Kafka o la resurrección de lo trágico
El escritor checo expresó nuestra condición al incorporar el sinsentido y el absurdo al género en que brillaron los griegos; el lunes se cumplen cien años de su muerte
Santiago Kovadloff
“He absorbido vigorosamente lo negativo de mi época y tengo, en cierto modo, el derecho de representarlo.” Franz Kafka
El título de este ensayo adelanta mi propósito: sumarme a quienes, como Sultana Wahnón, consideran que “una de las más importantes particularidades del arte de Kafka y, en especial, de El proceso, es su contribución al renacimiento de lo trágico en la literatura del siglo XX.”
Federico Nietzsche compuso El nacimiento de la tragedia; George Steiner, un siglo después, La muerte de la tragedia. Hoy parece ineludible reconocer que, con Kafka, ha tenido lugar la resurrección de la tragedia tras cuatro siglos de silencio.
Se diría que es un hecho incontestable: el origen de la tragedia parece estar irremediablemente perdido en lo remoto. Las hipótesis que intentan revertir lo irremediable de ese extravío no dejan de ser conjeturas. Lo que tienen de atractivas no atenúa su escasa consistencia probatoria.
Lo que en términos de tragedia nos legó el siglo V precristiano es el esplendor de un género. La lenta gestación de ese esplendor, su génesis, sigue siendo oscura y tal vez así sea para siempre. No obstante, con las pocas obras, sobre todo de Esquilo y Sófocles, que llegaron hasta nosotros, tenemos más que suficiente. Bastan para estremecernos. La grandeza de quienes las crearon late en todas ellas. Ellos configuraron un semblante de lo humano en lo que podemos reconocernos todavía.
La tragedia no surgió con la Atenas democrática, pero solo prosperó con ella y con ella se extinguió. Renació dos mil años después, en el siglo XVII, entre ingleses y franceses. El absolutismo fue su marco político. Shakespeare, Marlowe, Racine, Corneille, sus voceros indisputados.
No son indiscernibles los motivos de aquella primera muerte de la tragedia en la misma Atenas que la vio consolidarse. A ambas las enlaza un destino común. Tampoco son inexplicables las causas de su reaparición y decadencia en los siglos de Isabel I y Luis XIV. Hay una íntima relación entre la autosuficiencia del poder absoluto y la índole de lo trágico como violenta restitución de un límite desoído. Por lo demás, donde “la ciega esperanza” (sabiamente designada así por Esquilo) puede más por un momento que el conflicto irremediable, la tragedia se apaga como modalidad literaria y concepción de la verdad. Platón y el cristianismo se empeñaron en redactar su certificado de defunción.
"Los jueces o el poder supremo, en la obra de Kafka, nada advierten, no anticipan. Solo dan a conocer, indirectamente, que su decisión está tomada y que nada la puede alterar"
La brutal intolerancia religiosa del siglo XVI y un incipiente agnosticismo, de cuyo desarrollo sería expresión superlativa el barroco, abonaron el suelo de su reaparición. A partir del XVIII, en cambio, la utopía de un racionalismo jactancioso, empecinado en dar vida a un Hombre Nuevo y aliento a los ideales de un progreso sin contención, volvieron a sepultar la propuesta trágica. Su advertencia tenaz sobre los riesgos que entraña la autosuficiencia cayeron en saco roto. Sobre todo, la convicción ciertamente trágica de que, por estructura, el alma humana puede combatir el mal pero no liberarse de él.
Nadie pintó como Stefan Zweig en El mundo de ayer la melancolía provocada, a principios del siglo XX, por la caída de la fe en el progreso indefinido y la presunción de que el hombre había dejado atrás la barbarie. No fue otra la simiente de la resurrección de lo trágico.
