La vida bajo el capitalismo de amigos
El sistema donde el éxito de un negocio depende de la amistad con el funcionario público es el que finalmente mata los sueños y la invención e impide el progreso de todos
Gonzalo Garcés
Déjenme recordar una historia triste. La cuenta Mario Vargas Llosa en su mejor novela, Conversación en La Catedral. Ahí retrata la vida en el Perú en los años cincuenta, durante la dictadura de Manuel Odría. Desfilan las vidas de algunos personajes inolvidables, como el hombre fuerte del gobierno, Cayo Bermúdez, al que apodan Cayo Mierda, su amante Hortensia, a la que apodan La Musa, el negro Ambrosio y sobre todo el protagonista: Santiago Zavala, alias Zavalita.
Zavalita es un joven idealista que quiere ser escritor, no tan diferente del joven Vargas Llosa. Es hijo de un industrial amigo del gobierno, y esto es importante en la novela y también para esta nota: su padre vive de los contratos con el Estado. Esto no lo explicita el relato, porque en aquel entonces Vargas Llosa, como casi todos los intelectuales latinoamericanos, confundía los sistemas y creía estar hablando del capitalismo a secas. Pero aunque se equivocó en el diagnóstico, el ojo de Vargas Llosa captó a la perfección esa realidad. El padre de Zavalita no es un capitalista: es un empresario prebendario.
Y esto define el destino de Zavalita. Él no quiere seguir los pasos de ese padre: quiere brillar, quiere hacer grandes cosas. Sueña con escribir grandes libros. Para ganarse la vida hace periodismo. El problema es que la vida en ese sistema es tan mediocre, tan chata, que él también se va contagiando de esa grisura. Se pregunta: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”. Esa pregunta se volvió famosa, porque resuena en todos los países hispanoamericanos. ¿En qué momento se jodió Colombia? ¿En qué momento se jodió Venezuela? ¿En qué momento se jodió Bolivia? ¿En qué momento se jodió la Argentina?
No es que los personajes de Vargas Llosa no tengan talento, inteligencia o sueños. Es que los talentos y los sueños se vuelven anémicos, porque los únicos que llegan alto son los autoritarios y sus chupamedias. Y ellos tampoco escapan al purgatorio: saber que son parásitos les vuelve opacos los ojos. Así que no hay salida. Cuando Zavalita se quiere dar cuenta, perdió la juventud; su pobre consuelo es que no transó, no aceptó la plata prebendaria de su padre, no fue otro rentista del capitalismo de amigos. Pero no por eso logró algo: su victoria es solo negativa.
¿Qué es el capitalismo de amigos? Es el sistema donde el éxito de un negocio depende de la amistad con funcionarios públicos. empresario, en este sistema, no hace su negocio gracias a que produce algo que la gente quiere o necesita, a un precio competitivo, sino gracias a que el funcionario lo favorece en licitaciones truchas, o con permisos legales, o a la hora de repartir subvenciones o exenciones de impuestos.
En la Argentina, cada tanto hay un escándalo ligado a nuestro capitalismo de amigos. Duran un tiempo y se apagan, quizá porque son cuestiones que sentimos complicadas y algo abstractas. No es como ver el ojo en compota de Fabiola y denunciar la hipocresía abyecta de las feministas que no la defienden, porque es una víctima, sí, pero antes es la víctima de su patrón; aunque esto también está ligado al capitalismo de amigos, porque este sistema acostumbra a todos a la prebenda y eso incluye a las tristes feministas argentinas que callaron cuando los violadores y los golpeadores eran Alperovich, Espinoza y Alberto Fernández.
Esto lo han dicho todos los pensadores liberales y libertarios, desde Hayek hasta Rothbard, desde Friedman hasta Von Mises: no hay prosperidad mientras el gobierno controle la economía, y en el capitalismo de amigos esto sucede porque el gobierno y los empresarios son lo mismo. Lo que no dijeron (pero sí relatan novelistas y cineastas lagún tinoamericanos) es que bajo este sistema tampoco hay entusiasmo, sueños grandes, aventura, invención, vida verdadera.
Hablando de invenciones, el economista Raymond Vernon se hizo una pregunta fascinante: ¿por qué la Revolución Industrial empezó en Inglaterra y no en otros países? Porque Inglaterra fue la primera nación que logró limitar el poder de las corporaciones para dejar a afuera a los emprendedores. En otros países europeos las ligas de comerciantes y artesanos eran lo bastante fuertes para vetar a los que llegaban con nuevos inventos. La primera máquina a vapor que se patentó fue la de James Watt, en 1769. Con esto empieza la Revolución Industrial.
