Del peronismo anticlerical al papa peronista
La crítica de Francisco al Gobierno está llamada a tener consecuencias políticasPor Pablo Mendelevich
Aunque más no fuera por asombro, Perón debió sobresaltarse en su tumba el viernes de la semana pasada cuando en Roma, rodeado de dirigentes de movimientos sociales, varios de ellos peronistas, el papa argentino hizo un discurso en favor de la justicia social, despotricó contra la represión policial del justiciero activismo kirchnerista y repitió los clichés antirroquistas de la izquierda vernácula. Discurso histórico llamado a tener consecuencias políticas inmediatas.
“El encuentro con Francisco es una caricia al alma para los militantes populares que sufren una campaña de estigmatización”, dijo uno de los asistentes al encuentro pontificio celebrado en el Palacio San Calixto mientras preparaba, de vuelta en Buenos Aires, una “fila del hambre”, una protesta con formato de “comedor” y una marcha federal. Todo con la expectativa de reponer los cortes de calles.
Perón, curiosamente, nunca supo lo que es estar frente a un papa. Y no porque no hubiera querido. A la vez su vida, tanto en el terreno político como en el personal, estuvo marcada por las escarpadas relaciones que él mantuvo con el Vaticano. El Vaticano de los papas italianos, se entiende, cuando nadie imaginaba que habría en el siglo XXI un primer papa extraeuropeo desde el año 690, mucho menos que sería argentino y peronista.
¿Sigue siendo una herejía decir papa peronista para quienes lo veneran como Santo Padre? Lleva ya once años la discusión en la Argentina sobre cómo conciliar la condición de sucesor del apóstol Pedro, vicario de Cristo, siervo de los siervos de Dios, con el jefe de Estado, el líder mundial, el líder político impar de reconocible argentinidad que paradójicamente no quiere volver a pisar la Argentina, escuchado en todo el planeta, respetado y adorado por millones de personas.
Pero tal vez convenga recordar que, como en todas las cosas, acá hay un contexto, un pasado que importa. El peronismo ha sostenido muchas veces una mimetización con la doctrina social de la Iglesia. Y su propia historia está muy intrincada con el catolicismo. Jesuita vinculado en su juventud a esa heterogénea y mítica organización peronista calificada al mismo tiempo de derechista e izquierdista que fue Guardia de hierro, Jorge Bergoglio no es ajeno, no puede serlo, a este entretejido histórico de ideales, relatos y creencias.
En 1946, cabe recordarlo, el coronel Perón llegó al poder ayudado por los curas. La Iglesia era reacia a los planteos progresistas de la Unión Democrática respecto del divorcio, la separación de Iglesia y Estado, y sobre todo la enseñanza religiosa en la escuela pública, que la dictadura anterior, con Perón como hombre fuerte, había institucionalizado. Sin embargo, el líder, de fervor religioso también pendular, se alejó violentamente de la Iglesia católica en la década siguiente. Produjo un vuelco en 1954 –año de creación del Partido Demócrata Cristiano, con auspicio eclesial y sesgo antiperonista– al llevar la pelea con el clero local y con el Vaticano a extremos como la quema de las iglesias. Muchos autores consideran que aquella pelea fue el principio del fin, el germen de su derrocamiento.
A la luz de estos antecedentes, y de tantos cruces trenzados del mundo peronista con el mundo católico, resulta aún más asombrosa la escena del viernes pasado en el Palacio San Calixto. No solo por las palabras del Papa, sino también por la atmósfera rebelde (“ustedes no se achiquen, vayan al frente”), la sutileza –más bien escasa– de responder partidariamente a las más eufóricas consignas de Milei. El Santo Padre no solo rozó en forma ponderativa el trípode identitario de la doctrinaria peronista –justicia social, independencia económica, soberanía política– sino que la sazonó con la baja complejidad que caracteriza al relato peronista cuando describe un mundo de ricos malos y pobres buenos.
Entonces contó que le habían mostrado un video (difícil pensar que no haya sido Juan Grabois con su celular) en el que se veía la represión, así dijo el Papa, de “obreros, gente que pedía por sus derechos en la calle”, aparente alusión a las protestas que hubo frente al Congreso cuando el oficialismo logró sostener el veto del presidente Milei al aumento a los jubilados.
“La policía la rechazaba con una cosa que es lo más caro que hay, ese gas pimienta de primera calidad, porque no tenían derecho a reclamar lo suyo”, explicó. “Porque eran revoltosos, comunistas, no, no, no, y el gobierno se puso firme y en vez de pagar justicia social pagó el gas pimienta, le convenía”. Palabras algo desordenadas. El Papa las improvisó. No estaba leyendo. Pero resultan significativas debido a la certeza de que no se trataba de “revoltosos” ni “comunistas”. Quién sabe con qué fragmentos lo había convidado Grabois.
Así de deshilachada fue también la referencia al ministro argentino cuyo secretario cobraba coimas. ¿Qué ministro? ¿Qué secretario? ¿De qué gobierno? No hubo precisiones, lo que tal vez diseminó sospechas sobre los ministros honrados y sobre el gobierno vigente. Lo más extraño es el momento elegido por Francisco para hablar de coimas en el Estado, tema que el Papa ahorró durante la era kirchnerista pese a la cantidad de funcionarios condenados y a las decenas de procesos en curso.
