martes, 31 de octubre de 2017

ARTE MEXICANO EN EL MALBA


En suma, son 170 obras de más de 60 artistas de la primera mitad del siglo XX las que pueden verse en el Malba 

Para Octavio Paz, había muchas maneras de acercarse a una obra de arte. "Contemplar el cuadro cara a cara, en actitud de interrogación, desafío o admiración; en forma oblicua, como aquel que cambia una secreta mirada de inteligencia con un transeúnte; en zigzag, avanzando y retrocediendo con movimientos de estratega; midiendo y palpando con la vista, como el convidado goloso examina una mesa tendida; girando en círculos, a semejanzas del gavilán antes de descender", escribió en Los privilegios de la vista. Los cinco puntos de vista imaginados por Paz convergen en la inconmensurable muestra México Moderno. Vanguardia y revolución, que se inaugurará el jueves en el Malba. Con ella, el museo reabrirá al público tras una serie de reformas que lo mantuvieron cerrado tres semanas.
Con 170 obras de más de 60 artistas mexicanos de la primera mitad del siglo XX, la muestra invita a recorridos directos, cómplices, reflexivos o, como sugirió el premio Nobel de Literatura 1990, para hacer con "la mirada imantada". En cuatro núcleos temáticos se podrán ver por primera vez en la Argentina obras de Diego Rivera, como la monumental Río Juchitán, y otras de David Alfaro Siqueiros, Rufino Tamayo y Frida Kahlo. De ella, emblema de la cultura mexicana en el mundo entero, se exhibe la "obra con espejo" Fulang Chang y yo, propiedad del MoMA.
La invasión mexicana en Buenos Aires no sería completa si faltaran trabajos de artistas menos conocidos, cuya obra perdura a la sombra de los grandes nombres. En la órbita de Rivera, Siqueiros y José Clemente Orozco, trabajaron pintores como el Dr. Atl (seudónimo de Gerardo Murillo) y su pareja, la extraordinaria y redescubierta Nahui Ollin (seudónimo de Carmen Mondragón, de la que se exhiben dos obras encantadoras), Agustín Lazo y la pintora de Jalisco María Izquierdo, que cautivó a Antonin Artaud.
Influida por el espíritu colaborativo que gobernó el trabajo de los artistas en los años revolucionarios, la exposición parte de un acuerdo del Malba con el Museo Nacional de Arte de México (Munal) y se incluyen obras de distintas colecciones públicas y de particulares. Pinturas de pequeño, mediano y gran formato, fotografías de Tina Modotti e Imogen Cunningham, grabados, máscaras indígenas y dibujos nunca antes vistos de Kahlo fueron organizados en segmentos temáticos por tres curadoras: Victoria Giraudo, del Malba, y Ariadna Patiño Guadarrama y Sharon Jazzan Dayan, que viajaron desde México. El Munal posee más de tres mil metros cuadrados y alberga obras que abarcan cinco siglos de historia: uno de los capítulos más importantes está ahora en Buenos Aires.


Fulang Chang and I (1937), óleo y espejo, de Frida Kahlo, llega de la colección del MoMa. Foto: MALBA
Una santísima trinidad
La Revolución mexicana de 1910 terminó con la dictadura de Porfirio Díaz, que se había extendido por más de treinta años. Nacionalista y agraria, la revuelta carecía de un programa ideológico, que, luego de conflictos armados, más de un millón de muertos y sucesivas reformas, se asentó en un curioso régimen constitucional de partido único. A ese nuevo Estado mexicano le hacía falta una plataforma cultural, que proveyó José Vasconcelos, hombre de genio de América latina, influido por Domingo F. Sarmiento. Ministro de Educación Pública por pocos años, Vasconcelos convocó a escritores, músicos y pintores para impulsar el arte popular. A los artistas les dio cientos de metros cuadrados en edificios públicos para que pintaran murales en los que confluían tradiciones prehispánicas, indígenas y extranjeras. Tres de esos artistas, formados en Europa y Estados Unidos, conforman la trinidad del arte mexicano: Rivera, José Clemente Orozco y Siqueiros. Sus obras y biografías permiten entender los vericuetos que los artistas deben atravesar cuando el gran mecenas del arte es el Estado. Los tres rindieron culto a una ideología paradójica, revolucionaria y a la vez oficial.
En México moderno se perfila una muestra dentro de la muestra mayor. Las distintas etapas de Rivera, su relación con el cubismo y con la lucha revolucionaria (que dotó su obra de cierta pesadez) aparecen iluminadas. En el marco de la exposición se exhibe por primera vez la hermosa obra de Rivera Baile en Tehuantepec, recientemente adquirida por el fundador del Malba.


L. Carrington, una de las artistas europeas que fusionaron su obra con figuraciones del mundo indígena. Foto: MALBA
Heterodoxos y surrealistas
Para muchos, Tamayo es el mejor artista mexicano de todos los tiempos. Su cálida obra, para nada grandilocuente o panfletaria, se destaca junto a las obras simbolistas de Saturnino Herrán, los retratos de Adolfo Best Maugard y las sátiras visuales de Orozco, también presentes en el Malba. ¿Qué político resistiría hoy sin chistar una imagen como El demagogo, pintada por Orozco en 1946? Hay que visitar la sala dedicada a la revolución social y preguntárselo, como quería Paz, de cara a la obra.
La muerte tiene un lugar central en la cultura mexicana. A veces es una vieja amiga desdentada, como en el grabado de José Guadalupe Posada, artista-bisagra entre el siglo XIX y el XX. Ritos mortuorios, sueños y presagios del más allá se filtran en las obras de Manuel Rodríguez Lozano y en la única pintura exhibida firmada por Francisco Goitia, que revela con crudeza el lado B de la Revolución mexicana. Otra creadora de un memento mori tan impactante como sintético es Olga Costa, exiliada de origen alemán. Su obra se encuentra en la sala dedicada a los artistas influidos por el surrealismo.
El sentido de universalidad y apertura del arte mexicano se evidencia también en la cantidad de talentos que llegaron de Europa para fusionar su obra con figuraciones del mundo indígena. Tras los pasos de André Breton, artistas como la española Remedios Varo, la inglesa Leonora Carrington y el austríaco Wolfgang Paalen, entre otros, encontraron en México, durante los años cuarenta, una plataforma onírica, mágica y levemente desquiciada. ¿Se necesitan motivos para amar a México? En ese caso, hay que visitar el Malba de noviembre a febrero de 2018.
Muerte y color


Foto: MALBA
El Día de los Muertos es una tradición mexicana, fiesta de alegría y color que recuerda que los seres queridos no se han ido. El jueves 2, en la apertura de México Moderno, se levantará un altar en la explanada del museo. La decoración comenzará en las rampas de acceso, con guirnaldas y calaveras que el público podrá colocar para completar un recorrido de flores y elementos típicos de la cultura mexicana. El altar permanecerá hasta La Noche de los Museos, el próximo sábado.
Para agendar
México Moderno. Vanguardia y revolución, del 3 de noviembre al 19 de febrero de 2018 en el Malba.
Inauguración con reformas
El jueves, cuando el Malba reabra sus puertas luego de tres semanas de trabajos en la planta baja, los visitantes se encontrarán con un hall abierto, similar a una plaza, con tres espacios bien diferenciados. A un lado, el mostrador con las boleterías y pantallas para brindar información al público. Junto a la escalera que lleva a la sala de acceso libre en el subsuelo, se montó la librería y tienda de regalos del Malba. Y el restaurante, que estuvo cerrado durante dos meses, ya no estará separado del museo por una pared de vidrio. Ese día, Ninina abrirá su tercer local en la ciudad de Buenos Aires. Los trabajos estuvieron a cargo del estudio del arquitecto español Juan Herreros, que viajó al país para supervisar las obras. "Concebimos el espacio como una transición entre el bullicio de la ciudad y las salas de exposición", dijo Herreros. Hace pocas semanas, el arquitecto que trabajó para museos en Oslo, Madrid y Lima, entre otras capitales del mundo, acaba de inaugurar un centro de convenciones en Bogotá.

EL BELLO REMOLINO CON UN FINAL CRUEL...O UNA VUELTA AL ORIGEN

INVESTIGADOR; DR. RICARDO "EL MORDAZ"

LADY HAMILTON
Emma Hart, más conocida como Lady Hamilton en el mundo londinense de fines del siglo XVIII fue un personaje singular. Se puede comenzar diciendo que debe haber sido la mujer más requerida por los artistas. Decenas de cuadros muestran su rostro o su cuerpo entero en diferentes actitudes y con vestimenta variada. Los pintores no se inspiran ante caras desagradables, en cambio Emma era muy hermosa, su belleza deslumbraba por la perfección de sus rasgos, ojos de un azul purísimo y rostro ovalado enmarcado por largos bucles castaños.

