sábado, 30 de junio de 2018

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ.....GRACIAS JORGE BOTTO


La mujer abrió la ventana, cargó en brazos a su hija de siete años y la arrojó al vacío. Atrás, ella también se tiró de cabeza, cayó varios pisos y quedó destrozada en el patio interior del departamento de la planta baja.
Los vecinos llamaron a urgencias y Jorge Botto, el curtido chofer de ambulancias, recibió la orden de dejar todo y salir al instante.
Llegó en menos de dos minutos a la camioneta especialmente equipada y en compañía de una médica aguerrida, y salió arando las calles, atravesando como una exhalación ruidosa las avenidas para llegar, cuanto antes, a las coordenadas fatales: Cabildo y Lacroze.
Ya sabían lo que había ocurrido. Los choferes de la emergencia están acostumbrados a todo, pero la tragedia de un niño los desarma, les desgarra la tela de amianto que usan en el alma para que las desgracias no los atraviesen ni los calcinen.
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Botto llevaba el aliento contenido cuando penetró en el edificio y recibió la mala noticia: los dueños del departamento se habían ido de vacaciones, el portero no tenía las llaves y los vecinos veían desde las ventanas interiores los dos cuerpos descoyuntados en el patio inaccesible.
Salió corriendo y pidió desde su radio Motorola la intervención de los bomberos. Lo hizo con vehemencia. Esos minutos que mediaron entre el llamado y la llegada de la autobomba fueron desesperantes.
Finalmente, un bombero trajo un hacha y tiró abajo la puerta a fuerza de golpes. Botto cruzó el departamento vacío y salió al patio. Se dio cuenta de inmediato de que la madre estaba muerta, pero la médica revisó unos instantes a la niña y le dijo lo insospechable: respiraba.
Fue entonces cuando el chofer cargó cuidadosamente a la niña, caminó con ella varios metros con celeridad y a la vez con delicadeza extrema y la metió en la ambulancia. La médica se acomodó a su lado, él cerró las puertas de atrás, se puso frente al volante y se paró en el acelerador.
Reconoce que tenía un fierro en la boca del estómago y que anduvo en zigzag, atronando con la sirena, buscando los huecos y atajos entre el tránsito, en una carrera demencial, en una dramática lucha contra la ciudad para llegar a tiempo.
En la guardia constataron que la nena tenía fracturas múltiples, y un grupo de cirujanos y enfermeros del trauma se abocaron a ella con decisión. Botto, como cualquier chofer de emergencias, se separa inmediatamente de la víctima y se ocupa de otros asuntos.
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Da una vuelta de página para no involucrarse y para que el desenlace no le duela. Pero en este caso Botto anhelaba que se salvara, y por más que quería sacarse a la niña de la cabeza no podía.
Estuvo en vilo un tiempo, preguntando a cada rato: “¿Zafó, zafó?”. Hasta que, finalmente, le confirmaron que había zafado. Respiró aliviado por primera vez y recién entonces se dispuso a olvidarla.
Como se ve, no pudo hacerlo, porque me está contando estos tristes acontecimientos muchos años después, no bien le pregunto por sus experiencias más intensas. Y eso que tiene muchas. Jorge es un veterano retirado de las calles.
Ronda ahora los 67 años y hace ya un tiempo que no anda recogiendo accidentados, heridos, moribundos o directamente cadáveres de las aceras de Buenos Aires.
Aunque ésa fue su tarea central durante décadas. Me cuenta que dejó su lugar a los más jóvenes, pero que sigue manejando una Kangoo para el director médico del SAME: lo acompaña a todos lados.
***
Entró en esta peligrosa profesión en 1982, cuando desde la Dirección de Paseos pidió el pase al Cipec. Envidiaba siempre a los bomberos y a los médicos: le gustaba el rescate de personas.
Terminó en el Servicio de Atención Médica de Ambulancia. Allí trabajó primero en dos unidades que tenían, en la jerga, nombres más bien truculentos: Piojera y Morguera.
Eso quiere decir que Jorge conducía una ambulancia que trabajaba levantando indigentes de las veredas y de la sombra de los puentes. Su misión era sencilla: rastrear la ciudad, ir metiendo en la ambulancia a los mendigos y llevarlos a los hospitales municipales.
Allí, a los menesterosos los higienizaban, los despiojaban, los atendían y los curaban. Eran, por lo general, alcohólicos con heridas agusanadas y piojos. Gente que se resistía incluso a ser beneficiada por el sistema médico. Botto tenía que persuadirlos y, a veces, subirlos de prepo.
Más tarde pasó a revistar en La Morguera. Allí lo enviaban a buscar restos mutilados o cadáveres enteros a hospitales y morgues y llevarlos a los cementerios para que fueran cremados.
Se trataba, invariablemente, de personas desconocidas, NN que nadie reclamaba. Botto se tomaba ese trabajo, digno de Boris Karloff, con humor negro, salvo cuando tenía también que ir a buscar ataúdes pequeños a maternidades públicas, y se le arrugaba el corazón.
Después, por suerte y pericia, pasó a ambulancias de traslado, y se fue capacitando en primeros auxilios, respiración, utilización de las paletas del cardiofibrilador, colocación de férulas y collares, entablillamiento en la vía pública y otras maniobras operativas.
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Las ambulancias no incluían, en aquellos tiempos, enfermeros para asistir al médico. Los enfermeros eran directamente los choferes. De manera que Botto hizo de todo a lo largo de sus interminables años de servicio.
“Ser chofer de ambulancia es una vocación -jura-. Y a mí me pasó algo que corre contra la lógica. Al principio me iba haciendo duro para sobrevivir, me formaba una coraza, pero con el tiempo me fui desprendiendo de ella y me fui sensibilizando.”
Recuerda desde esta sensibilidad el día en que los llamaron porque se estaba incendiando un colegio de niños discapacitados en Saavedra. Llegaron muy rápido, pero igualmente ya era tarde para todo.
Los chicos estaban carbonizados. Entraron en ese infierno y salieron trastornados y afligidos. Se sentaron afuera y, contra el mandato de la frialdad profesional, la médica que acompañaba a Botto lo tomó de la mano: los dos se pusieron a llorar sin consuelo.
Cada vez que volvía a casa Jorge miraba a sus dos hijas y recordaba a los niños muertos o agonizantes de ese día, a los bebes fallecidos en la cuna, a los chicos perdidos de este mundo cruel, y sentía escalofríos.
Evoca con una mínima sonrisa un extraño caso en el que el destino se apiadó de ellos. Fue cuando le ordenaron trasladar desde el hospital Pirovano hasta el Gutiérrez a un niño de 9 años que había perdido el conocimiento.
El chico estaba como dormido desde hacía dos días y en Terapia no podían despertarlo. La preocupación iba en aumento, y decidieron darle otro tratamiento en un hospital especializado. Botto cargó al niño y salió de madrugada.
Puso la sirena y, a pesar del ruido, un peatón que venía distraído y trasnochado cruzó la avenida Forest de un modo suicida, y el chofer de la ambulancia tuvo que hacer un giro para no atropellarlo. El movimiento fue demasiado brusco y, en el habitáculo trasero, el niño dormido cayó de la camilla.
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Cayó de la camilla y en ese momento despertó. Diez días después, el padre fue al hospital y empezó a buscar a Jorge Botto por todas partes para darle las gracias, como si el chofer hubiera producido intencionalmente una suerte de milagro.
Todavía recuerda el 31 de agosto de 1999, cuando a las nueve de la noche le avisaron que lo necesitaban en la zona del Aeroparque. Salió a toda velocidad, con la sirena puesta y con información errónea. Le decían que se había precipitado al río un pequeño aeroplano.
Cuando llegó a la Costanera descubrió que era un Boeing 737 de LAPA. A las 20.54 el avión había iniciado la carrera para despegar, se había salido de la pista, roto las vallas, cruzado la avenida y chocado con unas máquinas viales y un terraplén.
Ese día murieron sesenta y cinco hombres y mujeres, pero tuvieron heridas graves y leves más de treinta personas. Jorge vio allí gente quemada, herida, mutilada y muerta.
También, pasajeros doloridos o alucinados. Estuvo toda esa noche maldita yendo y viniendo, cargando primero a personas con quemaduras y, al final, las bolsas llenas para las morgues.
***
Los conductores de ambulancia no se salvan, por supuesto, de las balaceras. Botto me cuenta que un domingo los mandaron a Núñez. Llegaron rápido y sobre la calle Lidoro Quinteros todavía se estaban disparando.
Cinco tipos habían querido entrar por la fuerza en la casa de Eduardo Menem y los custodios habían respondido a los tiros. Un sargento murió y un cabo salió herido de esa noche.
“Los choferes estuvimos siempre expuestos a esas eventualidades -me dice-. Un compañero fue a hacer un auxilio en Alvarez Thomas y salió un hombre armado y le tiró con una escopeta. Se salvó por un pelo, pero, imaginate, quedó golpeado emocionalmente.”
Botto está retirado desde hace unos años de esos peligros, pero se preocupa por los choferes actuales del SAME. Viajan ahora con un enfermero a bordo, pero la calle se volvió mucho más riesgosa que nunca.
Antes Botto entraba despreocupadamente en las villas; hoy, ingresar en ellas sin custodia de un patrullero equivale a convertirse en un blanco móvil.
Los choferes actuales son víctimas de asaltos, les roban en medio de la confusión de la emergencia los elementos médicos y les recriminan a los gritos y a veces a golpes de puño que lleguen tarde en una ciudad con un sistema de salud colapsado.
Asevera el viejo trajinador de las noches y las urgencias que “los muchachos no son héroes, pero cuando por primera vez se sientan al volante de una ambulancia cambian y se vuelven distintos.
Esto es una vocación profunda. Todos rinden por encima de lo que les piden. Y no laburan ni por la plata ni por el placer, sino por la vocación de servicio. Hacen mil auxilios diarios”.
Y en ocasiones llegan temprano donde no pasa nada, porque aunque parezca increíble hay una legión de bromistas pesados que marcan el 107 y juran que dos colectivos chocaron en determinada esquina o que hay un herido grave en un barrio lejano.
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La radiooperadora no tiene forma de chequear si se trata de un chiste o de una tragedia de proporciones, entonces las ambulancias salen y salen sin saber con certeza qué les espera en la jungla.
“Hace dos meses, un paciente que traían en una ambulancia se brotó, le pegó una trompada al chofer y otra al enfermero, abrió la puerta y empujó a un médico del Argerich -dice Botto, para graficar-. El médico cayó del coche andando, y hubo que reducir al paciente. Y, después, llamar a otra ambulancia para socorrer al médico, que había quedado maltrecho.”
El hombre que no podía ver morir a los niños tiene ahora un nieto pequeño, que es capaz de convencerlo de cualquier cosa. Jorge fue operado hace un tiempo de la columna y entonces pasa más tiempo con su familia, después de tantos años de ausencia por causa noble.