Francisco les dijo a los dirigentes sociales: “Tienen que estar ahí rompiendo la paciencia para que haya justicia” pero “siempre dentro de la no violencia”. A lo mejor para el próximo encuentro el Papa consigue alguien que le deje ver los videos completos.
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El escudo que construye Milei para atravesar un fin de año difícil
Los libertarios buscan blindar un tercio militante y agitar el caos opositor
Por Martín Rodríguez YebraMilei, el martes, en la Asamblea General de la ONU
Si algo ha sabido usar a su favor Javier Milei es la ventaja táctica de su propia desmesura. Sus planteos extremos le permitieron hacerse oír en la campaña cuando el desastre económico y el desprestigio de la dirigencia habían desatado una epidemia de pesimismo. Lejos de moderarse, una vez en el poder se aferró a un libreto estridente y divisivo, inclinado a la exageración y al insulto.
Atravesó nueve meses de gobierno y ajuste con menos sobresaltos del que auguraban sus adversarios. La máscara de intransigencia y el carácter profético de su liderazgo le permitieron un sutil manejo del pragmatismo. Como todo político de rasgos fundamentalistas cuenta con el beneficio de la flexibilidad: sus seguidores han hecho un mandamiento de la expresión “si lo dice Javier está bien”.
No se siente obligado a dar explicaciones a nadie. Así funciona el liberalismo de la obsecuencia. Puede declararle una guerra santa a los sindicalistas que protestan o, como pasó esta semana, negociar subrepticiamente con los jerarcas de la CGT el freno a un proyecto que afecta sus intereses, a cambio de una dosis de paz social. Jura lealtad a los principios libertarios y defiende a la vez la necesidad del cepo cambiario. Declara la apertura al mundo de la Argentina y se retrata en las Naciones Unidas al lado de las posiciones aislacionistas de Corea del Norte, Venezuela y Rusia.
A fuerza de dogmatismo, sin miedo a escandalizar a “los tibios”, construye una identidad. Las encuestas de este mes que muestran de manera unánime un bache en la popularidad del Presidente y de la gestión reflejan también que los “libertarios” destacan ya como una categoría sociológica bien definida.
“Una caída en la imagen puede ser pasajera. La contracara es que estamos gestando algo nuevo, una fidelidad en momentos de disgregación generalizada”, explica un referente del oficialismo que sigue con atención los movimientos de la opinión pública, vitales para un gobierno en minoría parlamentaria.
Los ingenieros electorales de Milei, con Santiago Caputo a la cabeza, desestiman la aspiración de edificar en lo inmediato un movimiento de mayorías. La gran misión de corto plazo consiste en blindar un tercio convencido, militante, capaz de darle un escudo de estabilidad a la administración en medio del descalabro opositor.
El apoyo incondicional demanda un riego constante, a través de la propaganda polarizadora y de las formas tan características del Presidente, que se siente el máximo referente mundial de la libertad. No hay un proyecto de “Milei moderado” para atravesar los meses difíciles que vienen de aquí a fin de año, con los efectos de la recesión sacudiendo los bolsillos y la inflación estancada en una meseta dura de perforar.
El tercio propio es un tesoro posible en el campo en ruinas que es la política argentina. Los mismos sondeos que muestran el final de la “luna de miel” con este gobierno confirman que la hemorragia de sus rivales no se ha detenido.
En un escenario como el actual, quien tiene un piso sólido domina el juego. Por eso, en paralelo a aglutinar a su diócesis, el Gobierno necesita incentivar la fragmentación de sus rivales.
No hay nadie aún en condiciones de aportar orden en un ambiente de confusión, donde solo Milei sabe moverse sin brújula porque es hijo del caos, como él mismo se encarga de subrayar en sus discursos.
Milei gana en identidad mientras el resto la pierde. ¿Qué es hoy la UCR, dividida en infinitas facciones que van desde la oposición extrema al seguidismo del Gobierno? ¿Qué propone el Pro que lo diferencie de los libertarios y cómo se lo cuenta a sus votantes? ¿Dónde quedó el centro político?
Y, por supuesto, ¿qué futuro tiene el peronismo? Un partido de aspiraciones hegemónicas se diluye en una crisis de liderazgo sin solución a la vista. Nadie se atreve a desafiar a Cristina Kirchner, que retoma la centralidad sin demasiado esfuerzo mientras su base de seguidores decrece y se trenza en una batalla de egos.
La interna inexplicable
El enfrentamiento entre Máximo Kirchner y Axel Kicillof representa el síntoma más claro de una crisis de legitimidad: derrochan rencores entre ellos sin ser capaces de explicar cuál es la diferencia ideológica que los separa, como los Monty Python en la escena de La vida de Brian sobre el Frente Popular de Judea y el Frente Judaico Popular.
“Si le tratamos de explicar la interna a cualquier militante, no la va a entender”, se sinceró esta semana el ministro bonaerense Gabriel Katopodis.