Emma Hart (1765-1815), por George Romney
Pero como si esto no fuera suficiente, estaba dotada de espontaneidad y de gracia natural, seducción, buena voz para el canto y gran capacidad escénica. No es de extrañar que muchos hombres cayeran rendidos a sus pies, incluyendo al prócer máximo de la historia de Inglaterra: el Almirante Horacio Nelson. Su temple de acero, su gesto endurecido y marmóreo que no se alteraba durante el máximo fragor del combate, se transfiguró ante la presencia de Emma.
Una adolescencia poco convencional
Ignoramos los años de su infancia, pero sabemos que fue hija de un herrero y de una mujer semi analfabeta y nada refinada. Los datos de su vida comienzan a surgir a la edad de 12 años en que se desempeñó como mucama en varios hogares. Un año después comenzó la etapa turbulenta de su vida y que se prolongó hasta el resto de su existencia.
Apenas cumplidos los quince años trabajó como modelo y danzarina en el Templo de la Salud y del Himen, organizado por un médico aventurero, émulo de Dulcamara, donde la mayor atracción era un lecho donde las parejas que en él se acostaban recibían pequeñas descargas eléctricas, que según el charlatán, aumentaban la fertilidad. Muchas parejas pagaron 50 libras, suma considerable en aquella la época, para disfrutar del lecho celestial que aseguraba el pronto nacimiento de bebés sanos y hermosos.
De allí, Emma fue rescatada por un noble, Sir Harry Fetherstonhaugh, que la llevó a su residencia de campo, donde según la leyenda, bailaba desnuda sobre la mesa como frutilla del postre y para entretenimiento de los amigos del caballero. Es ocioso señalar que ya eran varios los amantes que habían pasado por el lecho de Emma y uno de ellos, el dueño de la residencia la embarazó. Es así que a los 16 años dio a luz una niña cuyo cuidado y educación estuvieron a cargo de su abuela.
Ascenso social
Uno de los concurrentes a las alegres veladas de Sir Harry era un joven caballero llamado Charles Francis Greville, hijo del Conde de Warwick, miembro del Parlamento, y que pronto sucumbió ante la belleza de la joven. Este fue un salto de categoría importante en la vida de Emma, quien a partir de entonces, supo mantener e incrementar la calidad tanto de sus amistades como la de sus amantes. Greville la presentó a George Romney, un retratista de excelente técnica, que estaba de moda en la alta sociedad londinense.
El artista quedó impactado ante la belleza y la gracia de Emma y la transformó en su musa inspiradora pintándola innumerables veces. Los retratos, que fueron vistos por muchos, junto con las conexiones de Greville, abrieron el camino de Emma para ingresar a un escalón social superior. Atrás quedó su oscuro y equívoco pasado esfumados por el encanto de aquella atrapante mujer.
Grenville amaba a Emma, aunque el tiempo y la rutina minaron la relación y redujeron su ardor, pero por sobre todo comenzó a tener dificultades financieras y una de las formas de resolverlas, este haragán y bastante disoluto caballero, fue casarse con una heredera de fortuna. En este plan Emma se había convertido en un estorbo, para lo cual ideó una idea maquiavélica. Le escribió a su tío Sir William Hamilton, quien se desempeñaba como embajador en Nápoles para que se encargara de la muchacha. A ella la engañó sugiriéndole que pasara unas vacaciones en Nápoles mientras él atendía unos asuntos en Escocia.

Lady Hamilton, por George Romney. National Portrait Gallery
Lady Hamilton
Emma se dirigió al encuentro de Sir William sin saber que se convertiría en su amante. Cuando se dio cuenta de la situación tuvo un justificado ataque de furia que fue menguando en la medida que comprobó que Sir William no solo era una persona honesta y muy cultivada sino que además poseía una generosa fortuna junto con numerosos contactos políticos y sociales, entre ellos el rey de Nápoles. Emma se casó con él y se transformó en Lady Hamilton, tenía 24 años y él 60.

Sir William Hamilton (1730-1803) por Hugh Douglas Hamilton
Con su encanto, su belleza y su talento para el teatro, Emma revolucionó la sociedad local a tal punto que solían acudir a la mansión de Sir Williams, visitantes y turistas de otras partes de Europa para verla actuar. Se trataba de un programa teatral de varias series que ella bautizó “Actitudes”, donde danzaba y cantaba utilizando distintos atuendos, desde una campesina napolitana hasta una emperatriz romana, la reina Cleopatra o una doncella de la mitología como Medea, su mayor éxito. Esta fase de su existencia fue registrada para la posteridad por Elisabeth Louise-Vigeé Le Brun, la retratista de la reina María Antonieta.

Lady Hamilton en el papel de Medea por Elisabeth Louise-Vigeé Le Brun
Emma era celebrada y admirada por todos como anfitriona, como mujer y como actriz y consideraba que había alcanzado el pináculo de sus ambiciones. Sin embargo, lo más importante de su existencia estaba por ocurrir.
Encuentro con Nelson
En 1793 Nelson arribó con su flota a Nápoles y se dirigió a Sir William solicitándole abastecimiento logístico. El embajador le contestó que haría lo posible y que en caso de tener éxito le demoraría varios días. Fue entonces cuando intervino Emma, quien por medio de su amistad con la reina María Carolina, la esposa del rey de Nápoles, resolvió en forma inmediata todas las necesidades del Almirante.
Cinco años después Nelson regresó a Nápoles, venía de derrotar al ejército de Napoleón, hundiéndole su flota en la batalla del Nilo, lo que obligó a que éste regresara por tierra desde El Cairo hasta París sufriendo innumerables penurias.
Aquí se produjo el segundo encuentro entre Lady Hamilton y el Almirante y ella al verlo casi cae desmayada, Nelson había perdido el brazo y el ojo derecho que cubría con un parche. Se encontraba muy debilitado y Emma lo alojó en la mansión de Sir William brindándole todo tipo de cuidados.
A partir de entonces ambos se amaron apasionadamente. Una de las cartas de Nelson a Emma muestra la admiración que él sentía por aquella mujer: “…He viajado por todo el mundo, y he estado en todos los rincones del mismo, y hasta ahora nunca he conocido a ninguna que la iguale, ni siquiera a ninguna que pudiera compararse con usted. Usted sabe premiar la virtud, el honor, el coraje, sin averiguar jamás si lo concede a un príncipe, a un duque, a un lord o a un paisano.”

Horacio Nelson (1758-1805) por Lemuel Francis Abbot
En 1800 Emma, su madre, Sir Williams y Nelson partieron hacia Inglaterra y se alojaron en una casa que Nelson compró. El público quedó fascinado ante el ménage a trois y al año siguiente nació Horatia la hija de ambos. Nelson se separó de su esposa quien no le concedió el divorcio y tres años después falleció Sir William. Junto al lecho del moribundo, Emma y su amante lo acompañaron hasta el último momento.
El 21 de octubre de 1805, en el combate naval de Trafalgar, la flota inglesa destruyó por completo a la coalición anglo-francesa, con lo que se derrumbó definitivamente el sueño de Napoleón de invadir Inglaterra. Allí perdió la vida Nelson que fue enterrado en Londres con todos los honores.
También fue el comienzo de la rápida declinación de Emma, la mujer que había sido la admiración de todos los que la conocieron, la que impuso las normas de la moda en todos los lugares donde estuvo, se deterioró físicamente y a los 45 años tan solo 6 años después de la muerte de Nelson había engordado y perdido todo atractivo.
Económicamente estaba en la ruina porque la herencia que él le había dejado fue desviada hacia otras manos. Agobiada por las deudas huyó a Francia y se radicó en Calais donde vivió en la miseria hasta su muerte a la edad de 49 años. Su hija Horatia tuvo mejor destino casándose con un pastor protestante y llevando una vida familiar con diez hijos. Durante toda su vida ocultó que era la hija de Lady Hamilton.

Southey Robert. Vida de Nelson. Emecé Editores, Buenos Aires 1945.
Ben Johnson. Emma Lady Hamilton. Historic UK.
http://www.historic-uk.com/HistoryUK/HistoryofEngland/Emma-Lady-Hamilton/
Hamilton Emma, Lady. Encyclopaedia Britannica, tomo 5, pag 661, Chicago 1995.
Nelson Horatio. Encyclopaedia Britannica, tomo 8, pag 588-590, Chicago 1995.

PARA PENSAR


¿Por qué nos atormenta la verdad? ¿Qué tiene algo cierto que no tengan las declaraciones encendidas de la posverdad? Lo pregunto en serio. Lo pregunto en serio porque, al compararlas, tendemos a colocar la verdad y la posverdad en igualdad de condiciones. Creemos que se pueden contrastar. Una, la primera, se ajusta a los hechos. La otra, en cambio, no. Esto es un error.



