Lecciones del exilio venezolano
En la tragedia de Venezuela, dominada por un régimen que viró del autoritarismo a la crueldad, hay una enseñanza: la de los exiliados en nuestro país, que se hicieron lugar con trabajo y esfuerzo
Luciano Román
Opinión...Sebastián Dufour
El diario habla de Ludmila. Y de Augusto. Y de José. El diario habla de millones de inmigrantes venezolanos que, en estas horas dramáticas, lloran en silencio mientras se esfuerzan por no perder la esperanza. Detrás de cada uno de esos nombres hay una historia de sufrimiento y de desgarro, pero también de dignidad, de sacrificio y de coraje. En medio de la tragedia venezolana, dominada por un régimen que ha virado del autoritarismo a la crueldad, hay sin embargo una enseñanza y una inspiración. Es la que ofrecen los exiliados en un país como el nuestro, donde se han hecho un lugar sobre la base de la vieja fórmula del trabajo, la educación y el esfuerzo.
Ludmila no ve a su hijo desde 2019. Lo tuvo que dejar con sus abuelos cuando él tenía 7 años. Hoy está a punto de terminar la primaria. Y aunque todos los días se conectan por videollamada, no ha podido volver a abrazarlo. Lo ve crecer a través de una pantalla: ella no puede volver; a su padre no lo dejan salir. Ludmila tuvo que emigrar para asegurarse una medicación que era imposible conseguir en Maracaibo, y porque la miseria y la escasez ya se hacían sofocantes. Vino a buscar un ahorro que le permitiera soñar un futuro para su familia y para ella misma. Empezó de cero en las afueras de Buenos Aires. Fue empleada doméstica, pasó después a trabajar en una peluquería y hoy está orgullosa de haber accedido a un trabajo calificado en una empresa. Tiene estudios universitarios y su futuro era prometedor hasta que el chavismo destruyó la economía, pero también la convivencia, la legalidad y la noción de progreso.
En la madrugada del lunes, Ludmila apenas podía contener su angustia. Se había ilusionado con el final de un régimen que ha forzado la migración de casi ocho millones de compatriotas, de los cuales unos 200.000 se instalaron en la Argentina. Había ido a la puerta de la embajada, donde estuvo hasta bien tarde. Pero a las 8 de la mañana se había secado las lágrimas y entraba, como todos los días, a su oficina en el centro de Quilmes. Puede parecer una historia pequeña, pero simboliza un espíritu y una cultura de la que tal vez debamos tomar nota.
Vale la pena mirar el drama venezolano con vocación de aprendizaje. Por un lado, exhibe el extremo de degradación al que pueden conducir los populismos autoritarios de izquierda. Es todo muy evidente: son movimientos enamorados de una retórica pseudorrevolucionaria con la que encubren los resultados catastróficos de sus políticas económicas. Engendran una espiral de pobreza mientras consolidan un régimen atravesado por la corrupción. Para mantenerse en el poder recurren a métodos cada vez más apartados de la legalidad democrática, hasta derivar en modelos represivos que asfixian las libertades y violan los más elementales derechos humanos. Se apropian de las instituciones y se aseguran impunidad para manipular elecciones, sofocar movimientos de oposición y potenciar el miedo. ¿Es un fenómeno extraño y lejano para los argentinos? La respuesta está a la vista: sectores del kirchnerismo no ocultan su afinidad y simpatía con el chavismo radicalizado. Cuesta entenderlo, porque ya no se trata de una cuestión ideológica, sino humanitaria. En nombre del eslogan y de una supuesta estética progresista, se justifican la tortura y el encarcelamiento de disidentes, se ignora la tragedia de la diáspora y se avala el fraude electoral. Curioso progresismo el que se emparienta con las dictaduras y asiste en silencio a un quiebre grosero de la institucionalidad, mientras hace alharaca de solidaridad, pero mira para otro lado cuando se topa con los padecimientos humanos.
migrantes venezolanos en argentina
Pero del otro lado aparece un modelo inspirador. Lo han forjado esos millones de exiliados que llevan adelante una resistencia digna y silenciosa y que a la vez apuestan a integrarse en otras sociedades a través de la educación, del trabajo y del esfuerzo. No vienen, como los inmigrantes de los siglos XIX y XX, a “hacer la América”. Vienen por lo más elemental: los medicamentos, las provisiones, el empleo. Parece increíble, pero el régimen venezolano llegó a extremos de deterioro en los que falta hasta el papel higiénico.
