martes, 31 de julio de 2018

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ,


La agonía de un viejo periodista sin familia, que Fernández acompañó durante tres largas noches de internación leyéndole sin esperanzas algunas páginas de Marcel Proust, derivó inesperadamente en un ligero chisme de pasillo, luego en la historia completa de un triángulo sentimental y por fin en un relato de corazones desatados.

JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
Fernández se enteró, tomando café con el personal nocturno del sanatorio, por qué cargaba tantas penas de amor la enfermera universitaria más linda de Palermo.
La mujer se llamaba Marcela, era morocha y bien desarrollada, y trataba de congeniar su belleza con la eficacia y su ambición con la bondad. Solía ser, según sus propios compañeros, abnegada pero luchadora, y sensual pero fría.
Militaba en un feminismo básico, y detestaba obviamente a los hombres prepotentes e insensibles. Por eso enamoró a un médico clínico y odió con ímpetu a un cirujano de planta.
El clínico resultó ser un hombre separado y responsable, médico de familia, idealista, humano, ético y emocional, dueño de palabras hondas y portador sano de notables signos de admiración: un sacerdote.
En cambio, el cirujano resultó ser un hombre duro, valiente y egoísta, brillante desde la técnica y cerebral en la batalla, dueño de un humor ácido que espantaba y de un escepticismo práctico a prueba de misiles: un guerrero.
El sacerdote se llamaba Juárez y el guerrero, Katz. Marcela quiso al clínico con tanta devoción que a los dos años nadie entendía por qué razón no se había casado con él.
Fue más o menos para esa fecha en la que la dirección incorporó al staff oficial al doctor Katz, que entró como un vendaval y tuvo guerra dialéctica permanente con la enfermera diplomada.
Juárez cortejaba con palabras, cuidado, altruismo y alta sensibilidad a Marcela, y ella sentía que el clínico era su mejor amigo y su compañero de ruta, un maestro sofisticado que le enseñaba el progresismo de la vida.
Katz, en cambio, le parecía aborrecible porque era elemental. Uno curaba con la observación, el otro con el cuchillo, y para Marcela ese detalle instrumental constituía una metáfora acabada de sus diferencias.
Se fraguaba, sin embargo, algo oculto e intangible en la rutina amorosa de la enfermera y el clínico. Cierta clase de amor sólo sobrevive en las incertidumbres.
Cuando se sobreentiende que no hay amenazas posibles, el amor languidece de un modo silencioso y maligno. Es como si el amor fuera un avión a pedal: si el ciclista deja de pedalear el avión cae. Esas parejas se adormecen en las llanuras y renacen en los abismos.
Un poco adormecida, pero todavía sin conciencia de estarlo, Marcela viajó a Mar del Plata con la cúpula del equipo médico del sanatorio para participar de unas jornadas de capacitación.
Juárez no pudo dejar su consultorio privado, pero Katz aprovechó el viaje para hacer sus enfáticos discursos sobre los límites de la vida, contar chistes de humor negro en las sobremesas y jugar de a ratos al tenis.
Les tocó, para desgracia de Marcela, asientos juntos en el avión y luego en el salón de convenciones. Y no pudo evitar que el cirujano la menospreciara con sutil humor, la abordara a cada rato y le sonsacara datos sobre su vida personal.
Ofendida en su ego, batalló con Katz unas horas sin lograr sacárselo de encima, y llegó a la primera noche un poco turbada. No sabía qué estaba ocurriendo y entonces, con la mente en blanco, habló una hora desde su habitación con Juárez, que le contaba anécdotas y proyectos.
Al día siguiente, mientras se hacían dificilísimos juegos de management entre las mesas, Katz vino en su ayuda, y ella sintió por primera vez algo parecido a la simpatía.
Desvelada y extraña, en la segunda noche Marcela bajó al bar y pidió una copa, y el guerrero se le sentó en el taburete de al lado, y estuvieron bebiendo y hablando dos horas en una rara intimidad nocturna.
Un poco mareada, Marcela se metió en el baño y se miró al espejo. Esto no puede estar pasando, se dijo. Pero estaba pasando, y chocaron los planetas.
La enfermera regresó a Buenos Aires creyendo que todo había sido un lamentable error y un mal sueño, y se dio ánimo pensando que no tendría consecuencias. Pero las cosas comenzaron a ser distintas entre ella y el sacerdote.
Y el guerrero la encadenó a su cama y al mes Marcela se dio cuenta de que tenía un novio formal y un amante institucionalizado, y se horrorizó ante la idea. Yo no soy así, esto no puede estar pasando, se repetía.
Pero estaba pasando, y duró seis meses. La enfermera era incapaz de cortar la relación con el guerrero, pero se sentía desfallecer ante la sola posibilidad de perder al sacerdote, que parecía ser el hombre de su vida.
¿Los quería a los dos? Sí, pero de un modo tan distinto. Tenía que admitir, a fuerza de sinceridad, que el guerrero le despertaba algo atávico, algo anterior a la ideología, la civilización y lo políticamente correcto.
Era algo vinculado a esa dimensión cavernícola y animal que deriva del duelo y el cortejo entre el macho y la hembra. El sacerdote, en la vereda de enfrente, representaba todo por lo que ella había luchado, todo en lo que creía y también todo en lo que buscaba convertirse con desesperación.
No había perdido tampoco la pasión por el sacerdote, aunque el conocimiento profundo del guerrero le reveló a alguien sensible e intuitivo escondido dentro del envase de un hombre de acero inoxidable.
Por increíble que parezca, Katz estaba ahora completamente enamorado de ella, y las dudas de la enfermera lo debilitaban, lo convertían en un tipo en paños menores azotado por los vientos del polo.
El cirujano sabía de la existencia de Juárez, pero el clínico nadaba en la ignorancia, aunque percibía que Marcela estaba lejos sin entender del todo a qué se debía esa nueva modorra.
Un obstetra, íntimo de Juárez, escuchó primero el rumor en Enfermería y luego pescó de casualidad un gesto secreto e inequívoco de Marcela hacia Katz en la sala de operaciones.
Un amigo es un amigo: puso al tanto al clínico de la situación mientras lo emborrachaba. Al principio, Juárez no quiso creer la verdad.
Transido por el dolor, comenzó a espiar a Marcela y, como quien busca encuentra, finalmente encontró algunos indicios de infidelidad. Y al final la confrontó desde la cruel honestidad de los inocentes. Ella no pudo negarle los hechos.
El pegó un portazo, se subió a su camioneta y manejó quince horas por rutas perdidas. Estuvo tres días desaparecido, y cuando regresó le dijo a Marcela que se equivocaba, que Katz no podía hacerla feliz y que él daría batalla hasta el final.
Los dos hombres dieron batalla. Cada uno con sus armas, e impostando mutuamente las armas del enemigo. El guerrero fue pasional pero se volvió locuaz y comprensivo; el sacerdote fue entrañable pero se volvió audaz y lujurioso.
Marcela vivía aterrorizada por la guerra declarada, por las mutaciones de sus hombres y por la propia confusión en la que se iba hundiendo. A veces pensaba que quería a uno pero que estaba enamorada de otro.
Y otras veces pensaba exactamente lo contrario. Imaginó en ocasiones tomar una decisión arbitraria y drástica, pero percibía que el corazón no funcionaba con ordenanzas, que no podía equivocarse porque le iba la vida y que quedaría atrapada para siempre en esa encrucijada tenaz.
Los contendientes se evitaban en el sanatorio, pero una tarde coincidieron en la playa de estacionamiento. El sacerdote lanzó un dardo verbal y el guerrero le devolvió una trompada.
Se estuvieron pegando un rato, sin pericia y sin oficio, enmarañados y a los raspones, hasta que lograron separarlos.
Los dos jadeaban, derrotados y contenidos, y el encargado de la playa, que era un filósofo tanguero, arrastró en voz alta: Hay mujeres demasiado importantes para un solo hombre.
El incidente fue narrado una y mil veces en el sanatorio, y la frase del encargado se convirtió en leyenda. Una noche, en vísperas de que el viejo periodista a quien Fernández cuidaba finalmente muriera, el encargado le aceptó un paquete de cigarrillos negros y le reveló el desenlace: Al final ella se quedó con los dos. Es decir, se quedó sin ninguno.
Fernández no quiso conocer los detalles.