Hay verdades que pueden ser proferidas como posverdades. Hay, como sabe la ciencia, verdades que son cuestión de fechas. Durante gran parte de la historia de la física, el tiempo fue tenido por una magnitud inmutable. Hasta que en 1905 Albert Einstein propuso -y luego se probó cierto- que era relativo. Lo que no significa que todos sus antecesores hayan estado mintiendo.

La política -y dicen, en un punto, que todo es política- está repleta de estos axiomas engañosos. Nos encanta confrontar. Porque es obvio que lo contrario de algo malo ha de ser algo bueno. Pero no. Lo contrario de algo malo es otra cosa mala, pero de signo opuesto. Por eso la historia está infestada de regímenes de ideología irreconciliable y métodos idénticos.



Así que hacemos mal en llamarla posverdad, porque de verdad no tiene ni un pelo. ¿Qué es la verdad? La verdad es la intención de la verdad. Luego vendrá la trabajosa búsqueda del científico o del periodista, del lógico, del filósofo o del médico en una sala de guardia.
El lenguaje delata estos matices. A nadie se le ocurriría acuñar el término posmentira, por ejemplo. Si anhelamos la verdad es porque nada puede construirse sobre la base del engaño. El engaño es la intención del engaño, un instrumento descartable para un fin oculto.
Anhelamos la verdad, incluso cuando esa verdad pueda no llegar a saberse nunca. Pensaba estos días en el saxofonista, flautista y clarinetista de jazz estadounidense Eric Dolphy, cuya causa de muerte, el 29 de junio de 1964, nunca fue del todo aclarada.


La música de Dolphy me llegó, hace muchos años, por medio de un colega. Venía en un casete con el nombre del artista garrapateado en la etiqueta y, en el envoltorio de cartón, una minuciosa enumeración de las canciones. "Éstas son palabras mayores -me anticipó aquel periodista-. No es fácil, pero son palabras mayores."
Me fui con el desafío a casa y, como había ocurrido antes con Bill Evans, Charlie Parker, Thelonius Monk, Charles Mingus, Dizzy Gillespie y, por supuesto, Miles Davis, el casete rodó y rodó muchas veces, hasta que poco a poco empecé a comprender lo que me estaba diciendo.
Luego intenté comprar otros discos de Dolphy, y descubrí que o eran pocos o no estaban por ningún lado. Antes de Internet, de Wikipedia y de Spotify, el asunto fue pasando a segundo plano, el casete se sumó a una vasta y desordenada colección, y otras obras lo fueron eclipsando. Pero por algo me había costaba encontrar discos de Dolphy.


La historia oficial asegura que, durante una gira en Berlín, Eric Dolphy se desvaneció en su habitación, a causa de una diabetes no diagnosticada; se lo trató con insulina, pero falleció de un ataque cardíaco.
Sin embargo, en el documental de 1991 Eric Dolphy: The Last Date, varias personas -entre otras, su prometida de entonces, Joyce Mordecai- refutan tal relato. Según colegas, amigos y asistentes, Dolphy estaba a punto de iniciar un concierto cuando se desplomó sobre su instrumento. Fue trasladado al hospital de Achenbach, donde, por ser un músico negro de jazz, dieron por sentado que sufría una sobredosis. Le suministraron medicación para ese cuadro y Dolphy falleció de un coma diabético. Tenía 36 años y era "tan abstemio como un puritano", según el crítico de jazz Brian Morton.
Uno puede decidir con qué versión de esta historia quedarse. Especular. Debatir. Pero la verdad -lo que ocurrió realmente esa noche- es una sola. Aunque nunca la sepamos.

A. T. 

LOS VIERNES DE NOVIEMBRE EN EL RECOLETA

México y Argentina se encuentran en el Recoleta para presentar Nomofobia
¿Cuál es la elasticidad del tiempo si alguien más tiene el reloj?
Los viernes de noviembre, 20.30 h, se presentará Nomofobia de David Gaitán (México) y Marina Otero (Argentina) en el Centro Cultural Recoleta. Nomofobia, inspirada en la teoría y práctica de Roger Bernat, es una performance creada en el marco de RRR, la primera residencia internacional en artes escénicas del Recoleta. Durante la experiencia, los participantes reemplazarán el celular por unos auriculares. Por cada espectador, un destino posible.
"El teléfono celular se ha convertido en el dictador de nuestra cotidianidad. Nuestras capacidades de sociabilidad están supeditadas al límite de caracteres, a la torpeza de nuestros dedos, a la inteligencia del dispositivo; nuestros afectos dependen de la estabilidad de la interfaz. Se puede hacer más en menos tiempo, pero los minutos en la tercera dimensión disminuyen en picada. Nomofobia es una performance para problematizar la idea del tiempo en medio de una fiesta diseñada.” Marina Otero, David Gaitán
Ficha artístico técnica
Autoría: Marina Otero, David Gaitán
Intérpretes: Aymará Abramovich, Santiago Torrente, Myriam Nana Henne, Juan Francisco López Bubica, María Eugenia Roces, Matías Kedak, Alejandra Aristegui, Cristian Vega, Ivanna Colonna Olsen
Curaduría: Monina Bonelli y Alejandro Casavalle
Asistente de dirección: Rosario Ruete
Diseño de sonido: Matías Coulasso
Diseño de iluminación: Lucía Feijoó
Coordinación producción: Sebastián Romero
Producción ejecutiva: Mariano de Mendonca
Asistente de producción: Malena Sánchez Olmos
Dirección: Marina Otero y David Gaitán
Sobre David Gaitán
México, 1984. Actor, dramaturgo, director, docente y traductor de teatro. Ha participado en cerca de 30 montajes teatrales y tiene más de 10 obras publicadas. Cofundó las compañías Teatro Legeste y Ocho Metros Cúbicos; entre sus montajes más reconocidos están La Ceguera No Es Un Trampolín, Béisbol, Antígona y Romeos, en todas ellas autor y director. Su trabajo se ha presentado en países como Alemania, Uruguay, Argentina, Colombia, España, Estados Unidos, entre otros.
Sobre Marina Otero
Argentina, 1984. Creó, interpretó y dirigió Recordar 30 años para vivir 65 minutos, Moneyfest, Bayonesa, Andrea y 200 golpes de jamón serrano, interpretada junto a Gustavo Garzón. Trabajó como intérprete y asistente coreográfica en La idea fija de Pablo Rotemberg. Participó de la Bienal de Arte Joven Bs. As. 2015 con la que obtuvo el premio a la Mejor Dirección en Danza y una beca para el programa Watch and Talk en el Theatre Spektakel (Zurich).
Viernes de noviembre, 20.30 h
Centro Cultural Recoleta, Junín 1930
Localidades $120 | Entradas click
Material audiovisual Click
Duración: 90 minutos
****Al acceder a la función de Nomofobia: los espectadores tendrán que entregar sus teléfonos móviles hasta la finalización del recorrido de la performance (90 minutos).


W: www.centroculturalrecoleta.org
Fb: /CentroCulturalRecoleta
Tw: @ElRecoleta
In: elrecoleta
Más información, pedido de notas y acreditaciones:
Prensa CCR | 4803.1040 int. 216 | Junín 1930 | CABA
prensa@centroculturalrecoleta.org | www.centroculturalrecoleta.or
Marisol Cambre - Antonela Santecchia
- Se agradece difusión de la presente información -



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LOS MUSEOS; GENTE QUE SE ENCARGA...


Los oficios que no vemos y mantienen vivas las obras de los museos
Restauradores, luthiers, escenógrafos, arqueólogos submarinos y hasta ex combatientes velan para que las colecciones reluzcan en paredes y vitrinas como piedras preciosas
En los museos trabajan historiadores, curadores, montajistas y guías de sala. Pero también hay personal con oficios diversos, que aplica saberes inesperados. Hay conservadores que son "planchadores" de cuadros, diseñadoras de moda que se llaman a sí mismas "cirujanas", escenógrafos de vitrinas, buzos que rastrean bajo el mar piezas de exposición, luthiers de instrumentos centenarios y veteranos de guerra. No sólo de museólogos está hecho este particular mundo. Si hasta hay también empleados no humanos, y ésa es la mayor extravagancia. Los gatos son de plantilla gracias a su eficacia en el control de plagas: como Lino, un atigrado gris que tiene cucha en el Museo del Traje, y Aimé, una bicolor que "trabaja" en el Cabildo.
Los conservadores de arte encuentran un referente en Pino Monkes, que desde 1983 intenta detener los relojes en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires: su tarea es resguardar del deterioro del tiempo el arte más perenne, el contemporáneo. En su mesa de trabajo se puede esperar cualquier cosa. "Nuevos materiales, nuevos problemas y nuevos conceptos que obligan a nuevos criterios de intervención. Es un abanico tan grande y tan abierto que no se puede armar una teoría porque no sabemos si estamos hablando de chocolate o de estiércol dentro de una lata", explica. Tiene una gran sala propia en el primer subsuelo, donde abundan los microscopios, los tubos de ensayo, una campana de extracción de vapores, tableros y, también, las planchas termocauterio, pequeñas planchas de mano para estirar la pintura de caballete que se craqueló. Otro recurso es encerrar las obras difíciles en cajas de acrílico herméticas para protegerlas, como las de Eduardo Mac Entyre, de líneas delgadísimas. "Es imposible repararla", señala. Su último gran desafío fue una rueda de hierro oxidado con colgajos de tela, obra de Liliana Maresca actualmente en exhibición.