Entre los inmigrantes venezolanos que han llegado a la Argentina, hay ingenieros que hacen delivery o profesores universitarios que trabajan detrás de un mostrador. También hay profesionales que han ido a cubrir vacantes a rincones inhóspitos del interior y jóvenes que estudian en la universidad mientras tienen entre dos y tres trabajos para poder progresar. Lo hacen con una responsabilidad y una dignidad que resultan conmovedoras. Pero lo hacen también con agradecimiento y alegría. Aunque muchos arrastran las penas profundas del desarraigo, conforman una comunidad emprendedora y vital, sin rasgos de resentimiento, sin cultivar el odio ni la rabia. Exhiben integridad y estoicismo para sobrellevar el dolor, sin que eso suponga resignación ni derrotismo. No buscan lástima ni compasión; tampoco exacerban antagonismos ni confrontaciones políticas. Los representa, de algún modo, esa mesura y esa serenidad que muestra Corina Machado aun en los momentos más adversos.
Los venezolanos que eligen la Argentina saben que vienen a un país atravesado por crisis y dificultades. Pero demuestran que, aun en un contexto difícil, también hay oportunidades. Nos confirman que la vieja fórmula del trabajo y el esfuerzo todavía da resultados y puede a abrir un surco de progreso.
Es un fenómeno que, además, nos reconcilia de algún modo con nosotros mismos. Nos recuerda uno de los mejores rasgos que, a pesar de todo, la Argentina ha conservado: el de la hospitalidad. Más allá de factores económicos y desviaciones evidentes, somos un país receptivo a la inmigración, que mantiene reservas de solidaridad y apertura para facilitar la integración.
Es cierto: existen historias de abusos y casos de aprovechamiento de la debilidad del inmigrante. Pero existen también valoración y respeto. Muchos pequeños y medianos empresarios encuentran en ciudadanos venezolanos un estándar de responsabilidad y compromiso por encima del promedio. Son cosas simples, pero que cotizan en alza: llegan con puntualidad, no están mirando el reloj para irse, levantan la mano cuando hay una tarea extra, no se desesperan si tienen que trabajar un fin de semana. Tienen, además, vocación de servicio y prestan especial importancia a la calidad de la atención y la corrección en el trato. Tienen incorporada esa ética del trabajo y de la responsabilidad que hoy parece desdibujada.
La condición de inmigrantes (cualquiera sea su nacionalidad) suele activar una fortaleza y una capacidad de adaptación y resiliencia que, en muchos casos, las personas ni siquiera sabían que tenían. Eso hace, por ejemplo, que muchos estén dispuestos a hacer tareas que no harían en su propio país (desde lavar copas hasta trabajar en una casa de familia), tal vez porque juegan de otra manera valores tan inasibles como el orgullo y el amor propio; quizá por la idea de que el extranjero debe pagar cierto “derecho de piso”. Así como se valora aquí el compromiso de los inmigrantes venezolanos con la cultura del trabajo, los inmigrantes argentinos son reconocidos en el mundo por su capacidad natural para lidiar con dificultades y su creatividad para resolver desafíos. Los inmigrantes, en general, tienen la fuerza de los que saben que dependen de sí mismos. La cultura inmigrante es una cultura del esfuerzo, forjada en la certeza de que no tiene nada que esperar del Estado. Es una cultura que contrasta con esa demagogia que desprecia el mérito, el esfuerzo y la excelencia.
