Cuando la política se convierte en religión, la religión se convierte en política
guerra. El adversario se vuelve enemigo; el disidente, herético, zurdo o cipayo, da lo mismo; ha ocurrido mil veces y sigue ocurriendo: en la Argentina, en Europa, en todas partes
Loris Zanatta — Ensayista y profesor de Historia en la Universidad de Bolonia
Ya estamos otra vez. Cuando la política se convierte en religión, la religión se convierte en política, y la política, en guerra religiosa, ahora simulada, ahora combatida, ahora civil, ahora internacional. El adversario se convierte en enemigo; el disidente, en herético, zurdo o cipayo, da lo mismo. Ha ocurrido mil veces, sigue ocurriendo. En la Argentina, en Europa, en todas partes. Nuestro siglo sigue los pasos del siglo pasado, impresionante.
Los líderes religiosos de todas las religiones se quejan de la secularización: ¡cuántos anatemas, cuántas condenas! Apocalípticos y redentivos, porque el apocalipsis anuncia la redención, maldicen la desaparición de Dios. Pero los que estudian la secularización llevan mucho tiempo observando el “retorno de las religiones”. Muchos de los que habían señalado la secularización como un destino ineluctable se han retractado. Señores: Dios está en todas partes. Suena bien, pero es un problema.
¡Si solo fueran las fuerzas del cielo de Milei! ¡O las patéticas consignas de los kirchneristas! Hay mucho más: desde el nacional-hinduismo indio al nacional-cristianismo ruso, desde el nacional-budismo oriental al revival nacional-evangelista que barre las Américas. El fundamentalismo judío los sigue de cerca, Israel fue un Estado laico, ahora pinta confesional. ¿Y China? Religiones de Estado, son la “cultura del pueblo”. Europa está tentada por el mismo camino: de Hungría a Eslovaquia, de Italia a Francia, resuena “Dios, patria y familia”. ¡Vaya novedad! Del islam ni hablar. Los moderados son a veces más fanáticos que los radicales. África es un matadero, el campo de batalla donde las religiones se disputan a los fieles y se juegan el futuro: no hay guerra étnica ni violencia tribal sin móviles religiosos. Y como no hay tragedia sin farsa, Nicolás Maduro pidió perdón a Cristo entre ministros flagelantes. Lo ridículo no tiene fin. Perdón que lo diga, pero no es casualidad que el epicentro de toda tensión política sea la ciudad sagrada de las tres religiones monoteístas: Jerusalén.
No se trata de ser creyente o no, de respetar la religión o no: yo no creo, pero tengo respeto. Se trata de observar las cosas como son. Hace un siglo, el retorno de la religión fue el trueno que anunció la tormenta de la guerra y el totalitarismo. ¡Cuántos positivistas decepcionados por la ciencia abrazaron la fe! ¡Cuántos nacionalistas fervientes encontraron en la religión el “alma” de la patria! ¡Cuántos populistas sacralizaron al pueblo y del pueblo sagrado hicieron sus ejércitos! ¡Cuántos conservadores se hicieron fascistas para luchar contra el comunismo ateo y cuántos liberales se hicieron comunistas para luchar contra el fascismo pagano!
¿No flota hoy el mismo aire, no vivimos bajo un cielo plagado de nubes desgarradas por relámpagos y sacudidas por truenos? Una cosa es creer en el libre mercado y otra muy distinta hacer de ello una creencia fanática y una porra ideológica contra quienes piensan de otro modo. Una cosa es preocuparse por el medio ambiente, otra muy distinta elevar la ecología integral a fe intolerante para excomulgar a quienes no son integristas. Una cosa es desear una mayor igualdad e inclusión, y otra muy distinta reclamar el monopolio de cómo conseguirlas. Una cosa es aplaudir los derechos de quienes sufren abusos por razón de género u orientación sexual, y otra muy distinta convertir ambos grupos en sectas rígidas y excluyentes. El mundo actual está lleno de ortodoxias intolerantes, identidades obsesivas, pertenencias místicas, pueblos elegidos y profetas en ciernes.
Los líderes espirituales de nuestro tiempo llaman a la paz y al diálogo, aseguran que las religiones son vehículos de paz. Aprecio las buenas intenciones. Pero no me parece que sean todos sinceros ni que los fieles les hagan mucho caso. Si papas y popes, mulás y patriarcas invocan a menudo el espíritu amoroso de sus religiones, es para exorcizar la realidad. Y la realidad es que por esas religiones se mata y se muere cada día en muchos lugares. La religión martirizada allí donde es minoritaria muchas veces se convierte en verdugo allí donde es mayoritaria. Por otra parte, los textos sagrados de las religiones se prestan a lecturas pacifistas o belicosas, han sido siempre mensajes de amor o gritos de guerra.
