miércoles, 30 de septiembre de 2020

SANTIAGO BULAT Y LA TEORÍA DE LOS JUEGOS


Teoría de los juegos: el resultado de lo que hacemos, atado a las estrategias ajenas




POR Santiago Bulat


1 Teoría de los juegos. En esencia, los individuos no podemos sobrevivir sin interactuar con otros humanos e, irónicamente, a veces sobrevivimos a pesar de esas interacciones. La producción y el intercambio entre personas, compañías y países requieren cooperación entre individuos, pero las mismas interacciones pueden llevarnos a graves consecuencias. La teoría de los juegos es el área que estudia las decisiones en las que, para que una persona tenga éxito con su elección, debe tener en cuenta las decisiones tomadas por el resto de los individuos. No basta con determinar qué voy a hacer de manera individual, sino que debo tomar mi decisión sobre la base de cómo considero que actuarán los demás.

2 Origen. La teoría de juegos recibió su primera formulación general por parte de los matemáticos y economistas John Von Neuman y Oskar Morgenstern en 1944, a raíz de su aplicación a la estrategia militar, en particular sobre la base del concepto de “Destrucción mutua garantizada” o “1+1=0”, que partía de la premisa de que ningún país tendría incentivos a utilizar armas nucleares, puesto que si uno lo hacía, el otro respondería igual y eso terminaría con gran parte del planeta. La noción de equilibrio en la teoría de los juegos terminó de tomar forma con los aportes de John Nash, un matemático de origen estadounidense que introdujo un concepto de solución de equilibrio, en la que todos los jugadores ejecutaron sus decisiones sobre la base de una estrategia que maximiza sus ganancias dadas las estrategias de los otros, de forma que carecen de incentivos para hacer cambios individuales de estrategia. Este análisis le valió el Premio Nobel de economía en 1994.

3 Un clásico. El dilema del prisionero es posiblemente uno de los más famosos ejemplos para explicar cómo se forman los incentivos para tomar decisiones. Supongamos que dos personas son acusadas de haber cometido un delito que les valdría 2 años de cárcel, y están siendo interrogadas en cuartos diferentes. Si uno delata y el otro no, el delator se irá libre por haber colaborado, mientras que al otro le tocarán 10 años de prisión asumiendo el cargo por el delito. En caso de que se delaten mutuamente, les asignarán 5 años en la cárcel a ambos. Confesar el delito será siempre la mejor opción para tomar de forma individual, dado que al no saber qué acción tomará su compañero y tampoco poder comunicarse, la sola idea de quedar encerrado 5 años es estrictamente mejor que quedar encerrado 10 años. Este escenario llevará a que la decisión individual de ambos sea confesar el crimen y así obtendrán 5 años de cárcel los dos. En caso de haber tenido la posibilidad de cooperar y no haber confesado nada uno del otro, ambos habrían tenido que asumir solo los 2 años de cárcel iniciales, lo cual resulta mucho mejor que la decisión individual.

4 Tipos.
En toda la teoría de decisión hay juegos de diferentes características. Están los cooperativos, en los que las ganancias de las decisiones son mayores cuando los individuos llevan adelante estrategias coordinadas. En el lado opuesto están los de competición o “de suma cero”, en los que la remuneración de un individuo dependerá de que el otro pierda. Gran parte de la teoría de juegos se refiere a juegos finitos y discretos, que tienen un número finito de jugadores, movimientos, eventos y resultados. Sin embargo, muchos conceptos pueden extenderse. Los juegos continuos permiten elegir una estrategia a partir de un conjunto de estrategias continuas, que permiten que el árbol de decisión sea cada vez más extenso.

5 Emprender. Este concepto es clave en las decisiones estratégicas para las empresas y emprendimientos. De la teoría de juegos se desprende que los resultados en los negocios no dependen solo de nuestros actos, sino también de como reaccionen o interactúan los restos de jugadores.

