
Siempre a un toque de meter la pata
Durante décadas, las computadoras nos bombardearon con preguntas innecesarias; ahora que un roce puede disparar una acción no deseada, ya no preguntan nada
Un poco de humor para matizar estas semanas frías y un par de trucos que van a facilitarte mucho el día a día en este mundo desencarnado y touch
Ariel Torres
Durante buena parte de la historia de la computación personal nos quejamos (pueden incluirme en esa lista) de la cantidad de preguntas que nos hacían las máquinas antes de ejecutar una acción. Ibas a borrar algo y empezaba el interrogatorio. Querías cerrar la aplicación y daba la impresión de que estabas a punto de saltar al vacío. Más preguntas y repreguntas. Al parecer, los desarrolladores de software creían que uno usaba solo esa aplicación, y en realidad no; en realidad, uno usaba (y sigue usando) cinco o diez aplicaciones, más las cookies, más el tachito de basura, las notificaciones, las notificaciones de las notificaciones, y al final te olvidabas de qué estabas haciendo antes de todas esas interrupciones. Solo en las primeras versiones de Linux (y en Unix, claro) los programas no te preguntaban obviedades, como si querías guardar el documento antes de cerrar el programa o si realmente querías eliminar todos esos archivos. Y uno se sentía más respetado, porque no le hacían consultas tan innecesarias ni tan numerosas. Cierto es también que, hace casi treinta años, cada tanto, algún novato caía en el avieso consejo de un forista malintencionado y hacía un desastre con el comando rm. Pero bueno, ya saben: RTFM.
Hoy, muchos años después, cuando la pantalla táctil se ha adueñado de nuestras vidas, vengo a darme cuenta de que los programadores tenían razón. Había que preguntar.
La revelación empezó con la histórica presentación de un Steve Jobs exultante y un teléfono que parecía venir del futuro. Al iPhone no le fue bien de entrada, en parte por esas decisiones testarudas de Jobs, en parte porque era comparativamente muy caro y en parte porque era tan nuevo que todavía tenía que mostrar su potencial; lo mismo que las computadoras, necesitaba programas para mostrar de lo que era capaz. Es decir, apps. De hecho, el iPhone ni siquiera era un teléfono. Era una computadora de propósito general que podías llevar en el bolsillo. Con pantalla táctil. Ay.
Hubo alguna turbulencia al principio, porque muchas personas (también pueden incluirme en esa lista) encontraron difícil habituarse a un teclado en pantalla. Pero en dos años había desbancado a Nokia, que era el mayor fabricante de celulares del mundo, a Motorola, que había inventado la telefonía celular, y al presidenciable BlackBerry. Hoy todos los teléfonos son como el iPhone, y nos damos cuenta de que los programadores tenían razón. Había que preguntar.
¡Me gusta! (Ah, no, pará)
Me pasó hace unos días, cuando leí un amable mensaje de una lectora y al tratar de entrar en su perfil toqué sin querer el botón Llamar. Eran como las 9 de la noche, nunca había hablado con ella, no había ninguna razón para que la llamarla, y definitivamente a esas horas la cosa sonaba de mínima como una invasión a su espacio vital o como una reacción exagerada a un elogio, que siempre es bienvenido, pero no da para responder al toque con un llamado. Al toque, literalmente. La cosa (es decir el smartphone) no me preguntó si quería llamar a esa persona a las 9 de la noche. Para mandar cuatro fotos fuera de foco a la papelera, sí, tenés que labrar un acta. Pero para llamar a una persona con la que nunca hablaste a esas horas, nada. ¿Y la inteligencia artificial, muchachos?
Como soy bastante torpe, casi se me cae el teléfono al tratar de cortar la llamada, apreté no sé qué cosa, con lo que la llamada quedó en segundo plano, arriba, en verde, mientras mi cabeza contaba los segundos que ya llevaba ese teléfono sonando en la casa de esta cordial mujer. Cuando conseguí por fin cancelar la llamada me deshice en disculpas por el chat. No soy de sonrojarme, pero seguro que me había puesto de algún color raro. Fue con el Mensajero de Facebook. (Carolina, me disculpo, de nuevo.)
Después tenemos a Instagram, Twitter y el resto de las redes –ejem– sociales. Ponele que te cruzás, por esas cosas de los algoritmos, con una provocativa foto que posteó tu ex, entonces se te resbala el celular (dejaremos las razones a la imaginación del lector) y sin querer le das like. Te habrá pasado. Como cien veces. Y no solo con tu ex. Con un rival político. Con un sujeto que te cae mal. Con tu jefe. En total, tu presión arterial alcanza valores que no figuran en la bibliografía médica y, si sos una celebridad, hablarán de vos en la radio toda la tarde. Si no, casi seguro que tenés un problema en puerta. Hagamos dos.
Eso sí, no pretendas, codicioso y rapaz, que funcione el lector de huellas digitales. Muy touch, todo. Los likes y las llamadas salen como piña. Pero para que el lector de huellas desbloquee el teléfono no solo no tenés que tener las manos mojadas, que, bueno, se entiende, sino que no tenés que haberlas usado para ninguna tarea más abrasiva que acariciar al gato (y no mucho, ojo) durante las últimas quince semanas. El finde pasado estuve podando y limpiando la huerta. Para qué. Mi teléfono no solo no me reconoció las huellas digitales, sino que por si acaso le dio aviso al FBI.
