viernes, 27 de septiembre de 2024

SEGURIDAD Y EDITORIAL


Un “ministro fantasma” detrás de la tragedia bonaerense
Seguridad: el área, en la provincia, está a cargo de un funcionario que casi no habla, no da explicaciones, no anuncia medidas, no se acerca a las víctimas ni tiene, hasta donde se sabe, planes para enfrentar un desafío delictivo que crece sin control
Luciano Román
El ministro de Seguridad bonaerense, Javier Alonso, detrás del gobernados Axel Kicillof, que mira hacia otro lado
Los nombres de Alberto Quiroz y de José Luis Gómez quedarán, seguramente, perdidos en el fárrago de la burocracia judicial. Alberto tenía 26 años y se levantaba todos los días a las 4 de la mañana para atender una verdulería. Tenía el sueño de formar una familia con Juana, su novia desde hacía un buen tiempo. José Luis, de 48 años, tenía tres hijos y era detective de la División Homicidios de la Policía de la Ciudad. Estaba feliz porque acababa de sacarse un 9 en el examen para ascender a subcomisario. Sus vidas hoy se conjugan en pasado: los dos fueron asesinados la semana pasada en la salvaje y descontrolada geografía del conurbano bonaerense. A Alberto lo mataron para robarle el auto en Lomas de Zamora; a José Luis, para llevarse su moto en un barrio de Lanús. Jonathan Videla puede sentirse aliviado: “solo” le cortaron dos dedos y le quebraron un tercero. Fue anteayer, en José C. Paz, cuando lo atacaron arriba del colectivo que conduce por las calles de ese distrito colonizado por el narcomenudeo. También le perdonaron la vida a Fernando Rossi Sanz, un consultor en sistemas que “apenas” fue apuñalado en la Panamericana, donde bloquean los vehículos para cometer audaces robos en banda.
En el gobierno bonaerense, sin embargo, nadie habla de Alberto, ni de José Luis, ni de Jonathan, ni de Fernando. Sus nombres no figuran en el discurso del gobernador Axel Kicillof, distraído en su pulseada interna con Máximo Kirchner y en sus parrafadas chicaneras contra el gobierno nacional. Es un silencio cargado de significado: expresa indiferencia frente a la mayor tragedia de los bonaerenses. Expresa además voluntad de ocultamiento: lo que no se nombra no existe. Es un silencio que también habla de la naturalización de un flagelo que degrada la vida de los bonaerenses y que destroza a miles de familias condenadas a un dolor perpetuo. Pero, sobre todo, es un silencio que esconde inoperancia y una absoluta falta de gestión para enfrentar la inmensa tragedia de la inseguridad en la provincia.
Alberto Quiroz agoniza tras el asalto que le costó la vida en una barriada de Lomas de ZamoraCaptura de video
¿Quién es el ministro de Seguridad del gobierno bonaerense? Hasta los más informados tienen dificultades para contestar esa pregunta. La seguridad en la provincia está a cargo de un “ministro fantasma”: casi no habla, no da explicaciones, no anuncia medidas, no se acerca a las víctimas ni tiene, hasta donde se sabe, planes ni estrategias innovadoras para enfrentar un desafío delictivo que se hace cada vez más complejo y escala sin control en el corazón del conurbano. No se le conoce la cara.
A casi un año de haber asumido, el señor Javier Alonso necesita presentación: es un eterno subordinado del anterior ministro, Sergio Berni, que hoy se divide entre sus funciones de senador bonaerense y rector del Instituto Universitario Juan Vucetich, donde se forma a los nuevos policías. Siempre fue un funcionario de segunda línea en las áreas que manejaba Berni. Es “técnico en Minoridad y Familia”, egresado de la Universidad de Lomas de Zamora. El conurbano no le resulta ajeno: nació en Banfield y vive en Avellaneda. Su voz es casi desconocida, aunque se mueve con habilidad y sigilo en los circuitos vidriosos de la política bonaerense.