Franz Kafka y Felice Bauer, en 1917
Si entre ingleses y franceses cupo al teatro, en los años mil seiscientos, seguir siendo la herramienta exploratoria de lo trágico y a la poesía, el recurso incomparable de su enunciación, en el siglo XX la resurrección de la tragedia, tras cuatro centurias de silencio, se produjo en prosa. El cuento y la novela de Kafka la devolvieron a la literatura y su idioma inaugural fue el alemán. Al teatro, lo trágico llegará después, y ya no en verso sino en prosa también, con Samuel Beckett y Eugène Ionesco. E irrumpirá, asimismo, en el ensayo con Miguel de Unamuno, Albert Camus y Emil Cioran. Pero el primer aliento que volvió a infundirle vida en el siglo pasado provino de Franz Kafka.
¿Qué fue de lo trágico en manos de Kafka? ¿Qué rasgos impuso a sus características? Albert Camus nos hace un aporte al decir: “Kafka expresa la tragedia mediante lo cotidiano, y lo absurdo mediante lo lógico”. Kafka retoma el tema del sufrimiento como situación radical de la vida humana pero lo sustrae a toda explicación causal. No lo concibe como efecto, no lo deriva nada. Lo presenta como un hecho sin antecedentes: primero, primario, primordial.
Josef K. es condenado y degollado sin que llegue a saber por qué. Quienes lo declaran culpable no se dan a conocer. Los fundamentos del veredicto que lo condena no constan en ningún lado. K. no sabe. Nosotros nunca sabremos. Hay hechos. No hay razones.
“La culpa nunca se pone en duda”, dice el oficial de “La colonia penitenciaria”. No hay lugar para el porqué. Todo intento de aclarar lo que sucede, por parte del presunto culpable, termina naufragando en el silencio, agravando su responsabilidad en lo que le ocurre.
Los dioses, en la tragedia griega, son los voceros del Destino. Previenen sobre lo que ocurrirá si la conducta humana no se ajusta a lo que ellos determinan. Y golpean sin piedad cuando no son acatados. En cambio los jueces o el poder supremo al que remiten, en la obra de Kafka, nada advierten, no anticipan. Solo dan a conocer, indirectamente, que su decisión está tomada y que nada la puede alterar. Su oscuridad es insondable. Sus determinaciones, irreversibles. Nada se explica. Solo cabe obedecer. Quien aspira a más solo encontrará el vacío o la bruma que lo envuelve todo.
"Como gotas que se acumulan en un recipiente vacío, en los cuentos y novelas de Kafka lo inconcebible crece, se expande, lo abarca todo"
Max Brod, en su Kafka, ilustra lo que digo al transcribir un párrafo de El castillo: “‘Usted no es del Castillo’, le dice la tabernera (al protagonista) con brutal franqueza. Usted no es de la aldea, usted no es nadie. Pero, por desgracia, es usted algo a pesar de eso, un extraño, un ser superfluo que siempre obstruye el camino, alguien por cuya culpa se producen continuos trastornos, alguien cuyas intenciones son desconocidas”.
Y algo más al respecto dice Brod: “¿Cuál es la razón por la que el hombre no llega a lo verdadero en sí, por la que, no obstante estar animado de óptima voluntad, equivoca su camino, como aquel médico rural que siguió los sones engañosos de la campana nocturna?”
El laberinto es el hogar absurdo del personaje kafkiano. En él se pierde y fuera de él, no hay nada. “No se puede dar un paso sin enredarse, sin tropezar”, anota en su diario Kafka, el 15 de agosto de 1914.
En la tragedia contemporánea la instancia de lo causal está abolida. La lógica del encadenamiento racional entre causa y efecto se ve desbaratada. En la tragedia clásica y en la moderna, la causa en cambio, subsiste como fundamento de lo catastrófico. Los hechos, en una y otra, tienen una razón de ser. Se explican. Basta un ejemplo memorable. Sabemos que Layo ha profanado un principio sagrado: el de la hospitalidad. Pélope, hijo de Tántalo, lo había acogido fraternalmente en su hogar. Pero él sedujo allí a Crisipo, el menor de sus hijos. Raptó luego al muchacho y fue maldecido por Pélope. Solidaria con Pélope, la sentencia de los dioses cayó sobre Layo: no podría tener hijos.
Bien se sabe: Layo desoyó su condena al convertirse en padre de Edipo y volvió a desoírla al no terminar con él tras su nacimiento. La sentencia celeste, sin embargo, no quedaría incumplida. Layo moriría en manos de su hijo y éste, convirtiendo a la viuda de su padre, Yocasta, en su propia mujer.