Pero en Francia se había diseñado ya una máquina a vapor años antes. ¿Por qué los franceses no pudieron producirla? ¿Por qué la Revolución Industrial no empezó en Francia? Porque los empresarios amigos del gobierno, los que temían la innovación y la competencia, lograron que se prohibiera la máquina a vapor hasta que fue demasiado tarde.
El capitalismo de amigos es una forma de vida: esa forma mediocre y resignada que describió Vargas Llosa en su obra maestra. Es saber que hagas lo que hagas, si no pertenecés al “círculo rojo”, nunca vas a llegar. Y entonces ¿para qué esforzarse?
Quedate en tu puestito, arañá lo que puedas, agarrá las migas de la verdadera fiesta: la de los empresarios prebendarios y los sindicalistas y políticos que son sus socios.
Es gracioso: cuando Enrique Santos Discépolo escribió Cambalache, habló de esto. “Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor...”. Pero Discépolo se lo achaca al siglo XX. Y ahí se equivoca: no era el siglo XX, era el capitalismo de amigos. Ahí es donde da lo mismo el mérito, porque la única habilidad que cotiza es la habilidad para adular al que conviene, comer asados con el que conviene, haber sido chofer o secretario del que conviene.
Y no solo se equivocó Discépolo. En la Argentina existe una imagen popular del empresario: es un señor con habano y whisky que maquina maldades contra el pueblo. Lo que mejor resume esta imagen infantil es un dibujo de Quino. Un señor calvo, trajeado, panzón, degusta su whisky mientras piensa: “Por suerte la opinión pública todavía no se ha dado cuenta de que opina lo que quiere la opinión privada”. Cuando el progre argentino emite juicios sobre el capitalismo, piensa en esto.
Pero se equivoca de blanco. ¿Qué tendrá que ver ese señor satisfecho con Marcos Galperin, con Emiliano Kargieman, con Martín Varsavsky, empresarios que no suelen tener tiempo para acomodarse en ningún sillón, que inventaron algo, que arriesgan, que ganan plata porque venden algo que nos sirve? Querido Quino: ese gordo con whisky es el empresario prebendario.
Vivir como lo hacemos los argentinos desde hace más de un siglo va marcando la imaginación colectiva. Sabemos que por ahí andan individuos que son más poderosos que un policía, que un político, que un agente secreto, que un empresario, porque son todo eso al mismo tiempo. Gente que puede designar a un ministro o voltear a un gobierno. Una de las mejores representaciones de ese monstruo está en una película genial de Damián Szifron,
Tiempo de valientes.
En esa película hay una escena potente. La situación es así: el policía que interpreta Luis Luque y el psicoanalista que interpreta Diego Peretti investigan la pista de una camioneta que apareció en el fondo del río con dos cadáveres en el baúl. El comprador de la camioneta (les señalan) sería un señor que está en un bar tomando un café. A ese señor lo interpreta Tony Lestingi. Es una actuación genial: Lestingi realmente da miedo en esta escena.
Entran, se presentan. Le preguntan a qué se dedica. Responde con displicencia que está desocupado. ¿Les puede mostrar su documento? No traje, dice el tipo. Luque atrapa un sobre que tiene sobre la mesa. Adentro hay documentos de identidad; todos indican una empresa llamada Camarasa. Una de las fotos es del tipo, pero con otro nombre. En resumen: es un agente de inteligencia, pero al mismo tiempo un empresario que hace negocios con el gobierno. Es el modelo exacto del empresario prebendario. El protagonista, no de Tiempo de valientes, sino de la tragicomedia argentina.
Luque le dice que lo va a llevar detenido. El otro prende un cigarrillo, se toma su tiempo y al final le dice: “Rajá, gordito, que te estoy haciendo un favor. Hablás de nuevo y te vas en una funda. Y creeme que no tengo que darle explicaciones a nadie”. Sépanlo los progres: los realmente poderosos, los que pueden amenazar a un policía sin parpadear, no son los capitalistas, sino las corporaciones. Son esos que prosperan en economías cerradas, repletas de regulaciones y peajes. Y que desaparecen, o al menos se hacen menos poderosos, cuando tienen que competir con el mundo.
Vuelvo a la pregunta de Zavalita: ¿en qué momento se jodió el Perú? ¿En qué momento se jodió Colombia? ¿En qué momento se jodió la Argentina? Yo sé en qué momento se jodió, Zavalita: cuando armamos el sistema donde crecen estos monstruos.