Relato extraído de la antología de cuentos Corazones desatados

PENSAMIENTOS COMPLEJOS

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Son los días en que, como pasa por suerte desde hace un tiempo, Daniel Barenboim ocupa el centro de la escena. Nada podría ponernos más contentos que el hecho de que el músico argentino más significativo de la historia agite a sujetos que, el resto del año, no tienen una relación de intimidad con Brahms, con Wagner ni con Schönberg. Pero esto también es parte de su fortaleza. Como él mismo observó una vez: la notoriedad crea obligaciones. Por ejemplo, quiso formar músicos jóvenes para que el nivel de la música argentina no fuera de cabotaje. Lo dijo en una entrevista que le hizo la periodista Sandra de la Fuente: "Propuse formar cuerpos jóvenes y puse como fecha los años 2019/20, es decir, pronto. Todos parecíamos estar de acuerdo, pero muy típico argentino: jamás me hablaron del tema". La mediocridad es la plancha de metal de la Argentina y, por desgracia, de muchos músicos argentinos (no de todos, claro).
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Pero volvamos al principio. Barenboim es lo que es porque es un músico de una pieza y, en su caso, eso quiere decir que es además un hombre de una pieza. El poeta argentino Arnaldo Calveyra (que admiró a Barenboim al punto de escribir un relato para él) me dijo: "Una cosa es el poema y otra cosa es el poeta". Se refería a la distancia que puede existir (y que en ocasiones existe) entre una obra y las posiciones éticas que sostiene quien hizo esa obra. Barenboim es el contraejemplo más perfecto de esa constatación.
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Me gustaría pasar en limpio la idea con una frase del propio Barenboim sobre el director Wilhelm Furtwängler: "Son muchos los músicos que hacen música igual que viven. Furtwängler trató de vivir igual que hizo música. No es precisamente cómodo. Hay que querer y poder hacerlo. Pero únicamente entonces las cosas resultan de manera diferente de aquella a la que estamos acostumbrados". Así pasa con Barenboim. Hay un hilo de acero que une sus decisiones estrictamente musicales con sus posiciones humanas: la inteligencia del oído y la inteligencia a secas; la música y su relación con el mundo. Eso explica su integridad. Barenboim es un hombre valiente, pero lo es (y antes que nada) porque es un músico valiente. Es decir: lo primero es siempre la música. El coraje para acumular un crescendo hasta el punto inmediatamente anterior, inconmensurable, en que esa tensión se hunde en un piano subito o en el silencio no pertenece al simple orden técnico, sino al ético.
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Esa valentía, incluso la valentía musical, procede también de una rigurosa honestidad intelectual. Barenboim nos indica aquello que la música puede enseñarnos: todo está relacionado. Y esta verdad vale también para el propio Barenboim en cuanto ser humano.
La Orquesta del Diván, para poner el caso más evidente, llegó a ser ese proyecto de comprensión mutua entre personas de Israel, Palestina y otros países árabes solamente porque partió de la música. Es la orquesta la que permite imaginar un modelo social alternativo en el que se unen la moral y la estrategia, la razón y la emoción. Es una lección que ni la política ni los políticos terminan de aprender de la música.
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La colaboración entre Barenboim y Edward Said, uno de los intelectuales mayores de la segunda mitad del siglo XX, en el proyecto del Diván es algo que pasa muy de tanto en tanto porque Barenboim y Said (seamos sinceros) son personas que aparecen muy de tanto en tanto.
"Lo único que no es explicable de la música es su inexplicabilidad. Esa inexplicabilidad puede ser lo más interesante". Del mismo modo que no podemos superar del todo esa inexplicabilidad, tal vez Barenboim, cada vez que hace la realización física de una partitura, no disipe la complejidad del mundo, pero sin duda puede ayudarnos a comprender esa complejidad en sus propios términos. Son tantas las cosas que tenemos que agradecerle al maestro. Pero, antes de cualquier otra cosa, tenemos que sentirnos agradecidos de ser contemporáneos de él.