En la tragedia actual nada de esto tiene lugar. Todo termina como empieza: en lo incomprensible. Nada hay que merezca el nombre de “verdadero en sí,” a diferencia de lo que presume Max Brod. Y si hay evolución narrativa es hacia una acción que adensa lo inexplicable sin resolverlo. Como gotas que se acumulan en un recipiente vacío, en los cuentos y novelas de Kafka lo inconcebible crece, se expande, lo abarca todo.
II
No lo creyó así Max Brod ni tampoco, para mi sorpresa, Albert Camus, quien subraya la sensibilidad religiosa de Kafka. Yo estoy persuadido de que Kafka es agnóstico. No un hombre de fe religiosa sino de fe literaria. Vive aferrado a su vocación artística, buscando sustento en ella. Su demanda de sentido se dirige a ella. El sustento que busca no proviene sino de ella. Aun cuando es incapaz de darle cumplimiento como quisiera. Su ocupación profesional –se desempeña como abogado en una compañía de seguros– lo absorbe, lo aplasta, lo sustrae de sí mismo, lo aniquila, según él. “Nuestras espantosas tareas profesionales”, llama Max Brod a la suya y a la de su amigo Franz.
Vista de la estatua giratoria de un busto gigante del escritor Franz Kafka en el centro de Praga, obra del controvertido artista Cerny
En carta a su novia Felice del 1º de julio de 1913, Kafka no oculta su desaliento: “La oficina y el escribir se excluyen mutuamente, porque el escribir tiene su centro de gravedad en lo más profundo, mientras que la oficina ocupa la parte externa de mi vida. Así subo y bajo de continuo, y con ello quedo destrozado”.
Puede sonar paradójico pero lo cierto es que Kafka logró lo que no pudo. Haya creído él o no en la consistencia de su obra literaria, ella se constituyó en expresión de nuestro tiempo. Y eso, en altísima medida, se lo debemos a Brod. Sin él, no contaríamos con El castillo, con América, con El proceso. Kafka, al borde de la muerte, le había ordenado su destrucción.
Este radical desapego final a lo suyo toma, al crear, la forma de estrategia narrativa en una versión previa y es lo que Kafka privilegia en el tratamiento emocional de sus personajes. “Kafka no siente ninguna simpatía por los diferentes Ks. o Samsas”, asegura Hans Mayer. “Piensa con ellos la manera de avanzar un paso más y describe esas reflexiones. Pero nunca nos enteramos (excepto, quizá, en algunos pasajes de la novela América) de cómo juzga el autor las situaciones y personajes con que tienen que enfrentarse sus figuras. Es inútil pretender saber la opinión de Kafka. (…) Como narrador, describe sus pensamientos y actuaciones, solo que se cuida mucho de recurrir a la psicología. La explicación es que ha dejado de creer en las viejas relaciones causales. Sus personajes no son comprensibles ni incomprensibles. Actúan, simplemente. Kafka se halla en el umbral de un mundo y una literatura acausales.”
"‘Un libro –anota Kafka en su diario– tiene que obrar como un hacha sobre el mar helado que llevamos adentro’"
¿Qué connota lo acausal sino que nos encontramos ante acontecimientos que carecen de explicación o ante un pensamiento que es incapaz de dar con esa explicación y queda, en consecuencia, subsumido en la impotencia? Insisto: el hombre, para Kafka, está arrojado a una intemperie de sin sentido de la que no logra escapar. Esa intemperie, en consecuencia, no solo es ilógica sino ante todo ontológica y teológica. El hombre no pierde el rumbo sino que desde siempre está extraviado y a consecuencia de ello, se ve gradualmente expuesto a su deshumanización. Los cuentos y novelas de Kafka despliegan ese extravío primario como nadie lo había hecho hasta él.