La "cirujana" del Museo del Traje. Cristina Quiroga habla de "suturar" al "paciente" cuando trabaja en recuperar una mantilla del 1800 u otra pieza de colección; también traza moldes para generar réplicas. Foto: Javier Crespi
Mientras Monkes plancha cuadros, Cristina Quiroga exhibe sus manos de cirujana: recién lavadas, sin anillos, las uñas cortas y sin esmaltar. Enhebra un filamento extraído de un viejo paño de seda y se concentra bajo los reflectores. "Voy a suturar", avisa, y comienza a dar puntadas a su "paciente", una mantilla encaje chantillí tejido a bolillo en seda natural a fines de 1800. En el Museo del Traje controla cada pieza que ingresa al patrimonio. Su aliada es una aspiradora. "Las prendas no se lavan: se aspiran. Hago un mapeo de los daños, con registro fotográfico. También pienso cómo es la mejor manera de exponerla", dice la experta en textiles. En el proceso, aparecen sorpresas como medallitas cosidas en lugares inesperados, notitas, talismanes y firmas. Y se ocupa de trazar la moldería, para después poder hacer réplicas. "Con esta mantilla voy a estar un mes entero porque además de hacer pequeños puntos de sujeción en las roturas voy a agregar un tul en los faltantes para detener el daño", cuenta.



Paula Olabarrieta es una luthier especialista en pianos, tutora de los once más antiguos y especiales del país, que se preservan en el Museo Histórico Nacional. Su mayor éxito es la puesta en funcionamiento de dos joyas de la colección: el que se atribuye a Mariquita Sánchez de Thompson, donde se habría tocado por primera vez el Himno Nacional, y el del compositor Juan Pedro Esnaola. Mima, además, los trece pianofortes del acervo con mantas, control de humedad con bolsitas de gel de sílice y carbón activado, y permanente vigilancia. Varias veces al año se los puede visitar en la reserva del museo. "Trabajé en la puesta en valor de todos ellos, lo que incluyó documentarlos, relevarlos, limpiar pieza por pieza, encolar piezas sueltas, arreglar patas y combatir los hongos. Había pianos que no se habían limpiado en 150 años, y el polvillo había formado una trama; se levantaba como una tela. El más antiguo es de 1792. El piano estaba aún en desarrollo, y su evolución acompaña la de la música", cuenta. En el piano de Esnaola había rastros de cera de vela, que dejó como testimonio de su época. Se hacen dos o tres conciertos por año, y ella se encarga de la afinación un mes antes. "Se rescata así repertorio de época y se puede ejecutar en los instrumentos para los que se compuso", dice. Sufre un poco con el ímpetu de los intérpretes: cuando Horacio Lavandera tocó el Himno el 9 de julio pasado temió que saliera volando un martillo con tanta pasión. "Pero cuando pudo adecuarse al piano, que es un documento histórico, logró una versión maravillosa".


¿Planchar un cuadro? Pino Monkes, conservador del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, emplea pequeñas planchas termocauterio para estirar las pinturas craqueladas; su trabajo lo enfrenta al paso del tiempo.
En el Museo Mario Brozoski de Puerto Deseado se pueden ver vestigios del naufragio de la Corbeta Swift, hundida en 1770. Para llegar a sus vitrinas, los 400 objetos de la colección fueron rescatados por arqueólogos submarinos como Dolores Elkin, que pasó 17 años sumergiéndose en esas aguas heladas y, de paso, se hizo amiga de lobos y otros habitantes del submundo acuático. Dirige el programa de Arqueología Subacuática del Instituto Nacional de Antropología y Pensamiento Latinoamericano, y ahora ese grupo anfibio trabaja con el Museo del Fin del Mundo de Ushuaia, en otro naufragio al que accede caminando cuando hay marea baja. "Se considera al mar el museo más rico del mundo, por todo lo que esconde", define. A veces sus días son toda una aventura: "El 80 por ciento del trabajo es de investigación, en el escritorio. En la Patagonia, sólo hacemos trabajo de campo de noviembre a marzo. Entonces, buceamos dos veces por día y nos vamos turnando entre seis y ocho personas. Cuando uno trabaja en lo que le apasiona puede calificarse de idílico. Aunque tiene sus momentos duros: las fotos no reflejan la temperatura del agua. Bajo la superficie siempre es especial: un mundo muy ajeno, mágico; estás alerta a criaturas de colores que parecen de ciencia ficción y sonidos a los que no estás acostumbrado. Todo el tiempo escuchás tu propia respiración".
Del mundo del teatro llega al Museo Evita el escenógrafo Guillermo Gualchi para sumar su arte: "Poner el objeto en su contexto y su tiempo y convertirlo en un hecho dramático. Interactúo con las áreas de preservación e investigación, para cuidar la pieza y entender su historia. Después trato de reconstruir su tiempo, y que la gente se lo lleve dentro de su corazón". Por ejemplo, una pelota de fútbol se exhibe en el aire, como en medio de una jugada. Con sonido e iluminación se recrea un estudio de radio en la sección que recuerda a la Evita actriz.


Rescate en la profundidad. Dolores Elkin, arqueóloga submarina, rescata de naufragios valiosos objetos que se exponen en museos del Sur. "El mar es el museo más rico del mundo, por todo lo que esconde", dice.
Todo lo contrario de la ficción es lo que aporta Mario Volpe al Museo Malvinas. Ex combatiente, su testimonio es piedra fundamental de esa institución. Fue vicedirector en los inicios del museo y ahora trabaja en el archivo. "Trato de mantener los ejes principales en los que venimos trabajando desde hace 35 años: memoria para los compañeros caídos, justicia en las causas de derechos humanos, el derecho a la identidad para los 123 soldados enterrados como NN y seguimos luchando contra la invisibilización que sentimos cuando volvimos de las Malvinas". Ahora, en el museo, la causa tiene otro lugar de referencia.

M. P. Z.

VOCACIONES


Toda vocación incuba una apuesta. Puede que escuchemos el llamado de la música o de la arquitectura, de los números o de las letras, de la fotografía o de las recetas de una abuela que predica con sus guisos. Pero tales inclinaciones no garantizan que tengamos talento.
Es un juego sin garantías. La vocación suele desperezarse temprano y se siente como una obsesión. Casi todo lo demás pasa a segundo plano. Es dicha pura. Es la más pura de las dichas. Pero, poco a poco, allá adelante se va dibujando el perfil de una cordillera. ¿Tenemos lo que se necesita? No hay modo de saberlo.
Empecé a escribir a los diez años. Mi madre estaba de verdad preocupada. El chiquilín llegaba de la escuela, se quitaba el guardapolvo y se sentaba redactar hasta la hora de comer. Todos los días. La pila de esos primeros cuadernos está hoy siempre a la vista en mi estudio. Porque el deleite sigue intacto, pero también porque desde esos cuadernos hasta estas líneas el viaje fue cualquier cosa menos tranquilo. He aprendido algunas cosas en esta travesía.
Durante la secundaria, mi vocación despertó en la familia una feroz resistencia. Empecé así a investigar todas las mañosas esquinas del desafío. Descubrí, por ejemplo, que muchos de mis compañeros no parecían haber notado que esa carrera que estaban por elegir sellaría todas sus horas futuras. Solía preguntarles qué iban a seguir; recuerdo que un querido amigo me respondió que Ingeniería.
-¿Pero a vos te gusta eso?
-No. A mí me gusta el teatro.
Luego de una larga conversación sobre las presiones familiares y los riesgos de tomar un camino poco convencional, concluí:
-Nos guste o no, estamos obligados a hacer una apuesta.
Al día siguiente le llevé El jugador, de Dostoievsky, y supongo que surtió efecto, porque a la semana siguiente me pidió más libros y con los años se convirtió en director de teatro.
De momento, sin embargo, todavía había demasiadas incógnitas sobre el porvenir. Me faltaba información. Le confié el dilema a uno de mis profesores más admirados, café de por medio, en un localcito que había enfrente del colegio.
-La clave -sentenció, luego de escucharme con atención- está en que logres independizarte económicamente. Cuanto antes, mejor.
Puede sonar extravagante que un profesor le lance semejante reto a un chico de 16 años. Pero esa frase venía a echar luz sobre un asunto central. El problema nunca había sido mi inclinación por las letras, sino que las letras no pagaban bien. Bueno, todavía no tenía idea de cómo iba a resolverlo, pero, con más razón, cuanto antes empezara, mejor.
Al año siguiente, y luego de varios fracasos y bochornos, conseguí mi primer trabajo en una revista.