P. G.

CORO KENNEDY


CORO KENNEDY - Oficial
Los esperamos el
4 de agosto de 2018 a las 21 hs
Ingreso a partir de las 20.30 Hs.
NO SE PERMITE EL INGRESO LUEGO DE COMENZADA LA FUNCIÓN!!
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DESMADRE...MUY RECOMENDADA

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Cuatro mujeres en un micro; tres generaciones -madre, hijas, abuela-, la misma sangre. Cuatro mujeres en un micro y una palabra que las nombra, las envuelve, lo dice todo: desmadre. Porque desde antes de realizar el documental que, entre otras cosas, la subió en un micro rumbo a Paraná junto a su madre y sus hijas, la cineasta Sabrina Farji sabía que lo iba a llamar así. Y Desmadre se terminó llamando la película que se estrenó hace unas semanas y que también puede verse en la plataforma Cine.Ar Play.
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Farji quería indagar en un terreno sinuoso, el del vínculo entre madres e hijas. Convocó a su propia madre y a sus dos hijas adolescentes y las invitó a ser parte de una filmación en la que estarían ellas, el amor, la furia, el agotamiento, la exasperación, los recuerdos. Y la certeza de que ese lazo invisible que las anuda, nutre y desespera está ahí para quedarse. Poderoso, imperfecto, por momentos imposible de ser dicho.
"Hay muchas cosas que no soporto de mi mamá. Si me pongo a listarlas, sería terrible", dice, lapidaria y tremenda, Zoe, la hija mayor. La misma que se preguntará, varias veces y sin tapujos, si realmente lo pensaron bien, si en serio están seguras de dejar grabados -así, de una vez y para la posteridad- tanta palabra y tanto gesto íntimo. Pero es también ella la que más de una vez reirá como si no existieran ni las broncas ni los hartazgos. La misma que, previo acuerdo con la madre, empuñará una de las cámaras que irán conformando ese mosaico de encuentros y desencuentros que es, finalmente,Desmadre.
Resultado de imagen para desmadrePELÍCULA
Las cuatro viajan a Paraná, ciudad donde nació la abuela. Visitan el teatro donde cantó de chica, conocen la que fuera su casa de infancia, emprenden una más bien ríspida jornada de pesca. Caminan rumbo al río, y en esas caminatas revelan mucho de lo que son. Van todas a destiempo, unas por delante de las otras; se llaman para acompasarse, lo intentan, se irritan, vuelven a distanciarse.
Sin llegar a ser frenético, el ritmo de la película es ligero; pese a ahondar en una zona de turbulencias especialmente compleja, lo que se muestra nunca ingresa en el tono de la angustia. Lo que ocurre allí es luminoso, incluso a despecho de las discusiones constantes y como a repetición. Hay vida, hay humor, hay energía.
"Te aclaro que yo no creo en el amor incondicional de madres e hijas", le comenta Farji a la periodista Moira Soto en la última edición de la revista digital Damiselas en apuros. Sin embargo, en su película no circula otra cosa más que amor entre esas cuatro que anudan y desanudan conflictos frente a cámara.
Por momentos, las voces se les embarullan. Entonces, en un pasaje especialmente intenso, mientras descansan en un banco a la vera del Paraná, surge el tema -ese tema-: la maternidad como principio, vientre, decisión, azar. Y la hija mayor lanza el dato: su madre, además de traerlas a ella y su hermana al mundo, tuvo dos embarazos que no pudieron ser. La abuela mira a su hija: "¿Cuándo? ¿Me lo habías contado?"; la hermana menor mira a la mayor: "¿Qué estás queriendo decir?". Y asistimos, como quien se asoma por una ventana no tan estrecha, a un intercambio íntimo y la vez ruidoso. Algo parece haber sido dicho por primera vez; las cuatro hablan casi al mismo tiempo, y la feminidad, ese punto donde cuerpo y palabra convergen, es también el espacio de una confianza única. Qué más intransferible que el pulso levemente sísmico que tan a menudo marca nuestros cuerpos. Y qué más empático que la escucha de otra mujer ante ciertas turbulencias.
Si hay algo que le agradecí a Desmadre es la falta de solemnidad. En algún momento de la película alguien dice que el vínculo entre madres e hijas es conflictivo y hermoso, tan conflictivo y hermoso como cualquier otro vínculo. Y en ese dicho risueño descansa algo así como un envión de oxígeno, de ternura, de simple aceptación de esto que somos.