RELATÓ JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
De vez en cuando recuerda los gritos de un padre pidiéndole que salve a su hijo, o el dolor de un paciente que lo observa con mirada nublada. En ocasiones se despierta de una pesadilla y se sienta en la cama con la falsa pero vívida sensación de que lo han llamado para un auxilio y que debe salir corriendo.
Pero siente un amor tan grande por aquella vieja y salvaje vocación que parece echarla de menos. Parece, por un momento, como si Jorge Botto anhelara ponerse detrás de un volante, prender la sirena y llegar puntualmente a un lugar de Buenos Aires.
Tal vez lo que extrañe no sea conducir una ambulancia y rescatar a alguien, sino simplemente volver a ser joven. O todo lo contrario: quizá salvar vidas sea una droga dura imposible de abandonar. Ni siquiera en el otoño de los hombres.

TECNOLOGÍA....ASPIRADORAS AUTÓNOMAS


Las aspiradoras autónomas de iRobot, una compañía fundada en 1990 por expertos en robótica del Massachusetts Institute of Technology, fueron lanzadas en 2002. Su nombre, pegadizo y a la vez un levemente delirante juego de palabras, se hizo rápidamente popular. Las llamaron Roomba y se convirtieron en algo así como el estándar del mercado. Hubo un precedente, llamado Trilobite, de Electrolux, hoy discontinuado, y en la actualidad la lista de robots domésticos enumera modelos de algo más de 15 marcas.
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Por supuesto, una cosa es ver en YouTube los numerosos y a veces hilarantes videos de Roombas haciendo su trabajo (con o sin gatos sentados arriba; más sobre esto enseguida) y otra muy diferente incorporar un robot a la familia. Eso fue lo que ocurrió en estos días, cuando llegó la primera aspiradora autónoma a casa. Es cierto, pasó mucho tiempo desde 2002, y dada mi debilidad por la tecnología, me habría gustado tener una Roomba mucho antes. Pero esa demora tiene una explicación.
El caserón en el que habité hasta 2015 no era apto para una aspiradora autónoma. O, para decirlo con más precisión, sus numerosos cuartos separados por gruesos y sólidos umbrales de madera habrían reducido la autonomía del equipo a una sola habitación por vez; y esa no es la idea. Demasiado costosa para una tarea tan limitada.
Ahora, en la nueva casa, encontramos un problema que ameritaba incorporar automatización. Resulta que el living, el recibidor y la cocina están integrados. En una zona semi rural y con el inveterado hábito de los mininos de perder pelo, no había forma de mantener en condiciones ese gran espacio ni un día completo. Entra en escenaRumbi, como la apodamos, un modelo básico pero eficiente de la serie 800 (un 877, para ser precisos).
Como sabrán los entendidos, el 877 carece de Wi-Fi y app móvil. La decisión fue adrede. Hice lo mismo con los aires acondicionados y otros equipos hogareños. Prefiero que no tengan conexión con Internet. ¿Por qué? Porque controlar una aspiradora de forma remota puede resultar útil alguna vez, pero al mismo tiempo podría abrir las puertas del hogar a los piratas informáticos. Así que, hasta que estas tecnologías no demuestren una solidez a toda prueba, prefiero dejarlas afuera. El asunto es lo bastante grave que el debate llegó hasta el Senado estadounidense (lo que es, como mínimo, rarísimo).
En todo caso, apretar un botón en el control remoto de un aire acondicionado o en la Roomba no representa demasiado esfuerzo.
Estado de shock
Rumbi fue especialmente sencilla de desempacar y aprestar. Demasiado, en comparación con el fuerte impacto que tendría sobre mí, un rato después, cuando la pusimos en marcha. En ese instante caí en la cuenta de que, finalmente, un robot había llegado a mi hogar. Lo primero que me vino a la mente fueron escenas de mi niñez: mamá pasando la lustraspiradora, una de esas que tenían más o menos el tamaño de una Roomba, con luces adelante (no sensores de proximidad, suciedad o de caídas) y un largo mango detrás del cual colgaba la bolsa para los residuos. Sólo que ahora no había ni mango, ni bolsa, ni persona.
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Ahí estaba el robot, incontrastable, empezando a reconocer el territorio con la persistencia tenaz de las máquinas, y este salto cuántico había ocurrido en sólo unas pocas décadas. Es raro. Aunque vengo escribiendo sobre estas tecnologías desde 1986, y a pesar de que nada de lo que ofrece una Roomba (o cualquier otra por el estilo) me resulta desconocido ni es una novedad extravagante, fue como sentir en carne propia lo extraño, a veces ajeno, de la época en la que vivimos.
Mis gatos, en cambio, opinaron que era alguna otra de esas cosas ruidosas propias de los humanos y primero se subieron a lugares altos para observar los movimientos erráticos del robot (no son erráticos, solo lo parecen) y a los pocos días llegaron a la conclusión de que era inofensiva y se limitaron a correrse de su paso cuando se les venía encima. Eso de subirse sobre el robot y dar vueltas de acá para allá no pareció resultarles atractivo. Y el manual de instrucciones lo desaconseja enfáticamente.
Eppur si muove
Pasado el impacto inicial, me puse a observar el comportamiento de mi primer robot. En apariencia, y solo en apariencia, Rumbi estaba bajo los efectos de alguna droga alucinógena, a juzgar por su peregrinaje azaroso y vacilante. Pero no. Estaba siguiendo su algoritmo de limpieza al tiempo que se orientaba entre sillas, muebles y gatos. Con el paso del tiempo estaba claro que, a su modo, metódicamente, pero a la vez mediante un comportamiento extraño para la mente humana, la máquina lograba su propósito. Esto es, cubrir toda la superficie posible de la manera más eficiente y haciendo hincapié allí donde detectaba más suciedad.
La dejamos trabajar, y, con las luces apagadas y en lo que dura una película, Rumbi había logrado dejar ese área impecable y había regresado a su dock, por las suyas, para recargarse. El silencio en el living, con el robot en reposo y recobrando energías, la verdad, fue un poco sobrecogedor. Solíamos leer escenas así en la literatura de ciencia ficción. Y ahora estaba ocurriendo. Miren que he visto cosas, pero esa escena fue a la vez tan cotidiana, tan intimista y tan disruptiva que se ha convertido en un hito.
Pros, contras y algunos bugs
Es cierto que elegí, luego de una larga pesquisa, uno de los modelos con mejor crítica de iRobot, pero el hecho es que hizo su trabajo admirablemente. Con todo, siempre hay algunas cosas por observar. La más preocupante es que, luego de varios usos, los contactos de carga se ensuciaron (lógico) y la Roomba empezó a desconocer al dock de carga. En sus intentos por atracar, por momentos torpes y empecinados, terminó moviéndolo hasta una posición que hizo fracasar toda la maniobra. Luego de limpiar los contactos, el problema se solucionó. (También es posible que el dock propiamente dicho se haya colgado, pero todo apunta a que los contactos sucios son los principales sospechosos. A propósito, pueden limpiarse con una simple goma de borrar, preferentemente para tinta.)
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En rigor, estos dispositivos requieren bastante mantenimiento. El compartimiento para la suciedad debe descargarse después de cada trabajo, por ejemplo; y hay que limpiar los filtros una vez por semana (dos, en mi caso, porque tengo mascotas). O sea que hay todavía mucho paño para cortar en cuanto a la autonomía.
Otra cosa. Rumbi es particularmente hábil en salir de encerronas, pero con un banquito que tenemos en un rincón se encontró con un problema que su inteligencia sintética no pudo resolver. Al intentar salir de abajo del banco, lo desplazaba (el robot choca suavemente contra los muebles, para asegurarse de limpiar todo alrededor), de modo que las coordenadas precedentes dejaban de tener efecto, y volvía a impactar contra la pata opuesta, que aparecía en un lugar inesperado, y otra vez desplazaba el banco unos centímetros. Al final nunca le cerraban los números, porque el mueblecito estaba cambiando de posición levemente a derecha e izquierda todo el tiempo. Después de un tiempo prudencial, la liberé de su encierro. Afortunadamente, no me dio las gracias.
Fuera de estos detalles, hay un hecho que no deja de impresionarme. A veces, en casa, un robot anda dando vueltas por el living.