Su designación como ministro expresa el desconcierto y a la vez el desapego de Kicillof frente al tema de la inseguridad. Eligió a una especie de operador administrativo que mantuviera el ministerio en piloto automático. La cartera más sensible de la provincia pasó de ser manejada por un actor hiperkinético y verborrágico que bajaba del helicóptero en los sets de televisión, como Berni, a alguien que intenta esconderse y pasar inadvertido frente a la tragedia de los bonaerenses. Uno hablaba, pero no hacía; el otro no se conoce qué hace, pero tampoco habla. Lejos de ser anecdótico, el contraste refleja la ausencia, en la cabeza del gobernador, de un perfil y una idea clara de lo que debería ser un ministro de Seguridad. Lo mismo da una especie de sheriff aparatoso que una figura burocrática y fantasmal. Hace juego, después de todo, con una tradición pendular que se refleja en la galería de ministros que ha tenido la seguridad bonaerense en las últimas tres décadas: desde un teórico del ultragarantismo como León Arslanian hasta un militar como Aldo Rico.
Hay que pararse frente a la sede de esa cartera, en la calle 2 de La Plata, para ver, corporizado, un símbolo de esa mezcla de indolencia, degradación y desconcierto. El Ministerio de Seguridad es un edificio casi abandonado, con persianas y portones oxidados, muros descascarados, mástiles vacíos y accesos clausurados. Al menos en el último año, sus puertas principales estuvieron inhabilitadas. “Se entra por el costado”, explicaba un uniformado frente a esa fachada imponente y a la vez desoladora, de la que brotan helechos por las grietas de las paredes. Tal vez sea excederse en el simbolismo y la metáfora, pero la postal retrata una gestión de “puertas cerradas” y la idea de que la seguridad es un asunto “lateral”.
La sede del Ministerio de Seguridad bonaerense: accesos inhabilitados y señales de abandono
Los resultados están a la vista: en lo que va de este año, las estadísticas del delito reflejan, en la provincia, un aumento del 4 por ciento, según los datos de la Procuración de la Corte. Pero más allá de las cifras, siempre discutibles y sujetas a manipulación, la tragedia se expone en “carne viva”. Los crímenes en el conurbano son cosa de todos los días. Ser chofer de colectivo se ha convertido en un oficio de alto riesgo. Y basta escuchar a cualquier familia bonaerense para comprobar que el miedo atraviesa su estado de ánimo.
Hay que recorrer las ciudades del conurbano para observar a simple vista las huellas de la inseguridad en la vida cotidiana: los comercios de barrio están completamente enrejados y atienden por ventanillas; en invierno se han acortado los horarios de atención para evitar caminar de noche; los colectivos eluden tramos de recorrido por miedo a ser emboscados; las puertas de las escuelas colapsan por un enjambre de autos y remises, porque aun en las zonas de clase media baja los padres se esfuerzan en ir a buscar a sus hijos frente al temor que les provoca que caminen solos o tomen un colectivo. Los chicos y adolescentes ya no van a las plazas, como se vio la semana pasada en el día de la primavera. La inseguridad no es el único factor que ha tendido a “encerrar” a las nuevas generaciones, pero influye de una manera decisiva. Los jubilados tienden a aislarse porque el espacio público les resulta cada vez más hostil y peligroso.
No es, por supuesto, un problema de fácil resolución ni tampoco depende exclusivamente de la gestión de un ministro, ni siquiera de un solo poder. Pero la clave está en el lugar que se le asigna al tema, en la actitud y el profesionalismo con que se lo enfrenta, y en la voluntad y la sensibilidad con la que se encara el desafío. Muchas veces tendemos a naturalizar la desgracia y resignarnos frente a la tragedia. Aspiramos, módicamente, a que no nos toque a nosotros. Pero un día descubrimos que las cosas podían ser diferentes. Rosario acaba de darnos un ejemplo de que el horror se puede frenar.
La escalada narco había convertido a esa ciudad santafesina en un infierno de asesinatos y violencia. Una acción decidida y conjunta, con un despliegue de fuerzas provinciales y federales, un discurso articulado y de firme respaldo a los uniformados, una mesa de coordinación y un diagnóstico preciso, ha permitido, en seis meses, una drástica reducción de los índices de criminalidad, según nos cuenta Germán de los Santos en esta misma edición. Rosario parece expresar un mensaje alentador: “no es imposible”. Pero es indispensable poner el tema en el centro de las prioridades, no esconderse frente a la tragedia, deponer recelos políticos y prejuicios ideológicos, pedir ayuda y ponerse al frente de un plan operativo. ¿Alguien ve en la provincia de Buenos Aires algo parecido a esto?