D. F. I.

LA PÁGINA DE ARTURO PÉRZ-REVERTE


ARTURO PÉRZ-REVERTE

Olvidamos, tal vez demasiado a menudo, que vivimos en un lugar hostil poblado por elementos peligrosos llamados seres humanos. Y que en este lugar hay gente bondadosa y solidaria, pero también un elevado porcentaje de malvados. Basta leer los periódicos, ver la tele o echar un vistazo alrededor, para comprender que fiarlo todo al hola qué tal y al buen rollito es el camino más corto para tener problemas.
Es inútil, incluso peligroso, creer que las buenas intenciones son posibles con solo desearlas. Que una simple declaración de principios nos pone a salvo, dando por supuesto que con denunciar el mal, este dejará de existir. Por poner un ejemplo tonto, pero elocuente, es como si cada vez que un oso blanco se zampara a un fulano en el Polo Norte, los esquimales se concentraran un minuto de silencio en la puerta de sus iglús para protestar contra la violencia y luego se fueran solos y desarmados a cazar focas, pescar y tal. Pero no lo hacen, claro. Se llevan la escopeta. Son esquimales, pero no son gilipollas. Conocen a los osos.
Con esto intento decir que el ser humano puede ser muchas cosas buenas, pero también tan peligroso y despiadado como un oso blanco hambriento. Olvidarlo trae disgustos. Por eso conviene considerar que ninguna proclamación de sanos principios, por oportuna que sea y mucho que ayude, resuelve nada si se hace desde lejos o fuera. Que el horror, el crimen, la maldad, siempre estarán ahí, y no sirve señalarlos como cosa ajena. Que la lucha eficaz contra el mal empieza por la admisión, la certeza sin complejos, de que ese mal existe, todos formamos parte de él, y también todos, hasta quienes parecen a salvo, vivimos expuestos a él. Es necesario sentirnos tan víctimas como culpables. Hacer nuestros el peligro, la incertidumbre y el miedo. Saber que incluso por nosotros doblan las campanas.
Pensé en eso ayer por la noche, paseando a mis perros. Iba por un camino solitario y mal iluminado cuando a mi espalda oí el motor de una motocicleta. Al cabo de un momento la moto me adelantó, yendo a detenerse unos pasos más allá. La conducía un hombre con casco, y me pregunté qué hacía allí parado y si me estaba esperando a mí, lo que parecía probable. Seguí caminando tranquilo. Tal vez quiere preguntar algo, me dije. Al pasar a su altura, vi que solo se había detenido a mirar su teléfono. Seguramente buscaba orientarse por el GPS. Nos miramos un momento, dije buenas noches y seguí mi camino.
Qué diferente, me dije, si yo hubiera sido mujer. Intenté considerar lo ocurrido desde ese punto de vista, y el panorama cambió por completo. Lo que puede ser una situación normal para mí, concluí, no suele serlo para ellas. Imaginé la inquietud de una mujer con la moto acercándose, la incertidumbre al verla delante, en el paraje nocturno. Y sin duda, excepto en caso de ser una irresponsable, el miedo. Un hombre con una moto en tu camino, como al acecho, y tú avanzando hacia él sin saber cuáles son sus intenciones, segura de que no hay cerca quien te socorra. De ser así y no llevar los perros, incluso con ellos, seguramente habría dado la vuelta, huyendo de allí. Qué distinta, en fin, puede verse la misma escena, idéntica situación, con los ojos de un hombre y con los de una mujer.
Ese es tal vez, concluí, el principal problema. Dos formas de ver el mundo, la misma realidad. Una, con la tranquilidad -engañosa, pero frecuente- del hombre que durante siglos ha hecho las reglas y está habituado a manejarse con ellas, a sentirse a salvo entre iguales, donde puede medirse con las mismas fuerzas. Otra visión, sin embargo, es la de la mujer, que durante esos mismos siglos ha sido botín de guerra, objetivo a depredar, parte socialmente débil y con frecuencia indefensa de la trama, y a la que titulares de prensa y telediarios confirman aún hoy, cada día, como ser vulnerable, parte amenazada, víctima fácil. Objeto de caza.
Los hombres, concluí, en vez de tanto inútil minuto de silencio con el que creemos lavar nuestra conciencia, deberíamos ponernos más a menudo en el lugar de una mujer. Acostumbrarnos a mirar el mundo con sus ojos. Caminar por donde las mujeres caminan y hacerlo a su manera, no a la nuestra, sintiéndonos indefensos como cada día ellas se sienten. Porque solo adquiriendo esa mirada suya, educándonos en ella -niños, parejas, jueces-, podemos aspirar a ayudarlas lo suficiente para que, cuando caminen por un paraje solitario, ninguna de ellas tenga que darse la vuelta. O la den, si no hay más remedio, en el mismo punto donde la daríamos nosotros.

ARTE, HOY....