Vuelvo a Twitter, ahora llamado X. Cada tanto, el antes mencionado algoritmo te sugiere tuits de personas que no seguís y que no te siguen. Calculo que tienen la pretensión de que operes con la red. Así que cuanto menos estás en X (o sea Twitter), más sugerencias extravagantes te aparecen. A mí, vaya uno saber por qué, me pone una cantidad de personas que la van de ocurrentes. Entiendo que el mensajito ingeniosamente sarcástico del tipo ya-estoy-de-vuelta-de-todo y “I’m bad and I like it” quedaba cool hace, pongamos, diez años. Pero ya fue, ya está, ya demostramos que la inteligencia nos alcanza para eso y no mucho más; el mundo sigue igual de roto antes de que presumiéramos del ágora global. Y ya demostramos también que tirados en el sofá, con el celular en la mano, somos todos corajudos y remalos. Pero ya pasó. Suena muy a viejazo, gente. Así que trato de silenciar al vivillo que me sugiere el ex-Twitter, y adivinen qué. Exacto: el botón Seguir está al ladito del menú para silenciar. Y por supuesto, no pregunta nada. En un pestañeo estás siguiendo a otro papanatas que habita en esa penumbra entre el troll y el chistoso, el algoritmo refuerza su convicción de que te interesa la pavada y, por supuesto, si, alarmado, intentás dejar de seguirlo, ahí sí, te pregunta si querés o no querés. Menos pregunta Dios y perdona.
Una peste
Notificaciones. Tómalas o déjalas. Mal o bien se las puede ir controlando, pero son como las plagas. Nunca te las sacás de encima por completo. Y no solo son molestas. También pueden resultar francamente dañinas. Fijate.
Luego de mucho trabajar con un posteo, cuando estás por publicar, se despliega una notificación por la parte superior y como la mano ya está en movimiento para agregar algún sticker o un efecto (que están en la barra superior) y como el tiempo de reacción del sistema nervioso humano está en el orden de los 200 milisegundos y la distancia por recorrer es de menos de 3 centímetros, el toque va a la notificación, no al sticker o al efecto o a Listo, así que se abre otra app que envió la notificación, perdés toda la Historia y maldecís en hexámetros dactílicos catalécticos.
Ahora bien, nada se compara con el mayor y más irritante de los defectos de la cosa touch. Es decir: ¿cómo demonios (miren que fino) se agarra un smartphone cuando empieza a sonar, ahí, sobre la mesa? ¿Nadie advirtió todavía que es todo pantalla y que encima tiene unos bordecitos de nada, eventualmente, además, y para sumar al insulto la humillación, biselados? Si lo levantas así, como viene, no sabés si vas a atender, a rechazar o qué. ¿Y si lo tenés en el bolsillo? Además de que lo primero que te imaginás es que se te metió un abejorro en el pantalón, ¿cómo hacés para sacarlo sin atender o sin rechazar la llamada?
Bueno, todos (observo esto incluso en las películas) levantan el teléfono cuando empieza a sonar como si fuera un paquete de C4. La realidad es que cuando un teléfono táctil está sonando es menos sensible que un aerolito. Podes agarrarlo con toda la mano, aplaudir sobre la pantalla, pasarle por encima con la bici o fregar con una franela el display –porque te parece que está medio sucio– y no va a responder la llamada. Créanme, lo probé, y la única forma en que el teléfono va a atender el llamado es si prolijamente deslizás el botón verde. Cosa que, por supuesto, no va a funcionar si tus manos están con guantes, mojadas o levemente curtidas, como nos pasa a los que trabajamos al aire libre, sobre todo en invierno. La solución para esto ya llega, paciencia.
Pero por lejos el más peligroso de los toques en este mundo desencarnado y touch es el de cortar. Primero, es cierta la aguda observación que Jerry Seinfeld hizo en el show de Conan O’Brien, hace unos cuantos años: es imposible cortar furioso con el iPhone o con cualquier otro teléfono touch. Salvo que lo estrelles contra una pared (lo que no garantiza que realmente cortes, dicho sea de paso).
Pero hay algo más grave e insidioso: podrías no cortar la llamada cuando tocás el botón rojo. El teléfono no te dice nada. No hay ninguna confirmación, aviso, alerta; solo un ruidito debilucho. Antes cortabas presionando algo. Y todavía antes, en la época de los teléfonos de disco y líneas fijas, colocabas el tubo en la horquilla (se llamaba así). Si estabas furioso, golpeabas enérgicamente al colgar, algo de lo que el interlocutor nunca se enteraba y que podía romper la horquilla; pero realmente colgabas. Ahora, en cambio, solo tocás una pantalla táctil, y mi mejor consejo, antes de criticar en voz alta a la persona con la que acabás de hablar, es que te cerciores de que realmente hayas cortado. En serio.
Mejor todavía, buscá en la configuración de tu teléfono y vas a encontrar que en Ajustes de llamada podés configurar botones del teléfono para atender (lo que resuelve el problema planteado dos párrafos arriba) y el de cortar. En mi caso, cuando mis manos están muy castigadas, atiendo con el de subir el volumen y corto con el de función (léase, el de encender y apagar). Aunque ya casi nadie llama mucho.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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