Las guerras las hacen las ideologías, nos explican, y las ideologías son degeneraciones de las religiones. Son causadas por el dios dinero y los mercaderes de armas, nos dicen, desafiando nuestra inteligencia y paciencia. Vamos. Suena a artificio para evitar abordar la antigua y espinosa cuestión: ¿hay relación –y qué relación hay– entre la religión y la intolerancia, la discriminación, la violencia, la guerra? Todas las ideologías modernas son, cada una a su manera y en diversos grados, hijas seculares de las tradiciones religiosas desde las que surgieron. Lo que las distingue es, si acaso, el intento de unas, las democrático-liberales, de separar las esferas política y religiosa, y de otras, las populistas, de fusionarlas. Cuando hace un siglo las primeras declinaron, las religiones acogieron con entusiasmo el auge de las segundas. Solo para apartarse cuando vieron que la política religiosa se convertía en religión política. Respecto de lo demás, vean ustedes: ¿nacieron primero las guerras o el dinero?; ¿las guerras o los fabricantes de las herramientas para combatirlas?
El actual “retorno de las religiones” camina en la misma dirección y cultiva la misma ilusión. A fuerza de reivindicar “la influencia pública de la religión”, ahí está: la política se convierte en religión; la religión, en política. Y si la política se convierte en religión, insistimos, no habrá institución democrática capaz de contener la guerra religiosa. No se trata de excluir la religión. La religión, como otras experiencias, influye en nuestras creencias políticas, nuestras concepciones sociales, nuestros valores morales. Incluso en los no creyentes como yo. Cuando estamos en el espacio público las llevamos con nosotros, no se quedan en la puerta. Pero en ese espacio expresamos nuestras ideas, somos los únicos responsables de ellas.
Hacer política invocando a Dios, a la patria o al pueblo es hacer trampas, es abusar de reprensatitividades que no tenemos. Invocar la religión para sostener nuestras opiniones es auparnos a un pedestal al que no tenemos derecho y del que otros que invocan otras religiones intentarán desalojarnos. Que cada uno hable por sí mismo. Lo llaman con desprecio laicismo, pero es el principio de laicidad que en una pequeña parte del mundo durante una breve época histórica garantizó la democracia y la prosperidad. Es hora de rescatarlo: que retorne la secularización.
¡Cuántos positivistas decepcionados por la ciencia abrazaron la fe! ¡Cuántos nacionalistas fervientes encontraron en la religión el “alma” de la patria! ¡Cuántos populistas sacralizaron al pueblo y del pueblo sagrado hicieron sus ejércitos!
Ya estamos otra vez. Cuando la política se convierte en religión, la religión se convierte en política, y la política, en guerra religiosa, ahora simulada, ahora combatida, ahora civil, ahora internacional. El adversario se convierte en enemigo; el disidente, en herético, zurdo o cipayo, da lo mismo. Ha ocurrido mil veces, sigue ocurriendo. En la Argentina, en Europa, en todas partes. Nuestro siglo sigue los pasos del siglo pasado, impresionante.
Los líderes religiosos de todas las religiones se quejan de la secularización: ¡cuántos anatemas, cuántas condenas! Apocalípticos y redentivos, porque el apocalipsis anuncia la redención, maldicen la desaparición de Dios. Pero los que estudian la secularización llevan mucho tiempo observando el “retorno de las religiones”. Muchos de los que habían señalado la secularización como un destino ineluctable se han retractado. Señores: Dios está en todas partes. Suena bien, pero es un problema.
¡Si solo fueran las fuerzas del cielo de Milei! ¡O las patéticas consignas de los kirchneristas! Hay mucho más: desde el nacional-hinduismo indio al nacional-cristianismo ruso, desde el nacional-budismo oriental al revival nacional-evangelista que barre las Américas. El fundamentalismo judío los sigue de cerca, Israel fue un Estado laico, ahora pinta confesional. ¿Y China? Religiones de Estado, son la “cultura del pueblo”. Europa está tentada por el mismo camino: de Hungría a Eslovaquia, de Italia a Francia, resuena “Dios, patria y familia”. ¡Vaya novedad! Del islam ni hablar. Los moderados son a veces más fanáticos que los radicales. África es un matadero, el campo de batalla donde las religiones se disputan a los fieles y se juegan el futuro: no hay guerra étnica ni violencia tribal sin móviles religiosos. Y como no hay tragedia sin farsa, Nicolás Maduro pidió perdón a Cristo entre ministros flagelantes. Lo ridículo no tiene fin. Perdón que lo diga, pero no es casualidad que el epicentro de toda tensión política sea la ciudad sagrada de las tres religiones monoteístas: Jerusalén.