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“Estamos en un paraíso”. Vendieron su casa en el conurbano y se fueron a un pueblo de 200 habitantes
Gabriela Espinosa y Diego Ferrer dejaron Moreno para mudarse a Pardo, donde crearon un espacio gastronómico y cultural
Déjenme recordar una historia triste. La cuenta Mario Vargas Llosa en su mejor novela, Conversación en La Catedral. Ahí retrata la vida en el Perú en los años cincuenta, durante la dictadura de Manuel Odría. Desfilan las vidas de algunos personajes inolvidables, como el hombre fuerte del gobierno, Cayo Bermúdez, al que apodan Cayo Mierda, su amante Hortensia, a la que apodan La Musa, el negro Ambrosio y sobre todo el protagonista: Santiago Zavala, alias Zavalita.
Zavalita es un joven idealista que quiere ser escritor, no tan diferente del joven Vargas Llosa. Es hijo de un industrial amigo del gobierno, y esto es importante en la novela y también para esta nota: su padre vive de los contratos con el Estado. Esto no lo explicita el relato, porque en aquel entonces Vargas Llosa, como casi todos los intelectuales latinoamericanos, confundía los sistemas y creía estar hablando del capitalismo a secas. Pero aunque se equivocó en el diagnóstico, el ojo de Vargas Llosa captó a la perfección esa realidad. El padre de Zavalita no es un capitalista: es un empresario prebendario.
Y esto define el destino de Zavalita. Él no quiere seguir los pasos de ese padre: quiere brillar, quiere hacer grandes cosas. Sueña con escribir grandes libros. Para ganarse la vida hace periodismo. El problema es que la vida en ese sistema es tan mediocre, tan chata, que él también se va contagiando de esa grisura. Se pregunta: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”. Esa pregunta se volvió famosa, porque resuena en todos los países hispanoamericanos. ¿En qué momento se jodió Colombia? ¿En qué momento se jodió Venezuela? ¿En qué momento se jodió Bolivia? ¿En qué momento se jodió la Argentina?
No es que los personajes de Vargas Llosa no tengan talento, inteligencia o sueños. Es que los talentos y los sueños se vuelven anémicos, porque los únicos que llegan alto son los autoritarios y sus chupamedias. Y ellos tampoco escapan al purgatorio: saber que son parásitos les vuelve opacos los ojos. Así que no hay salida. Cuando Zavalita se quiere dar cuenta, perdió la juventud; su pobre consuelo es que no transó, no aceptó la plata prebendaria de su padre, no fue otro rentista del capitalismo de amigos. Pero no por eso logró algo: su victoria es solo negativa.
¿Qué es el capitalismo de amigos? Es el sistema donde el éxito de un negocio depende de la amistad con funcionarios públicos. empresario, en este sistema, no hace su negocio gracias a que produce algo que la gente quiere o necesita, a un precio competitivo, sino gracias a que el funcionario lo favorece en licitaciones truchas, o con permisos legales, o a la hora de repartir subvenciones o exenciones de impuestos.
En la Argentina, cada tanto hay un escándalo ligado a nuestro capitalismo de amigos. Duran un tiempo y se apagan, quizá porque son cuestiones que sentimos complicadas y algo abstractas. No es como ver el ojo en compota de Fabiola y denunciar la hipocresía abyecta de las feministas que no la defienden, porque es una víctima, sí, pero antes es la víctima de su patrón; aunque esto también está ligado al capitalismo de amigos, porque este sistema acostumbra a todos a la prebenda y eso incluye a las tristes feministas argentinas que callaron cuando los violadores y los golpeadores eran Alperovich, Espinoza y Alberto Fernández.
Esto lo han dicho todos los pensadores liberales y libertarios, desde Hayek hasta Rothbard, desde Friedman hasta Von Mises: no hay prosperidad mientras el gobierno controle la economía, y en el capitalismo de amigos esto sucede porque el gobierno y los empresarios son lo mismo. Lo que no dijeron (pero sí relatan novelistas y cineastas lagún tinoamericanos) es que bajo este sistema tampoco hay entusiasmo, sueños grandes, aventura, invención, vida verdadera.