A. T.

LA OPINIÓN DE WALTER SOSA ESCUDERO

Sin tomar los recaudos necesarios, el caudal del información al que es posible acceder es tan solo una enorme muestra de pedazos de un laberinto borgeano; limitaciones al potencial del universo de datos
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Walter Sosa Escudero 
"Hacer una muestra aleatoria en la época de big data es como usar un caballo en la era del automóvil" dicen Viktor Mayer-Schonberger y Kennet Cukier en su sobreentusiasta libro sobre el tema, titulado Big data: una revolución que transformará como vivimos trabajamos y pensamos. Los sectores más optimistas en relación a la revolución de datos abrazan la idea de que estamos cerca de tener "todos los datos", lo que los lleva a opinar que las muestras, los experimentos y otras estrategias de la ciencia tradicional son cosas del pasado, y a hablar de que ahora "N=todos"; la letra "N" es frecuentemente usada en estadística para referir al tamaño de la muestra.
Es tal el entusiasmo de los nuevos científicos de datos, que muchas veces pasan por alto la verdadera razón por la que analistas de las ciencias naturales y sociales tuvieron que recurrir a estrategias como el diseño de experimentos o encuestas sistemáticas, para proveerse de información. Y oculta en esa razón se esconde la idea de que, por más información que genere big data, no hay forma de que lleguemos a tener todos los datos, lo cual enciende una luz de cautela sobre esta efervescencia moderna con el análisis de datos inescrupuloso.
Vayamos a un ejemplo. Si para evaluar la efectividad de hacer dieta comparásemos el peso de Alberto -que sigue puntillosamente un régimen para adelgazar- con el de Manuel -flaco por naturaleza y que en su vida se preocupó por su alimentación-, muy posiblemente nos dé que Alberto es más obeso que Manuel, por lo que algún despistado querrá concluir que las dietas no funcionan, ¿o no es cierto que los que hacen dieta son más gordos? Tampoco serviría comparar a Alberto antes y después de hacer dieta: posiblemente el régimen haga bajar de peso a Alberto, pero quizás el descenso se deba tanto a la dieta como al plan de crossfit que siguió a la par de las indicaciones de su nutricionista.
En cualquiera de estas dos circunstancias (Alberto y Manuel, Alberto antes y después de la dieta), estamos comparando peras con manzanas. En el primer caso, las razones por las que Alberto inicia una dieta son las mismas por las cuales Manuel no lo hace: uno estaba excedido de peso y el otro, no. Entonces, la comparación entre Alberto y Manuel refleja tanto el hecho de que uno hace dieta y el otro no, como que Alberto pesa más que Manuel más allá de la dieta. En el segundo caso (antes y después) se nos mezclaron los efectos de la dieta con los de otros esfuerzos que hizo Alberto para bajar de peso.
La evaluación de efectos causales parece estar atada a la posibilidad de comparar "manzanas con manzanas" y "peras con peras": Alberto haciendo dieta con Alberto no habiendo hecho dieta, o Alberto antes y después de hacer dieta pero sin haber hecho ninguna otra cosa que interfiriese con su peso. "Ser o no ser" dice el famoso soliloquio de Hamlet, sugiriendo que las comparaciones de "manzanas con manzanas" son virtualmente imposibles, ya que parecen requerir que existan Alberto haciendo dieta y también Alberto no haciendo dieta, ser y no ser.
En El Jardín de Senderos que se Bifurcan, Jorge Luis Borges plantea un laberinto en donde conviven "una infinita trama de tiempos que se bifurcan, se cortan o secularmente se ignoran" y que "abarca todas las posibilidades". En el laberinto borgeano es muy fácil evaluar la efectividad de hacer dieta: se trata de buscar "al Alberto que hizo dieta" y compararlo con "el Alberto que no hizo dieta", manzanas con manzanas. Pero, como adelantásemos, la realidad es mucho más difícil ya que solo una de las circunstancias es observable; es uno o el otro, pero jamás los dos.
El diseño de experimentos es uno de los grandes logros de la ciencia moderna. Su esencia consiste en aislar el canal a través del cual una cosa afecta a la otra. En este sentido, un agrónomo asigna fertilizante a una parcela y no a la otra, pero garantizando que ambas tengan la misma cantidad de luz o agua, de modo que, luego del experimento, las diferencias en el crecimiento de las plantas se deban fundamentalmente al fertilizante. El experimento es un intento de reconstruir el laberinto borgeano: si está bien diseñado, es como si una parcela fuese exactamente la otra salvo por el fertilizante, resultando en una comparación de "peras con peras". La implementación de experimentos bien diseñados ha permitido avanzar a pasos agigantados a las ciencias tradicionales como la medicina o la biología, y, con el rezago esperable, también a las ciencias sociales, incluyendo a la economía.
Sin los cuidados necesarios, big data es tan solo una enorme muestra de pedazos del laberinto borgeano, de Albertos, Manueles, Martas, Titos y tal vez miles de millones de personas que hicieron dieta o no, pero nunca, jamás, de la misma persona que hizo y no hizo dieta.
No existe forma de que big data revele los senderos no transitados. Por su naturaleza "observacional" (basada en la observación de comportamientos) solo muestra resultados de acciones y no de sus correspondientes acciones "contrafácticas". Los terabytes de datos de usuarios de una autopista tal vez captados por sensores y en forma virtual pueden decir muchísimo de ellos, pero casi nada de los que deciden no usarla.
Y a los efectos de la política pública, la información de ambos grupos es crucial. Esta limitación de datos explica por qué es tan difícil evaluar políticas sociales como la Asignacion Universal por Hijo (AUH): como no fue asignada al azar, la comparación entre quienes la recibieron y quienes no, es de peras con manzanas, lo que requiere sofisticados métodos estadísticos para arribar a una evaluación confiable.
El objetivo central de un experimento es crear información contrafáctica y no observarla, porque, como ya dijimos, es inobservable. Entonces, desde el punto de vista de la determinación de causas y efectos, no existe forma de que big data pueda aportar "todos los datos", porque solo observa acciones y no contrafácticos.
Esto no elimina el potencial de big data, sino que lo relativiza. Es el trabajo inteligente del analista el que deberá usar el potencial de los muchos datos para explorar cuestiones causales. Muy posiblemente big data ayude considerablemente al diseño de experimentos, a la construcción de contrafácticos, o a la detección de datos que, sin bien de origen observacional, se comporten como si hubiesen sido generados por un experimento y sirvan para entender canales causales. Sí, es raro usar caballos en épocas de automóviles. Pero aprender relaciones causales mirando datos es como pretender inferir las leyes de la mecánica viendo pasar autos, por muchos que sean.
Profesor de la UdeSa e investigador principal del Conice