 

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ




¿Girará el Gobierno antes de chocar contra la pared?
Jorge Fernández Díaz
Participo de una tertulia política y literaria que suele acontecer todos los jueves de la eternidad en un café virtual donde al final se escuchan poemas, cartas y canciones, y donde el filósofo Santiago Kovadloff intenta oponer sus pulidos argumentos a una ola de camelos e insensateces, sarasas oficiales y agravios semánticos. La otra noche improvisó una explicación acerca de cuál le parecía que era, a esta altura y sin máscaras, el verdadero modelo kirchnerista, que insólitamente presume de utópica democracia nórdica, pero que se conduce como un triste feudo patagónico: vamos hacia Suecia, pero doblamos en un misterioso camino secundario y acabamos en Santa Cruz. “El proyecto –arrancó el filósofo– consiste en crear una sociedad sin ciudadanos; con sujetos dependientes de un Estado empeñado en la tarea de abastecer necesidades básicas para que los individuos duren sin desarrollarse, y en la convicción de que la gente nació para obedecer y no ser libre”. Y recordó el viejo acierto de Octavio Paz, al calificar esos atrasados regímenes Estadocéntricos como “ogros filantrópicos”. Que finalmente no practican una efectiva filantropía, pero que se devoran como Cronos a sus hijos. La descripción es teórica y no incluye el problema más acuciante: ese Estado, aquí y ahora, se quedó sin caja, y por lo tanto sin capacidad operativa. Pero conecta de todos modos con la flamante categorización ideológica de Felipe González, que bautizó esa idea como “neopobrismo”. Un sistema de moda que intenta aclimatarnos en la cultura de la pobreza, encontrarle desde el paternalismo caudillista y religioso una virtud, y cargar por lo tanto contra los valores de la insumisa clase media, que persiste en ejercer la libertad, progresar en el estudio y en el trabajo, y gozar del dinero producido con honradez, al que el ideólogo de este gobierno regresista (Jorge Bergoglio) denomina el “estiércol del diablo”. El papa Francisco es, en realidad, el padre espiritual del neopobrismo denunciado por el expresidente español. Y para que no quede la menor duda de ello, Su Santidad utilizó el domingo su pía cuenta de Twitter con la intención de apoyar la permanente diatriba de Alberto Fernández contra el mérito y nos revoleó por la cabeza un fragmento del Evangelio: “Quien razona con la lógica humana, la de los méritos adquiridos con su propia habilidad, pasa de ser el primero a ser el último”. Los argentinos, siempre con ideas tan modernas y a quienes nos ha ido tan bien administrando la cosa pública, estamos obsesionados en enseñarle al mundo cómo se progresa. Si nos dan un poco de tiempo y alguna oportunidad, estoy seguro de que podremos destruirlo, como hicimos con nuestra antigua nación durante los últimos noventa años. Por nuestros frutos nos conoceréis (Mateo 7:15-20).
Ese modelo requiere, a su vez, una política autoritaria: apoderarse de todos los resortes del poder, colonizar las instituciones y anular las alternancias y los equilibrios. Y en sociedades cosmopolitas como la nuestra, se trata de un proceso a medias solapado, para que el soberano no entre en rebelión y vaya digiriendo el bocado poco a poco, como la rana en la olla de agua caliente. El proyecto, sin embargo, no implica necesariamente el suicidio económico ni el aislamiento internacional. Antes de comprar la psicosis bolivariana, Néstor Kirchner fue capaz de hacer buena letra con Europa y Estados Unidos; confraternizar con Bush, palmearle la rodilla y tranquilizarlo con la “razonabilidad” peronista. La debilidad económica no daba para aventuras ni guapeadas. Pero de sus espectaculares ritos funerarios emergió una Cristina diferente –lideresa única, doliente y despiadada, desdeñosa del pragmatismo y bruscamente ideológica–, cuyos consejeros personales