Sobre el estilo del autor de “Un artista del trapecio” hay una observación de Vladimir Nabokov que merece transcripción íntegra: “Quien más influyó sobre Kafka, desde el punto de vista literario, fue Flaubert. Flaubert, que odiaba la prosa preciosista y habría aplaudido la actitud de Kafka para con su herramienta. A Kafka le gustaba extraer sus términos del lenguaje del derecho y de la ciencia, dándoles una especie de precisión irónica, sin intrusiones de los sentimientos personales del autor; éste fue exactamente el método utilizado por Flaubert para conseguir un efecto poético singular”.
Kafka está persuadido de que un libro, si proviene de las manos de un auténtico escritor, no debe ofrecer amparo a quien lo lee: “Un libro –anota en su diario– tiene que obrar como un hacha sobre el mar helado que llevamos adentro”.
III
Max Brod fue el primero que creyó ver en el antisemitismo de su tiempo el escenario inspirador de la tragedia kafkiana. Refiriéndose al protagonista de El Castillo, dice: “Es un extraño y ha caído en un pueblo que mira con desconfianza a los extraños. (…) Es el sentimiento especial del judío que quisiera arraigarse en un medio extraño, que anhela con todas las fuerzas de su alma acercarse al prójimo y ser totalmente idéntico a él, pero no logra tal identificación.
“La palabra ‘judío’ no aparece en El castillo. Sin embargo, está al alcance de la mano la evidencia de que, en El castillo, Kafka ha dicho más sobre la situación conjunta del judaísmo actual, extrayéndolo de su alma judía y volcándolo en un sencillo relato, que lo que pueda leerse en cien tratados eruditos”.
Kafka, sin hacerla suya, estaba a la par de esta convicción de Brod pues en carta a Felice del 7 de octubre de 1916 transcribe unas líneas que su querido Max había publicado al parecer por entonces: “Las narraciones de K. forman parte de los documentos judíos de nuestro tiempo”.
En su estudio Kafka y la tragedia judía, Sultana Wahnón sigue los pasos de Brod y comparte su convicción: el antisemitismo fue el prejuicio atroz que inspiró a Kafka en la composición de sus obras: “(Kafka convirtió) los insultos que a diario se vertían sobre los judíos desde círculos y publicaciones antisemitas, en sus célebres metamorfosis. Perro, parásito, piojo y otras lindezas por el estilo eran expresiones ya habituales para referirse a sus correligionarios, no solo entre la población inculta y tradicionalmente judeófoba, sino entre los nuevos partidarios del antisemitismo racista. (…) El término alemán al que recurre Kafka para referirse a ese indefinido insecto en que se convirtió Samsa, ungeziefer, fue luego el mismo que Hitler utilizó para justificar su decisión de exterminar al pueblo judío”.
Por supuesto, Kafka no solo deplora el antisemitismo. Le repugna. Se burla de su inconsistencia conceptual. Su concepción del prejuicio es inflexible, radical, implacable. Pero a diferencia de su amigo Brod, no se identifica, ante todo, como judío. Menos aún como sionista. El propio Brod, no sin resistencias, lo admite en la biografía que le dedica. Allí transcribe estas palabras de Kafka: “¿Qué tengo en común con los judíos? Apenas tengo algo en común conmigo mismo”. No ignora que el antisemitismo lo inscribe sin distinciones en el colectivo de los repudiados. Pero Kafka no le concede al fanatismo antisemita la última palabra aunque no desconoce los riesgos a que está expuesto como judío. Año 1922, carta a Milena: “Me pasé la tarde en las calles, bañándome en el antisemitismo popular. Hace poco oí decir que los judíos eran una ‘turba inmunda’. ¿No es natural que uno se vaya de donde es tan odiado? No hace falta para eso ni el sionismo ni el sentimiento nacional. El heroísmo de los que, a pesar de todo se quedan, es el de las cucarachas que tampoco pueden extirparse del cuarto de baño”.
"La fragmentación es el rasgo distintivo de su vida y de la vida de sus personajes. Por eso no termina de ser el escritor que ciertamente es ni de ser el funcionario que maldice ser"
Tampoco, como lo evidencia esta última oración, está lejos de ser injustificada la idea de que el léxico adoptado por los antisemitas para caratular a los judíos haya incidido en Kafka, alentando la composición de personajes como Samsa o la de ese extraño hombre–simio que aparece en el “Informe para una academia”. Hay con todo en Kafka una clara resistencia a identificarse con el pueblo judío. Y aun más: a identificarse consigo mismo. “No me falta nada. Solo me falto a mí mismo”, escribe en 1911.