Tres maestros argentinos de visita y de inauguración
Sin título (1965), de César Paternosto
Sin título (1965), de César Paternosto
Nuevas muestras de Carlos Alonso, César Paternosto y Marie Orensanz
Esta semana coinciden en la ciudad tres maestros del arte argentino, y es una gran noticia: ninguno de los tres vive en Buenos Aires. Marie Orensanz, Carlos Alonso y César Paternosto llegan desde distintas latitudes y las inauguraciones de sus muestras son citas imperdibles para los amantes del arte.
Pasado mañana, a las 18, abre Invisible, de Orensanz, en Benzacar, una muestra que reúne un conjunto de nuevas esculturas que dialogan con obras anteriores de la artista. Orensanz dice ser nómade: nacida en Mar del Plata, en 1936, expone en Alemania, Italia, Dinamarca, Venezuela, Colombia y los Estados Unidos. Desde 1975 vive en Montrouge, un encantador barrio de París, aunque viaja todos los años a la Argentina y también tiene casa y taller en Belgrano.
Orensanz ya está en la ciudad y adelanta detalles: "Va a haber obras recientes y algunas anteriores en diálogo. Una de las obras principales es un ojo de cerradura de tres metros de altura donde está calada la palabra Invisible. Lo que pretendo con esto es traspasar más allá de lo visible, ver más allá de la materia. Lo que vemos no es solamente lo que vemos: es lo complejo del ser humano", dice.
El jueves también inaugura Carlos Alonso una muestra de pinturas en Colección Fortabat, "Vida de pintor", después de varios años sin exposiciones individuales de este gran maestro del dibujo y la pintura. Nacido en 1929 en Tunuyán, Mendoza, vive desde 1981 en Unquillo, Córdoba. Desde allí, adelanta que las obras reunidas, realizadas entre 1968 y 2017, tratan sobre artistas que lo han inspirado en su trayectoria: "Son mis vínculos, aproximaciones y cercanías con ciertos autores de los que siempre entendí que eran parte de la pintura que yo quería hacer, del pintor que yo quería ser. Entonces se hablaba de pintura argentina, pintura española, francesa; yo entendía que la pintura era una sola y a ella quería pertenecer. Después hice mi primer viaje a Europa y pude ver a los maestros que conocía por malas reproducciones y lo confirmé: vi que la pintura era un océano donde nadábamos y a veces muchos nos ahogábamos. Empecé un buceo en la obra y en la vida de ciertos autores cargados de vitalidad, riqueza y sugestión. Mirando los cuadros de Van Gogh pensaba que eran como convivir con la naturaleza". Por eso, en la muestra está su serie Las cuatro estaciones de Van Gogh. También, un retrato de Egon Schiele muerto entre telas en blanco y, claro, retratos de su maestro Lino E. Spilimbergo.
Paternosto inaugura el mismo día en MCMC una exposición de obras sobre papel. Como Orensanz, tampoco es sedentario: vive desde hace una década en Segovia, a donde llegó después de 37 años de residencia en Nueva York, y también tiene profundos recorridos por América Latina. Nacido en 1931 en La Plata, suspira por Italia tanto como por Japón. Recientemente, los arquitectos Rafael Moneo y Pedro Elcuaz le propusieron intervenir la estructura portante del nuevo vestíbulo de llegada de la estación de Atocha en Madrid. Los planos de color de Paternosto aparecen y desaparecen a medida que el espectador camina.
"Contrastes y fugas", así se llama la exposición que lo trae, reúne un conjunto de construcciones y deconstrucciones geométricas realizadas en los últimos años en témpera sobre papel plegado, donde se observan una delicada manipulación del material y la maestría en el uso austero del color. Hay también pequeños y coloridos trabajos en papel de los años 60. Que la abstracción como significado haya sido el eje de su obra implica, como el mismo Paternosto ha dicho y escrito, una gran obstinación de su parte. Busca la expresión visual de lo poético.
Para agendar
Carlos Alonso: "Vida de pintor", pasado mañana, a las 19, en Colección Fortabat (Olga Cossettini 141); César Paternosto: "Contrastes y fugas", pasado mañana, a las 19, en Galería MCMC (Figueroa Alcorta 3032); Marie Orensanz: "Invisible", mañana, a las 18, en Benzacar (Velasco 1287)


M. P. Z.

HORFANDAD


Un amigo muy cercano acaba de perder a su madre. Es mi hermano, casi, pero la mañana en que sucede nos advierte a las personas que más quiere en este mundo que apagará su teléfono celular durante el largo fin de semana que le espera. Solo precisa estar en silencio, a solas, una vez que terminen los penosos trámites administrativos que siguen a la muerte de una persona. Cuando hayan transcurrido cuatro días, el tiempo en que se sumió en un estado de recogimiento, me contará que una de esas noches de clausura se sirvió un whisky, se tendió en la cama y solo entonces pudo llorar. El llanto de un hombre herido: seco, manso, breve, sin testigos.
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Había comenzado a distanciarse de su madre hacía muchos años, dos o tres visitas fugaces cada temporada, el encuentro breve de dos personas que nada tienen ya para decirse porque no tienen fuerzas siquiera para hacerse reproches; las cartas se han jugado hace ya mucho tiempo en una vida que le parece remota, como si esos hechos pretéritos -las caricias y los juegos de la infancia, el abrazo con que su madre lo abrigaba cuando se disponía a conciliar el sueño, las conversaciones tempranas en las que ella le enseñaba el mundo cuando iban juntos al teatro- hubiesen sido vividos por otra criatura, y entonces él ahora los evoca con esa emoción profunda, pero a la vez distante, con que se recuerda un pasaje especialmente conmovedor de una obra de Arthur Miller o Tennessee Williams. El tiempo fue ahondando ese abismo hecho de ausencias y silencios, de modo que la muerte le trajo menos un sentimiento punzante de dolor que la tristeza profunda que provoca el desamparo.
Sintió el frío helado de la intemperie. Su padre murió hace muchos años. Se ha quedado de pronto a solas en el mundo, rodeado de amigos que lo queremos como se quiere a un hermano, o quizá todavía más, con ese límpido sentimiento de hermandad elegida que no se atiene a las convenciones sociales, pero el reparo que brinda la amistad no ha conseguido atenuar el hondo sentimiento de vacío y soledad que ahora lo abruma. Está tendido en la cama y siente que lo envuelve un silencio nuevo, porque sabe que las primeras voces que escuchó en su vida -trata de imaginar el vago temblor de la voz de su madre que sentía cuando aún estaba en su vientre, sonríe- se han apagado para siempre.
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Se asombra de la naturalidad con que la memoria atraviesa años enteros de vicisitudes, sin demorarse demasiado en ellas, no importa cuán significativas hayan sido, y acude presurosa a las primeras cosas. Vienen a su mente tres o cuatro escenas del despertar en la infancia, los momentos que inauguran una vida y que muchos años después habremos de rememorar con nitidez como lo hace él ahora, aunque en medio de esa ensoñación muchas veces no sepamos si el recuerdo nos pertenece del todo o si en el curso de los años ha crecido en nuestro interior moldeado por la memoria de nuestros abuelos y nuestros padres, nuestros primos y nuestros tíos, idéntico cada vez y sin embargo distinto gracias a la fabulación de los adultos, porque a medida que el tiempo transcurre casi siempre las historias van cobrando nuevos brillos y se acrecientan la bondad, la ternura y el heroísmo.
El fruto de esa imaginación afiebrada son las historias que suelen encender la fantasía de los más pequeños. Cuando los años pasan, nos preguntamos entonces si aquella aventura fabulosa que durante tantas noches nos contó nuestro abuelo (la vida durante la niñez y la adolescencia en el Delta, las tormentas demenciales que todo lo arrasaban, las brazadas con que devoraba el río tumultuoso en plena noche para llegar a besar a la muchacha de la que estaba enamorado) no habrá sido apenas consecuencia de sus grandes esfuerzos por acicatear nuestra enfebrecida imaginación. Pero dudamos de la veracidad de ese cuento tan solo un segundo, porque también nosotros disfrutamos de los excesos de esas historias que ahora, cuando hemos pasado ya el mediodía de nuestras vidas y se adueña de nuestro espíritu la melancolía, recordamos con agradecimiento y una sonrisa.
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Era de madrugada cuando se dispuso a dormir. Había bebido lo suficiente. Se cubrió con una manta, apagó la lámpara de noche. Permaneció a oscuras a la espera de que lo ganara el sueño. Con los labios todavía húmedos por el alcohol, quiso despedirse. Dijo "mamá, adiós, mamá", el modo en que la había nombrado cuando era un niño.