pasaron a ser Hugo Chávez Frías y Fidel Castro, y cuyo proceso de automitificación la llevó progresivamente a convertirse en un emblema antioccidental. Este mito intocado, que la arquitecta egipcia cuida más que su propia salud, pasó de ser un castillo majestuoso a ser una prisión hermética. Tal vez la gran pregunta del momento sea la siguiente: ¿será ella capaz de abandonar esa cárcel mitológica antes de estrellarse “contra la pared” (Costantini dixit)? Los diagnósticos errados suelen alimentarse de prejuicios y de la necesidad de ajustar forzosamente la realidad a la creencia, y no al revés. Objetivamente, la pandemia es un monstruoso cisne negro que modificó todo el escenario y que exigiría un consecuente cambio estratégico. La primera impresión que la Pasionaria del Calafate tuvo acerca de esta inesperada mutación que le presentaba la humanidad giró en torno a las oportunidades que habilitaban el encierro y el estado de excepción, justamente para dar un golpe de mano y acelerar su “revolución institucional”. Seis meses más tarde la catástrofe económica y social se ha hecho tan grande y la caída libre tan pronunciada, que exigiría una revisión completa y realista de toda la instalación. Su gobierno es inverosímil. Y salvarse de una inminente hecatombe implicaría modificarse a sí misma: ¿es factible esto a esta altura de los años, el dogma, los odios y la impostura? Todo está cifrado en un asunto ínfimo: cerrar la fábrica de enemistades y abrir la generadora de amigos, algo que vulnera el único recurso psicológico que aprendió en su más tierna juventud. Las llaves que abren o cierran las grandes puertas del destino son pequeñas, pero difíciles de encajar en la cerradura. Y aun cuando están adentro, girarlas y abrir puede llevar un esfuerzo sobrehumano: no hay peor carcelero que tu propia superstición íntima. Para ese hipotético switch, sería necesario poner al menos en pausa la reforma de la Justicia, puesto que esa operación de fondo es inaceptable para la oposición y para gran parte de la sociedad civil. Y con los opositores habría que firmar un acuerdo en la tormenta, que diera previsibilidad y transmitiera al mismo tiempo la idea de que existe plena seguridad jurídica en la patria. Con ese activo, sería posible construir una relación más o menos seria con el presidente norteamericano, a la sazón principal accionista del FMI, y también una reconciliación práctica con el brasileño, nuestro gran socio comercial.
 A ambos se les podría palmear la rodilla, como alguna vez hizo el hombre que dicen que no murió. Sin abandonar eventuales acuerdos con China y Rusia, la Cancillería podría avisar que a través del Mercosur se reafirmarán los acuerdos de libre comercio con la Unión Europea. Como no nos sobra nada, nos asociamos con todos; eso y no otra cosa se hace cuando uno está en la indigencia y ha optado por la tremenda responsabilidad de sobrevivir. Acto seguido, se podría nombrar un ministro senior que manejara toda la macroeconomía, y que actuara sin esoterismos ni cuchillos bajo el poncho. Alguien que se fuera ganando la confianza de la escaldada opinión pública y explicara paso a paso el doloroso camino de salida.
Este razonamiento obvio en un país lunático me parece imposible fuera de la tertulia literaria, dada precisamente la personalidad cristalizada de Cristina, que por paradoja de la pandemia quizá solo podría retener el poder haciendo lo contrario de lo que postula. Porque es probable que ni su mito intocado se salve esta vez de los escombros. ¿Y podrá el peronismo emanciparse de ella e imponer esta alternativa lógica y elemental? ¿O como los hijos de Cronos los peronistas se resignarán a ser devorados por su diosa? Ni Kovadloff tiene la respuesta.
Su Santidad utilizó el domingo su pía cuenta de Twitter con la intención de apoyar la permanente diatriba de Alberto Fernández contra el mérito