Hablando de invenciones, el economista Raymond Vernon se hizo una pregunta fascinante: ¿por qué la Revolución Industrial empezó en Inglaterra y no en otros países? Porque Inglaterra fue la primera nación que logró limitar el poder de las corporaciones para dejar a afuera a los emprendedores. En otros países europeos las ligas de comerciantes y artesanos eran lo bastante fuertes para vetar a los que llegaban con nuevos inventos. La primera máquina a vapor que se patentó fue la de James Watt, en 1769. Con esto empieza la Revolución Industrial.
Pero en Francia se había diseñado ya una máquina a vapor años antes. ¿Por qué los franceses no pudieron producirla? ¿Por qué la Revolución Industrial no empezó en Francia? Porque los empresarios amigos del gobierno, los que temían la innovación y la competencia, lograron que se prohibiera la máquina a vapor hasta que fue demasiado tarde.
El capitalismo de amigos es una forma de vida: esa forma mediocre y resignada que describió Vargas Llosa en su obra maestra. Es saber que hagas lo que hagas, si no pertenecés al “círculo rojo”, nunca vas a llegar. Y entonces ¿para qué esforzarse?
Quedate en tu puestito, arañá lo que puedas, agarrá las migas de la verdadera fiesta: la de los empresarios prebendarios y los sindicalistas y políticos que son sus socios.
Es gracioso: cuando Enrique Santos Discépolo escribió Cambalache, habló de esto. “Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor...”. Pero Discépolo se lo achaca al siglo XX. Y ahí se equivoca: no era el siglo XX, era el capitalismo de amigos. Ahí es donde da lo mismo el mérito, porque la única habilidad que cotiza es la habilidad para adular al que conviene, comer asados con el que conviene, haber sido chofer o secretario del que conviene.
Y no solo se equivocó Discépolo. En la Argentina existe una imagen popular del empresario: es un señor con habano y whisky que maquina maldades contra el pueblo. Lo que mejor resume esta imagen infantil es un dibujo de Quino. Un señor calvo, trajeado, panzón, degusta su whisky mientras piensa: “Por suerte la opinión pública todavía no se ha dado cuenta de que opina lo que quiere la opinión privada”. Cuando el progre argentino emite juicios sobre el capitalismo, piensa en esto.
Pero se equivoca de blanco. ¿Qué tendrá que ver ese señor satisfecho con Marcos Galperin, con Emiliano Kargieman, con Martín Varsavsky, empresarios que no suelen tener tiempo para acomodarse en ningún sillón, que inventaron algo, que arriesgan, que ganan plata porque venden algo que nos sirve? Querido Quino: ese gordo con whisky es el empresario prebendario.
Vivir como lo hacemos los argentinos desde hace más de un siglo va marcando la imaginación colectiva. Sabemos que por ahí andan individuos que son más poderosos que un policía, que un político, que un agente secreto, que un empresario, porque son todo eso al mismo tiempo. Gente que puede designar a un ministro o voltear a un gobierno. Una de las mejores representaciones de ese monstruo está en una película genial de Damián Szifron,
Tiempo de valientes.
En esa película hay una escena potente. La situación es así: el policía que interpreta Luis Luque y el psicoanalista que interpreta Diego Peretti investigan la pista de una camioneta que apareció en el fondo del río con dos cadáveres en el baúl. El comprador de la camioneta (les señalan) sería un señor que está en un bar tomando un café. A ese señor lo interpreta Tony Lestingi. Es una actuación genial: Lestingi realmente da miedo en esta escena.
Entran, se presentan. Le preguntan a qué se dedica. Responde con displicencia que está desocupado. ¿Les puede mostrar su documento? No traje, dice el tipo. Luque atrapa un sobre que tiene sobre la mesa. Adentro hay documentos de identidad; todos indican una empresa llamada Camarasa. Una de las fotos es del tipo, pero con otro nombre. En resumen: es un agente de inteligencia, pero al mismo tiempo un empresario que hace negocios con el gobierno. Es el modelo exacto del empresario prebendario. El protagonista, no de Tiempo de valientes, sino de la tragicomedia argentina.
Luque le dice que lo va a llevar detenido. El otro prende un cigarrillo, se toma su tiempo y al final le dice: “Rajá, gordito, que te estoy haciendo un favor. Hablás de nuevo y te vas en una funda. Y creeme que no tengo que darle explicaciones a nadie”. Sépanlo los progres: los realmente poderosos, los que pueden amenazar a un policía sin parpadear, no son los capitalistas, sino las corporaciones. Son esos que prosperan en economías cerradas, repletas de regulaciones y peajes. Y que desaparecen, o al menos se hacen menos poderosos, cuando tienen que competir con el mundo.