Tenía 17 años y había logrado producir mi propio dinero. Poco, es cierto. Pero no había salido de la cartera de mi madre. La lección de aquel profesor se mostraba ahora en toda su dimensión. Esos billetes tenían un peso, un valor, una magnitud y una proyección como ninguno de los que había tocado hasta entonces.
Había advertido, pues, una fisura en los interminables sermones que nos prodigaban nuestros familiares. Estaba seguro de que iba a costarme mucho esfuerzo, y así fue. Quizá me aguardaban épocas en las que no comería todos los días. Pero también es cierto que cuando me tocó administrar la escasez bastaba sentarme a escribir para engañar el estómago.
Mi trabajo en aquella revista me convirtió en una celebridad entre mis compañeros y me complicó más las cosas en casa. Todavía no había resuelto por completo la ecuación económica, claro, pero ahora sabía cómo era una redacción, cómo funcionaba, debía trabajar los fines de semana y durante las vacaciones, respetaba una disciplina lo más profesional posible y aprendía el oficio. Pero hay algo más. Ya no era un chico. Con esa apuesta, con ese salto de fe, había iniciado mi propio camino, y de eso se trata la adultez. No al revés.

A. T.

TEMA DE ANÁLISIS,CEREBRO RICO, CEREBRO POBRE


La neurociencia nos ha aportado conocimiento sobre el cerebro y su evolución, y ha puesto la mirada en ponderar el desarrollo neuronal según el contexto en el que se vive.

Los chicos que provienen de contextos de pobreza dedican su tiempo a sobrevivir. Sus cerebros están sumergidos en la zona de lo urgente, y sus necesidades emocionales primarias se ven invadidas por el dolor y el estrés, dejando poco espacio para el desarrollo de pensamientos creativos y rigurosos.
Pierden la confianza en los adultos y, gradualmente, en sí mismos. Esta espiral viciosa los lleva a vivir la etapa escolar con pocos resultados académicos, escaso desarrollo de habilidades mentales profundas y a manifestar problemas de conducta de diverso tipo.
La pregunta es: ¿miramos a los chicos y vemos lo que está allí o los miramos y vemos todo lo que les falta?
Porque hay muchas imágenes que se pueden disparar al contemplar a los alumnos de contextos vulnerables: podemos ver chicos ávidos por aprender, con signos de pregunta, abiertos a la creatividad, sonrientes, inteligentes, con potencial para cambiar el mundo. Chicos que cada mañana despiertan asombrados con la naturaleza, que disfrutan de las alegrías de sus amigos, con resiliencia para seguir buscando el mejor sentido a sus vidas.


La imagen que tenemos del chico que vive en la pobreza no tiene por qué ser de vacío, sino de potencialidad, de "niño rico" que está construyendo su propia vida y tiene derecho a explorar y crear.
La pobreza mental
Hay otra clase de pobreza, igual de preocupante, que es la que surge como modelo mental cuando hablamos de un chico. Es la que cree que su cerebro es una tabla rasa o un recipiente vacío al que se ha de llenar de conocimientos.



Este modelo es el que sigue en las mentes de adultos que aún no se han replanteado la profundidad de lo que significa aprender, y esta forma de pensar y actuar se ve más acentuada con los chicos que viven en contexto de pobreza, ya que no sólo se los ve como dependientes de factores externos para salir de su lugar, sino que este patrón se extiende a su familia y a su comunidad.
El atraso en los conocimientos sobre la pobreza y su desempeño cognitivo hace que los enfoques que se abordan para paliar la problemática estén basados en viejos paradigmas.
En países subdesarrollados y con bajo compromiso social con la educación en general, se instala un modelo asistencialista, sin un profundo conocimiento de los avances en las investigaciones de la neurociencia.


Hoy tenemos nuevas herramientas para apasionarlos. Ellas nos abren nuevas y ricas oportunidades para conocer más las mentes de los chicos y para saber cómo sienten y aprenden sus cerebros.
El verdadero desafío y cambio hacia la riqueza mental requiere de adultos que hagan de la reflexión y la investigación una nueva cultura educativa: cambia la manera de aprender, de evaluar, de enseñar, y también los espacios y contextos para comprender.
Los alumnos de hoy necesitan que desafiemos los discursos y los estilos pedagógicos imperantes. Los adultos podemos actuar con esperanza, con pasión, convicción y confianza para erradicar la pobreza mental, y así lograr una nueva cultura que genere riqueza en las mentes de los niños y jóvenes argentinos.