No se trata de ser creyente o no, de respetar la religión o no: yo no creo, pero tengo respeto. Se trata de observar las cosas como son. Hace un siglo, el retorno de la religión fue el trueno que anunció la tormenta de la guerra y el totalitarismo. ¡Cuántos positivistas decepcionados por la ciencia abrazaron la fe! ¡Cuántos nacionalistas fervientes encontraron en la religión el “alma” de la patria! ¡Cuántos populistas sacralizaron al pueblo y del pueblo sagrado hicieron sus ejércitos! ¡Cuántos conservadores se hicieron fascistas para luchar contra el comunismo ateo y cuántos liberales se hicieron comunistas para luchar contra el fascismo pagano!
¿No flota hoy el mismo aire, no vivimos bajo un cielo plagado de nubes desgarradas por relámpagos y sacudidas por truenos? Una cosa es creer en el libre mercado y otra muy distinta hacer de ello una creencia fanática y una porra ideológica contra quienes piensan de otro modo. Una cosa es preocuparse por el medio ambiente, otra muy distinta elevar la ecología integral a fe intolerante para excomulgar a quienes no son integristas. Una cosa es desear una mayor igualdad e inclusión, y otra muy distinta reclamar el monopolio de cómo conseguirlas. Una cosa es aplaudir los derechos de quienes sufren abusos por razón de género u orientación sexual, y otra muy distinta convertir ambos grupos en sectas rígidas y excluyentes. El mundo actual está lleno de ortodoxias intolerantes, identidades obsesivas, pertenencias místicas, pueblos elegidos y profetas en ciernes.
Los líderes espirituales de nuestro tiempo llaman a la paz y al diálogo, aseguran que las religiones son vehículos de paz. Aprecio las buenas intenciones. Pero no me parece que sean todos sinceros ni que los fieles les hagan mucho caso. Si papas y popes, mulás y patriarcas invocan a menudo el espíritu amoroso de sus religiones, es para exorcizar la realidad. Y la realidad es que por esas religiones se mata y se muere cada día en muchos lugares. La religión martirizada allí donde es minoritaria muchas veces se convierte en verdugo allí donde es mayoritaria. Por otra parte, los textos sagrados de las religiones se prestan a lecturas pacifistas o belicosas, han sido siempre mensajes de amor o gritos de guerra.
Las guerras las hacen las ideologías, nos explican, y las ideologías son degeneraciones de las religiones. Son causadas por el dios dinero y los mercaderes de armas, nos dicen, desafiando nuestra inteligencia y paciencia. Vamos. Suena a artificio para evitar abordar la antigua y espinosa cuestión: ¿hay relación –y qué relación hay– entre la religión y la intolerancia, la discriminación, la violencia, la guerra? Todas las ideologías modernas son, cada una a su manera y en diversos grados, hijas seculares de las tradiciones religiosas desde las que surgieron. Lo que las distingue es, si acaso, el intento de unas, las democrático-liberales, de separar las esferas política y religiosa, y de otras, las populistas, de fusionarlas. Cuando hace un siglo las primeras declinaron, las religiones acogieron con entusiasmo el auge de las segundas. Solo para apartarse cuando vieron que la política religiosa se convertía en religión política. Respecto de lo demás, vean ustedes: ¿nacieron primero las guerras o el dinero?; ¿las guerras o los fabricantes de las herramientas para combatirlas?
El actual “retorno de las religiones” camina en la misma dirección y cultiva la misma ilusión. A fuerza de reivindicar “la influencia pública de la religión”, ahí está: la política se convierte en religión; la religión, en política. Y si la política se convierte en religión, insistimos, no habrá institución democrática capaz de contener la guerra religiosa. No se trata de excluir la religión. La religión, como otras experiencias, influye en nuestras creencias políticas, nuestras concepciones sociales, nuestros valores morales. Incluso en los no creyentes como yo. Cuando estamos en el espacio público las llevamos con nosotros, no se quedan en la puerta. Pero en ese espacio expresamos nuestras ideas, somos los únicos responsables de ellas.
Hacer política invocando a Dios, a la patria o al pueblo es hacer trampas, es abusar de reprensatitividades que no tenemos. Invocar la religión para sostener nuestras opiniones es auparnos a un pedestal al que no tenemos derecho y del que otros que invocan otras religiones intentarán desalojarnos. Que cada uno hable por sí mismo. Lo llaman con desprecio laicismo, pero es el principio de laicidad que en una pequeña parte del mundo durante una breve época histórica garantizó la democracia y la prosperidad. Es hora de rescatarlo: que retorne la secularización.
¡Cuántos positivistas decepcionados por la ciencia abrazaron la fe! ¡Cuántos nacionalistas fervientes encontraron en la religión el “alma” de la patria! ¡Cuántos populistas sacralizaron al pueblo y del pueblo sagrado hicieron sus ejércitos!
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