jueves, 29 de agosto de 2019

LAS NOTAS DE MIGUEL ESPECHE,


Apuntes sobre la certeza

Miguel Espeche
Bueno, al fin de cuentas no está tan mal tener algunas certezas en la vida. No todo el que está convencido de algo es un necio, un talibán, un kamikaze o un soberbio, ni todo el que vive en la duda es, por el solo hecho de vivir así, un sabio o un humilde bárbaro. Quizá sea imprudente escribir sobre la duda y, sobre todo, sobre la certeza, en momentos previos a una elección presidencial. Pero al respecto podemos decir, sin dudar ni por un instante, que a lo que se apunta en estas líneas trasciende la coyuntura política, en la que, más allá de lo positivo del acto democrático, suele darse pie a los fanatismos, a la beligerancia y a la polémica encendida.
Aclarada la cuestión, postulamos que tener certidumbres está bueno y no sumerge necesariamente al humano en la condición de fanático peligroso o insufrible, ni en autoritario o cosa similar.
De hecho, sabemos todos que la historia (o, para no ser tan grandilocuentes, nuestra historia personal) se forjó a partir de ciertas certezas que marcaron huella, lo que para aquellos que valoran nuestra humana condición es algo positivo, más allá de las calamidades que hayan existido.
Dudar metódicamente, además de haber sido una metodología implementada con gran resonancia tiempo atrás por un señor llamado Descartes, es actualmente tenida por aquellos biempensantes (o mejor decir "biendudantes") como una forma de vivir la vida políticamente correcta. Lo perciben como una vacuna contra el fanatismo o la soberbia y un sinónimo de inteligencia. Sin embargo, vale recordar que dudar no es sinónimo de pensar, y creer no significa la abolición del pensamiento que suma nuevas perspectivas.
Nos hace bien suspender el titubeo como valor en sí mismo, la hesitación como forma de vida, la tibieza del "solo sé que no sé nada" para cambiarlo, al menos un rato, por un "solo sé que sé algo", que con ese "algo" alcanza para lo que acá queremos manifestar.
Uno de los problemas de la certeza es que se la acusa de cuestiones que no le pertenecen. Para el caso, lo insufrible y hasta peligroso del autoritario, del necio, del fanático, del impulsivo, no es su certeza sobre algo, sino su egocentrismo. Nada existe más allá de su creencia, ese es su defecto. Esa manía de querer imponer la propia certeza a los demás no es culpa, insistimos, de la certeza, sino de la manía totalitaria que no escarmienta tras tanto dolor infligido.
En lo concreto de la vida diaria, los hijos suelen sufrir las dudas metódicas de sus padres, quienes creen no ser padres autoritarios porque dudan y dudan, generándoles angustias importantes. También los enamorados sufren las dudas de aquellos a quienes han ofrecido sus afanes. Por ejemplo, un miembro de la pareja duda y duda, y nunca, pero nunca, muestra certeza alguna. Que sí, que no. el susodicho nunca quema las naves por nada porque no quiere que ninguna posibilidad se le cierre (en esos casos, suele pasar que el dubitativo se quede sin el pan y sin la torta). Es verdad que ser atolondrado no es sinónimo de tener certeza, pero tampoco la pavada: la tibieza en el amor termina siendo estéril, y así los corazones a la larga se marchitan.
Tenga certezas tranquilo, señor lector, que no pasa nada malo por tenerlas. Si luego la certeza no fuera tan cierta, pues. corrija, no sea necio. Y si, por otra parte, esa certeza merece sumar enseñanzas, perspectivas, dimensiones, pues, use las certezas de los demás para enriquecer la suya, que, con actitud generosa, hay lugar para todos, y no hace falta pasteurizarnos en esa duda existencial, que nos paraliza hasta el hartazgo.

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