LA LEGISLATURA INFORMA


"LOS ALEMANES EN LA ARGENTINA 500 AÑOS DE HISTORIA
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Este libro constituye un amplio compendio que se inicia desde la conquista del Río de la Plata y la crónica de Ulrico Schmidl, y trata sobre los jesuitas germanos y algunos naturalistas del siglo XVIII. Se dedica luego a los intentos y resultados de colonización, los aportes al desarrollo económico de la Argentina y la importante contribución alemana en la formación de las universidades nacionales. Continúa, finalmente, detallando la inmigración del siglo XX hasta los años de la segunda posguerra, para culminar con un esbozo que llega casi hasta nuestros días. El concepto de lo alemán incluye en el libro a suizos, austríacos y alemanes étnicos de otra procedencia inmediata. En la obra se citan escenas pintorescas de las épocas descriptas, acercando al lector la materia histórica. La traductora y editora de esta edición, Regula Rohland de Langbehn, ha remozado las ilustraciones y agregado elementos de información histórica, así como datos bibliográficos, para el lector no familiarizado con la cultura alemana.

viernes, 29 de junio de 2018

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ


Desde Francia, Jorge Fernández Díaz comenzó una bitácora de viaje llamada París no se acaba nunca: Diario radial de un argentino en Europa. A continuación, la primera entrega.
París
Estamos en la Cité International de las Artes. Es una asociación que promueve la investigación y la creación artística en todas sus disciplinas. Tiene un edificio gigantesco de pasillos oscuros y ateliers luminosos, a orillas del Sena y en el barrio de Le Marais, que es una especie de Palermo Soho a la enésima potencia. El complejo está lleno de pianistas, violinistas, pintores, escultores, escritores e intelectuales variados.
Cada mañana escuchamos que una de nuestras vecinas toca música clásica en el piano. Desde nuestro balcón, Dios nos perdone, se ven el río, la increíble catedral de Notre Dame y, recortada contra el horizonte, la Torre Eiffel.
En la galería que da a la calle, se estacionan cada noche inmigrantes polacos, búlgaros y rumanos; maridos arrojados de sus casas y mendigos inofensivos, que por la mañana levantaron vuelo sin dejar rastros.
Una de las imágenes más impactantes de esta ciudad la proporcionan justamente esas gentes sin techo. Una vez, girando en una callecita, vimos a uno de ellos dormido junto a una pila de libros.
Otra vez, a la sombra de Notre Dame, detectamos que un homeless dormía junto a un libro abierto por la mitad. Finalmente, en el boulevard Saint Michel un gordo en situación de calle leía una novela gorda mientras esperaba la limosna.
No se entiende cómo no se ha escrito todavía esta noticia mundial: los mendigos de París leen novelas. Tal vez porque no se trata de quemados del paco, ni de hijos y nietos de la miseria institucionalizada por generaciones y generaciones, sino de personas que fueron a la escuela y por alguna razón, en algún momento de sus vidas, se quebraron, sin perder ni por un segundo su afición por la lectura.
El ministro de Educación de Macron, un experto en el tema, acaba de ratificar que aún en un mundo de pantallas y tecnología, lo único que prepara a los niños para el porvenir es acostumbrarse a leer libros.
A uno lo deja alelado detenerse en una plaza cualquiera y ver, en un mediodía de media semana, que de cincuenta personas, 35 están leyendo cuentos, novelas y ensayos. Lectores de todas las edades, pero principalmente jóvenes treintañeros.
Se descalzan en los céspedes inmaculados y leen un rato antes de proseguir con la tarea diaria. A propósito, los franceses no son remilgados sino extremadamente responsables y prolijos: improvisan picnics en plazas y parques, y a lo largo de la costa del Sena; comen y toman vino, y al retirarse limpian lo que ensuciaron con naturalidad, sin esperar que el Estado se haga cargo de esa faena.
Es inquietante asistir de lejos a una típica cita parisina: una mujer de película, pero vestida de manera simple, está descalza y permanece graciosamente sentada en la baranda de granito del Sena, y su apuesto galán, que también se descalzó y tiene un porte digno y despreocupado, le habla en voz muy baja: entre ambos hay dos copas y una botella de vino blanco.
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Las damas y los caballeros son naturalmente gráciles y elegantes, y se entiende por lo tanto que Francia haya exportado cuatro expresiones ya universales: savoir faire, glamur, chic y charme. Las mujeres no son lindas ni están fuertes, son bellas. Que no es lo mismo.
Si hay cirujanos plásticos, deben ser los mejores del mundo, porque rara vez uno ve por la calle a una mujer siliconada o deformada por las operaciones, ni teñida obsesivamente de rubio.
Una salida de amigos puede ser un desconcertante juego de bochas (la petanque): las damas lo juegan con zapatos de taco aguja y los hombres con calzado lustrado en areneros limpios y con bolas plateadas, mientras beben en vasos de cristal champan rosado.
El mayor museo es la propia Ciudad Luz, plagada de detalles y de armonía, y de gente manifiestamente feliz. Hace muchos años que no veo tantas personas riendo por las calles. Aquí parece haber triunfado el impensado igualitarismo capitalista.
Hasta los ferroviarios, que están en huelga feroz, han entregado un cronograma de sus paros para no producir más trastornos a los ciudadanos. No hay estrépito en las bocacalles, casi nadie toca bocina; los niños son silenciosos y los perros rara vez ladran.
En muchos cafés, hay bibliotecas, y uno puede tomar un libro y quedarse horas leyendo sin que lo apuren. Los restaurantes tienen por costumbre servir gratis una botella de agua corriente, que es tan o más deliciosa que nuestra agua mineral.
Como en Italia y en España, las verduras tienen aquel sabor que apenas recordamos de nuestra infancia. En algunos barrios, uno puede toparse con una cantante de ópera entrada en kilos que deleita a los peatones con su arte, o un músico eximio que hace maravillas con su arpa.
Más allá de estos elogios merecidos y de esta mirada rápida, lúdica, turística y por lo tanto superficial, Francia no se sustrae a la crisis europea, pero no resiste una mirada crítica de un argentino lleno de cicatrices.
Alguien que vivió verdaderas crisis y que lucha, tal vez en vano, por un país normal, no puede sino admirar este modelo republicano que nació con múltiples dolores de parto, que sufrió cruentos retrocesos, que cometió serias injusticias, pero que hoy es una nación ejemplar e inalcanzable.
Muchos escritores argentinos vivieron, estudiaron y escribieron en París, desde Cortázar hasta Caparrós, pasando por Saer y Soriano. Creo que todos, más allá de ideologías, sintieron la ambigüedad de admirar a Francia y, a la vez, añorar a la Argentina.
Cada noche, le leo a mi mujer “París era una fiesta”. Allí Ernest Hemingway, que en esta ciudad es un héroe local, cuenta sus años de bohemia y de pobreza.
A veces seguimos sus pasos por la margen izquierda del Sena, por el barrio Latino y por ese laberinto llamado “Shakespeare and Company”, extraordinaria librería donde a Hemingway le prestaban novelas y le daban consejos. Y donde él les hacía creer que ya había almorzado, cuando en realidad no tenía un franco para comprar ni un pan.

