martes, 30 de noviembre de 2021

DEUDORES ETERNOS


¿De qué deuda hablamos?
Gala Díaz Langou y Sergio Kaufman
¿Sabías que de los 45 millones de personas que hoy vivimos en la Argentina, 27 millones nacieron después de diciembre del 83? Cuando comenzamos a pensar en la cercanía de los 40 años de democracia ininterrumpida no pudimos pasar por alto ese dato, porque cada generación tiene con ella una relación diferente. Quienes nacieron después de 1983 no experimentaron un régimen no democrático y lo que saben es por terceros. En cambio, quienes vivieron dictaduras pueden dar testimonio de todo lo vivido y de lo superado para poder elegir a sus gobernantes.
Que haya generaciones enteras que no sepan lo que significa no poder votar es un logro en sí mismo, pero no es suficiente. En estas casi cuatro décadas del retorno de la democracia, todavía tenemos deudas, principalmente en materia de equidad y crecimiento: el producto bruto per cápita sigue siendo el mismo que desde aquel entonces y la pobreza nunca fue inferior al 25%. Quienes experimentan en mayor medida estas deudas son las generaciones más jóvenes. Por ejemplo, hoy, contemplando los impactos de la pandemia, 51% de quienes nacieron en democracia viven en situación de pobreza, frente al 30% de quienes nacieron antes de 1983.
¿Por qué, a pesar de los múltiples intentos, no hemos logrado saldar estas deudas? Hay tres razones que lo explican: la primera es la anomia. En la Argentina tenemos normas que reflejan muchas buenas intenciones y que podrían ayudarnos a crecer con equidad, pero, en la práctica, pocas se implementan, algunas no son viables y otras no se cumplen. La segunda razón es la baja cooperación. Ponemos primero los intereses sectoriales por sobre las miradas de conjunto. El último factor que nos perjudica es la volatilidad de nuestras políticas públicas. Los cambios de rumbo son tan frecuentes que no logramos establecer acuerdos de largo plazo que garanticen un marco previsible para el desarrollo del país.
Parece un diagnóstico abrumador, pero la realidad es que las soluciones pueden estar más cerca de lo que creemos. Más: que hayamos garantizado una democracia perdurable es una clara demostración de que podemos generar acuerdos que se implementen y perduren en el tiempo, donde los intereses colectivos primen por sobre los sectoriales. El consenso puede ser la llave. Nos debemos un nuevo acuerdo, de la magnitud de nuestro compromiso con el sistema democrático, para garantizar el bienestar de las futuras generaciones. Por eso desde Cippec queremos construir junto a ustedes Democracia 40: una propuesta de diálogo participativo, multiactoral, federal e intergeneracional para desplegar los acuerdos para el desarrollo con equidad y crecimiento de nuestra democracia de los próximos 40 años.
Para eso proponemos cinco ejes temáticos, complementarios entre sí, en torno a los cuales son necesarias discusiones plurales, alianzas y acciones concretas para traccionar el camino del desarrollo argentino.
El primero es alcanzar la justicia educativa. En la Argentina ser estudiantes puede significar cosas muy diferentes. Sin ir más lejos, una mitad termina el tramo educativo obligatorio y la otra mitad no. Las diferencias según el nivel de ingreso de las familias de origen y la zona de residencia son enormes, y esto se ve, por ejemplo, en qué y cuánto aprenden. Incluso entre quienes terminan la escuela secundaria, solo el 27% lo hace a la edad esperada. Solo el 41% de los que llegan al último año de secundaria alcanzan el nivel básico de matemática. ¿Cómo hacemos para que todos los chicos y todas las chicas terminen la secundaria y egresen con los saberes necesarios para definir autónomamente sus trayectos de vida ciudadana? ¿Cómo logramos que esos saberes dialoguen con las demandas de un mercado de trabajo en permanente transformación?