Al igual que Brod, Kafka considera que el sionismo es un movimiento redentor; reinscripción de la historia judía en el campo de un imprescindible retorno a una realidad nacional. Pero no es en él donde, a diferencia de Brod, Kafka cree posible asentar la raíz de su identidad personal. Brod aspira a dejar atrás, mediante el sionismo, la opacidad de todos los espejos donde hasta entonces buscó identificarse. Opta, enfervorizado, por el ideal redentor. Es judío, será ante todo judío. El sionismo representa para Brod el fin de la anomalía judía. Kafka, en cambio, no puede escapar a esa opacidad. Asegura ser retazos de un todo imposible. La fragmentación es el rasgo distintivo de su vida y de la vida de sus personajes. Por eso no termina de ser el escritor que ciertamente es ni de ser el funcionario que maldice ser. Tampoco es suya la religiosidad de Brod, aunque éste, como dije, y con escasas vacilaciones, se empeña en atribuírsela.
Kafka no es ateo. Hay algo peor para Kafka que la inexistencia de Dios. Es el silencio de Dios ante el mal, su apatía ante el dolor humano. Kafka concibe a Dios como una entidad insensible al sufrimiento. No lo escandaliza su existencia sino su monstruosa apatía. Lo escandaliza pensar que el hombre se empecina en creer en un dios que calla y da la espalda a su tormento.
Kafka no reniega de su condición judía. Pero condición, en este caso y en lo que a él hace, no significa, para él, identidad. Solo inscripción periférica en una cultura que pasa a ser determinante, en términos de identidad, exclusivamente para el hombre religioso, para el sionista y el antisemita. Kafka no encuentra en el judaísmo un punto de apoyo suficientemente sólido como para alcanzar, desde él, un discernimiento suficiente de sí mismo. Tampoco, como para ver en lo judío y en el desprecio que suscita el rasgo distintivo de la tragedia que ahoga a sus personajes. La identidad, en Kafka y en ellos, termina siendo un equívoco abrumador. Quien dice yo no sabe lo que dice. Quien dice nosotros promueve un espejismo. Tal es su convicción fundamental.
Y de esta convicción, que es a la vez una vivencia extenuante y reveladora como ninguna otra de la índole de la existencia, provendrá la diferencia esencial entre el sufrimiento impuesto al judío por sus perseguidores y el que abruma al personaje trágico kafkiano. El judío no solo sabe quién lo persigue sino también porqué se lo persigue. Conoce el rostro y los argumentos de quienes lo acosan y desprecian. Los oye vociferar sus consignas fanáticas en las calles que también él recorre. Que las considere falsas no significa que las crea irreales. No solo son reales. Son una realidad que se dilata, creciente, violenta, en expansión.
Seguramente nadie retrató al antisemita con la precisión con que lo hizo Jean-Paul Sartre. “Su actividad intelectual se atrinchera en la interpretación: busca en los acontecimientos históricos el signo de la presencia de un poder maléfico. De allí sus invenciones pueriles y complicadas que lo emparentan a los grandes paranoicos. (…) Si solo hay que suprimir el Mal, es que el Bien ya está dado. (…) El antisemita ha decidido sobre el Mal para no tener que decidir sobre el Bien. Del Bien no se habla, está siempre sobreentendido en los discursos del antisemita y permanece siempre sobreentendido en su pensamiento. Cuando haya cumplido su misión de destructor sagrado, el Paraíso Perdido se reformará por sí mismo. (…) Ahí lo tenemos, pues, ocupado únicamente en acumular anécdotas que revelan la lubricidad del judío, su apetito de lucro, sus engaños y sus traiciones. El antisemita se lava las manos en la mugre”.
