lunes, 10 de agosto de 2020

AUTORA Y LECTURAS RECOMENDADAS,


¿Quién le teme a Agatha Christie?
Los libros de Agatha Christie son referente de la novela detectivesca.

Poirot, en su euforia deductiva, erró por completo y designó como asesino a la persona equivocada
Agatha Christie, como se sabe, no inventó el policial. Por ahí ya andaba, entre tantos pesquisas, Sherlock Holmes, que fue inspiración directa de Hércules Poirot, el egocéntrico y algo desquiciado belga imaginado por ella. La escritora inglesa no inventó el policial, pero lo volvió un fenómeno rotundo. La tradición del Whodunit, la novela de enigma, no alcanzó con ella la madurez, sino la más pura eficacia argumental. Con sus reuniones al final de cada novela, en que los sospechosos quedaban ante una tensa encerrona, encontró una fórmula repetida para que el suspenso finalmente se desanudara. Por todo eso, la dama del crimen se convirtió a tal punto en sinónimo de intriga que se diría que sus historias, con ese toque tan british, vienen circulando por el mundo desde tiempos inmemoriales y no desde 1920, hace apenas un siglo, cuando apareció su primera novela, El misterioso caso de Styles.
Agatha Christie: biografia, libros, obras, y mucho mas
En estas anotaciones me atengo al que tal vez sea el mejor de sus libros, El asesinato de Roger Ackroyd.
Primero para dejar constancia de una curiosidad y sugerir una hipótesis; segundo, para señalar uno de los ensayos literarios más originales de los que se tenga noticia: Qui a tué Roger Ackroyd? (“¿Quién mató a Roger Ackroyd?”), del francés Pierre Bayard, un libro de 1998 que podría demostrar que Agatha Christie era más ladina y todavía más inteligente de lo que se suele considerar.
Primero, entonces, la curiosidad. El narrador de la novela, el doctor Sheppard, tiene un vecino nuevo al que imagina peluquero jubilado. Todavía no lo sabe, pero se trata de Poirot. El famoso detective, que acaba de retirarse al pueblito de King’s Abbot, había tenido como ladero a Hastings, una especie de Watson de pocas luces. Poirot admite que extraña a aquel amigo ya alejado de él “que a veces hacía gala de una imbecilidad que daba miedo”, lo que lleva a Sheppard a preguntarle si había muerto. “No –responde el investigador–. Vive y prospera, pero al otro lado del mundo. Se encuentra actualmente en la Argentina”. Hastings –que solo aparece en ocho de las muchas novelas de Poirot– se había trasladado a estas pampas siguiendo a una bailarina y terminará instalado en una estancia (ranch, se lee en el original). ¿Qué inspiró a la autora a despacharlo a la Argentina? Ahora, entonces, la hipótesis: la novela se publicó en 1926, el mismo año del angustiante episodio que llevó a Agatha Christie a las noticias de los diarios, cuando escapando del marido que le pedía el divorcio, permaneció con paradero desconocido durante más de diez días. Agatha no llegó hasta estas regiones, pero ¿había un lugar más verosímil en materia de distancias que la Argentina para que su pluma sublimara una huida monumental?
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Pasemos ahora al ensayo de Bayard, que tiene un argumento tan ambicioso que obliga a revelar al culpable de El asesinato de Roger Ackroyd. Los objetores de spoilers deberían detener la lectura en esta precisa línea. Si siguieron, puede adelantárseles que no es grave: de hecho, conocer de antemano la influyente resolución de la novelita puede darle un plus de sentido a la trama. Digámoslo de una vez: quien mató a Roger Ackroyd, el personaje del título, es el narrador. O eso es al menos lo que parece: cuando Poirot lo confronta Sheppard calla, pero ¿de verdad otorga?.
Bayard sostiene de hecho una tesis conmocionante: que el petulante Poirot, en su euforia deductiva, erró por completo y designó como asesino a la persona equivocada. Para probarlo, el crítico francés emprende una investigación policial sobre la novela policial. Apunta primero a desmontar los errores de construcción que tendría El asesinato de
Roger Ackroyd. Por ejemplo: ¿cómo puede ser que sea el doctor Sheppard, el único que con el occiso sabe de la existencia de cierta carta, el que ponga a la policía detrás de esa pista que lo incriminaría?
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El principal truco de Agatha Christie, que le valió numerosas críticas a la salida del libro, fue romper el pacto de lectura del policial clásico, que jamás desconfiaba de la primera persona del singular, fuente de objetividad. ¿Cuando Sheppard elude contar la instancia del crimen, por caso, no se estaría engañando al lector, que también opera como un detective en busca de pistas detrás de cada línea? De ser así, Agatha Christie sería una tramposa convincente y una escritora defectuosa. Pero ahí es donde Bayard propone algo que va más allá: el asesino, afirma, es otro, pero no se trata de una torpeza de Agatha Christie. Tal vez ella fuera la primera en saber que Sheppard, para proteger a alguien, no dice todo y está siendo víctima en realidad de Poirot que, con su interpretación delirante y al sugerirle que se quite la vida, perpetra un asesinato. Puede parecer insólito, pero la novela resiste esa lectura. De ser cierto lo que sospecha Bayard, la sinuosidad de Agatha Christie produce, casi cien años después, unos escalofríos que su época no llegó siquiera a presentir.

P. B. R.

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