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MITOS Y LEYENDAS


Otras historias del Teatro Colón: de los duendes de Soldi al deshielo de un mito




Constanza Bertolini
En paralelo con los valores que en más de cien años labraron su fama, el primer coliseo guarda un amplio anecdotario, con relatos más y menos verosímiles
Tal vez no llame demasiado la atención porque la "magia" de los teatros habilita a hablar con naturalidad de "seres extraordinarios", intérpretes con "ángel", "monstruos" de la danza, "leyendas" vivientes de la ópera, pero el Colón tiene en su historia ya más que centenaria una propia mitología que corre a la vera de su prestigio y trayectoria artística. Relatos orales, versiones fantásticas y supersticiones de todo tipo hablan tanto del fantasma de una bailarina que alguien dijo haber visto en los espejos de los camarines a la mala suerte que se le ha adjudicado -como siempre injustamente- a la cabeza de Beethoven ubicada en el hall de entrada de la calle Libertad. Los viejos palcos de viudas, "escondidos" a los lados de la sala, más allá de su función principal también fueron susceptibles de rumores sobre amoríos clandestinos y las prácticas curiosas de algunos personajes -como la artista rusa que viajaba con su madre y le pedía que barriera el escenario antes de salir a escena, el cantante que nunca vestía de amarillo o aquella habitué del gran abono que asistía con trajes al tono de la ópera que iba a ver- alimentaron un anecdotario rico que pocas veces colorea los relatos oficiales y muchas otras compone un simpático collage de viñetas alternativas.
Sin embargo, algunas de esas anécdotas que pueden catalogarse como "mitos y leyendas" se cruzan con la Historia con mayúsculas o logran legitimarse o desmentirse en la voz de grandes personajes que les dan crédito. Qué diríamos si no de los "duendes del teatro" a los que -sin titubear- se refieren diferentes autores en publicaciones de lo más diversas. Se lee, por ejemplo, en Vida y gloria del Teatro Colón, de Manuel Mujica Lainez y Aldo Sessa, el testimonio de Raúl Soldi, todavía conmocionado por su pintura de la cúpula de la sala, realizada en los 60. "Cada vez que iba al Colón miraba con insistencia ese enorme hueco de un incierto color sepia y nunca se me hubiese ocurrido que un día lo llenaría de figuras. Al poner manos en el proyecto, pensé fijar en el techo todo lo que acontece y aconteció en el escenario. De este modo surgió la idea de esa ronda en espiral invadida por cincuenta y una figuras, incluyendo los 'duendes del teatro', que logré rescatar escondidos en cada rincón del mismo". ¿Serían espíritus como Puck, de Sueño de una noche de verano? Hay quienes creen que el personaje shakespeareano atrae a los duendes del lugar.
La cúpula es una caja de sorpresas. Mucho antes que Soldi estuvo allí la obra del francés Marcel Jambon, cuyas telas se lucieron desde la inauguración del gran coliseo y fueron retiradas deterioradas

Por otras razones también la cúpula es una caja de sorpresas. Mucho antes que Soldi estuvo allí la obra del francés Marcel Jambon, cuyas telas se lucieron desde la inauguración del gran coliseo en 1908 y fueron retiradas, deterioradas por la humedad, entre 1948 y 1954. Muy difundida -tanto que algún que otro guía del Teatro Colón todavía cita la "leyenda de las barras de hielo"-, la versión de este insólito procedimiento para refrigerar la sala durante el calor de febrero está desmentida en la investigación de la museóloga Graciela Weisinger, realizada con el apoyo de la UMSA, y publicada en el libro La pintura ornamental en el Teatro Colón de la Ciudad de Buenos Aires. Historia, técnicas y patologías, de 2007. 



No quedan dudas sobre los bailes de Carnaval, como los de 1936 y 1937, para los cuales se retiraban las butacas de la platea: llevaban el nombre de Grandes Fiestas de la Fantasía y se describían en notas periodísticas, como las casi 3000 que la especialista consultó para su estudio, en muchos casos en las páginas de este diario.
"No, no se refrigeraba con barras de hielo -confirma Weisinger ahora. Lo que pasó es que el techo era originalmente de planchas de plomo y hacia los años 30 empezó a sufrir rajaduras y filtraciones de agua, registradas en cantidad de artículos. Pedacitos de yeso y pintura caían en la sala. Posteriormente, en época sin funciones, se retiró la tela y se le dio esa mano de pintura color terracota que estuvo tanto tiempo", resume. Es decir, lo que asocia al mito helado con los bailes de Carnaval es el verano. "Si vas a ver la estructura de la cúpula, encontrarás que no existe dónde pudieran entrar las famosas barras de hielo".
Recuerdos en color. La imagen, fotografía histórica intervenida por el artista Marcelo Brodsky para su libro El alma de un gigante (publicado por el Teatro Colón, en 2019), evoca la tradición de aquellos carnavales que en los años 30 copaban la sala principal y transformaban la platea despoblada 