El antisemita se da a conocer y el judío se reconoce más y más impregnado por su odio al identificarlo. Oye su letanía repulsiva y agresora. En esos ojos que lo acosan solo fulgura el desprecio. El judío sabe, en suma, a qué y a quiénes responde su padecimiento. Su tragedia es innegable pero no nace en el presente. Solo se perpetúa en él. No inspira la tragedia de las figuras de Kafka porque, por su índole, se inscribe en el módulo de la tragedia clásica o a lo sumo, moderna. ¿Por qué? Porque en estas lo causal es discernible. No ha desaparecido y es determinante. La raíz del padecimiento judío es evidente. El antisemita obra como un verdugo identificable sobre una víctima definida.
El infortunio del personaje kafkiano, en cambio, no remite a un motivo que lo origine. Ni siquiera se sabe quiénes son los que ejercen ese poder destructor. El destinatario de ese tormento es inequívoco. Pero entendámonos: es inequívoco como víctima. Solo como víctima. Tampoco sabemos si es inocente. Nada es comprensible, solo es real. Hechos y más hechos. Eso es todo lo que hay.
El personaje de la tragedia kafkiana no extrae sus características de una figura judía ya que desconoce los motivos de la culpabilidad que recae sobre él tanto como a quienes se la adjudican. Su trato con lo discernible se agota en el vínculo de sumisión que mantiene con sus guardianes. Nada sabe sobre sus jueces, nada sobre su presunto delito.
El prejuicio antisemita, como cualquier otro prejuicio, se sustenta en el maniqueísmo. Solo sobrevive donde las aguas están netamente divididas entre réprobos y elegidos. El absurdo, por su parte, desarticula el entendimiento, lo empantana en la incomprensión y sumerge la acción en la impotencia. El absurdo priva a quien lo padece de protagonismo al invalidar toda posibilidad interpretativa de los hechos. Quien lo sufre solo puede reconocerse como objeto del mal que padece sin poder contraponerle, como sí hace el judío, otra noción de identidad. Cuando Gregorio Samsa advierte, al despertar, que se ha convertido en un insecto repulsivo no se interroga sobre lo que le ha sucedido sino sobre los inconvenientes prácticos que le acarrea su nuevo estado. Está enajenado. Su discernimiento ético se ha desvanecido. Samsa consiste en lo que le pasa. No cuenta con recursos para interrogarlo.
Así es el hombre de Kafka: no sabe dónde está ni porqué le sucede lo que le ocurre. No sabe por qué ni quiénes le han arrebatado la posibilidad de reconocerse. Solo será un laberinto que desemboca en la muerte. La tragedia contemporánea consiste en el fracaso del saber ante una realidad sin sentido.
Que sea Kafka, creador de la tragedia actual en literatura, quien redacte con sus propias palabras el epílogo de este ensayo. La escena que sigue puede leerse al inicio de El proceso.
Frente al desconcierto de K., el mayor de los dos guardianes que se han presentado ante su puerta con orden de vigilarlo fuerza su ingreso y el de su compañero a la cocina del departamento y ambos se instalan allí. K., indignado, va en busca de sus documentos para desbaratar de una buena vez el malentendido sobre su identidad y probar que él no es la persona que esos dos intrusos buscan. Mientras tanto, los guardianes aprontan café y preparan unas tostadas.
K., de regreso, se sorprende al verlos ante la mesa y vuelve a preguntar por qué está detenido.
“– Otra vez con lo mismo –dijo el inspector metiendo una tostada con manteca en el frasco de miel–. No contestamos ese tipo de preguntas.
–No tendrán más remedio que responderlas –dijo K. Aquí están mis papeles de identidad. Ahora quiero ver los suyos, especialmente la orden de detención.
–¡Dios mío, Dios mío! –dijo a uno de los guardianes–. ¡Por qué le cuesta tanto entrar en razón! Parece que tratara de irritarnos porque sí, justamente a nosotros que, en este momento, somos las personas que mejor lo quieren.
–Y bien, si aun así no lo entiende… –dijo Frank y, en vez de llevarse a los labios la taza de café que tenía en la mano clavó, sobre K… una mirada larga, posiblemente muy significativa, que K… no comprendió.
Vino luego un largo diálogo de miradas, finalmente K… exhibió sus papeles y dijo:
–Estos son mis documentos de identidad.