El segundo, reducir la pobreza. Hace más de 30 años que no logramos perforar el piso de la tasa de pobreza: nunca fue menor al 25%. Actualmente, luego de la pandemia, más de 4 de cada 10 personas viven en hogares con ingresos inferiores al costo de una canasta básica de bienes y servicios. La proporción aumenta a casi 6 de cada 10 entre niños, niñas y adolescentes ¿Cómo podemos generar las oportunidades para que los 19 millones de personas que hoy viven en pobreza puedan tener vidas dignas y trabajos que garanticen ingresos suficientes? ¿Cómo lo hacemos, además, en un contexto de envejecimiento poblacional?
El tercero, potenciar nuestra matriz productiva. En los últimos 40 años, el PBI per cápita de la Argentina creció un 10%, frente al 29% del conjunto de países que componen la región de América Latina y el Caribe. Las oportunidades de crecimiento económico dependen de que podamos generar divisas a partir de las exportaciones y también crear empleos de calidad. ¿Podemos volver a crecer de manera sostenida? ¿Cómo hacemos para generar puestos de trabajo y, al mismo tiempo, potenciar nuestra competitividad? Y también, ¿cómo podemos asegurarnos que esa matriz genere exportaciones y asegure el ingreso de divisas?
El cuarto, lograr una transición verde justa. El planeta se sigue calentando y, aunque la Argentina no contribuye mucho a la crisis climática, sin dudas experimentamos sus consecuencias. Las estrategias para combatirla pueden representar una oportunidad para nuestro entramado productivo y nuestro desarrollo. ¿Qué tenemos que hacer para mitigar sus impactos? ¿Cómo hacemos para disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero y proteger la biodiversidad de nuestro territorio? ¿Cómo garantizamos la adaptación frente a las consecuencias que no podemos evitar? ¿Qué implicancias tienen estas discusiones para la resiliencia y la equidad urbana? Estas preguntas están hoy muy vigentes gracias especialmente al activismo joven, pero lo estarán todavía más en el futuro.
Por último, pero no por eso menos importante, más, es muy importante: garantizar la estabilidad macroeconómica. En estas cuatro décadas, la macroeconomía argentina tuvo un comportamiento volátil con frecuentes episodios recesivos. Estos coincidieron, frecuentemente, con desequilibrios comerciales: las divisas son una fuente de estabilidad macroeconómica y su insuficiencia genera problemas de orden fiscal. ¿Cómo hacemos para garantizar la estabilidad macroeconómica? ¿Es posible generar los acuerdos intertemporales e intersectoriales que son necesarios para esa garantía? ¿Cómo aseguramos que el camino hacia la estabilidad macroeconómica no perjudique aún más a los sectores más vulnerables?
Tenemos muchas preguntas, pero también una certeza: es necesario trabajar en conjunto. Hace ya casi 40 años demostramos que, como sociedad, podemos generar acuerdos que pongan primero los intereses colectivos. Hoy tenemos un desafío por delante: honrar nuestras deudas. No se trata solamente de las que tenemos con nuestros acreedores, sino las que también hemos contraído con nuestra ciudadanía, especialmente con las generaciones más jóvenes. Con Democracia 40, desde Cippec buscamos abrir, ampliar y profundizar las discusiones para impulsar el desarrollo con equidad y crecimiento. Para eso es fundamental el rol activo y el compromiso de todos los sectores (la política, el empresariado, los sindicatos, los movimientos sociales, los medios de comunicación, la academia, y la sociedad en general, entre otros). Lo que logremos construir de cara a 2023 y los años inmediatamente posteriores puede definir los próximos 40 años de nuestra democracia. No dejemos pasar esta oportunidad.