Lo que está en juego no es una agenda política ni un mero discurso ideológico, sino la propia vida de los bonaerenses. No se trata, entonces, de barrer la tragedia bajo la alfombra y condenar a las víctimas al olvido. Habrá que empezar por hacerse cargo, sin vedetismos televisivos, pero también sin esconder la cabeza. Más que encontrar un ministro, hace falta encontrar un rumbo. Y no resignarnos a que todas las semanas se alargue la lista de familias destrozadas por el flagelo tenebroso de la inseguridad urbana. Aunque el poder no los nombre, Alberto, José Luis y tantos otros bonaerenses que han perdido su vida por una moto, una mochila o un celular exigen una respuesta que no sean la indiferencia y el silencio. Rosario nos muestra un camino.

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Las condenas a Mathov y Santos
La sentencia contra dos funcionarios del gobierno de De la Rúa se funda más en inferencias que en pruebas concretas e irrefutables
Ha quedado definitivamente firme la condena contra Enrique Mathov, ministro de Seguridad Interior del presidente Fernando de la Rúa, y Rubén Santos, jefe de la Policía Federal en la misma época, por homicidio y lesiones en grado culposo, en ocasión de los graves incidentes callejeros del 19 y el 20 de diciembre de 2001, que precipitaron la caída del gobierno nacional.
Mathov recibió la pena de 4 años y 3 meses de prisión, y Santos, la de 3 años y 6 meses. Las condenas aplicadas por igual a los policías Raúl Andreozzi, quien se desempeñaba como superintendente de Seguridad Metropolitana, y Norberto Gaudiero, director de Operaciones, tienen en cierto sentido valor abstracto, pues ambos fallecieron hace tiempo.
Con el rechazo por la Corte Suprema de Justicia de la Nación del recurso extraordinario interpuesto por los condenados, el caso llegó a su conclusión después de 23 años. Falta que se resuelvan en la instancia pertinente los pedidos de Mathov y Santos de que la prisión ordenada se cumpla de manera domiciliaria, dado que el primero tiene 76 años y el segundo, 78. Es una facultad de la norma penal, de aplicación no automática, que puede conceder la Justicia a personas mayores de 70 años por cuyos antecedentes y comportamiento nada aconseje lo contrario.
Lo único que faltaría en este lamentable caso es que Mathov y Santos fueran privados de ese beneficio después del permanente acatamiento a la Justicia que demostraron en el larguísimo tiempo de un proceso del que participaron dos jueces de primera instancia –María Romilda Servini de Cubría y Claudio Bonadio–, el Tribunal Oral en lo Criminal y Correccional Nº 6 y la Cámara Federal de Casación Penal, que confirmó el fallo del anterior. Ambos condenados estuvieron detenidos preventivamente durante lapsos diferentes, y esto determinará, junto con la diferente gradación de penas, que la libertad sea otorgada a Mathov en 2028 y a Santos, en 2027.
Desde la fría perspectiva de la ley y la Justicia, se trata de un caso juzgado. Desde la perspectiva de un juicio político sereno, no. Y, menos aún, desde la revisión histórica de un contexto en el que llaman poderosamente la atención cuestiones que no se han ventilado suficientemente ni con la debida ecuanimidad, pero de las que se ocuparon con fruición organizaciones de izquierda radicalizada próximas al kirchnerismo. Habiéndose producido, en aquellos días flamígeros de fines de 2001, 39 muertos y 500 heridos en episodios callejeros en todo el país, solo Mathov y Santos han pagado al final la cuenta por una tragedia generalizada.
Las víctimas mortales en la ciudad de Buenos Aires fueron cinco, todas en el radio definido por Avenida de Mayo entre Tacuarí y Bernardo de Irigoyen. Que se haya especulado con la posibilidad de que un tirador desconocido fuera quien desde un edificio de la calle Chacabuco produjo una de las bajas es bastante singular. Constituye, sin embargo, una perla dentro de este caso de fisonomía tan curiosa que no están identificados los policías por cuyo accionar habría habido muertos y heridos. Tampoco hay testimonios convincentes sobre quién o quiénes ordenaron que corriera sangre a fin de poner fin a las manifestaciones.