Vuelvo a la pregunta de Zavalita: ¿en qué momento se jodió el Perú? ¿En qué momento se jodió Colombia? ¿En qué momento se jodió la Argentina? Yo sé en qué momento se jodió, Zavalita: cuando armamos el sistema donde crecen estos monstruos.
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“Estamos en un paraíso”. Vendieron su casa en el conurbano y se fueron a un pueblo de 200 habitantes
Gabriela Espinosa y Diego Ferrer dejaron Moreno para mudarse a Pardo, donde crearon un espacio gastronómico y cultural
Leandro Vesco
“Queríamos vivir en el paraíso”, sentencia Gabriela Espinosa, desde su flamante emprendimiento en Pardo, un pueblito de 200 habitantes del partido bonaerense de Las Flores. Vivían antes en Moreno y la ciudad les negaba la posibilidad de ver el cielo. Quisieron lograrlo, y cuando su esposo comunicó a la empresa para la que trabaja que renunciaba, no le creyeron. Pero hoy crearon un espacio gastronómico cultural que regala libros e invita a probar sabores caseros y productos locales.
“No podemos creer que estamos viviendo en un pueblo”, confiesa Espinosa. Hasta finales de 2023 sus días tenían la intranquilidad de la vida en el Gran Buenos Aires, con ruidos y una vida acelerada. Empezaron a buscar señales y supieron que había muchas en los pequeños pueblos, incluso cercanos al desorden del conurbano. “Siempre fuimos bichos de ciudad, pero nos gustó escaparnos”, sostiene Espinosa.
Pardo está situado a 220 kilómetros de la Capital, sobre la ruta 3, con acceso asfaltado. Una bondadosa arboleda lo celebra como una pintoresca postal. La historia más atractiva es que allí pasaron varios veranos Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo y Jorge Luis Borges. La familia de Bioy tenía campos, que sus descendientes aún conservan. Su natural belleza más la calma y tranquilidad propias de una comunidad pequeña lo convirtieron en un destino de turismo rural.
“Estuvimos un año y medio dejando la ciudad”, cuenta la mujer. Ya con hijos mayores, el matrimonio comenzó a activar su plan de escape. Los ayudó a despejar dudas un libro, en el que leyeron un capítulo que describía a Pardo y sus personajes. “Nos mostró el camino”, cuenta Espinosa. No tardaron en ponerse en movimiento: con aquel libro en la guantera, fueron a conocer el pueblo. Caminar por él les dio la certeza de que allí estaba la respuesta. “Sentimos que era nuestro lugar en el mundo”, detalla Espinosa.
Gabriela es licenciada en Trabajo Social y pidió el pase al hospital de Las Flores. El plan de vivir en Pardo necesitaba que una pieza encajara: “Le dije a mi jefe que iba a renunciar”, recuerda Diego Ferrer, que trabaja en una empresa de sistemas. Había presentado una estrategia para que su ausencia en la empresa no se notara. “Trabajar en forma remota”, explica, pero la primera respuesta no fue positiva. “Le dije entonces que iba al correo a mandar el telegrama de renuncia”, afirma.
“Entendieron que la cosa iba en serio”, sostiene. Corría finales de 2023 y, para no perder a un buen recurso humano, su jefe finalmente aceptó. Vendieron su casa en Moreno y compraron un pedazo de tierra que habían elegido en Pardo. Incluía una casa y lo más importante: mucho terreno libre para dejar que los sueños crecieran. “No es fácil, pero cuando veíamos un atardecer no importaban los problemas”, confía Espinosa.
La vivienda había estado desocupada y llegaron como los inmigrantes: “No teníamos nada”, indica Espinosa. Ya en el pueblo, la casa no tenía medidor; vivieron sin luz un buen tiempo. “Nos trajimos solo un colchón”, comenta, orgullosa. Como pava tuvieron una lata de duraznos al natural con una manija, que todavía conservan. “Para recordar dónde empezamos y cómo estamos hoy”, apunta.
No niega que haya sido difícil el comienzo, pero la necesidad de vivir en un pueblo fue mayor y las adversidades las tomaron con templanza. “No es lo mismo tener un problema en la ciudad que en el campo, mirás el cielo y te calma”, cuenta Espinosa. En aquellos primeros tiempos no tenían cocina ni gas, por lo que usaban un hogar que servía para calentarlos y preparar alimentos.
Todos los días su esposo la lleva a Las Flores, a 25 kilómetros por camino de tierra. “He podido con todo, pero no con el manejo”, admite ella.
