Un selfi en Velázquez
arturo pérez-reverte @perezreverte
Estoy sentado en una terraza próxima a la esquina de las calles Velázquez y Jorge Juan, en Madrid, leyendo –hacía mucho que no volvía a este libro– las Memorias de La Rochefoucauld; y al llegar a ese párrafo no puedo menos que detenerme y mirar alrededor, buscando a alguien con quien compartir la sonrisa que me viene a la boca. Todo ha ocurrido ya, me digo de nuevo. Todo se ha vivido y se ha escrito desde Homero hasta nuestros días, y sólo la ignorancia o el olvido, cuanto nos mantiene ajenos a libros como éste y como otros, impide reconocerlo y, en caso necesario, prevenirnos ante ello. Afrontar su periódico retorno.
El caso es que al levantar la vista no encuentro a nadie con quien compartir sonrisa –sólo hay un mendigo descalzo, creo que rumano, sentado en una esquina–, pero sí veo a quien me la acentúa de un modo simpático. En la esquina de Velázquez, muy cerca, hay una pareja haciéndose fotos, o más bien él le hace fotos a ella. Que no es ninguna jovencita, observo. Debe de andar ya por los treinta y tantos: rubia, pelo largo y escarolado, ceñidísimo vestido blanco de generoso escote compresor y raja en la falda que parece a punto de reventar en las costuras y desvela una buena porción de pierna hasta casi la ingle. Más que guapa la mujer es guapetona, quizá un poco ordinaria de indumento y maneras, o al menos esa impresión me da. Pero está de buen ver, o se esfuerza por estarlo.
El amigo, novio o qué sé yo, es un tipo normal, de infantería; como ustedes o el arriba firmante. Usa gafas, lleva el pelo muy corto, y él sí viste de modo natural para las seis de la tarde: pantalón vaquero y polo azul. Le calculo a ojo la misma edad que a ella. Maneja un teléfono móvil y le hace fotos a su pareja, o lo que sea. Pero lo que despierta mi interés no es que se las haga, sino cómo transcurre el episodio. La deliciosa manera. Eso hace que me quede observándolos en plan cotilla, sin perder detalle, durante los quince minutos siguientes. Lo que supone –no les exagero en absoluto– durante el centenar de fotos siguiente.
El ritual se repite una y otra vez: la mujer posa con la calle Velázquez de fondo mientras él hace foto tras foto, y de vez en cuando ella abandona sus posturas para acercarse a ver el resultado. Lo hace continuamente, pero no parece satisfecha: lo comenta, señala esto o aquello en las imágenes, da instrucciones y vuelve a situarse en el lugar de antes. Una vez allí posa de nuevo sacando pierna, mano en la cadera, vuelta de espaldas, mientras el amigo o novio, obediente, fiel a las instrucciones recibidas, la fotografía de nuevo. Terminada la serie, ella vuelve a su lado para nuevas comprobaciones críticas, señala variantes y se aparta para posar otra vez, pierna por aquí, cadera por allá, espalda por acullá y tetas por acuquí. De pronto le oigo decir «Te he dicho que así no, pareces tonto», le quita el teléfono y se hace un selfi. «Desde este lado», insiste. Sumiso, obediente, el fulano le hace más fotos. Por un momento miro al mendigo y advierto que también observa el espectáculo con desapasionada curiosidad. Prefiero ignorar lo que puede tener en la cabeza, pero los ocupantes de un coche que sube por Jorge Juan lo manifiestan sin complejos. Al pasar junto a la pareja, el del asiento vecino al conductor saca la cabeza por la ventanilla, y en tono objetivo, ecuánime, grita: «Te comía tó el potorro».
A esas alturas del asunto, la mujer es lo que menos me interesa. Al fin y al cabo, Internet está trufado de imágenes como ésas, y es evidente que de aquí a unas horas las que le toman a ella aparecerán en una o varias redes sociales. Lo de verdad fascinante es la franciscana paciencia del novio; la manera sumisa, resignada –ni siquiera lo del potorro le hizo mover una ceja–, con que la fotografía una y otra vez, atiende sus instrucciones, encaja los reproches técnicos y vuelve a fotografiarla mientras posa en actitudes seductoras que evidentemente no van destinadas a él, sino a los muchos o pocos seguidores que ella pueda tener en Instagram, Facebook, TikTok o donde corresponda. Contribuyendo quizás a que por efecto bumerán, gracias a esas mismas fotos, algún usuario espabilado o guaperas acabe soplándole la novia; que cosas más raras –aunque nada raras en realidad– se han visto en la vida. Así que, bueno. Miro otra vez al mendigo y pienso que, en el caso de que haya leído a Lope de Vega –también un mendigo puede ser amante de la poesía–, estará seguramente, como yo, pensando que eso es amor y lo demás son tonterías. Quien lo probó, lo sabe.
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El Parque Nacional El Palmar y la Reserva La Aurora del Palmar, dos propuestas para sumergirse en la naturaleza de Entre Ríos
Gabriela Vigo
En un rincón de Entre Ríos, cerca de la localidad colonense de Ubajay y sobre el río Uruguay, se encuentra el refugio más grande de palmeras yatay en nuestro país: el Parque Nacional El Palmar y la reserva natural La Aurora del Palmar, que comparten el objetivo de conservar el ecosistema donde se funden la pampa con el espinal y recibir a los visitantes para conocer tanto esa especie como el resto de la flora y la fauna nativas.