El presidente De la Rúa declaró a las 22.50 del 19 de diciembre el estado de sitio. Desde el 14 de ese mes se venían produciendo en diversas zonas, particularmente del Gran Buenos Aires y Santa Fe, hechos que habían llamado la atención de la comunidad informativa en materia de seguridad interna. Hubo reiterados saqueos a supermercados y pequeños comercios dedicados a la venta de alimentos, con peligro, además, por la vida de los afectados.
La idea de que algunos intendentes peronistas del conurbano habían dispuesto, en connivencia con policías provinciales y de algún funcionario con asiento en La Plata, la declaración de zonas liberadas para esas tropelías nunca desapareció de la inferencia de quienes siguieron de cerca los acontecimientos de la época. El presidente de la Nación estaba solo, aislado del partido, y ya había recibido, por vías confiables, la notificación de que las autoridades de la UCR, comandadas por Raúl Alfonsín, esperaban su dimisión.
De la Rúa apostó por no muchas horas a la continuidad de su gobierno y a lograr un entendimiento con fuerzas del peronismo ajenas al bastión bonaerense, el más hostil. El estado de sitio lo autorizaba a suspender las garantías constitucionales, de modo que no se entiende la liviandad de algunas consideraciones que llevaron a las condenas de Mathov y Santos. La Justicia consideró que limitar la expresión política del pueblo exclusivamente al voto era una concepción sumamente pobre de la democracia e insuficiente para caracterizar una sedición.
Olvidó que la declaración de estado de sitio había sido una medida absolutamente excepcional, en consonancia con el cuadro que se percibía en la calle, en los sentimientos angustiados por la situación política del momento de una franja importante de la sociedad. Otros ánimos anidaban entre quienes en incidentes ocurridos en la Plaza de Mayo procuraron, según imágenes difundidas por televisión, echaron abajo una puerta de ingreso a la Casa Rosada.
En la provincia hubo quienes subieron por los muros de la residencia presidencial de Olivos, despojada, por órdenes de La Plata, de la policía provincial que prestaba seguridad a su contorno. Solo por el milagro persuasivo de quienes desde dentro advirtieron que de otra manera habrían de intervenir efectivos de Granaderos, regimiento custodia de la vida y bienes del presidente de la Nación, los manifestantes desistieron de lo que hubiera sido una noche gravísima.
Los jueces han expresado su zozobra por lo incompleto de la reconstrucción de lo sucedido el 19 y 20 de diciembre en las calles de Buenos Aires. Hicieron bien en fundar esa evaluación, porque de los miles de páginas de la causa hay más inferencias que pruebas concretas e irrefutables sobre las órdenes que se supone que el fallecido exministro del Interior Ramón Mestre y su subordinado Mathov trasmitieron al jefe de policía, y este, a la cadena de mandos de la fuerza. Los jueces han dicho que hubo negligencia, desidia en el control político de las acciones atribuidas a la Policía Federal, y de esta hacia quienes estaban en el campo de operaciones.
Las condenas dispuestas contra Mathov, Santos y otros por homicidio y lesiones culposas parecen concentrar en un par de personas la resignación de conformarse con ellos en calidad de chivos expiatorios. Impresiona, en efecto, el vacío por el fracaso en haber identificado responsables en la vastedad territorial en que se produjeron otras 34 muertes, seguidas de un silencio que todavía desconcierta y apabullará a los historiadores.
Han dicho los jueces con buen criterio que frente a medidas de excepción –como el estado de sitio– existe mayor obligación estatal de reforzar las medidas tendientes a resguardar la vigencia de los derechos de las personas. Debieron haber dicho dos cosas más: una, que el estado de sitio suspende ciertas garantías individuales, en la medida en que su aplicación sea razonable respecto de los motivos que llevaron a implantarla; otra, que la prudencia reclamada de funcionarios públicos en situaciones de esa naturaleza también correspondía a ciudadanos que procuraron manifestarse “de forma pacífica” en los lugares más estratégicos de la ciudad en un momento por definición peligroso o, como también ocurrió, echando más nafta al cuadro institucional con el lanzamiento de bombas molotov.
Todo lo sucedido en aquellos días de furia resultó lamentable. No lo ha sido menos que dos funcionarios probos como Mathov y Santos fueran los que más pagaran por la explosión cruenta de una crisis excepcional cuando los argentinos se aprestaban a terminar el primer año del nuevo siglo.
Las condenas dispuestas parecen concentrar en un par de personas la resignación de conformarse con ellas en calidad de chivos expiatorios

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