LA PÁGINA DE JUAN CARLOS DE PABLO


JUAN CARLOS DE PABLO

La paternidad de algunas personas plantea dudas que por razones obvias la maternidad no tiene. En el caso de las ideas, en economía al menos, a veces ocurre algo parecido. A propósito del Día del Padre, cabe preguntar: ¿qué importancia tiene, tanto en economía teórica como aplicada, saber con exactitud quién fue el primero que planteó y desarrolló determinada idea?
Al respecto consulté al norteamericano George Joseph Stigler (1911-1991), que enseñó en las universidades de Iowa State, Minnesota, Brown, Columbia y Chicago. En un libro autobiográfico recordó que cuando se enteró de que él iba a trabajar como profesor, su suegro le dijo que tenía una licencia para robar. Según su gran amigo Milton Friedman, "si hubiera elegido ser humorista, además de economista, hubiera triunfado tanto en una actividad como en la otra". Irónico, cuando un periodista que investigaba a los economistas de la escuela de Chicago le preguntó cómo podía ser que Harry Gordon Johnson fuera más joven que él, pero había publicado muchas más monografías, Stigler le contestó: "Lo que pasa es que mis trabajos son todos diferentes". En 1982 recibió el Premio Nobel de Economía por sus estudios fundacionales referidos a las estructuras industriales, el funcionamiento de los mercados y las causas y los efectos de la regulación pública
-¿Me puede explicar cómo es eso de que ningún descubrimiento científico está asociado con el apellido de su descubridor original?
-En La sociología de la ciencia, un libro publicado en 1973, Robert King Merton planteó la ciencia como una empresa social. La principal implicancia de su análisis es que todos los descubrimientos científicos son en principio múltiples, incluyendo aquellos que superficialmente parecen deberse a una sola persona.
-Todos los descubrimientos dice, ¿no le parece una gran exageración afirmar eso?
-Picado por la curiosidad, me puse a analizar ejemplos, concluyendo que en economía hay de todo. En efecto, las teorías de la renta, la competencia monopólica, la de los costos comparativos y la refutación de la teoría del fondo de salarios son ejemplos de verdaderas creaciones múltiples; la teoría de la productividad marginal es mucho menos múltiple, y en el caso de la de la utilidad, la multiplicidad es más dudosa. De lo cual concluí que la tesis fundamental de Merton aparece reafirmada, aunque rigurosamente los descubrimientos múltiples no son tan frecuentes. Nadie parece disputar la paternidad de las curvas de Laffer y Phillips, la condición de Marshall-Lerner o el principio de la clasificación efectiva de los mercados de Mundell; aunque sí quién planteó primero el cálculo diferencial, si Newton o Leibniz.
-También viene a cuento el caso de Alberto Otto Hirschman.
-Quien sostiene que inventó un índice para medir el grado de concentración del comercio exterior de un país, que la literatura especializada asocia con Corrado Gini y con Orris Clemens Herfindahl. En 1964, con sentido del humor, Hirschman afirmó: "Mi índice está asociado con Gini, quien no lo inventó, y con Herfindahl, quien lo reinventó. Qué le vamos a hacer, vivimos en un mundo cruel".
-Su hijo Stephen Marc Stigler profundizó su análisis.
-En efecto, es como usted dice. En 1980, mi hijo formuló la "ley de eponimia de Stigler", según la cual "ningún descubrimiento científico está asociado con el apellido de su descubridor original". Que hasta cierto punto también se me aplica, porque la ley que mi hijo asocia con nuestro apellido fue planteada originalmente por Merton.
-¿Por qué es importante, en el campo teórico, quién fue el primero que descubrió o inventó algo?
-Primero y principal, una cuestión de egos. Como bien decía Paul Anthony Samuelson, cada uno de nosotros aprecia principalmente el aplauso de los pares, porque son quienes están en mejores condiciones de apreciar la importancia de los esfuerzos y los hallazgos. Nunca me quedó claro si, en el circo, las piruetas más aplaudidas por el público son las más difíciles de lograr por parte de los equilibristas. Pero no solo eso...
-¿Qué más?
-Conseguir trabajo, en el plano académico. "Publicar o perecer" sigue siendo importante en el caso de todos aquellos que no tienen nombramientos permanentes (tenure), y para publicar hay que adelantarse al resto.
-¿Y en economía aplicada?
-Nada que ver. A la luz de lo que ocurrió en su país en las últimas semanas, ¿qué importancia tiene haber sido el primero en afirmar que cualquier esquema económico basado en el endeudamiento tiene debilidad endógena, porque algunos acreedores se pueden cansar de poner más dinero, o de no retirar el que ya pusieron, y que encima se está a merced de cualquier acontecimiento que ocurra en la economía mundial? Ninguna. En economía aplicada se opera con otros criterios.
-Como ser...
-Insistir en la importancia de lo probado, de lo robusto, dado que por más capaces que sean las autoridades económicas de un país, se sabe poco de las repercusiones que pueden tener las medidas. Y tener el coraje de señalar esto cuando "en el camino de ida" quien habla tiene que morigerar el entusiasmo, arriesgando a ser malinterpretado.
-Don George, muchas gracias.

IDENTIDAD CULTURAL


Memorias de capataces, gringos y aparecidos en la estancia
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Cuando chicos, el capataz de "La Ramona" era Cabrera. Morrudo, retacón, algo achinado y de pelo grisáceo, medio ladino y no muy amigo del trabajo. Tenía un tajo en la cara y raras habilidades manuales y por eso los de la zona decían que era gitano o que había estado en la cárcel. Solía recibir las instrucciones de los patrones, mi padre y mi tío, con comentarios medio irónicos, tenía problemas con algunos vecinos y matoneaba a Mónica, la vieja cocinera. En fin, una joya el hombre.
Tenía algo muy a su favor y era que en las noches de verano se venía a la cocina de la estancia con su bandoneón y ahí nos daba un concierto a los chicos y a algunas mujeres de la casa. El pañuelito blanco, La loca de amor, la ranchera Mate Amargo y Hecho por mí eran casi todo su repertorio, que repetía invariablemente según nuestros alegres pedidos.
Entre otros conflictos, una vez se enemistó con los Brandi, unos robustos gringos chacareros que vivían camino al pueblo. Entonces los chicos, con la inconsciencia de la edad, le mandamos una carta con faltas de ortografía en que los Brandi lo desafiaban a pelear y le decían "venite bien preparao y con el cuchillo bien afilao pa que la pelea sea parega" (sic). Por suerte la cosa, que pudo terminar muy mal, no pasó a mayores porque desde entonces el guapo dejó de ir al pueblo y la mandaba en sulky a su mujer, Dolores, mucho más vieja que él. Y felizmente, cuando los grandes se enteraron no nos delataron.
A Cabrera lo reemplazó Adrián, bajo, rubio, cincuentón y gran jinete, tanto que podía cabalgar parado en el recado. Al revés que el anterior era activo, respetuoso y vestía bien, con bombachas, botas, rastra, chambergo o gorra y pañuelo al cuello. Nosotros, ya adolescentes o casi, lo teníamos por otro don Segundo Sombra.
Y aunque no tocaba ningún instrumento, en los atardeceres nos reunía alrededor de un fogón que armaba, y cebando mates nos contaba historias de aparecidos que habían protagonizado su padre o él mismo. Eso sí, era bastante agrandado y quisquilloso. Lamentablemente en un accidente perdió un ojo, y después decía que no le importaba tanto la pérdida del ojo como que en el pueblo lo iban a tratar de "tuerto de m?".
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El hombre de confianza de la casa era Mazzeo, un gordo bonachón, medio tartamudo y de cierta edad, todo un personaje, que vivía en el pueblo y llegaba al principio en sulky y después en una chatita azul. Controlaba al personal y llevaba las instrucciones. Un día, recorriendo el campo en su chatita con mi tío, agachó la cabeza y se quedó muerto. El cuerpo lo depositaron en una galería de la casa, con gran congoja general.
Poco tiempo después, el peón Fermín, hombre muy callado, se presentó a mi padre y le dijo que quería dejar el trabajo. No hubo forma de convencerlo de quedarse. Pero le confesó al personal de la estancia que se iba porque lo había visto a Mazzeo caminando por la galería, y lo peor de todo: que aunque era pleno verano iba vestido con un sobretodo. Confirmando así su condición de fantasma, y pasando a enriquecer los cuentos de aparecidos de Adrián.