Díaz Langou es directora ejecutiva de Cippec y Kaufman, presidente

Gala Díaz Langou y Sergio Kaufman

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LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ


La astilla más dolorosa del palo peronista

Jorge Fernández Díaz

Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento. El momento en que el hombre sabe para siempre quién es”, recitó ante la prensa. Desde esa tarde última Carlos Pagni no deja de punzarlo con su ironía: “¡Un peronista que lee a Borges!”. Miguel Ángel Pichetto eligió esa frase borgeana para explicar por qué aceptaba acompañar a Mauricio Macri en la campaña de 2019. No se trata de un simple aforismo, sino del párrafo crucial de un cuento estremecedor: Borges imagina allí la vida, las peripecias y la oscura prehistoria de Tadeo Isidoro Cruz, añadiéndole así un tramo inesperado al gran poema de José Hernández. El final de aquel relato resulta significativo: Cruz conduce la partida que da caza a un prófugo del ejército; este sale de su guarida y hace frente con su facón a varios soldados. Y en la oscuridad de esa emboscada, a Cruz lo acomete de pronto una rara epifanía: se reconoce en aquel lobo bravío (siente “que el otro era él”), arroja a la tierra su quepis, anuncia en un grito que no va a consentir que se mate “a un valiente” y se pone a pelear contra su propia tropa, “junto al desertor Martín Fierro”. Ese desenlace, que Borges reescribe con deslumbrante economía, sirve acaso como alegoría de un militante que ofició toda su vida como “peronista profesional” y que desde el Partido Justicialista y, específicamente, desde el Congreso de la Nación brindó buenos servicios de gobernabilidad a Menem, a Duhalde y a los Kirchner. Con parecida voluntad institucional había convalidado muchas de las iniciativas de Cambiemos, pero aun así nadie podía prever que Pichetto abandonaría un día su confortable vereda y que con todo para perder –en el marco de una crisis severa y en medio de los pronósticos electorales más funestos para aquella gestión–, aceptaría como Cruz el impulso de cambiar de frente. A pesar de las cuantiosas críticas que le despertaba aquel gobierno republicano, y que en la actualidad mantiene sin arrepentimiento alguno, el hombre sentía a la vez una nueva e íntima afinidad con él, algo que le explica detalladamente al articulista Carlos Reymundo Roberts en un libro inminente cuyo título lo dice todo: Capitalismo o pobrismo (esa es la cuestión). Se trata de un texto inquietante que caerá como una bomba sobre el techo agrietado de este corpus peronista en estado deliberativo.


A la hora de la verdad, muchos justicialistas se dejan arrastrar por un verticalismo cobarde que nos lleva a todos, incluso a ellos mismos, al fracaso
Algo extraordinario ocurre en sus 250 páginas: jamás este dirigente histórico del Movimiento Nacional –hoy uno de los objetores más duros de la cultura kirchnerista– exhibe la fe de los conversos. Muy por lo contrario, el lector antikirchnerista sentirá escozor al leer la defensa que porfía ante ciertos actos cuestionables del matrimonio Kirchner y la relativización que hace de determinadas causas judiciales; también la cruda reivindicación de la realpolitik: “Las propias ideas no son valores secundarios, pero cuando uno está dentro de un gobierno funcionan las razones de Estado y el encolumnamiento –dirá–. Tuve que subordinar también, en muchos planos, mi propia aspiración política”. Ese mismo sentido de la disciplina, de la responsabilidad y del estoicismo lo han convertido en el principal escudero de Macri en el llano, a quien le pone el pecho mientras muchos de sus “herederos” miran para otro lado o evitan refutar las más flagrantes calumnias que le lanzan. Su negativa al oportunismo en sus diversos pasados y también en el puro presente, y su propensión a no dejarse intimidar por lo políticamente correcto –se atreve a declarar que su estadista modélico es el demonizado Julio A. Roca–, le otorgan una extraña autoridad moral. Desde allí interpela como nadie a su antiguo partido, a la Iglesia de Bergoglio y al progresismo argento. Este es el verdadero núcleo ideológico de Pichetto: los acusa a todos ellos de haber boicoteado una y otra vez la chance de un capitalismo inteligente, y de alentar ahora un pobrismo nefasto.