V. H. G

lunes, 30 de julio de 2018

LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ,


Un artículo de Alfredo Serra que narra la feroz batalla personal entre Adolf Hitler y Winston Churchill durante la Segunda Guerra Mundial.








Winston Churchill y Adolf Hitler
Un día de 1949, cuando Europa se levantaba de las ruinas sin olvidar a sus millones de muertos, el mariscal inglés Bernard Montgomery, clave en sus batallas entre tanques con el mítico Erwin Rommel, le preguntó a Winston Churchill:
–¿Hitler era un gran hombre?
–No. Cometió demasiados errores.
La anécdota, citada por los periodistas e historiadores Alexis Brézet y Vincent Trémolet de Villers, del diario Le Figaro, en su libro Grandes Rivales de la Historia (Ed. El Ateneo), lacónica, demuestra por parte de Churchill cierto desdén, y hasta indiferencia.
El tiempo, su edad y las circunstancias habían aplacado al viejo león de la célebre y fogosa arenga a su pueblo: “¡Pelearemos en las calles, en las playas (…) pero no nos rendiremos!”
Sin embargo, en los trágicos años 1939–1945, el prócer de la democracia y el gran asesino nazi se habían odiado como pocos hombres en conflicto…
Retrocedamos. Alemania, 1925. Los aullidos bélicos del cabo austríaco rechazado en la escuela de pintura –¡cuanta sangre se habría ahorrado si lo aprobaban!– se han apagado. Su partido languidece.
La prédica furiosamente nacionalista (con z), antijudía y anticomunista declamada en las cervecerías de Munich y Berlín son recibidas con indiferencia.
¿La razón?: lentamente ha vuelto el estado de bienestar, y las almas y los cuerpos parecen preferir la paz, el amor, la música, el baile y las homéricas borracheras de cerveza al festín de odio y muerte que propone ese tal Adolf Hitler…
Pero de pronto… ¡viento de cola a favor del mal!: la crisis de 1929, el derrumbe de la bolsa de Nueva York, y su brutal tsunami sobre la economía mundial: empresas quebradas, despidos masivos, hambre, desesperación, furia… y renacimiento de los delirios de quien sería canciller, desplazaría al débil, agotado presidente Paul von Beneckendorff und von Hindenburg –murió en 1934, de 87 años, cáncer de pulmón– y caminaría hacia el trono de absoluto führer de una Alemania que volvió a llamear con fogoneros diabólicos: los hermanos Gregor y Otto Strasser, Hermann Göring, Joseph Goebbels, Ernst Röhm…, hipnotizados con el libelo Mein Kampf, escrito por Hitler en 1925.
Entretanto, en Londres, a mil kilómetros de Berlín, a Winston Churchill parecían pesarle sus 58 años vividos en cuatro guerras, tres décadas como diputado, y nueve veces ministro.
Pero siente cierta intriga por Hitler… Lo cree un patriota, “y eso siempre es respetable, aunque uno no comulgue con sus ideas”, dijo.
En el otoño de 1932 estuvieron a un paso de conocerse –algo que nunca sucedería–. Churchill viajó a Munich para ver los campos de batalla en los que combatió el primer duque de Marlborough, de quien escribía una biografía.
Y así contó el episodio en sus célebres memorias de la guerra, que le valieron el premio Nobel de Literatura: “En el hotel Regina se presentó herr Hanfstaengl, un joven alegre, locuaz, que habla muy buen inglés, y parece amigo de Hitler. Lo invité a cenar y le dije que quería reunirme con él. Respuesta: “Es algo difícil de organizar, pero él viene aquí todos los días a las cinco de la tarde, y estará encantado de conocerlo”. Yo no tenía prejuicios sobre Hitler, pero le pregunté:
–¿Por qué su jefe es tan agresivo con los judíos? ¿Qué sentido tiene combatir a un hombre por su origen, por su cuna?
Sin duda, el joven le contó a su führer esta conversación… porque al otro día me dijo:
–El encuentro es imposible. Él no vendrá al hotel esta tarde…
Y así fue como Hitler perdió su única oportunidad de reunirse conmigo”.
Cuando Hitler llega a canciller, Churchill supone que el cargo y su responsabilidad le bajarán presión, y que lo prometido en sus violentos discursos quedará como un simple pour le galerie… Pero la realidad no tarda en desmentirlo.
Alemania se convierte en un Estado policial. Persigue sin piedad a la oposición, los sindicatos, la iglesia. Lanza los primeros y brutales ataques contra los judíos.
Y la sangrienta Noche de los Cuchillos Largos, 30 de junio a 1º de julio de 1934, no deja duda en pie. La brutal purga por el poder entre dos facciones deja 213 muertos y 20.319 heridos.
Argumento suficiente para que Churchill, en la Cámara de los Comunes, haga detonar su ira y su convicción:
–Alemania esta en manos de un criminal sin escrúpulos y una bomba de tiempo para la paz mundial. No podemos aceptar la supremacía del sistema nazi.
Pero está atónito ante la pasividad y la indiferencia del premier Stanley Baldwin y la estupidez de altos personajes ingleses que visitan Berlín… ¡embobados por el poder de Hitler!, creyéndolo un hombre de paz y la más férrea garantía contra el comunismo.
Sin embargo, el tirano de la cruz gamada no se deja seducir por esos personajes de paja: necesita la comprensión de Churchill, y lo invita dos veces a Berlín (1936 y 1937).
Pero el hombre del eterno cigarro… no va.
Furioso, Hitler ordena a Joachim von Ribbentrop que lo invite a su embajada en el Reich, le informe que Alemania necesita expandirse, y que para ello someterá a Polonia, Bielorrusia y Ucrania, y que necesita campo libre concedido por Gran Bretaña a cambio de defender la Commonwealth (mancomunidad de naciones) y el imperio.
Duro diálogo.
Churchill: –No permitiré que Alemania ocupe Europa central y oriental
Ribbentrop: –La guerra es inevitable.
Churchill: –Si de guerra se trata, le sugiero que no subestime a Inglaterra. Es un país curioso, con una mentalidad que pocos extranjeros comprenden. Cuando se enfrentan a un gran desafío son capaces de reaccionar de modo imprevisible. Si nos arrastran a una nueva guerra mundial, Inglaterra lanzará al mundo entero en su contra… ¡cómo la última vez!
Pero herr Adolf no toma en toma en cuenta la amenaza. Entre otras cosas, porque la desatinada, terca política de paz del nuevo premier Neville Chamberlain, el hombre del eterno paraguas y de la infinita ingenuidad, lo alienta, por omisión, en sus planes de invasión.
Churchill estalla en la Cámara de los Comunes:
–La actitud de Chamberlain es una capitulación tan infamante como peligrosa. Hemos sufrido una derrota total y profunda. Checoeslovaquia será devorada por el nazismo. Y no crean que termina ahí. Sólo es el anticipo el primer sorbo de una copa amarga que nos darán de beber… año tras año, a menos que en un último rapto de salud moral y de vigor marcial nos alcemos para defender nuestra libertad, como antaño.
Pero únicamente lo apoyan Anthony Eden, ex ministro de Asuntos Exteriores, y Duff Cooper, primer lord del almirantazgo. Está en minoría, es impopular, y esa situación alienta a Hitler para atacarlo con ladridos de perro rabioso:
–Si el señor Churchill pasara más tiempo con los alemanes, notaría cuán demenciales y estúpidas son sus necias palabras. Quiere quitarnos nuestras armas para condenarnos una vez más a nuestra suerte, como en 1918 y 1919. En ese caso, mi única respuesta será: ¡pasó una vez, no volverá a pasar jamás!”.
Churchill responde de inmediato desde la Cámara de los Comunes:
–Herr Hitler se equivoca cuando supone que los Eden, Cooper, yo mismo, y los líderes de los partidos laborista y liberal, somos belicistas. A ninguno se nos ocurrió jamás cometer un acto de agresión contra Alemania. En cambio, es cierto que pretendemos que nuestro país esté bien defendido, para que podamos sentirnos libres y seguros.
Pasados dos días, el führer contraataca:
–En Francia y en Gran Bretaña los hombres que quieren la paz están en el gobierno, pero mañana tal serán remplazados por quienes quieren la guerra… ¡y el señor Churchill podría ser premier mañana!
Habla como un pacifista… pero en marzo de 1939 ocupa Checoslovaquia, y amenaza a Polonia. La excusa: que en esos países los residentes alemanes sufren brutales atropellos y hasta crímenes.
En realidad, una farsa armada, con fotos y filmaciones falsas, por el demoníaco Joseph Goebbels, ministro de Propaganda…
Cuando las tropas nazis entran en la bella Praga, ni Londres ni París responden. Un silencio que convence a la bestia negra de que el enemigo está compuesto por imbéciles y cobardes, y que lo anima a un discurso triunfalista:
–Nunca la situación nos fue tan favorable. En armamentos llevamos las de ganar, mientras Inglaterra marcha a la zaga. En Munich me reuní con Chamberlain y herr Èdouard Daladier, premier francés: ¡no podrán impedir que entremos en Polonia! Esta vez, los chismosos de los salones de té londinenses y parisinos deberán mantener la calma… Hay que seguir con los preparativos del Fall Weiss (la invasión a Polonia). Pero si hay guerra, se limitará a Polonia. El Plan Fall Weiss no provocará jamás, ¡¡¡jamás!!! una guerra mundial. Y llegado el caso de que el conflicto con Inglaterra sea inevitable, seré yo quien elija cuándo hacerlo…, pero nunca antes de 1943 o 1944. Tenemos todo para ganar. Nuestros enemigos no tienen grandes figuras, ni líderes, ni hombres de acción.
El primer día de septiembre de 1939, sin enemigo a la vista –la nefasta debilidad de Chamberlain lo envalentona–, invade Polonia. Primer día de la Segunda Guerra Mundial.
Pero el confiado führer recibe una negra noticia: declarada obligadamente la guerra a Alemania (último acto de Chamberlain), Winston Churchill asume el cargo de primer lord del Almirantazgo: algo que el cabo austríaco siempre temió, más allá de sus bravatas…
Según testigos, dijo sombríamente:
–Con Winston en el Gabinete, la guerra no tardará.
Pero la ceguera vuelve a tenderle una trampa: supone que Francia y Gran Bretaña le han declarado la guerra “por puro formalismo”, pero no se atreverán a atacar, y menos socorrer a Polonia.
Desde Londres, Churchill insiste:
–Sufriremos y seguiremos sufriendo, pero acabaremos por desalentarlos. El mundo entero está contra Hitler y el nazismo.
En la primavera de 1940, entre abril y junio, por tierra y aire, Alemania invade Noruega, Dinamarca, Bélgica, los Países Bajos y Francia…, pero el 10 de mayo Churchill asume como premier en reemplazo de Chamberlain.
Hitler sigue errando: cree que el hombre del cigarro (“ese borracho”, como lo llama) negociará antes de arriesgarse a soportar una invasión, y lo provoca:
–No soy el vencido sino el vencedor, y no veo motivos para que esta guerra se prolongue.
Respuesta:
–Nuestra política es hacer la guerra por mar, aire y tierra con toda la potencia y la fuerza que Dios nos dé. La guerra contra una tiranía monstruosa nunca superada es la victoria a toda costa. A pesar del terror, y por largo y difícil que sea el camino.
El führer, cerca de la locura, furioso como una bestia herida, a mediados de agosto de 1940 ataca las islas británicas con toda su fuerza aérea (la luftwaffe), preludio a la invasión naval.
Pero los pilotos alemanes y sus máquinas están adiestrados para vencer por medio de la blitzkrieg: golpe relámpago, destrucción y fuga, y no una guerra de desgaste y muy lejos de sus bases.
Llegado el otoño, las pérdidas aéreas nazis son colosales, y Hitler renuncia a la invasión por mar. Un primer round demoledor para una victoria que creyó fácil, veloz y con bajo costo…
Decide, a cambio, en la primavera de 1941, lanzar la Operación Barbarroja: avanzar hacia el Este y derrotar a Rusia.
Error fatal en todo sentido. Churchill define su posición:
–Todo hombre, toda nación que combata al nazismo, tendrá nuestro apoyo. Eso significa que ayudaremos a Rusia y su pueblo en todo lo que nos sea posible. Y le dice a su secretario:
–Si Hitler invadiera el Infierno, en La Cámara de los Comunes ¡yo haría una alusión favorable al Diablo!
El odio entre ambos está al rojo vivo, y no cesa. Hitler, que es abstemio y no fuma, dice que el gusto “de ese bon vivant por el whisky y los cigarros es una abominación”.
Desde Londres, sir Winston replica, irónico:
–Sólo tengo un propósito y una política: derrotar a Hitler. Mi vida se simplificaría mucho…
En cuanto al desastre de las tropas nazis en su intento de invadir Rusia, diezmadas por el frío, insiste en su burla sutil:
–Herr Hitler se olvidó del invierno. Durante cuatro meses baja la temperatura, hay nieve, hay hielo. Este hombre debió recibir una educación muy deficiente: es algo que los ingleses aprendimos en el colegio…
Y no cesa. En una carta al jefe de gabinete Norman Brook, julio de 1942, escribe: “Si Hitler cae en nuestras manos no dudaremos en ejecutarlo. Podemos pedirles prestada a los norteamericanos la silla eléctrica reservada a los mafiosos”.
Discurso del 21 de marzo de 1943:
–Imagino que el año próximo, o el que sigue, venceremos a herr Hitler. Con ello quiero decir aniquilarlo, pulverizarlo, reducirlo a cenizas.