E. O. de M. 

UNA ENORME HISTORIA DE AMOR


Un artículo escrito por la periodista y escritora estadounidense Sally Quinn que relata la dolorosa partida de su marido, el legendario periodista de The Washington Post, Ben Bradlee.
Siempre creí que mi matrimonio era perfecto, que nuestro amor era inmutable y eterno, pero el 8 de enero de 2003, Ben y yo estábamos en la sala de espera del doctor Steven Wolin, un psiquiatra sumamente respetado de Washington. Estábamos pésimo.
Nuestro matrimonio, que había sido una gloria, de pronto era tenso y difícil. Ninguno de los dos entendía lo que pasaba, y recién ahora, casi 15 años después, comprendo cabalmente la razón de todo aquello.
Yo estaba devastada por el cambio de actitud y el comportamiento de Ben hacia mí. Él siempre había tenido una personalidad optimista y luminosa, pero se había vuelto malhumorado, pesimista y en ocasiones hostil. Y nadie más podía verlo, porque esa parte se manifestaba sólo conmigo.
Yo estaba destruida por esos cambios de conducta que, a pesar de haber ido apareciendo gradualmente, quedaba claro que, lejos de desaparecer, se estaban intensificando.
A Ben no lo convencía la idea de “terminar en el diván”. Tampoco le gustaba tener que estar a la defensiva, que era precisamente la actitud que adoptaba cuando le describía la situación desde mi punto de vista. Cuando me escuchaba relatar nuestros problemas, parecía un poco confundido, como si le hablara de otra persona y no de él.
Repetía frases tales como “no puedo creer que yo haya dicho eso o que haya usado ese tono. Yo no soy así”. Y después decía: “Yo la amo, ¿cómo la voy a tratar de esa manera?”.
En el año 2011, cuando Ben todavía mantenía un cargo de vicepresidente en el Post, lo llamó por teléfono un periodista para entrevistarlo acerca de cierto asunto delicado que había ocurrido en el diario. Ben se mostró muy comunicativo.
De hecho, demasiado comunicativo: le contó al periodista mucho más de lo que tendría que haberle contado y más de lo que sabía. Cuando la entrevista se publicó, fui a ver a Don Graham, el presidente del Post, y le sugerí que tal vez era hora de que Ben dejara de ir al diario. Don, que es el ser humano más bueno del planeta.
Ben Bradlee, director ejecutivo de The Washington Post desde 1968 hasta 1991, murió el 14 de octubre de 2014 a los 93 años. Pasó sus últimos años luchando contra la demencia senil, algo poco conocido fuera de su entorno más cercano.
En estas páginas, un fragmento de una nueva biografía escrita por su viuda, Sally Quinn, la experimentada redactora de The Washington Post cuyo libro Finding Magic (“Encontrar la magia”) fue recientemente publicado en los Estados Unidos se negó siquiera a considerar la idea.
En lugar de eso, urdimos un plan: les avisamos a todos los secretarios y asistentes del piso que jamás le pasaran una llamada a Ben sin antes confirmar con su secretaria, Carol, o con Don, o conmigo. Y les pedimos a todos que rechazaran las solicitudes de entrevistas. Ben nunca lo supo.
Pasaron cinco años hasta que le diagnosticaron demencia senil en su fase inicial, pero fuera de la familia eran pocos los que estaban enterados. Día tras día, Ben bajaba a almorzar a la cafetería del diario y rápidamente lo rodeaba un cortejo de reporteros y admiradores, y eso parecía levantarle el ánimo.
Siempre tenía un grupo con el que conversar y, a menos que hiciera un corte de manga o mandara al carajo a alguien, su pérdida de memoria pasaba mayormente inadvertida.
Entonces organicé un grupo de almuerzos en el hotel Madison, enfrente del diario, de donde era habitué. Carol, su secretaria, llevaba una lista de inscripción y podían anotarse hasta cinco personas. Siempre estaba llena. Lo llamábamos “Los martes con Ben”.
Una noche fuimos a una fiesta que dieron en la casa de George Stephanopoulos y Ali Wentworth. Estábamos todos por ahí tomando un trago cuando Ben, que de repente se había puesto pálido y débil, tuvo una especie de ataque y se desmayó en el sofá. Se le pusieron los ojos en blanco, quedó con la boca abierta y perdió el conocimiento.
En cuestión de minutos, ya íbamos camino del Hospital Universitario George Washington. Media hora después, Ben ya estaba despierto y diciéndole a quien tuviese a mano que lo sacaran de ahí de una vez. Estaba bien.
Recién uno o dos días después advertí que el cambio se había profundizado. No parecía tan sagaz. Había perdido algo. Fui la única que lo notó.
Continuamos con nuestras vidas con la mayor normalidad posible. Él siguió yendo al diario todos los días.
Entre episodios, Ben seguía siendo una persona alerta y perspicaz, pero justamente ese grado de conciencia hacía que sus recaídas fuesen todavía más dolorosas. Lo más difícil era no saber nunca cuándo iba a ser el verdadero Ben y cuándo un desconocido.
No obstante, para el otoño del año 2012 supe que había llegado la hora de contar la verdad. Iba a tener que decirle a la gente que Ben sufría de demencia.
Ben estaba en su oficina y pasé a verlo. Sonó el teléfono y atendió Carol. Era nuestro viejo amigo Harry Evans, editor británico casado con la también editora Tina Brown. Tomé la llamada y le dije: “Harry, Ben ya no va a poder recibir más llamadas. Padece de demencia”. Del otro lado se hizo un silencio mortal, y después Harry me dijo con tono apenado: “Querida, tarde o temprano nos va a llegar a todos, ¿o no?”.
Estaba hecho. Y a partir de ese momento, para nosotros empezó otra vida, una vida que me aterraba pero que así y todo iba a ser plena, y de una forma que nunca antes habría imaginado.
Como la palabrita que empieza con “A” mayúscula es matadora, nosotros siempre la llamamos “demencia”, aunque en realidad nunca quedó claro qué fue lo que tuvo Ben. Vaya uno a saber por qué, Alzheimer suena a algo que uno puede contraer.
La demencia, en cambio, parece un poco más domesticable, como si se tratara de una consecuencia natural del envejecimiento. Desde entonces, les pedía a mis amigos que me dejaran sentar al lado de Ben en las cenas para poder cuidarlo. Y me aseguraba de que la persona a la que le tocara sentarse enfrente de él estuviera al tanto de la situación.
Una vez más, volví a sugerir que Ben dejara la oficina. Y de nuevo Don no quiso nada. Estaba decidido. La oficina de Ben iba a estar ahí para él hasta el día de su muerte.
El especialista en psiquiatría geriátrica le recomendó un grupo de apoyo fabuloso llamado The Friends Club (El Club de Amigos), doce hombres en diferentes estadios de demencia que se reunían tres veces por semana en una iglesia de Bethesda, Maryland. Creí que me iba a costar mucho convencerlo de que fuera, que nunca iba a aceptar ir a ese grupo de “blandengues”.
Pero no se lo describí como un club para hombres con demencia. Le dije que era un grupo de periodistas y hombres que habían servido en el ejército o en algún cuerpo diplomático en el exterior (todo lo cual era cierto). Y también que John, el esposo de Sandra Day O’Connors, y Sargent Shriver habían formado parte del grupo.
Por alguna razón que nunca llegaré a entender, Ben accedió a ir al grupo de apoyo. El primer día me quedé toda la sesión sentada junto a él. Había un hombre que estaba callado y no participó para nada. Otros, los más nuevos, parecían bastante normales hasta que después de más o menos una hora empezaron a ponerse reiterativos.
Cada tanto, uno de ellos frenaba en la mitad de lo que estaba diciendo y exclamaba: “¡Carajo, no me acuerdo!”. Los demás se deshacían en muestras de apoyo y solidaridad. Ben también, y de a poco empezó a relajarse.
Terminé entendiéndome con ellos, les organicé la conversación, les conté historias y casi me puse a hacer piruetas. Hice tanto esfuerzo por tratar de entretenerlos a todos para que Ben les cayera en gracia que emocionalmente fue agotador. Me había convertido en una mamá sobreprotectora.
Él me tuvo agarrada de la mano durante la mayor parte de la reunión. Pude sentir lo dependiente que se había vuelto de mí. Estaba nervioso y parecía perdido. Nunca lo había visto así. Y eso me mató. Cualquier atisbo de la hostilidad que había estado demostrándome sencillamente había desaparecido. Mientras volvíamos a casa en el auto, puso su mano sobre la mía y me dijo: “Te amo, nena”. Y yo sentí que de alguna manera Dios me lo había devuelto.
En agosto de 2013, Jay Carney, quien luego sería vocero de Barack Obama en la Casa Blanca, me llamó para comunicarme que el presidente le iba a entregar a Ben la Medalla Presidencial de la Libertad, pero que tenía que guardar el secreto hasta que ellos lo anunciaran unas semanas después.
Ben se emocionó mucho, aunque en ese momento yo no estaba muy segura de que realmente entendiera lo que estaba pasando. Esa noche tuvimos gente a cenar, un grupo de periodistas, y Ben les anunció que iba a recibir la Medalla Presidencial de la Libertad. Se había olvidado de que era un secreto.
La ceremonia iba a ser en noviembre y Ben estaba obsesionado. Se levantaba en medio de la noche y trataba de vestirse para el evento. En ese punto, ya había perdido la noción de las fechas. La noche antes de la entrega del premio, invité a todos sus hijos, nietos, hijastros y nietastros, sobrinos y sobrinas a una fiesta familiar. Ben estaba en su salsa.
Me sorprendió lo importante que era para él esa medalla. El reconocimiento público de sus logros era algo a lo que nunca le había prestado atención.
Ben recibía constantes invitaciones a algún evento para homenajearlo, sobre todo los últimos años, y casi siempre rechazaba las invitaciones. Pero ahí estábamos, a punto de recibir el honor cívico más alto al que pueda aspirar un estadounidense, y él estaba entusiasmado e impaciente.
Tal vez sabía que se acercaba al final de su vida. Estaba más nostálgico de lo habitual respecto de su pasado. De algún modo, esa medalla parecía darle un significado a su vida. Ben había peleado en la Segunda Guerra Mundial, defendiendo su país y sus principios.
Se desempeñó como periodista durante casi 60 años, dedicándose a descubrir los hechos y develar la verdad, defendiendo la Constitución, la Primera Enmienda y todo lo que representan. Había dado una buena pelea y había llegado a la meta sin perder nunca la fe.
Mi plan era ir temprano a la Casa Blanca para reemplazar a Ben en el ensayo. Él iba a llegar después, porque no iba a soportar estar ahí con tantas horas de anticipación.
Entre los otros homenajeados ese día se encontraban Bill Clinton, Oprah Winfrey y Gloria Steinem. Y yo participé del simulacro con todos los galardonados. Tenían que recorrer el pasillo que va desde el Salón Este hasta el palco, subir la escalera, esperar a que leyeran su nombre, ir hasta donde estaba el presidente, recibir la medalla, volver a sus asientos y después bajar la escalera otra vez.
Me desesperé. Sabía que Ben no iba a poder hacerlo solo. Mucho menos ese día, porque estaba más perdido que nunca, probablemente a causa de los nervios, la agitación y la falta de sueño. Él tenía sus días buenos y sus días malos. Y ése era un día malo.
En mi desesperación, acudí a Clinton y le pregunté si podía ayudar a Ben a pasar por todo eso. Él lo tomó de la mano, lo guió a través de la alfombra roja hasta el podio y lo ayudó a sentarse, haciéndole una seña cuando tenía que volver a levantarse.
Lo asistió para que llegara a donde estaba el presidente, lo orientó de regreso a su asiento, y finalmente lo tomó del brazo y lo ayudó a salir de la sala cuando terminó la ceremonia. Mi agradecimiento era indescriptible.
Durante la recepción, el ex presidente Clinton se me acercó riendo y me dijo: “¿Sabe lo que me preguntó Ben? ¡Si alguna vez me había mandado al carajo!”. Clinton me contó que le había respondido que no, pero que sólo había sido porque cuando él fue presidente, Ben ya no era editor del diario.
Ben volvió a casa y durmió por el resto de la tarde. De milagro, cuando se despertó era otra vez él mismo, así que pudimos ir a la cena que daba el presidente para los homenajeados del pasado y del presente.
El presidente Obama insistió en ir pasando alrededor de la mesa para saludar a cada uno de los invitados. Y se detuvo un buen rato con Ben, quien durante la conversasación se las arregló muy bien por su cuenta, riéndose y haciendo bromas. Fue como si un gran rayo de energía le hubiese caído del cielo para devolverle su antigua personalidad. Nunca lo quise tanto ni estuve más orgullosa de él.
Eso fue el jueves 11 de septiembre de 2014. Apenas un mes después, Ben ya había muerto, pero nunca lo hubiese imaginado. Nosotros seguimos viviendo como de costumbre, según nuestra nueva normalidad. Ben solía estar cansado, pero de buen humor.
Siempre lo ponía feliz ver a su médico, Michael Newman, con quien mantuvimos una conversación muy jovial acerca del estado de salud general de Ben. Decía que estaba volviéndose más lento, pero que se sentía bien. Michael le pidió a la enfermera que le hiciera un análisis de sangre, cerró la puerta y se sentó.
“Voy a poner a Ben en cuidados paliativos”, dijo.
“¿Cómo?”, le pregunté, creyendo que no había escuchado bien.
“Voy a ponerlo en cuidados paliativos”, repitió.
“¿Qué quiere decir? –le pregunté–. No está muriéndose. Está más sano que un potro. No hay nada mal desde el punto de vista médico. Duerme mucho y está confundido, pero el psiquiatra dice que puede vivir así otros cinco años.”
“Ya sé”, dijo Michael tranquilamente. Él siempre había sido sincero conmigo, además de empático. Y también quería mucho a Ben.
“¿Cuánto tiempo le queda?”, le pregunté por fin.
“Cuatro meses, quizás, pero lo dudo –me dijo–. Probablemente dos.”
Vallerie, la enfermera de cuidados paliativos, empezó a venir más seguido. Ben todavía no tenía ni la menor idea de que era especializada en enfermos terminales. O tal vez sí. No hizo ni una sola pregunta con respecto a su salud.
Me aboqué por entero a la planificación del funeral. Era una distracción rara, pero aun así bienvenida, una manera de mantener la cabeza y las manos ocupadas. Llamé a la Catedral Nacional para pedir una cita.
Ya tenía el coro, un tenor, una banda, el catering y un gazebo para la recepción, los programas y las flores para la iglesia. No había llorado. Tenía demasiado que hacer y no había tiempo suficiente, ni siquiera lo había aceptado todavía. En mi cabeza, simplemente estaba preparando todo por si acaso…
Más o menos una semana antes de la muerte de Ben, mientras Vallerie le practicaba un chequeo de “rutina”, de pronto él se puso serio. “¿Cuándo me voy?”, preguntó. “¿Qué quieres decir, Ben?”, le respondí. “¿Cuándo me tengo que ir?” Miré a Vallerie.
¿Estaba diciendo lo que yo pensaba que estaba diciendo? “¿Ir adónde, Ben?”, le pregunté. Él parecía frustrado e impaciente. “¿Cuándo me voy a casa?” “Estás en casa, Ben –le dije, tomándolo de la mano–. Estás en casa.” Él cerró los ojos y apoyó la cabeza en el sofá.
Vallerie me hizo señas para que saliéramos de la habitación. “¿Me está preguntando cuándo se va a morir, no es cierto?”, le pregunté, casi sin atreverme a articularlo. “Sí.” Supe que ese “ir a casa” era lo más cerca que íbamos a llegar de hablar de su muerte. Su espíritu estaba en mí y el mío en él.
No necesitábamos decirnos nada. Él sabía y yo sabía. Sabíamos los dos. ¿Qué significó para mí la muerte de Ben? Tengo una especie de religión o algún sentido de espiritualidad que surgen de la idea del amor, de la abnegación, del misterio y de la magia. A partir de ese momento, esa idea hasta entonces vaga se hizo transparente e iluminó la historia de mi vida.
Estar enamorada de un hombre en su lecho de muerte no es romántico en un sentido convencional, pero estuve más enamorada de Ben en ese momento que en cualquier otra época. Estuve enamorada de él cada minuto de cada día, hasta el día que murió. Y el día que murió estuve más enamorada de él de lo que había estado jamás.