En tiempos de fragmentación e intolerancia, en los que las redes destilan prejuicios y xenofobia, mientras los nacionalismos promueven la estigmatización de los expatriados, es sano reivindicar a la inmigración como fuente de inspiración y aprendizaje. En los miles y miles de venezolanos con los que nos cruzamos en nuestra vida cotidiana, tenemos una lección: son protagonistas del milagro de seguir adelante. Y lo hacen con dignidad, con dolor, pero a la vez con alegría, con convicciones firmes, pero sin rencores. No son meros sobrevivientes. Ya lo hemos dicho: son un testimonio de coraje y esperanza.
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La nueva SIDE: ¿una oportunidad o más de lo mismo?
Asignar correctamente los fondos, coordinar actividades, evitar los recelos y el tabicado de la información son algunos de los principales desafíos de la agencia
La decisión del presidente Javier Milei de disolver la Agencia Federal de Inteligencia (AFI) y crear cuatro entidades especializadas que funcionarán bajo la órbita de la nueva Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) abre una oportunidad excepcional para que la Argentina, al fin, desarrolle un sistema de inteligencia consistente que se aboque a proteger a la comunidad y a realizar aportes en la preservación de la seguridad internacional, en relación con servicios similares del extranjero. Pero esta misma reformulación conlleva, también, riesgos insoslayables.
Como se recordará, el Gobierno publicó en el Boletín Oficial los decretos 614 y 615. Con ellos creó el Servicio de Inteligencia Argentino, la Agencia de Seguridad Nacional y la Agencia de Ciberseguridad, que serán monitoreadas por una División de Asuntos Internos, que funcionará como organismo de control de los anteriores.
Bien diseñados, con los recursos presupuestarios adecuados y sobre todo con el personal más idóneo al frente, la nueva estructura de inteligencia puede saldar una de las mayores deudas que arrastra la democracia argentina desde 1983. Cuatro décadas llenas de oprobio y vergüenza que esperamos y deseamos que de este modo queden atrás.
Basta recordar algunos de los muchos y graves tropiezos que durante esos 40 años registraron todos los presidentes en el área de inteligencia. Desde la presencia de Raúl Guglielminetti en tiempos de Raúl Alfonsín y los dos atentados y la causa AMIA durante la presidencia de Carlos Menem a las “coimas en el Senado”. También podemos citar los sobresueldos que salían de la SIDE destinados a políticos, jueces y periodistas; las escuchas telefónicas ilegales y el despido de Gustavo Beliz cuando se enfrentó con Antonio “Jaime” Stiuso durante la presidencia de Néstor Kirchner, la nefasta influencia del general César Milani durante el cristinismo y la banda “Super Mario Bros” en la pésima gestión de Gustavo Arribas y Silvia Majdalani. Y la intervención de la AFI y el ingreso de militantes de La Cámpora con Alberto Fernández. En todo este oscuro panorama se destaca otro hecho lamentable y, todavía, misterioso: la muerte del fiscal Alberto Nisman no se puede explicar sin tomar en cuenta la actividad de los servicios de inteligencia.
Con semejantes antecedentes –entre otros muchos ejemplos vergonzosos que podríamos citar–, debemos reaccionar con cautela ante el anuncio de esta reformulación del sector de inteligencia. ¿Estamos ante una reforma real o ante otro ejemplo más de gatopardismo? ¿Estamos ante un cambio verdadero o un mero cambio de nombre –otro más en apenas unos años– para que en realidad nada cambie en aquello que el gran politólogo italiano Norberto Bobbio denominó el sotto governo?
En ese sentido, invitamos pues a la Comisión Bicameral de Fiscalización de Organismos y Actividades de Inteligencia del Congreso Nacional a prestar especial atención a la ejecución de los “fondos reservados”, que fueron incrementados, a la selección de personal y al cumplimiento de los objetivos trazados dentro de la legislación vigente. A qué se destine el dinero de los contribuyentes, quiénes encarnarán la letra de la ley y qué harán cada uno de ellos resultará clave.