R. S.

NUESTROS HÉROES DE MALVINAS


Malvinas: el hijo que recuperó a su padre caído en la guerra
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Su familia pensó que el cuerpo de Miguel Aguirre estaba en el mar, pero fue identificado en el cementerio de Darwin
Miguel Aguirre dejó su casa hace 36 años para participar de la recuperación de las islas Malvinas. Allí, murió cuando el buque ARA Islas de los Estados, donde servía como jefe de máquinas, fue hundido por la fragata inglesa Alacrity, el 10 de mayo de 1982 .
Desde entonces, su hijo Sergio, hoy de 53 años, pensaba que el cuerpo de su padre estaba en el mar. Sin embargo, en diciembre pasado, sus restos fueron localizados e identificados en el cementerio de Darwin, donde descansaba bajo una lápida con la leyenda "Soldado argentino solo conocido por Dios".
"Este va a ser el primer día del Padre en que lo voy a tener más cerca de casa", dice Sergio, que tenía 17 años cuando su papá se fue hacia las islas. Y agrega: "Hoy tendré una conexión más cercana con él".
Aunque Sergio descontaba que el cuerpo de su padre estaba en el mar, cuando la Comisión de Familiares de Caídos en Malvinas e Islas del Atlántico Sur alentó a que se tomaran las muestras de ADN para identificar a los soldados enterrados en Darwin, él se sumó por dos razones: para apoyar al resto de los familiares y para dejar asentado ante un escribano su rechazo a que los cuerpos fueran traídos de nuevo al continente.
"La noticia de la identificación no fue una casualidad: fue un regalo. Mi papá me envió esa prueba", explica Sergio, que el 26 de marzo pasado viajó a las islas por primera vez y se reencontró con su padre en Darwin. "Yo tenía descartado que mi estudio diera positivo", señala. Y agrega: "¡Sentí una emoción inenarrable!".
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Sergio junto al retrato de su padre, Miguel
Además, se enteró de que el cuerpo de su padre fue encontrado por los ingleses el 22 de agosto de 1982 en un sitio a 18 km del lugar del hundimiento. Y dado que estaba sin ropa, salvo por las medias, Sergio deduce que en el momento del ataque, su padre se encontraba descansando, despojado de su overol de maquinista. "No diré que papá volvió, pero ahora tengo la tranquilidad de saber dónde está descansando", dice.
Nacido en Chaco en 1929, Miguel Aguirre vino a los ocho años a vivir a Buenos Aires, a la casa de un tío. En la Escuela de Mecánica de la Armada se recibió de suboficial. A partir de entonces cumplió en la marina mercante su sueño de ser maquinista. Y así dio varias veces la vuelta al mundo.
Fanático del fútbol, Miguel, de 52 años, había ideado una sacrificada estrategia para poder ver completo, y sentado en su casa, el Mundial de 1982. "Para acumular francos, se embarcó durante ocho meses seguidos, en los que pasó por puertos de Rusia, Italia y Estados Unidos. Hasta que en marzo volvió a Buenos Aires", cuenta Sergio.
Pero el 2 de abril de 1982, Miguel escuchó por la radio la noticia sobre la recuperación de las islas. Entonces, sin avisarle a su mujer Ana María Spanghero, con quien llevaba 25 años de casado, ni a su hijo, se ofreció como voluntario. "Tomó esa decisión con el corazón, por el amor que sentía por su patria", explica Sergio.
Desde el centro, llamó por teléfono a Ana María para pedirle que lo ayudara a preparar una valija porque al día siguiente se iría a las Malvinas. Ella se quedó pasmada. Al mediodía, Sergio volvió a su casa y los dos almorzaron solos, en silencio. Al terminar, Ana María le preguntó desconcertada: "¿Qué es eso de las Malvinas?". La respuesta fue lacónica: "Me voy". Los esfuerzos por disuadirlo fracasaron. Ana María sabía bien que la mayoría de los hombres de su familia materna, de origen italiano, habían caído en las dos guerras mundiales.
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Mientras Sergio, que ignoraba la decisión de su padre, estaba en el colegio, Miguel fue al aeropuerto de El Palomar para tomar un avión a las islas. Pero el vuelo se demoró y volvió a su casa a pasar la noche. Por esa circunstancia azarosa, Sergio tuvo la posibilidad de despedirse de su padre antes de que, al día siguiente, volara a las Malvinas.
"Yo no sabía que mi papá se iba a la guerra. Porque hasta ese momento aún no se habían registrado enfrentamientos -cuenta Sergio-. Pero el 1° de mayo los ingleses bombardearon Puerto Argentino y al día siguiente se produjo el hundimiento del General Belgrano. Ya no hubo vuelta atrás".
Pasiones compartidas
El 10 de mayo, el Isla de los Estados navegaba por el estrecho de San Carlos hacia Puerto Mitre, en la isla Gran Malvina. Entonces fue interceptado por la fragata Alacrity, que le disparó. "Estalló y en pocos minutos se hundió", explica Sergio. Del total de 25 tripulantes solo sobrevivieron dos.
Al día siguiente, Ana María escuchó en la radio que un buque argentino había sido atacado. No quiso saber más y apagó el aparato. Pero su esfuerzo por conjurar el presentimiento de una tragedia resultó inútil: pocos días después, tres oficiales de la Armada le informaron que Miguel estaba "desaparecido en acción", aunque se "presumía su fallecimiento".
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En 1983 a Sergio le tocó hacer el servicio militar en la Armada. Pero a partir de entonces nunca más quiso tener contacto con el agua. Dejó de ir a piletas y a la playa. "Me di cuenta de grande, porque el rechazo que le tenía era inconsciente", cuenta. Hasta que en 2008 un amigo lo convenció para que hicieran juntos un curso de timonel. Desde entonces, Sergio se volvió un fanático de la navegación a vela. Recorre el Río de la Plata, corre regatas y, a veces, cruza a Colonia, en Uruguay, o llega hasta Brasil.
"La pasión por navegar la tenemos en nuestro ADN y en nuestra sangre", explica Sergio sobre esta atracción irresistible hacia el mar que comparte con Miguel.
"También siento que con la localización papá me mandó una invitación: para que lo vaya a visitar a las islas. Y también para que las conozca. Son tan grandes y tan lindas", dice Sergio. Y agrega: "Ahora tengo a dónde ir a verlo". Sin embargo, dice que aún le queda una deuda: llegar hasta el lugar del hundimiento del Isla de los Estados para dejar una flor a todos sus tripulantes.
Sergio, que es miembro de la Comisión de Familiares de Caídos en las Malvinas, recuerda que en Darwin aún quedan 32 cuerpos argentinos por identificar.

F J.de A.

EL INDEC INFORMA


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Distribución del ingreso
En el primer trimestre de 2018, el 10% de la población con mayores ingresos concentró el 32,2% del ingreso per cápita familiar, mientras el 10% con menores ingresos obtuvo el 1,6%. La brecha entre ambos grupos se redujo de 17 a 16 veces con respecto al mismo período de 2017.
Más info: https://www.indec.gob.ar/…/informesdep…/ingresos_1trim18.pdf