Considerándose más un liberal que un conservador –votó el matrimonio igualitario, la interrupción voluntaria del embarazo, las leyes de género y la reproducción asistida–, denuncia que las posturas de una izquierda vetusta se han apropiado del peronismo, acusa a la progresía que ganó la batalla cultural de enamorarse del “aparato asistencialista” y de tener una posición “ONGeísta según la cual la política es una actividad de corazones solidarios”, y cita a Sabina –”no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”– para develar por qué han quedado anclados en los prejuicios de los años 70. También carga contra el justicialismo troncal, cristalizado en “las miradas corporativas del mundo de los 50″: estas le parecen “agotadas porque son modelos que ya no generan empleo; al contrario, lo expulsan”. Pone como ejemplo la doble indemnización, que ahuyenta el trabajo, y articula la necesidad de salvar a las pymes modificando el régimen laboral. No le teme al dogma: rescata al Perón que entendía las metamorfosis históricas y no se quedaba congelado en sus propios apotegmas. “El peronismo sintetizó el esfuerzo del empresario conciliándolo con el mundo del trabajo –les recuerda a sus excompañeros–. Nunca fue colectivista y nunca ha hecho un ejercicio de centralidad en el pobre. Al contrario, su objetivo era sacar al pobre de la pobreza y ponerlo a trabajar en la producción. Perón dijo: cada uno tiene que lograr ser productor de lo que consume. Jamás negó el capitalismo, ni al empresariado”. Sí admite que sus administraciones tuvieron siempre una caudalosa distribución de recursos entre los humildes, pero “también el gobierno de Macri tiene en su haber un fuerte apoyo a los pobres. Es mentira que gobernaba para los ricos”. Dicho en términos marxistas, Pichetto considera que hoy la contradicción principal es capitalismo o pobrismo, y que en ese debate se juega el destino de un país que no deja de autodestruirse.
Por ese camino acusa a ciertos clérigos de ejercer una mala influencia sobre el Movimiento: han ayudado a consolidar la idea de que “una Argentina más justa es más uniforme pero más pobre”. Que ser pobre da un certificado de superioridad moral, y que los emprendedores privados son “neoliberales” moleculares sin redención. El pobrismo les permite a los dirigentes entender que cuantos más menesterosos e indigentes haya mejor para la política, porque estos dependen del Estado y se vuelven votantes cautivos. A continuación, arremete contra otros dos pecados peronistas: la vocación por jugar solos, descalificar al resto y perpetuarse a cualquier costa, y sus arranques de nacionalismo emocional. Postula que el justicialismo debe operar con firmeza dentro del sistema democrático, reconocer a quienes no lo votan y respetar las alternancias, la división de poderes y la libertad de prensa, y abandonar para siempre la “cosmovisión malvinera. Cuando la gente empieza a gritar ‘Argentina, Argentina’ hay que tener cuidado porque el gobierno suele cometer gruesos errores”.
El desarrollo de su pensamiento ilumina cabalmente la cuestión esencial de aquel giro, pero también le demuestra al justicialismo su propio déficit: para ser coherentes, los “peronistas republicanos” deben migrar hacia la oposición y abandonar una fuerza donde quedan decenas de miles de dirigentes y militantes que modulan clandestinamente las mismas convicciones, pero que a la hora de la verdad se dejan arrastrar por un verticalismo cobarde y por una estrategia regresista que nos lleva a todos, incluso a ellos mismos, al fracaso y al infortunio.