LECTURA RECOMENDADA


Reproducimos aquí un fragmento del libro Todo lo que necesitás saber sobre la Revolución Rusa (Paidós), que narra el clima de experimentación social y cultural de aquellos años
.
Imagen de Octubre, film donde Serguéi Eisenstein indaga en los inicios de la revolución soviética.
El utopismo fue un poderoso dispositivo que estimuló las fantasías y los sueños de los hombres y mujeres en sus intentos de construir un mundo nuevo. En ese sentido, fue la "fuerza emocional" del proceso revolucionario de la cual surgieron ideas, lenguajes, inventos, visiones y esperanzas que conformaron una auténtica revolución cultural, incluso antes de 1917 y hasta por lo menos 1932. Como lo ha demostrado el historiador Richard Pipes, la cultura y la vida cotidiana rusas pasaron por el tamiz de la experimentación, incluso más allá de lo que el nuevo gobierno bolchevique estaba dispuesto a permitir.
Una vez consolidada la Revolución, había que demostrar que una nueva era se iniciaba. Así, los símbolos del zarismo fueron lentamente descartados y reemplazados por nuevos.
Por ejemplo, en Petrogrado una comisión de expertos propuso deshacerse de todas las estatuas de los zares, dejando en pie solo El jinete de bronce, la famosa estatua ecuestre de Pedro el Grande. Muchas ciudades fueron renombradas y la vieja capital fue el mayor ejemplo: una vez muerto Lenin en 1924, se la llamó Leningrado. Otras ciudades también fueron rebautizadas de acuerdo con el nuevo panteón revolucionario: Ekaterimburgo pasó a ser conocida como Sverdlovsk (por Iákov Sverdlov) y Petro-Marevka como Piervomaisk (por el Primero de Mayo). Los bolcheviques, sin embargo, designaron comisarios para proteger museos y colecciones de arte de la furia popular, creyendo que no toda la herencia cultural del pasado debía ser eliminada.
Fue en los festivales callejeros donde el espíritu utópico se puso de manifiesto con gran notoriedad, a pesar de que en parte eran herederos de la tradición pagana y ortodoxa. Así, ya para el 1° de mayo de 1918 se pensó en un festival que celebrara el día de los trabajadores. Una procesión que comenzó en el Instituto Smolny y terminó en la Plaza del Palacio combinó música, desfiles, fuegos artificiales e incluso el Réquiem de Mozart en homenaje a las víctimas de la Revolución.
Los festivales se repetirían con los años e involucrarían a artistas, músicos y diseñadores en la diagramación y la decoración del espacio público como lugar de encuentro y de celebración de la nueva sociedad, como sucedió en El misterio del trabajo liberado, un espectáculo de masas que se montó el 1° de mayo de 1920. Allí se combinaron los espectáculos carnavalescos con danzas y decoraciones de los edificios públicos, en parte basadas en las experiencias de Proletkul't.
A la par de los festivales, pronto emergieron los símbolos de la nueva nación revolucionaria: en el verano de 1918 la tradicional bandera roja de la izquierda fue estampada con el martillo y la hoz, símbolos respectivos de la clase obrera y el campesinado, y la Internacional, que abría todas las celebraciones, se convirtió en el himno de facto.



El alfabeto cirílico se simplificó para hacerlo más accesible a las masas e incluso hubo planes para pasar al alfabeto latino. El 18 de enero de 1918 el calendario juliano que usaba el zarismo se acomodó al europeo. Quienes despertaron al otro día lo hicieron ya siendo 1° de febrero, como lo era en el resto de Europa, fecha que el decreto establecía como punto cero del uso del nuevo calendario. Si bien aquí había razones prácticas (lo habían sugerido desde el Comisariado de Asuntos Externos), también había motivos simbólicos: mostrar que la Iglesia ortodoxa, que seguía usando el calendario juliano, se encontraba entre lo más retrasado del mundo.