HISTORIAS DE HORROR Y DE MUERTE

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"La fuga más descabellada de un campo de concentración nazi"-
En 1944, Paul Royle (fallecido los 101 años) logró escapar de Stalag Luft III a través de un túnel-Hablar de los campos de concentración ideados por los nazis es hablar de una época oscura y de un tiempo que solo implicaba muerte y dolor. Sin embargo, cuando se hace referencia a ellos también se recuerda a algunos reos que, en contra de todo pronóstico, protagonizaron varios intentos de fuga que tenían como objetivo escapar de aquellos lugares dirigidos por diablos con esvásticas. Uno de los más disparatados fue el que se llevó a cabo en el centro de Stalag Luft III (abreviatura de Kriegsgefangenen Lager der Luftwaffe 3), en el que lograron huir tres reos frente a las mismas narices de los soldados de Adolf Hitler tras excavar un túnel de 102 metros.
Aunque esta historia es ampliamente conocida gracias a la película «La gran evasión» (que utilizó los sucesos acaecidos en este campo como base para su guión), la fuga de Stalag Luft III ha vuelto a salir a la luz después de que la muerte de Paul Royle, uno de los militares que logró escapar con vida de aquel lugar y que, en los días siguientes, fue capturado de nuevo por los alemanes. Desgraciadamente, el que fuera en su día un teniente de las fuerzas aéreas aliadas dejó el pasado jueves este mundo tras sufrir varias complicaciones después de ser sometido a una operación de cadera. No obstante, ha fallecido sabiendo que, a sus 101 años, fue uno de los pocos que logró poner en jaque al Tercer Reich.
Un campo para aviadores
Para hallar el origen del Stalag Luft III es necesario viajar hasta la ciudad de Zagan (ubicada en la actualidad al suroeste de Polonia). Y es que, fue en esa región ubicada a menos de 200 kilómetros de Berlín donde la Luftwaffe (la fuerza aérea germana) instauró en mayo de 1942 un campo de concentración en el que recluir a los aviadores británicos y estadounidenses capturados Este lugar fue llamado Kriegsgefangenen Lager der Luftwaffe 3 y formaba parte de un total de seis complejos similares, varios de ellos ideados para albergar a los reos de una nacionalidad determinada.
Lo cierto es que para la ciudad no fue una sorpresa que los nazis levantaran aquel campo de concentración en la zona, pues ya habían visto pasar decenas de ejércitos por la zona. Así lo atestigua el memorial dedicado a estos campos (el «Muzeum obozów jenieckich żagań»), donde se señala que, ya en el año 1813, en la zona murieron decenas de soldados de Napoleón Bonaparte. Lo mismo sucedió en la Primera Guerra Mundial, donde la zona vivó una de las épocas más negras de su historia.
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Con todo, hubo que esperar hasta 1942 para que se edificara en esta ciudad uno de los campos de concentración más «seguros» de la contienda. Y es que, escarmentados como estaban los nazis de que los presos trataran de escapar de sus centros de reclusión, decidieron idear un lugar del que fuera imposible huir. Para ello tomaron varias medidas entre las que destacaron elevar los barracones varios centímetros por encima de la tierra (lo que impedía que se construyeran túneles sin que ellos se percatasen) e instalar varios micrófonos sismográficos en los alrededores para evitar que se excavase sin su consentimiento. Por descontado, los guardias vigilarían como águilas a los reos para no tener disgustos innecesarios.
El plan para huir
No obstante, con lo que los alemanes no contaban era con el ingenio de unos presos deseosos de ser libres. A su vez, tampoco tuvieron en cuenta que habían introducido en aquella cárcel a un maestro de las fugas, el soldado británico Roger Bushell, quien contaba con un extenso currículum en lo que a salir por piernas de una prisión se refiere. Este militar, así como otros tantos, formaron un «comité de huidas» (algo muy británico) y pusieron sus cabezas a barruntar un plan que les permitiese escapar de Stalag Luft III. La bombilla se les encendió en 1943, cuando «Big X» (nombre en clave de este militar) decidió que lo mejor sería excavar tres túneles (llamados «Tom», «Dick» y «Harry») a través de los que escaparían 250 de los reos.

Tras seleccionar cuidadosamente los lugares en los que serían emplazados los túneles para no que no fueran descubiertos, comenzó la «obra». «El primero de estos túneles saldría de la chimenea; el segundo, de debajo de los lavabos; y el tercero, de debajo de la base de una estufa. […] Había que aprovechar las únicas construcciones de ladrillo que llegaban hasta el suelo para usarlas como entradas para los túneles», explica el historiador, escritor y periodista Jesús Hernández en su obra «Las 100 mejores anécdotas de la Segunda Guerra Mundial». Una vez tomada la decisión, se determinó que los corredores estarían ubicados 10 metros bajo el suelo para evitar las molestas vibraciones de los vehículos alemanes, las cuales podrían hacer que se viniesen abajo.
La construcción empezó de forma sencilla, pero pronto se empezaron a acumular los problemas. El primero de ellos fue la posibilidad de que los túneles se derrumbaran. Para solucionarlo, los presos apuntalaron las paredes con maderas de sus camastros, tablones de los barracones (que no fueran muy visibles) y hasta regaderas. El segundo sobrevino cuando los reos se percataron de que las galerías carecían de ventilación. En este caso su ingenio fue todavía mayor, pues idearon una serie de sistemas de respiración basado en latas viejas y pequeños recovecos de respiración en los propios corredores.
No obstante, todavía les quedaba por superar la mayor de las dificultades. «Repentinamente surgió otro problema. ¿Qué hacer con la tierra extraída? Al principio, se fue almacenando bajo el tejado, pero llegó un momento en el que temieron que pudiera hundirse, así que había que buscar una solución definitiva. [...] Los prisioneros idearon unas bolsas de tela disimuladas a lo largo del pantalón, las llenaban de tierra y, una vez fuera del barracón, las abrían dejándolas caer sobre los zapatos», añade Hernández. La tarea fue árdua, pero un perfecto trabajo de coordinación entre más de 250 personas hizo que el plan saliera a la perfección.
Una masacre que supo a victoria
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En esas andaban los presos (excavando a toda la velocidad que podían) mientras los nazis, que tontos no eran, buscaban y buscaban el túnel que sospechaban que había en el campo, pero que no lograban hallar. Al final, la suerte quiso que se toparan con uno de los corredores («Tom») casi por casualidad. Por suerte, no se imaginaban que había otros dos. Los prisioneros, por su parte, decidieron apostar todo a una carta y empezaron a trabajar únicamente en «Harry», dejando a «Dick» como un almacén de tierra. Después de meses de trabajo, el «comité de fugas» dio por finalizado el túnel en marzo de 1944. El resultado era increíble: un corredor de 102 metros de largo que incluía carretas elaboradas con material robado del campo, luz eléctrica y varios respiraderos. Digno, sin duda, del Chapo Guzmán.
La fuga se llevó a cabo el 24 de marzo a las diez y media de la noche. Aquel día, los primeros afortunados se introdujeron en el túnel con esperanzas de hallar su libertad al otro lado. Tan solo debían excavar hacia arriba en el extremo de la galería para encontrar la salida del campo y huir hacia un bosque cercano. Todo parecía ir sobre ruedas cuando, al abrir la tierra, los prisioneros vieron que se habían quedado cortos al elaborar el corredor, pues todavía faltaban unos metros para llegar al abrigo de los árboles. Desde allí eran presa fácil, pero ya no podían volver atrás.
Así pues, durante horas los reos se arrastraron por el corredor rezando para que los guardias no se percataran de la ingente cantidad de gente que se estaba marchando frente a sus narices. Así hasta las cinco de la mañana, momento en que sonaron las alarmas y los germanos pusieron el campo de concentración patas arriba hasta hallar el corredor. El pánico cundió entonces entre los reclusos, que reaccionaron de difeerntes formas. Los que ya estaban fuera corrieron al bosque. Otros trataron de introducirse sin éxito en el corredor y, finalmente, algunos regresaron al centro por miedo a las represalias.
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«De los prisioneros que habían logrado llegar al bosque, 11 se entregaron de inmediato. Los responsables del campo se quedaron estupefactos cuando vieron que faltaban 76 internos», completa el experto español. A la mañana siguiente, cuando los oficiales germanos se enteraron de lo sucedido, se montaron partidas de búsqueda. Así lograron capturar a 73, de los cuales fusilaron a 50. Tan solo lograron escapar tres: Per Bergland, Jens Müller (ambos noruegos) y Bram van der Stok (holandés). Sin embargo, la Historia les recuerda hoy por su hazaña.
Royle, el triste protagonista de este agosto de 2015, logró escapar con aquel grupo de 76 personas, pero fue capturado posteriormente y trasladado de nuevo a Stalag Luft III. La suerte quiso, sin embargo, que no fuese fusilado, por lo que pudo conocer al escritor Paul Brickhill, autor del libro que sirvió como guión para «La Gran Evasión». En los siguientes cinco años, el piloto fue considerado prisionero de guerra, condición que mantuvo hasta que fue liberado y pudo regresar a Australia. Era el penúltimo superviviente de este sangriento intento de fuga.