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MÁS HOMENAJES AL MÁS GRANDE.....GUILLERMO ROUX


Murió el maestro Guillermo Roux y el arte argentino pierde a uno de sus más grandes pintores
Tenía 92 años y hacía unos días había sido internado por una repentina enfermedad que lo sumergió esta madrugada en su último viaje, rodeado de afectos, de sus cuadernos y sus lápices

María Paula Zacharías
El excepcional artista plástico Guillermo Roux murió esta madrugada a los 92 años

Guillermo Roux fue el acuarelista más grande del arte argentino, un maestro indiscutible, que con su muerte, esta madrugada, deja un legado de pinturas y murales eternos tan indelebles como su recuerdo en quienes lo quisieron. Hacedor incansable, no dejó de dibujar hasta el último día en que pudo sostener un lápiz. El último año lo pasó entusiasmado con una serie que prometió mostrar en 2022 en el Museo Nacional de Bellas Artes, carbonillas y collages con motivos de balsas de náufragos que hablaban de la vida, la salvación, las migraciones, las luchas, las tragedias, el raro mundo en que vivimos y ese otro mar hacia donde surcaremos cuando ya no estemos más acá.
Roux en su taller, 2009
Frente a la página en blanco siempre sentía lo mismo. “Estoy en el paraíso. Quisiera vivir ahí. ¡Vivir ahí!”, decía. Por eso, cuando hace una semana empezó a sentirse mal y se internó para estudios y controles, lo primero que pidió fueron sus cuadernos y lápices. El arte era su vida, desde el primero hasta el último minuto. Algunas semanas antes había entrado en un ritmo frenético de trabajo y había aumentado su preocupación por el cuidado de su compañera de los últimos cincuenta y cuatro años, Franca Beer. Cuando supo que el cansancio que tenía se debía a una enfermedad avanzada, una leucemia aguda que despertó de golpe, se entregó a su último viaje con sabiduría, sin dolor, rodeado del afecto de los suyos. Anoche, se sumergió en el mundo de sus ensoñaciones y fantasías, donde seguirá para siempre disfrutando del juego de imaginar. Son muchos los que pueden dar testimonio de su generosidad infinita y que podrán despedirlo el lunes, a las 11.30, en un responso en el Jardín de Paz. Su única ambición era tiempo y espacio para crear.
Roux y Franca en la foto titulada a mano "Las medias rojas", 1995; detrás, el mural "La Ronda".
El camino de Guillermo Roux en el arte empezó quizá antes de saber caminar: creció viendo a su padre, Raúl Roux, dibujante de oficio, historietista de profesión. Nació en Buenos Aires, el 17 de septiembre de 1929. De chico espiaba a su padre doblado sobre el tablero toda la noche, y a su madre al lado cebándole mates. Fue ella quien le enseñó a “correr la gotita de agua en la acuarela”, cuando él empezó a empuñar los pinceles en su casa de Flores. Decidió abandonar sus estudios secundarios para ingresar a la escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano, donde fue alumno de Lorenzo Gigli y Corinto Trezzini.
A los quince logró su cometido: vivir entre dibujantes, cuando entró como ayudante en la editorial Dante Quinterno. Ya entonces se destacaba como un colorista excepcional, a quien Quinterno confiaba las portadas de la revista Patoruzito. Fue en aquella redacción donde se descubrió pintor, cuando ante una tormenta no pudo más que traducirla en manchas. “El problema del color es cuál es el que te habla de lo que yo te quiero hablar. No lo podés decir con palabras; lo dice el color”, recuerda en el libro Guillermo Roux en sus propias palabras.

El pintor en "La Cuarta Corbata", film de Martín Serra sobre los largos años de trabajo que le llevó a Guillermo Roux pintar el mural de la torre BankBoston, "Homenaje a Buenos Aires"
A los 24 años tuvo su primera exposición en la galería Peuser. En 1956 dejó todo, amores, familia y su vida en la editorial, y viajó a Roma, buscando algo más: el arte. Ahí pasaría los siguientes cuatros años en la bottega de Umberto Nonni, como ayudante en obras de decoración y restauración. Además de aprender y practicar técnicas medievales y renacentistas, este período inaugura una etapa de investigación en bibliotecas y museos, donde se empapó de la historia de pintura. Leer, estudiar, investigar y ver arte fueron una constante en su vida, siempre ávido por estímulos para su mente inquieta, profunda y trascendente. Amaba la filosofía, la historia de las religiones, la historia. Era generoso con los poetas, a quienes ilustró decenas de libros. El último acaba de salir de imprenta: Y seremos como dioses, de Alina Diaconú. Desprendido, siempre retrataba a quienes lo rodeaban, enseñaba todo lo que podía, compartía, regalaba... dibujaba siempre para los demás.
Un muy joven Roux, en el estudio de Jujuy
En 1960 volvió al país y se radicó en Jujuy con su primera esposa, Lina Guccerelli. Allí, nació Alejandra, su única hija, que heredó de su padre y de su abuelo la vocación por el arte. Trabajaba como maestro en escuelas primarias y seguía siempre con pasión buscando encontrarse en su obra pictórica. Primero en Ledesma y después en Villa Cuyaya, en las afueras de San Salvador de Jujuy, pintó animales y paisajes, inspirado por Cézanne.
De Jujuy, voló casi sin escalas a Nueva York, donde vivió un año ganándose la vida con la ilustración, mientras realizaba paisajes y desnudos en tinta. En 1967 tuvo el encuentro que marcaría su carrera: se enamoró de una mujer, Franca Beer, que creó las condiciones para que su arte floreciera y llevó su obra por el mundo. Recién entonces pudo dedicarse al arte a tiempo completo. Al día de hoy, con más de 90 años, ella sigue siendo la férrea defensora de su grandeza, una implacable marchand que nunca aceptó menos de lo que su obra vale y merece.