Milei se tienta con un mano a mano contra Cristina porque le sirve para abroquelar a su facción. Le agrega condimentos de todo tipo. Se vanagloria, como hizo en Wall Street, de haber publicado en su cuenta de Instagram un video generado por inteligencia artificial en el que se representa a sus rivales como zombies afectados por el virus “Kuka 12”. No repara en que así se emparienta con lo que rechaza: la deshumanización del que piensa distinto es una herramienta habitual en el maletín del populista.
Al absorber el antikirchnerismo, le quita energía al Pro. A los seguidores de Mauricio Macri los seduce –ahora incluso los recibe y los invita a comer asado como los caudillos de antes–, mientras el asesor Caputo se organiza para desafiarlos en las urnas en el bastión porteño. Es el germen de la próxima desconfianza.
Aunque se decida a “hacer política” y ser un poco “casta”, Milei no deja de juguetear con los escombros del sistema. La Casa Rosada digita la interna radical, que arranca con agua. Trabaja sobre los diputados y senadores sin tierra a los que se les vence la banca. Les muestra encuestas de cómo Milei se afianza en sus provincias y promete lugares en las listas futuras a cambio de votos presentes. El ardid resulta muy eficiente para desarticular a un partido que tiene en su ADN aquello de “que se rompa pero que no se doble”. La UCR queda expuesta al prejuicio de que se ha convertido en un espacio cuya ambición consiste en decidir detrás de qué liderazgo competirán en las próximas elecciones.
Los gobernadores juegan un rol decisivo en el esquema de equilibrio libertario. El recorte de gastos estableció una relación tensa, regida por un toma y daca en el que la Casa Rosada retiene una cuota mayor de poder. Carentes de una referencia nacional, los jefes provinciales caminan con cautela. Relojean las encuestas de imagen y no cierran los oídos a los cantos de sirena de los libertarios de cara a las elecciones. Les ofrecen pactos de conveniencia mutua, con boletas compartidas que podrían ser muy eficientes para salvar la ropa.
Vértigo
Milei introduce más vértigo en un sistema destartalado para prolongar el caos ajeno. El diferencial que hasta ahora le permitió prevalecer ha sido la ausencia de pasado. Les carga a los demás la mochila de la culpa. “Yo no soy político, soy un economista liberal, libertario, que jamás tuvo la ambición de hacer política y que fue honrado con el cargo de Presidente frente al fracaso estrepitoso de más de un siglo de políticas colectivistas que destruyeron nuestro país”, dijo al empezar su declaración de principios ante la Asamblea de las Naciones Unidas.
Pero, ¿qué pasará cuando se imponga la ley de la gravedad y la sociedad empiece a juzgarlo por las consecuencias de sus políticas?
Ese proceso parece haber empezado ya, como indican las últimas encuestas. La primera reacción de Milei a esta tendencia combina una dosis aún más elevada de intensidad doctrinaria –para apelotonar a los propios– y otra de pragmatismo táctico –para no correr riesgos innecesarios–. Prueba de esto último son los gestos bajo cuerda a la CGT en los últimos días, en momentos en que se gesta una nueva manifestación callejera en contra del recorte a las universidades.
Los próximos meses se avizoran desafiantes. Los servicios públicos (luz, gas, transporte y agua) representan el 11% del gasto de una familia tipo, cuando a principios de año eran el 5%. La pobreza alcanza cifras alarmantes. La recuperación de la actividad se aleja en el tiempo.
El plan económico del Gobierno quedó trabado en un dilema crítico centrado en el cepo cambiario. Si lo levanta pone en peligro su principal activo político, la desaceleración de la inflación. El precio de postergar el fin de las restricciones es un rebote lento de la actividad y el empleo, con menos incentivos para la inversión y una sequía de reservas que complica el cumplimiento de los compromisos de deuda en 2025.
La lógica conservadora de aferrarse al dólar barato y la apariencia de estabilidad se impone en medio de las señales de alerta que emiten buena parte de los economistas, incluso los que habitan la órbita de afinidad del oficialismo.
Fuentes libertarias reafirman la “convicción” de Milei en su receta, incluso si se incrementara en lo sucesivo el descontento social. No va a ceder, insisten. El déficit cero y el rechazo a un salto en el tipo de cambio flamean como banderas intocables.
Queda esperar entonces un renovado duelo contra “las ratas” y “los degenerados fiscales”; el recuerdo permanente de “los kukas”; la condena a “los liberales tibios” que no supieron imponerse en el pasado cercano.
Pero otras incógnitas más profundas se afianzan en ese barullo. ¿Y si lo que empieza a fallar, además de la tolerancia al ajuste, es el estilo de comunicación que trajo a Milei hasta aquí? ¿Es inimaginable que una sociedad dolida empiece a demandar empatía antes que gritos, mejoras perdurables antes que gestos revolucionarios? Suele ser difusa la frontera entre lo auténtico y lo sobreactuado, entre lo disruptivo y lo irresponsable.
Es un riesgo que corren todos los líderes binarios cuando llega la hora de exhibir resultados. Tarde o temprano dejan de dar miedo los monstruos que tienen enfrente.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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