Pardo es una localidad animosa. Tímidamente vio crecer algunos emprendimientos que atraen a los visitantes. Yamay es un complejo de yurtas en las márgenes del pueblo, con un concepto de turismo ecológico y consciente. En donde antes funcionaba la estación de servicio, se abrió un restaurante de campo, La Vieja Estación. El almacén que frecuentaban Borges, Bioy y Silvina Ocampo esté en pie y a la venta, esperando una nueva oportunidad.
Stella Maris es un proyecto personal que produce mermeladas con árboles frutales propios. Lo de Clarita es un almacén a la vieja usanza: vende verduras de un huertero local, pero también es panadería, fiambrería y tienda de ropa. En la estación ferroviaria existe un museo con elementos que pertenecieron a Adolfo Bioy Casares. Las calles principales son de asfalto y las demás, de tierra. Sus nombres remiten a la flora local.
Integrarse
“Queríamos integrarnos al pueblo”, dice Espinosa, para explicar el origen de su proyecto Ayres de Pardo, que modificó la realidad de la localidad. Primero se trató de un pequeño salón, una casita solitaria en un rincón de su terreno al lado de una calle de tierra que termina en una vieja capilla abandonada, que es un atractivo más. La idea fue ofrecer productos de los emprendedores locales. “Nos encanta conocerlos”, afirma Espinosa.
“Sí, regalamos libros”, revela con voz pausada. En un pueblo donde la energía literaria es fuerte, la idea causó una pequeña revolución. En la ciudad tuvieron durante ocho años una biblioteca comunitaria, por lo que saben del poder transformador de hacer circular libros. “Creemos que es muy importante que sean accesibles”, expresa ella.
La imagen es encantadora. Sobre una vieja cocina campera, una batea con libros tiene un cartel: “Puede llevarse un libro de regalo. Que disfrute la lectura”. Está en la entrada a la tienda donde, junto a los libros, se presentan quesos, salames; panes caseros y rellenos de jamón y queso; pastafrolas, mermeladas, y vinos de un viñedo de Boerr ,un pueblo vecino.
“Los libros están muy caros, pero no podemos perder la lectura”, explica Espinosa. Elementos invasores, los libros producen una expansión en las ideas. Al lado de la pequeña construcción hicieron un salón también pequeño donde ubicaron seis mesas y una pequeña biblioteca con una vista que apoya la contemplación y los silencios naturales: el campo, un caballo, árboles, flores y el horizonte extenso pampeano.
“Fue todo hecho con elementos reciclados”, dice Ferrer. A los libros les agregaron un servicio de té, café y licuados, que son el deleite de los niños. No existía un lugar así en Pardo. “Era impensado imaginar venir a sentarse a tomar un café en el pueblo”, agrega Espinosa.
Los que más visitan son los chicos y jóvenes del propio pueblo. Piden licuados y hojean libros. “Lo hacemos de puro egoístas que somos: nos gusta ver gente leyendo”, sostiene la asistente social.
“Tenemos que recuperar historias”, manifiesta Espinosa. Los libros permiten este ejercicio, también cada uno de los elementos que se ven expuestos en Ayres de Pardo. Cada horma de queso, bondiola, salame o frasco tiene una historia detrás que el matrimonio relata a todos los visitantes. Muchos se acercan con ejemplares para hacer circular la dinámica de poder tener libros gratuitos; también la Editorial Dunken les dona en forma regular.
“Contribuyen a profundizar el sentido de identidad y pertenencia”, afirma la cantante folclórica Yamila Cafrune, sobre la importancia de estos espacios en los pequeños pueblos. Se acercó el fin de semana anterior para conocer el lugar y realizar un recital íntimo. “Le da un lugar especial a Pardo”, considera. Por primera vez, el proyecto del matrimonio se animó a producir una actividad cultural, con la música y las historias de la Argentina profunda como protagonistas. La respuesta del público fue inmediata. “En forma espontánea fueron apareciendo y quedó mucha gente afuera sin poder entrar”, cuenta Espinosa.
“Fue un momento que recreó la ingenuidad de mi infancia y la cercanía con las cosas nuestras”, responde la hija de quien es un prócer en la música folclórica y popular, Jorge Cafrune.