Acuarela "El abrazo", 1995
En los 70, psicoanálisis mediante, comenzó una serie de tintas y collages, recortando las figuras que alguna vez su padre habría dibujado. Seguirá con las acuarelas, las tintas, las naturalezas muertas adulteradas por la fantasía. Escribía Ernesto Schoo en 1974: “El rigor de su técnica impecable no se permite el menor exceso; y el pavor casi mágico que suscitan sus creaciones –tal es la perfección evocadora de las apariencias materiales– es detenido también, en el límite de lo soportable, por la armonía absoluta de la composición y el colorido”. Rafael Squirru le dedicó un ensayo: “Porteño hasta la médula, está su obra signada por esa característica nostálgica, por la ambigüedad y la disponibilidad propia de nuestra versátil condición anímica”, escribió.
Un mundo de reconocimientos
Londres, Múnich, París, Roma, Sicilia y Nueva York... Las capitales del mundo se abrieron para que su trabajo llegara a las galerías y museos más prestigiosos: Marlborough Fine Arts en Londres, Buchholz en Múnich, The Phillips Collection en Washington, Galerie Denise Cade en Nueva York, y Galerie Jeanne Bucher París. El reconocimiento, los premios, las distinciones y los homenajes nunca le faltaron. Fue celebrado como uno de los mayores maestros del arte argentino. En 1975 ganó el primer Premio Internacional de Pintura en la XIII Bienal de San Pablo, Brasil. También mereció el Premio Palanza otorgado por la Academia Nacional de Bellas Artes en 1979 y el Konex de Platino. En 1982 expuso seis acuarelas en el Pabellón Internacional de la 40º Bienal de Venecia.

Roux en Roma, 1956
La obra Lector a orillas del Paraná, fechada en 1986, ingresó al Museo Castagnino luego de que recibiera el Premio Rosario otorgado por la Academia Nacional de Bellas Artes y la Fundación Museo Castagnino. Roux se trasladó a París en 1987, donde el Centro Pompidou le financió taller y vivienda. En 1998, realizó una exposición retrospectiva en el Museo Nacional de Bellas Artes. También tuvo retrospectivas en museos como The Phillips Collection, Washington, en 1998; Museo Nacional de Arte Decorativo, en 1998; Museo Staatliche Kunsthalle, Berlín, 1990, y Centro Cultural Recoleta, en 1999.
Roux firma el mural Homenaje a Buenos Aires, 2005
Desde 1976, con Juego interrumpido, acuarela de 1976, ingresa en la colección del Museo Nacional de Bellas Artes. La describe Nelly Perazzo en su libro 100 obras maestras de 100 pintores argentinos: “En el mundo de Roux –fluido pero jamás simple– todos los malentendidos son posibles, lo monstruoso parece natural, seres humanos, ropa, cortinados y sillones tienen valor equivalente en una polifonía invadida por un clima de sensualidad profunda y total”. En 2020, el artista donó al museo mayor El paño amarillo (1958), una de las dos únicas obras que trajo de su etapa en Roma. “La pintura es algo que uno quiere decir. Una necesidad de expresión de algo que a uno lo conmovió y quiere compartir. Me parece maravilloso que esté en el MNBA porque significa que la pintura es de todos, y no quedó encerrada en un circuito pequeño. Es lo que siempre he soñado. Algo mío se salvó”, dijo entonces.
Decía Roux: “Quiero la libertad de la vejez para poder encontrar dentro de mí la sabiduría del niño”
Ajeno a modas y tendencias, siguió en el arte su búsqueda imperiosa, personal y profunda. Nunca pudo unirse a grupos o escuelas. " Igual que cuando tenía 7 años, lo único que puedo hacer es lo que hago”, confió una vez. En los ‘70, Jorge Romero Brest elogió su actitud anacrónica, porque en ese tiempo toda la pintura lo era: “Prueba de su autenticidad –no solo de su honestidad, que no es lo mismo– son los esfuerzos realizados para llegar a su espléndida madurez”. Alberto Giúdici señalaba en 1998 “su solitario quehacer”: “Encontrar un lugar y llegar a ser uno de los mayores artistas argentinos vivientes fue también un largo batallar hasta alcanzar y ejercer el derecho de ser auténticamente él y poder entregarse así a sus semejantes”.
Su amor por la música, que siempre sonaba en su estudio, encontró su expresión en muchas pinturas y también cuando el Teatro Colón le encargó la escenografía de la ópera Il Turco in Italia, de Rossini. Varias figuras se quedaron con él, como centinelas de su labor, en el estudio del primer piso de su casa de Martínez, donde últimamente había mudado su cama: pintaba a cualquier hora.