–¿Y qué quiere que hagamos con ellos? –exclamó el mayor de los guardianes–. Se comporta peor que un niño. ¿Qué quiere? ¿Piensa que va a apresurar el resultado final de este proceso discutiendo con nosotros sobre sus documentos de identidad y la orden de detención? Nosotros somos simples empleados subalternos, poco y nada sabemos de documentos de identidad y lo único que tenemos que hacer es vigilarlo diez horas por día y cobrar el sueldo correspondiente a este trabajo. Eso es todo, pero sabemos que las autoridades a cuyo servicio estamos investigan minuciosamente la conducta del detenido antes de dar la orden. No cabe error alguno. Las autoridades a las que representamos, aunque solo conozco los grados inferiores, no buscan los delitos del pueblo sino que, como establece la ley, son atraídas por el delito y entonces nos envían a nosotros, los guardianes. La ley es esa y no puede haber ningún error.
–Yo no conozco esa ley –dijo K…
–Se arrepentirá de ello –dijo el guardián.
–Solamente existe en la cabeza de ustedes – dijo K..., tratando de penetrar en el pensamiento de sus guardianes para volcarlo a su favor. Pero el guardián se limitó a responder:
–Ya verá usted su efecto en carne propia.”
El escritor que ocupó un lugar inesperado
La obra de Kafka es una de las más irreductibles de toda la literaturaPedro B. Rey
¿Cómo imaginar la literatura sin Kafka? Aunque vivió solo en su primer cuarto de siglo, Kafka es el escritor del siglo XX por antonomasia. Hay varias razones para esa afirmación. Una señala que, justamente por haber escrito en esa primera etapa, influyó decisivamente en la literatura que vino después, con ese adjetivo: lo kafkiano. Otra, que las pulsiones del praguense lograron plasmar por escrito las ansiedades y desastres que se avecinaban. Pero hay un motivo más, quizás el central: la obra de Kafka es irreductible, como muestran las muy diversas interpretaciones que todavía, a cien años de su muerte, sigue suscitando. Esa resistencia a la transparencia logra un efecto único: ese mundo onírico, de pesadilla, en que el realismo y lo fantástico se encuentran en un mismo plano es literatura en estado puro.
La reticencia proverbial de Kafka colaboró también para ese efecto. Como se sabe, apenas publicó en vida cuentos en revistas, un par de colecciones de relatos y La metamorfosis. El resto –los diarios, las novelas en que trabajó durante décadas, las cartas– se lo dejó a su amigo Max Brod con la indicación expresa de que lo quemara todo. Brod, también escritor, traicionó ese requerimiento o entendió que de no esconder alguna duda el propio autor lo hubiera dado al pasto de las llamas. Entre 1925 y 1935, se encargó de publicar la mayoría de esos materiales, logrando así que Kafka fuera un escritor menos de aquel primer cuarto de siglo que del futuro.
Los cuentos –algunos brevísimos– son el territorio siempre por redescubrir: los hay de todas clases, desde el parabólico “Ante la ley” –un favorito de la filosofía, que no se cansa de analizarlohasta el misterioso e inexpugnable “Odradek”. “La metamorfosis”, ya una nouvelle, con la conversión de Gregor Samsa en insecto, pone en escena ese malestar del individuo determinado por el entorno: todo es realista, con excepción de esa insólita transformación.
Sin embargo, son las novelas que Brod conservó las que hicieron correr más tinta. El proceso (que Kafka empezó a escribir una década antes) fue la primera en aparecer, en 1925. El desconcierto de Josef K. al ser arrestado por un crimen del que nunca es informado y su final, sometido a una autoridad burocrática siempre inalcanzable, pronto se vería replicada por los estados totalitarios. El castillo, salida al año siguiente, pone en escena la historia de un agrimensor que nunca es llamado al castillo de la aldea que supuestamente lo convocó, en otro eterno aplazamiento. La incompleta América (1927) –del que Kafka había adelantado un capítulo, “El fogonero”– tiene una vuelta de tuerca final, acaso optimista. Novelista o cuentista, poco importa, Kafka no envejece.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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