“Vivimos emocionados, sabemos que estamos en un paraíso”, celebra Espinosa. Con herramientas nobles y con poco dinero, lograron alcanzar metas. “A los sueños tenés que trabajarlos y se cumplen”, dice, pero es consciente de que los problemas no se van: “Seguimos sin tener plata, el auto sigue rompiéndose, pero vivir en un pueblo te da más energía”
Pardo es una localidad animosa. Tímidamente vio crecer algunos emprendimientos que atraen visitantes a este destino de turismo rural
“Queríamos vivir en el paraíso”, sentencia Gabriela Espinosa, desde su flamante emprendimiento en Pardo, un pueblito de 200 habitantes del partido bonaerense de Las Flores. Vivían antes en Moreno y la ciudad les negaba la posibilidad de ver el cielo. Quisieron lograrlo, y cuando su esposo comunicó a la empresa para la que trabaja que renunciaba, no le creyeron. Pero hoy crearon un espacio gastronómico cultural que regala libros e invita a probar sabores caseros y productos locales.
“No podemos creer que estamos viviendo en un pueblo”, confiesa Espinosa. Hasta finales de 2023 sus días tenían la intranquilidad de la vida en el Gran Buenos Aires, con ruidos y una vida acelerada. Empezaron a buscar señales y supieron que había muchas en los pequeños pueblos, incluso cercanos al desorden del conurbano. “Siempre fuimos bichos de ciudad, pero nos gustó escaparnos”, sostiene Espinosa.
Pardo está situado a 220 kilómetros de la Capital, sobre la ruta 3, con acceso asfaltado. Una bondadosa arboleda lo celebra como una pintoresca postal. La historia más atractiva es que allí pasaron varios veranos Adolfo Bioy Casares, Silvina Ocampo y Jorge Luis Borges. La familia de Bioy tenía campos, que sus descendientes aún conservan. Su natural belleza más la calma y tranquilidad propias de una comunidad pequeña lo convirtieron en un destino de turismo rural.
“Estuvimos un año y medio dejando la ciudad”, cuenta la mujer. Ya con hijos mayores, el matrimonio comenzó a activar su plan de escape. Los ayudó a despejar dudas un libro, en el que leyeron un capítulo que describía a Pardo y sus personajes. “Nos mostró el camino”, cuenta Espinosa. No tardaron en ponerse en movimiento: con aquel libro en la guantera, fueron a conocer el pueblo. Caminar por él les dio la certeza de que allí estaba la respuesta. “Sentimos que era nuestro lugar en el mundo”, detalla Espinosa.
Gabriela es licenciada en Trabajo Social y pidió el pase al hospital de Las Flores. El plan de vivir en Pardo necesitaba que una pieza encajara: “Le dije a mi jefe que iba a renunciar”, recuerda Diego Ferrer, que trabaja en una empresa de sistemas. Había presentado una estrategia para que su ausencia en la empresa no se notara. “Trabajar en forma remota”, explica, pero la primera respuesta no fue positiva. “Le dije entonces que iba al correo a mandar el telegrama de renuncia”, afirma.
“Entendieron que la cosa iba en serio”, sostiene. Corría finales de 2023 y, para no perder a un buen recurso humano, su jefe finalmente aceptó. Vendieron su casa en Moreno y compraron un pedazo de tierra que habían elegido en Pardo. Incluía una casa y lo más importante: mucho terreno libre para dejar que los sueños crecieran. “No es fácil, pero cuando veíamos un atardecer no importaban los problemas”, confía Espinosa.
La vivienda había estado desocupada y llegaron como los inmigrantes: “No teníamos nada”, indica Espinosa. Ya en el pueblo, la casa no tenía medidor; vivieron sin luz un buen tiempo. “Nos trajimos solo un colchón”, comenta, orgullosa. Como pava tuvieron una lata de duraznos al natural con una manija, que todavía conservan. “Para recordar dónde empezamos y cómo estamos hoy”, apunta.
No niega que haya sido difícil el comienzo, pero la necesidad de vivir en un pueblo fue mayor y las adversidades las tomaron con templanza. “No es lo mismo tener un problema en la ciudad que en el campo, mirás el cielo y te calma”, cuenta Espinosa. En aquellos primeros tiempos no tenían cocina ni gas, por lo que usaban un hogar que servía para calentarlos y preparar alimentos.
Todos los días su esposo la lleva a Las Flores, a 25 kilómetros por camino de tierra. “He podido con todo, pero no con el manejo”, admite ella.
Pardo es una localidad animosa. Tímidamente vio crecer algunos emprendimientos que atraen a los visitantes. Yamay es un complejo de yurtas en las márgenes del pueblo, con un concepto de turismo ecológico y consciente. En donde antes funcionaba la estación de servicio, se abrió un restaurante de campo, La Vieja Estación. El almacén que frecuentaban Borges, Bioy y Silvina Ocampo esté en pie y a la venta, esperando una nueva oportunidad.