Los dos lugares, que formaban parte del Palmar Grande de Colón, de 15.000 hectáreas, fueron declarados sitios Ramsar por proteger los humedales de enorme valor para el ecosistema. Pero sobre todo, se ocupan de conservar y ayudar al crecimiento de las palmeras yatay o Butia yatay, de las que hay ejemplares que tienen más de 300 años y están en peligro de extinción debido al avance agroforestal y su bajo índice de regeneración natural.
A lo largo del camino de ingreso al Parque Nacional El Palmar se debe circular muy despacio, porque descansan y se alimentan gran cantidad de carpinchos mansos, que se dejan fotografiar pero que no deben ser molestados. En donde hace poco se hicieron quemas controladas, pueden pasar corriendo los ñandúes. Otras aves caminadoras son los inambúes, que deben escapar de los zorros de monte, los gatos monteses, los gatos del pajonal y los hurones.
También se pueden divisar mulitas en el sendero La Glorieta, que tiene apenas 950 metros y es muy sencillo de caminar. Lleva al arroyo El Palmar y, a través de un camino de selva ribereña, a una pequeña cascada. Otros senderos sencillos para recorrer y conocer la fauna y la flora son Tres Cruces y Yatay, ambos de 500 metros y La Portada, de 600 metros, con un mirador hacia un bajo inundable.
Los senderos más largos son El pastizal de la Selva (3500 metros junto al río Uruguay) y El Mollar (1400 metros que parten del camping hacia la zona donde más se controla la flora exótica). Tampoco hay que perderse dos áreas donde se cuenta la historia del lugar: la Calera del Palmar, del siglo XVIII, y el Casco de la Estancia, del siglo XIX.
En la costa del río Uruguay surge la selva ribereña formada por árboles como el mataojos y el guayabo, hogar de carpinchos, ositos lavadores o aguará popés y corzuelas pardas. Acá se pueden realizar paseos en canoas o lanchas y, en los caminos vehiculares, visitas guiadas en bicicletas. En el parque nacional hay restaurante, proveeduría, feria de artesanías y camping.
Para continuar la aventura, lo mejor será visitar (también es posible alojarse) La Aurora del Palmar, un refugio natural de la Fundación Vida Silvestre desde 1998, que está del otro lado de la ruta, a apenas tres kilómetros. Allí se realizan safaris, caminatas, cabalgatas y paseos en canoa o bicicleta para conocer todos sus ambientes: selva en galería, pastizales naturales, pajonales de inundación y bosques de espinal.
Las tierras fueron adquiridas en 1950 por Juan Peragallo, a las que nombró en honor a su esposa Aurora Cialcieta, para contribuir a la conservación y combinar con la producción ganadera y forestal, con el objetivo de lograr la sustentabilidad ambiental, económica y social. Las heredó en 1976 su hijo Raúl, ingeniero forestal, con la promesa de conservar los palmares, que venían perdiendo la batalla contra el avance agroforestal. El actual dueño sumó al sueño del conservacionismo su idea de hacer turismo en contacto con la naturaleza, que se convirtió en la actividad más nueva y con más esperanzas.
En un total de 1500 hectáreas hay 1100 destinadas para la conservación, de las cuales 200 tienen una población de palmeras yatay de más de 300 años, el mayor relicto de esta especie fuera del parque nacional. En las 400 hectáreas restantes hay una chacra de cítricos y nogales, un viñedo joven, actividad ganadera (los animales usan el pastizal de manera natural como alimento) y producción forestal (eucaliptos y pinos que son exóticos pero el 80 % de la población de Ubajay depende de ellos).
Uno de los recorridos más sencillos para conocer todo el lugar es el Sendero Interpretativo, que se realiza en un carro llevado por un tractor o en vehículos 4x4. Se atraviesan el bosque de espinal, con sus algarrobos y espinillos, peludos, mulitas, zorros pampeanos, guazunchos, culebras y viboritas ciegas, y el pajonal de inundación con sus lagunas donde habitan gran cantidad de aves.
Así se llega al sector de Palmar Antiguo del Refugio y, frente a las magníficas palmeras yatay, el guardaparque Maximiliano Jacket hace la presentación oficial: dice que son una especie que llega a medir 18 metros, ignífuga y longeva, que crece en suelos de lomada arenosos y bien drenados. Su fruto, carnoso y agridulce, no solamente es alimento de cotorras, corzuelas y ñandúes, sino que también se utiliza en cosmética, farmacéutica y gastronomía. Después del paseo, se realiza una degustación de delicias preparadas con yatay: desde una tarta dulce y un budín hasta naranjay, una riquísima mezcla de jugo de naranja con licor de yatay.
Otra opción es un paseo en canoa por el arroyo El Palmar, que no ofrece ninguna dificultad, para conocer durante dos horas uno de los ecosistemas del lugar: la selva en galería –los otros son el espinal, el pastizal, el palmar y los humedales–. Se llega en un viejo camión hasta el arroyo y durante la aventura se pueden descubrir carpinchos, coipos, lobitos de río, lagartos overos y tortugas acuáticas.
También se pueden realizar recorridos en bicicleta o a caballo, salidas de avistaje de aves y caminatas por el viñedo y el sector de frutales. Y durante la noche, un safari entre palmeras y estrellas, paseo en canoas con luna llena y cabalgatas nocturnas.
A la hora de dormir, la propuesta es tan original como divertida. Se puede elegir descansar en cómodas habitaciones en la casona colonial La Estación o en los antiguos vagones de tren que fueron restaurados y transformados en habitaciones matrimoniales o grupales con baño privado y terraza con vista a los palmares. O también se puede llevar carpa y armarla en un rincón arbolado del camping. Lo seguro es que después de disfrutar del cielo estrellado, el sueño reparador llegará muy rápidamente.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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