En plan Sherlock Holmes, la búsqueda de fragmentos de aquel lienzo de Jambon con la alegoría de Apolo llevó a la investigadora hasta particulares que habían conseguido, como precioso souvenir, algunos retazos después de que se ordenara el descarte de las telas del plafond original, que por varias décadas durmieron dobladas en los subsuelos. "Analicé y mandé a estudiar al exterior esos fragmentos, sus pigmentos nos hablaban del tipo de pintura que era, de sus colores originales", sigue Weisinger. El libro consolida toda esta documentación y en su capítulo de "Conclusiones" esclarece que en "la rica historia del Teatro Colón volcada en una profusa bibliografía, se encuentran numerosas leyendas, que se originaron para justificar la falta de conocimiento de ciertos hechos y se transmitieron por tradición oral". De paso, descarta otro mito: "El artista Jambon realizó varias pinturas murales decorativas en obras del arquitecto Garnier. Esto y el hecho de que dicho artista fuera decorador de la Ópera de París pudieron dar lugar a la aseveración tan difundida, de que los plafonds de los teatros de París y de Buenos Aires hubieran sido pintados por la misma persona". Diferencias y similitudes se descubrieron entre las obras de Marc Chagall y Raúl Soldi.
Detrás del telón, otra función
"Cuando Soldi pintó la cúpula yo estaba ahí", dice Antonio Gallelli, que en esa época era tramoyista y ahora es coordinador general del área escenotécnica. "¿Viste que en la cúpula hay un músico que tiene una mandolina? Yo tengo una lámina igual, con uno de esos personajes, firmado por él".
El Tano Gallelli, como lo conocen todos, era un jovencito calabrés bastante parecido en cierto modo a Salvador, el protagonista de El gran teatro, la novela de Manucho Mujica Lainez que transcurre durante una presentación de Parsifal. 



Cuando visitó por primera vez el teatro tenía 13 años y empezó a trabajar en 1960, a los 19. "Vi muchas cosas". Si se le pide que cuente anécdotas, podría hacerlo sin parar. De Pavarotti, de Julio Bocca. ¿Cómo es el mito de los cristos? "El primer Cristo de Antonio Pujía es de comienzos de los 70, cuando todavía no había tergopol, y aún está en el tercer subsuelo. Yo era segundo jefe del área de la sección Maquinarias cuando se lo iba a tirar y lo recuperé, y lo colgué ahí. Pero hay otro Cristo de ocho metros, que hizo Hugo de Ana para una ópera. Ese es como una protección, está en la 'capilla', como le decimos, detrás del escenario". Ya había contado Gallelli en El alma de un gigante, el libro del fotógrafo Marcelo Brodsky que el Colón publicó el año pasado, que nadie quiere desarmar los cristos en la cruz que forman parte de una escenografía. "Al terminar la puesta, estas representaciones de la crucifixión pasan a los depósitos y se transforman en pequeños altares".
A propósito de lo que ocurre a telones cerrados, un memorioso balletómano revela que una vez, Olga Ferri, primerísima figura de la época dorada del Ballet Estable y gran maestra de bailarines, recogió del backstage, entre la escenografía, una pieza de descarte, pequeña y toda blanca, una forma como de túnica con pliegues, que tenía dos manchitas negras que parecían ojos. 
Se lo llevó a su camarín y le prometió, parafraseando el dicho del Fantasma de la Ópera a Christine: "Siempre voy a bailar para vos, hasta el último día". Dicen que nunca le faltó.