Stella Maris es un proyecto personal que produce mermeladas con árboles frutales propios. Lo de Clarita es un almacén a la vieja usanza: vende verduras de un huertero local, pero también es panadería, fiambrería y tienda de ropa. En la estación ferroviaria existe un museo con elementos que pertenecieron a Adolfo Bioy Casares. Las calles principales son de asfalto y las demás, de tierra. Sus nombres remiten a la flora local.
Integrarse
“Queríamos integrarnos al pueblo”, dice Espinosa, para explicar el origen de su proyecto Ayres de Pardo, que modificó la realidad de la localidad. Primero se trató de un pequeño salón, una casita solitaria en un rincón de su terreno al lado de una calle de tierra que termina en una vieja capilla abandonada, que es un atractivo más. La idea fue ofrecer productos de los emprendedores locales. “Nos encanta conocerlos”, afirma Espinosa.
“Sí, regalamos libros”, revela con voz pausada. En un pueblo donde la energía literaria es fuerte, la idea causó una pequeña revolución. En la ciudad tuvieron durante ocho años una biblioteca comunitaria, por lo que saben del poder transformador de hacer circular libros. “Creemos que es muy importante que sean accesibles”, expresa ella.
La imagen es encantadora. Sobre una vieja cocina campera, una batea con libros tiene un cartel: “Puede llevarse un libro de regalo. Que disfrute la lectura”. Está en la entrada a la tienda donde, junto a los libros, se presentan quesos, salames; panes caseros y rellenos de jamón y queso; pastafrolas, mermeladas, y vinos de un viñedo de Boerr ,un pueblo vecino.
“Los libros están muy caros, pero no podemos perder la lectura”, explica Espinosa. Elementos invasores, los libros producen una expansión en las ideas. Al lado de la pequeña construcción hicieron un salón también pequeño donde ubicaron seis mesas y una pequeña biblioteca con una vista que apoya la contemplación y los silencios naturales: el campo, un caballo, árboles, flores y el horizonte extenso pampeano.
“Fue todo hecho con elementos reciclados”, dice Ferrer. A los libros les agregaron un servicio de té, café y licuados, que son el deleite de los niños. No existía un lugar así en Pardo. “Era impensado imaginar venir a sentarse a tomar un café en el pueblo”, agrega Espinosa.
Los que más visitan son los chicos y jóvenes del propio pueblo. Piden licuados y hojean libros. “Lo hacemos de puro egoístas que somos: nos gusta ver gente leyendo”, sostiene la asistente social.
“Tenemos que recuperar historias”, manifiesta Espinosa. Los libros permiten este ejercicio, también cada uno de los elementos que se ven expuestos en Ayres de Pardo. Cada horma de queso, bondiola, salame o frasco tiene una historia detrás que el matrimonio relata a todos los visitantes. Muchos se acercan con ejemplares para hacer circular la dinámica de poder tener libros gratuitos; también la Editorial Dunken les dona en forma regular.
“Contribuyen a profundizar el sentido de identidad y pertenencia”, afirma la cantante folclórica Yamila Cafrune, sobre la importancia de estos espacios en los pequeños pueblos. Se acercó el fin de semana anterior para conocer el lugar y realizar un recital íntimo. “Le da un lugar especial a Pardo”, considera. Por primera vez, el proyecto del matrimonio se animó a producir una actividad cultural, con la música y las historias de la Argentina profunda como protagonistas. La respuesta del público fue inmediata. “En forma espontánea fueron apareciendo y quedó mucha gente afuera sin poder entrar”, cuenta Espinosa.
“Fue un momento que recreó la ingenuidad de mi infancia y la cercanía con las cosas nuestras”, responde la hija de quien es un prócer en la música folclórica y popular, Jorge Cafrune.
“Vivimos emocionados, sabemos que estamos en un paraíso”, celebra Espinosa. Con herramientas nobles y con poco dinero, lograron alcanzar metas. “A los sueños tenés que trabajarlos y se cumplen”, dice, pero es consciente de que los problemas no se van: “Seguimos sin tener plata, el auto sigue rompiéndose, pero vivir en un pueblo te da más energía”
Pardo es una localidad animosa. Tímidamente vio crecer algunos emprendimientos que atraen visitantes a este destino de turismo rural
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