TECNOLOGÍA Y EL TIEMPO QUE PASA


Internet ya no es lo que era en 1983 (pero debería volver a serlo)
Una de las pocas limitaciones del lenguaje humano es que, inevitablemente, emplea una misma palabra durante mucho tiempo para referirse a una cierta entidad. Buenos Aires o Londres siguen llamándose así, muy a pesar de que son muy diferentes, en todo sentido, a como eran 200 años atrás. Llamamos rosa a un número de flores cuyas variaciones son bien conocidas; pero todas son rosas.
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Pasa lo mismo con Internet. La seguimos llamando así, aunque tiene poco que ver con la red que se puso en marcha el 1° de enero de 1983. Aparte del análisis que sigue más abajo, hay un dato duro, incontrastable, que demuestra el abismo que hay entre aquella Internet recién nacida y la actual, con más de 35 años.
Todo dispositivo conectado a la Red debe tener una identificación, equivalente a la dirección de tu casa. Esa identificación se llama número IP o dirección IP. Cada paquete de datos que viaja por Internet viene de una dirección IP y se dirige hacia una dirección IP, grosso modo.
El protocolo IP versión 4, descripto en la RTF 791, de 1981, y estrenado en enero de 1983, tenía un campo para las direcciones de 32 bits. Si elevamos 2 a la potencia 32 da un número enorme. Redondeando, 4200 millones; o sea, un 4 seguido de 9 dígitos (por eso, puede expresárselo también como 4,2 x 10 a la 9). Traducido, cuando nació, Internet contemplaba una red que podría llegar a tener como máximo 4200 millones de dispositivos conectados. De hecho, y como me dijeron algunas de las personas involucradas en la gestación de la Red, el número 4200 millones les parecía ridículamente grande. Por eso lo eligieron. Era tan disparatado que se sintieron más que cubiertos.
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Pero tan pronto Internet se abrió al público en general, entre 1989 y 1990, y se empezaron a sumar países y usuarios, algo se hizo evidente. No pasaría mucho tiempo antes de que ese pool de 4200 millones de direcciones únicas se agotara.
Casi 30 años después, un campo de direcciones de 32 bits parece de una miopía incomprensible. Tenemos 3800 millones de personas conectadas, casi 2000 millones de sitios Web, 5000 millones de smartphones, unas 3000 millones de computadoras y decenas de miles de millones de dispositivos de la Internet de las Cosas. Esto, para empezar.
Pero no fue miopía. Vamos a ponerlo simple y claro: Internet no fue diseñada para el público en general. Para un uso académico, corporativo y gubernamental, 4200 millones de direcciones IP alcanzaban y sobraban. Por fortuna, estas tecnologías se escaparon del laboratorio y, como ha venido ocurriendo de forma sistemática con las invenciones humanas, florecieron cuando llegaron a un número cada vez mayor de personas. Pero en 1983 una Internet para todo público sonaba tan extravagante como un reloj atómico en el living para saber la hora con suficiente precisión.
Debido a que IPv4 terminó quedando más que corto, ahora estamos migrando a la versión sexta del protocolo IP o  Aunque IPv4 sigue y seguirá en uso, y aunque el objetivo de IPv6 no es sólo el de multiplicar el número de direcciones únicas, la nueva versión pasa de 32 a 128 bits. La diferencia es absimal. Dos elevado a la potencia 128 da 3,4 seguido de 38 ceros o 340 sextillones. En la práctica serán menos, pero el aumento es lo bastante explícito respecto del plan de 1983 y la realidad actual.
Otro ecosistema
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Pero la escala no es lo único que ha cambiado. Ni siquiera es lo más importante. Una de las genialidades de TCP/IP es su versatilidad, su capacidad de adaptarse. La base de la crisis actual de la Red -que destrozó la privacidad, amenaza la libertad de expresión y maniata la innovación- es más bien conceptual. La Internet original se pensó para conectar a pares sobre la base de la confianza mutua. Esa Internet estaba subvencionada por el Estado. Y aunque se hacían negocios, porque había que diseñar y fabricar infraestructura, no fue sino hasta que la Red saltó de la etapa académica a la comercial que hubo una explosión económica como pocas veces antes se había visto en la historia.
Pasada la euforia inicial de la primera década (menos de cinco años, en el caso de la Argentina), se hizo evidente que una de las reglas de juego de la Red había cambiado por completo. Ahora, Internet ya no conectaba pares sobre la base de la confianza mutua. En el nuevo y vasto ecosistema de negocios, por el contrario, los actores desconfiaban unos de otros. Es más, pronto se hizo evidente que Internet estaba alterando todos los negocios preexistentes y que hasta podía usarse para el delito y la guerra.
Sin embargo, y esto es de lo más paradójico, muchísimos inversores confiaron ciegamente en esta nueva fiebre del oro. Sobrevino así la primera gran extinción de la Red: el colapso de la burbuja puntocom, que arrasó no sólo con cientos de emprendimientos online que eran sólo una cáscara vacía, sino también con otros que aportaban mucho valor; el incendio se devoró, incluso, a compañías como Sun Microsystems, que se había inflado al ritmo de la burbuja puntocom.
Cuando la tormenta pasó, otro síntoma se hizo evidente. El grueso de los negocios online se concentraban en un puñado de compañías. ¿Quiénes sobrevivieron a la explosión de la burbuja puntocom? Amazon, eBay, Google, Netflix (que había nacido en 1997, aunque no hacía lo que hace hoy) y Yahoo! (la mayoría de cuyos restos fueron adquiridos el año último por Verizon).
Aprendida la lección, los inversores fueron más cautos al poner toneladas de dólares sobre la mesa de un emprendimiento online. Pero, por desgracia, el pecado original de esta industria siguió allí. Con idas y vueltas, un poco a merced de la inteligencia de sus CEO y directores y otro poco sometidos a imponderables, sigue siendo un hecho que los negocios en la Red se concentran en un puñado de empresas. Son más que en 2001, sencillamente porque hay más usuarios y mejores tecnologías, pero búsquedas, comercio electrónico, música, películas, series, turismo, redes sociales y casi cualquier otro rubro en el que se pueda pensar se concentra en una docena de colosos.
Al revés que 35 años atrás, es un directorio o la Bolsa de valores los que toman buena parte de las decisiones que, en otra época, se habrían dejado en manos de los ingenieros. Esto no es del todo malo, en el caso de la industria digital, porque la innovación siempre paga bien. Pero la concentración supone el riesgo de que las innovaciones se vuelvan endogámicas, obra de un conjunto demasiado pequeño de cerebros y de visiones del mundo. Hasta donde sabemos, los inventos disruptivos suelen originarse en el circuito off, en las afueras o en laboratorios de grandes empresas que, adrede, dejan a sus científicos más o menos en paz. Aunque no siempre les prestan atención. La hoy difunta Xerox tenía entre manos, en su Palo Alto Research Center (PARC), uno de los desarrollos más revolucionarios de la informática, el mouse y la interfaz gráfica de usuario. Pero no les prestó atención, y el invento terminó en manos de Apple, y, a la larga, rigió (y rige) toda la industria.
Dos fotogramas
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Seguimos usando la misma palabra, Internet. Sus protocolos funcionan, a grandes rasgos, de la misma forma que hace 35 años. Pero el mapa mental detrás de aquella primera red de redes era diferente del actual en casi todos sus aspectos. El problema está en que hoy la economía global depende de que Internet siga siendo más parecida a la de 1983 que a la de 2018. En otras palabras, el debate sobre la neutralidad (o, para ser exacto, sobre las neutralidades), la privacidad, la transparencia y la concentración son asunto muy serio. Hay dos fotogramas de esta película que lo demuestran de manera brutal.
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El primero muestra a Google Maps. Hace 35 años (o más), un Estado necesitaba invertir enormes sumas de dinero y poner en riesgo muchas vidas humanas para averiguar más o menos cómo era el territorio del enemigo, en el caso de un conflicto armado. Hoy es posible pararse en casi cualquier esquina de casi cualquier ciudad del planeta usando el celular. Es fuerte.
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El segundo fotograma muestra a Facebook (y, para el caso, también a Google, Apple, Twitter, Microsoft y Amazon, entre otras). No sólo sabe más de nosotros que cualquier agencia de inteligencia, sino que, en una escena por completo distópica, hace poco más de un mes vimos a un empresario de 33 años explicándole al Senado de la mayor potencia económica y nuclear del planeta que tal vez les habían hackeado las elecciones presidenciales mediante noticias falsas en su red social. Y eso también es fuerte.

A. T.