Precisamente, la religión fue un blanco de la Revolución. Una de las primeras medidas que tomaron los bolcheviques fue la de separar a la Iglesia del Estado. En 1924 surgió la Liga de los Militantes sin Dios, fundada por Emelian Iaroslavsky, la cual proclamaba que la religión era nociva para los trabajadores y que la ciencia alcanzaba para explicar al mundo. Iaroslavsky llegó a publicar su propia Biblia, en la que combinaba citas contra la religión de los referentes del marxismo con las de clásicos europeos.
Al mismo tiempo, surgieron actos de anticlericalismo popular y ateísmo. Así, se propuso la celebración de la "anti-Navidad" con árboles decorados con estrellas rojas y se realizó un juicio a la Biblia en el que, naturalmente, se la encontró culpable. Por las calles era común observar frases como "el humo de la fábrica es mejor que el humo del incienso" y no tardaron en aparecer actos de "contra fe" en los que los niños se bautizaban con nombres revolucionarios, tales como Traktorina (por el tractor), Ilina (y otras variantes del patronímico de Lenin) y Melor (por Marx, Engels, Lenin, Octubre, Revolución), y las parejas se casaban en las "bodas rojas".
El utopismo se hizo sentir también en el espacio urbano. En los primeros años de la década de 1920 aparecieron los desurbanistas, un grupo heterogéneo de sociólogos, teóricos, periodistas y economistas, liderados por Mijaíl Ojitovich. Los desurbanistas buscaban la redistribución no urbana de la población, dejando atrás ciudades y capitales y propiciando que los espacios se habitaran con mayor libertad.

A su vez, Konstantín Mélnikov planeó una ciudad verde [zeliony gorod] como ciudad de descanso en las afueras de Moscú, con jardines, un zoo, barrios de reposo con hidromasajes y agua de temperatura regulada, regulación química del aire con aromas de otoño y primavera, y bosques y acondicionamiento del sonido mediante el murmullo de las hojas y el silbido del viento. Con ello se proponía reemplazar el ruido del ambiente por "ruidos organizados" basados en el principio de la música y sus "conciertos de sonidos naturales", para que ayudasen al descanso.
A pesar de no contar con un "Departamento de Utopía" o un "Comisariado para los Sueños", los escritores exploraron el género de la ciencia ficción para estar a tono con lo que sucedía en la sociedad. Así, surgió una literatura utópica en la que se hablaba de paraísos comunistas rodeados de tecnología y habitados por gente virtuosa y feliz, en los que se combinaba el anticapitalismo marxista con el temor eslavófilo para moldear un Occidente diabólico.
Así surgieron textos como el del ex menchevique B. Gorev, De Tomás Moro a Lenin(1922), en el que colocaba al líder bolchevique dentro de la tradición utópica; o El mundo que viene (1923), de Iákov Okunev, donde se describía al mundo del año 2117 como un ambiente global interconectado, repleto de una compleja tecnología y atravesado por nuevas relaciones humanas. En diez años, se publicaron casi doscientos títulos de este tipo.
Varias instituciones artísticas surgieron por esos años con el solo fin de explorar cómo sería el arte del futuro. El futurista Vladímir Maiakovsky, que abogaba por una destrucción de todo el pasado cultural, fundó el Frente de Izquierda de las Artes (LEF). En los talleres de la Escuela de Arte y Técnica (Vjutemas) y el Instituto de Cultura Artística (Injuk) la experimentación estética también se trasladó al diseño. Se lo ligó a la producción, como un medio para integrar el arte a la reconstrucción de la sociedad.

En ese sentido, se destacaron los constructivistas, quienes, como constructores y técnicos, declararon su compromiso con la producción de objetos prácticos que transformaran la vida social. Así, plantearon la construcción de los dom kommuny, es decir, casas comunales en donde toda la propiedad sería compartida por los habitantes -incluso la ropa- y donde las tareas domésticas serían repartidas en equipos rotativos.
Por otra parte, la subordinación del elemento artístico a la funcionalidad se podía ver en una variada cantidad de objetos: abrigos, muebles, vajillas. Tal vez el ejemplo extremo sea Vladímir Tatlin, quien diseñó un Monumento a la Tercera Internacional en 1919 como sede de ese cónclave. Se trataba de una torre gigante de 400 metros, con una estructura espiral de hierro y acero con estructuras de vidrio diferente (cubo, esfera, pirámide) que rotarían a distintas velocidades y con pantallas gigantes para informar las últimas noticias. Si bien nunca se llegó a construir, su diseño es demostrativo del espíritu utópico y transformador de esos años. Una maqueta, sin embargo, dio vueltas por varios lugares de Rusia, mostrando el proyecto a toda la población. Tatlin dio rienda suelta a su creatividad y desarrolló también otros artefactos en ese sentido, como el Letatlin, una especie de bicicleta voladora que combinaba diseño, tecnología y utopismo.
Pinturas como Un nuevo planeta, de Konstantín Iuon (1921), también dejaban ver que el advenimiento del socialismo tenía dimensiones globales

VIOLENCIA = ESTUPIDEZ



¿Cómo serían nuestras vidas si la violencia no fuera una opción? ¿Por qué nos volvemos hostiles? Dos vehículos se rozan en la calle y, salvo excepciones, los sujetos se bajan en pie de guerra. ¿Era para tanto? Las pujas deportivas pueden terminar en batallas campales. En ocasiones, hay que lamentar muertos.

Si nos vamos a las manos por un partido de fútbol, ¿qué dejaremos para una disputa gravísima? Quiero decir, ¿no nos estaremos tomando demasiado en serio la rivalidad deportiva? Claro que sí. Lo mismo que muchos otros roces.
Les voy a dar una noticia importante. La existencia está llena de roces. Obstáculos. Conflictos de intereses. Todos cometemos errores y esos errores afectan a otros. ¿En qué momento empezamos a reaccionar como mocosos malcriados ante cualquier pavada?
No hablo de indignarse mucho por alguna razón valedera. Hablo de recurrir a la violencia, a cualquier forma de violencia, de agresión, de hostilidad. Por supuesto que alguna vez nos podría ser de ayuda. Pero ésas son experiencias extremas que nos dejarán una cicatriz ineludible. Como una guerra, por ejemplo.
Por eso no se puede vivir en guerra. Sin embargo, hemos ido naturalizando la hostilidad, nos hemos ido crispando hasta el punto en el que ya es difícil reconocernos en el espejo. Los argentinos no solíamos ser así.


Pero pregunto, y lo pregunto en serio: ¿de qué sirve violentarse? El puñetazo, la descalificación, el insulto, ¿de qué sirven? Renunciaría a todas mis reservas si alguien pudiera decirme cuál es la utilidad de la violencia. Pero por toda respuesta obtengo o un silencio avergonzado o, qué penoso, más hostilidad.


Quizá sea un rasgo atávico. Es verdad: 100.000 años atrás nuestra naturaleza agresiva debe de habernos ayudado a sobrevivir a un hábitat que pugnaba por destruirnos. Es verdad que nuestros próceres no ganaron la patria sólo con la pluma, sino también con la espada. Pero esos próceres sentirían vergüenza al ver cómo descerrajamos brutalidad por las razones más banales. Es sólo un partido de fútbol. Es sólo un raspón. Es sólo un debate de ideas. Es sólo una discusión conyugal. Es sólo un vaso roto. No es importante. Casi nada es tan importante como para recurrir a la violencia. Peor todavía, no sólo dejamos salir nuestro lado más salvaje por cualquier tontería, sino que esperamos una cólera idéntica de parte del prójimo.
¿Cómo serían nuestras vidas si cuando empezamos a sentir ese hervidero de odio inútil e injustificado nos calmáramos? ¿Cómo sería si descartáramos todas las opciones violentas? No es tan difícil, aunque a diario parezca imposible. No es tan difícil. Sólo es necesario responder la pregunta de antes. ¿Para qué sirve la hostilidad? ¿Qué resuelve? ¿Qué aporta? ¿Cuánto nos nutre? ¿Qué hay de bueno en el puñetazo o el insulto?
Mi maestro Uchiumi, con quien practiqué zazén durante dos años en mi juventud, solía hablarnos acerca de la ira. Nos encomendaba, siguiendo un antiguo consejo budista, que cuando nos enfureciéramos imagináramos nuestra cara en el espejo. Palabras severas, pero sabias, porque, además de infecunda, la violencia es ridícula y desagradable. Uno se violenta porque no puede verse desde fuera. Si pudiera hacerlo, se arrepentiría de inmediato, se sentiría cómicamente procaz e inadecuado.
La violencia se siembra minuciosamente. Si prende, es luego muy difícil extirparla. La agresión es una cultura, un estilo. Se pone de moda y todo el mundo la viste sin pensarlo dos veces. La hostilidad mete miedo y el miedo conduce a más hostilidad. Pero las cosas no tienen que ser así. Hay un anticuerpo infalible. En ese momento fatídico en el que el odio empieza a bullir hay que preguntarse qué haremos después, cuando pase la borrachera de la cólera y nos demos cuenta de que la violencia no sirve para nada
A. T.