Dada la nueva estructura de inteligencia, sin embargo, resulta evidente que otro de los grandes desafíos pasará, sin dudas, por lograr una coordinación eficiente entre el Servicio de Inteligencia Argentino, la Agencia de Seguridad Nacional y la
Agencia de Ciberseguridad. Solo así se evitarán los recelos y el tabicado de la información que suele registrarse en toda burocracia.
Ese riesgo resultó tristemente patente en los Estados Unidos cuando ocurrieron los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001. Años después se supo que diversos organismos de seguridad e inteligencia de ese país tenían indicios y pistas sobre la inminencia de aquellos ataques perpetrados por Al-Qaeda, pero los burócratas se habían negado a compartir esa información entre sí, impidiendo la prevención del desastre.
El recuerdo del 11S en este espacio editorial no es casual. La Argentina ya padeció dos terribles ataques terroristas en las postrimerías del siglo XX, con apoyo logístico desde la Triple Frontera, y la posibilidad de un tercer atentado resulta un riesgo con el que lidian nuestros servicios de seguridad e inteligencia.
Para contar con una estructura de inteligencia que funcione como tal resultará decisivo designar a los mejores funcionarios, a los más idóneos, a los más preparados, a los que tengan fojas de servicio intachables. No lo fue el senador nacional Oscar Parrilli, al que la propia Cristina Kirchner trataba como un lacayo, como tampoco lo fue Arribas, cuyo único mérito para que Macri lo designara como “Señor 5” fue, al parecer, su labor previa como representante de futbolistas.
Dados esos antecedentes lamentables, permítasenos concluir este espacio editorial con una pregunta dirigida al presidente Milei, a sus máximos colaboradores –en particular a su asesor todoterreno, Santiago Caputo–, y a la comisión bicameral del Congreso: ¿cuáles son los méritos del señor Sergio Neiffert para liderar semejante estructura de inteligencia?
Según el CV que él mismo redactó, Neiffert no tiene experiencia alguna en el área de inteligencia ni tampoco en el sector público nacional de alto nivel hasta que, en marzo de este año, asumió como representante del Poder Ejecutivo en el Consejo Directivo de la Autoridad de Cuenca Matanza-Riachuelo (Acumar). Hasta entonces, solo había sido vicepresidente del Consejo Escolar del partido de Malvinas Argentinas, con Jesús Cariglino, y presidido el Consejo Escolar bonaerense, con Daniel Scioli, además de trabajar como productor de radio y televisión, y montar una empresa de publicidad en la vía pública. En la primera línea del CV que presentó a la Acumar, el propio Neiffert se caracterizó a sí mismo como experto en el manejo de recursos públicos y privados. ¿Será esa experiencia la que lo promovió hacia un organismo que ha sido visto, durante décadas, como la gran caja negra del Estado?
El mejor organigrama administrativo no compensará jamás la presencia de funcionarios ineficientes o, peor, inescrupulosos, en el control de uno de los aparatos más opacos de la estructura del Estado. El aparato del que se alimentó durante décadas “la casta”, por utilizar una categoría del oficialismo. De nada sirve, tampoco, convocar a personal idóneo, si se utilizan fondos reservados para contratar de manera clandestina a personajes del submundo a los que se asignan tareas ilegales. Al mismo tiempo que Milei delegó en Santiago Caputo el diseño de la nueva SIDE, se multiplicaron los rumores sobre la aproximación de personajes funestos traídos del pasado, como Stiuso y sus colaboradores. Nadie ha desmentido que la renovación de esa agencia coincida con esa regresión a tiempos vergonzosos.
¿Queremos saldar una de las mayores deudas pendientes de la democracia? ¿O queremos seguir honrando a Giuseppe Tomasi di Lampedusa?
Bien diseñados, con los recursos presupuestarios adecuados y, sobre todo, con el personal más idóneo al frente, la nueva estructura de inteligencia puede saldar una de las mayores deudas que arrastra la democracia argentina desde 1983
Cuatro décadas llenas de oprobio y vergüenza que esperamos y deseamos que queden atrás
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