A los 75 años, Roux y Alonso entusiasmados con renovadas propuestas plásticas
Entre otros honores, era miembro de la Academia Nacional de Bellas Artes desde 1990 y Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires desde 2007. Hay toda una biblioteca de libros y catálogos dedicados a su obra, como los dos de la editorial Rizzoli de Nueva York. Pero lo que a Roux más lo enorgullecía era la labor llevada a cabo en su escuela, que fundó en 1997. Pasaron por ahí centenares de artistas en los que dejó cariño y enseñanzas. También fue Presidente Honorario de la Escuela-Museo Urquiza, a donde Quinquela Martín donó una pintura muy temprana que le compró: el retrato de Josefina, su primer amor. En la estación San José de Flores de la Línea A del subte se ven varias obras suyas, como La orquesta de Blum y El Ángel de Flores.
El artista Guillermo Roux y su hija Alejandra Roux
Entre sus murales, se destacan Mujer y máscara, 1994, para Galerías Pacífico, y La ronda, 1993, instalado en 2006 en el Hotel Park Hyatt Palacio Duhau, con más de diez personajes (siempre están entre ellos el artista y su mujer). En 2001 ganó el concurso del Bank Boston, para pintar el mural Homenaje a Buenos Aires, de 5.42 x 12.50 m., destinado al lobby de la torre de César Pelli, en Della Paolera 265, inaugurado en 2005 tras cuatro años de trabajo. También, La Constitución guía al pueblo (2011) en el Palacio Legislativo de Santa Fe, elegido por unanimidad por los legisladores provinciales.
Estas dos últimas obras monumentales fueron epopeyas. La primera comenzó en plena crisis. La segunda lo encontró ya mayor, pero no se achicó: acondicionó un nuevo estudio y se subió a una autoelevadora para llegar a las alturas de sus 3,45 x 6,51 metros. Después le costó recuperarse del esfuerzo, tuvo que aprender de nuevo a caminar, nadaba todos los días y se reencontró con el dibujo de la niñez, mientras pintaba carbonillas en el silencio de la noche. “Yo era un nene que estaba flotando en una pileta y que estaba aprendiendo a vivir”, dijo. Reunió esos trabajos en la muestra Nocturnos del Museo Nacional de Arte Decorativo en el verano de 2014.
“Quiero la libertad de la vejez para poder encontrar dentro de mí la sabiduría del niño”, decía. Instalado en la mesa del comedor, pintaba flores y juguetes. En silla de ruedas, arremetió en 2016 con un mural festivo y desafiante: pinto a una diosa en el fondo de la pileta de su casa, en Martínez (el director Martín Serra registró varias de sus hazañas en películas como El coral que trajimos de Brasil y El día que adornemos un río). Antes, emprendió con Carlos Alonso una serie de dibujos a cuatro manos, que resultaron en una muestra itinerante. Su última exposición, curada por Cecilia Medina, fue en paralelo en la Casa Central de la Cultura Popular Villa 21-24 y en el Museo Nacional de Bellas Artes, Diario gráfico en 2018, con 177 y 290 dibujos realizados con birome en sus cuadernos personales, entre agosto de 2015 y diciembre de 2017. Después de la muestra siguió hasta el último de sus días dibujando y escribiendo en sus cuadernos. Siempre dio conferencias y escribió ensayos sobre arte, conocedor como pocos de la historia del arte universal. Últimamente se dedicaba a los cuentos y relatos autobiográficos.
Vivió un vida aferrada al arte, como a una balsa de salvación en momentos buenos o malos, como esas que pintaba en sus últimos días con la maestría de siempre. “Una obra de arte destinada a perdurar obliga a detenerse y a repensar lo que somos –escribió Tomás Eloy Martínez en un texto de 1996 también imperecedero–. La obra de Guillermo Roux va todavía más lejos: nadie que haya visto uno cualquiera de sus cuadros sale de la experiencia siendo el mismo”. Sus coleccionistas apasionados, sus alumnos devotos, su enorme cantidad de amigos, su familia, cuidadores y sus admiradores lo extrañaremos sin consuelo. Quedan sus trabajos deslumbrantes, el testimonio de su pasión indeclinable por el arte y su hermoso recuerdo.

La autora de esta nota mantuvo cuatro años de charlas y amistad con el maestro para escribir la biografía
 "Guillermo Roux en sus propias palabras" (Paidós)

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