RELATADO POR JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ
En los meses previos a su derrota en todos los frentes, una de sus secretarias desliza: “Cada vez que el führer nombra a Churchill dice `borracho, chacal, charlatán, mentiroso, mercenario de los judíos´, y estrella platos y copas contra el suelo”.
Última estocada. Cámara de los Comunes, septiembre de 1944, con Alemania literalmente vencida:
–Nunca me gustó comparar a Napoleón con Hitler, porque asociar a ese gran emperador y guerrero con un vulgar carnicero y jefe de bandidos es un despropósito.
Enterado Churchill de que Hitler sobrevivió al atentado con bomba del 20 de julio de 1944, dice:
–Fue una señal de la Providencia. Hubiera sido una desgracia que los aliados se vieran privados de ese peculiar genio militar que contribuyó tan notablemente a nuestra victoria.
Antes de suicidarse en su bunker de Berlín, Hitler escribió unas últimas y previsibles palabras: “La guerra fue deseada y provocada exclusivamente por hombres de Estado de origen judío, o que trabajaban en defensa de intereses judíos”.
Patético. La teoría conspirativa común a todos los tiranos. Fabricar un enemigo, sembrar odio en su pueblo hacia ese enemigo, y guiarlo como rebaño al desastre…
El primero de mayo de 1945, Churchill se entera por radio Berlín que Hitler “murió combatiendo al bolcheviquismo hasta el último aliento”.
Comentario de su vencedor:
–Me parece una buena forma de morir.

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