, pasé por Migraciones, por la aduana, y al salir del aeropuerto lo vi parado ahí. Sonreía y tenía un cartel con mi nombre, como los choferes que van a buscar a los pasajeros que no conocen y que no conocerán jamás. Un pasajero ahora, otro en el próximo vuelo y así.
Martín parado ahí, con un cartel con mi nombre. Se había dejado crecer la barba pero seguía siendo el mismo que conocí a mis 12 años, en el curso de ingreso al colegio. Sus ojos risueños y cálidos, su sencillez.
No lo esperaba.
Le había avisado que volvía y él me preguntó el número del vuelo: debí sospechar que vendría.
–Bienvenido a la patria –me dijo, mientras me abrazaba. Había hablado con dos personas desde el aterrizaje y las dos habían utilizado la palabra “bienvenido”. Ojalá significara algo.
Señaló mi mochila y me preguntó por el resto del equipaje.
–Es todo –dije–. Son solo unos días, los necesarios para firmar los papeles de la herencia de la abuela y buscar a Sacha.
Martín me acompañaría en las dos cosas.
Nunca supe por qué él quiso ser mi amigo. Le llevó años. Yo quería ser invisible para el resto y en parte lo logré, salvo para Martín y un par más.
Él me vio.
En el colegio había muchos alumnos muy cultos, pero a diferencia de ellos, Martín no se jactaba de sus conocimientos. No había ningún tipo de soberbia en su saber. Durante años lo vi ampliar sus campos de interés. Me fue sorprendiendo: en las conversaciones en el aula siempre tenía una frase o una cita adecuada para que las ideas fluyeran o para mirar el asunto desde otro punto de vista.
Más allá de los saludos cordiales y las frases de ocasión (yo era un especialista en ellas), la primera vez que hablamos fue cuando teníamos 15 años. Pero en los años siguientes no hablamos mucho más. Cuando yo me fui nos hicimos amigos a la distancia, escribiéndonos.
–Una amistad por correspondencia –se burlaba–. Somos del siglo XIX.
Aquella primera vez, hablamos de cine.
Estábamos en un bar en la calle Moreno, él me había pedido ayuda para estudiar algo. Latín, creo. Llegó tarde, la puntualidad nunca ha sido su fuerte.
Yo tomaba un café con leche; él, mientras esperaba su café, tamborileaba con los dedos en la mesa. Saqué mis apuntes y él se disculpó; estaba apurado, me dijo, porque se había enterado de que había un ciclo de películas, no recuerdo de qué país (¿Irán, Noruega?). Me contó que quería estudiar cine (cosa que al final hizo al terminar el colegio).
Mis gustos cinematográficos se remitían a una sola película: Blade Runner, y se lo dije.
¿Cuántas veces la habría visto? ¿Cinco, seis? ¿Más?
Él se puso a hablar sobre Blade Runner y la cargó de muchos más significados de los que ya tenía para mí. Me habló del expresionismo alemán y de su influencia en la estética y en el argumento de la película. Del uso de contrastes extremos en la fotografía. De su tono pesimista. De un protagonista moralmente reprochable, metido en un universo que no le pertenece. Un universo nocturno, bajo una lluvia constante.
No estudiamos; él se la pasó hablando de cine todo el tiempo y, mientras se despedía, dijo:
–Gran película sobre qué significa ser humano en un futuro teñido de melancolía y fantasmas del pasado.
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