
La actriz que quedó huérfana a los cuatro años, sobrevivió a un marido violento y en la madurez fue su propia doble de riesgo
Barbara Stanwyck pasó su infancia entre hogares de acogida y las calles de Nueva York hasta que logró triunfar en Broadway y más tarde reinó Hollywood
Barbara Stanwyck fue una de las estrellas más talentosas e independientes de Hollywood desde la década del 20 hasta los años 80
Natalia Trzenko
Henry Fonda afirmaba que era el amor de su vida; William Holden le envió rosas cada año, durante 42 años, para agradecerle por su amabilidad durante el rodaje de El conflicto de dos almas cuando él era un novato y Barbara Stanwyck ya era una de las actrices más solicitadas de Hollywood, con una nominación al Oscar en su haber.
Directores como Frank Capra y Billy Wilder la consideraban una de las mejores intérpretes de la historia del cine y los técnicos que trabajaban con ella solían llamarla cada vez que necesitaban ayuda. Una diva de la pantalla grande a la que hasta los últimos años de su vida le incomodaban los homenajes y solo aceptó el Oscar honorario de la Academia tras la insistencia de sus amigos y admiradores.
Stanwyck era una rareza en la industria. Una de las pocas actrices exitosas que evitó ser un peón de los estudios y que nunca dejó de señalar los costados más oscuros de Hollywood.

Nacida como Ruby Catherine Stevens en 1907 en Brooklyn, la quinta hija de Catherine y Byron Stevens, Stanwyck conoció la tragedia desde la primera infancia. Cuando tenía cuatro años su madre, embarazada de su sexto bebé, fue arrojada de un tranvía en movimiento por un pasajero borracho lo que resultó en la pérdida del embarazo y su muerte. Huérfana a los cuatro años, la futura actriz quedó al cuidado de su padre y de su hermana mayor Laura, aunque ese arreglo no duró demasiado: abrumado por tener que criar a sus cinco hijos, dos semanas después de la muerte de su esposa, Byron aceptó un trabajo en la construcción del Canal de Panamá y abandonó a su familia para siempre.
Cuando Laura, apenas una adolescente, consiguió un trabajo como bailarina en un cabaret, sus hermanitos, incluyendo a Barbara, fueron enviados a hogares de acogida de los que se escapaban sistemáticamente. Fue en esos tiempos, antes de cumplir los diez años, según cuenta la leyenda, que la futura actriz empezó a fumar, un hábito al que le adjudicaba su sexy voz rasposa y que mantendría por el resto de su vida. Antes de llegar a la pubertad Barbara ya se las arreglaba sola, siguiendo a su hermana en las giras que hacía como artista. A los 14 años dejó la escuela y empezó a trabajar envolviendo paquetes en una tienda y a los 15 quedó embarazada y decidió someterse a un aborto, que en aquellos tiempos no solo era ilegal sino extremadamente peligroso. En su caso, el procedimiento resultó en la imposibilidad de volver a quedar embarazada.
La tragedia parecía empeñada en perseguir a Stanwyck, que a pesar de todo perseveraba. Siguiendo los pasos de su hermana Laura, en 1923 audicionó y fue elegida como una de las integrantes del cuerpo de baile de un club nocturno de Manhattan y cuatro años después, ascendió a las grandes ligas cuando debutó como protagonista en el musical Burlesque, en Broadway. Claro que como le había sucedido siempre, a la buena noticia le siguió otra pérdida. Mientras participaba de la obra The Noose, Stanwyck, quien adoptó el seudónimo con el que se haría famosa durante esa producción teatral, se enamoró de su compañero de elenco Rex Cherryman. Aunque ya estaba casado, la relación prosperó lo suficiente como para que decidieran huir juntos a París. Lo que comenzó como un gran romance terminó pronto y de la peor manera: Cherryman murió a causa de una infección generalizada en la Ciudad Luz.
Nace una estrella

De regreso en los Estados Unidos y en Broadway, la actriz conoció al que sería su primer marido, el actor y cómico Frank Fay, con el que se casó en 1928. El talentoso monologuista parecía la respuesta a todas las ausencias y traumas del pasado: al principio de su matrimonio Stanwyck lo describía como el hombre más sofisticado y atento que había conocido. Sin embargo, la debacle de su pareja fue tan estrepitosa que hasta se convirtió en parte de la leyenda del cine. Las biografías dedicadas a la vida y obra de la actriz aseguran que cuando la industria del cine tocó a la puerta de Stanwyck para tentarla con el glamour de Hollywood, ella en principio no estaba convencida de dejar el teatro para probar suerte en California. El asunto de ser una estrella no le atraía demasiado y, de hecho, una vez convertida en una solía protestar por las aristas más superficiales que conllevaba ser una sirena de la pantalla grande. Sin embargo, ante la insistencia de los jefes de estudio, decidió probar suerte en Los Ángeles y se trasladó allí junto a su marido a finales de los años veinte.

Rápidamente, su naturalidad frente a las cámaras y su espigada belleza la convirtieron en la actriz más buscada por productores y directores. Ella misma contó años después que sentía pesar por haber abandonado el teatro pero que sencillamente se había enamorado del cine. El que no estaba encantado con su nueva popularidad era su esposo, cuyo estilo de interpretación no se adaptaba bien a las necesidades de la pantalla.
Frustrado y celoso del éxito de Stanwyck, Fay bebía en exceso y solía descargar su furia atacándola. Para ese momento su vida profesional florecía, filmaba una película tras otra y ya estaba establecida como una de las grandes protagonistas de Hollywood. En esos rodajes, según relata el autor Axel Madsen en la biografía de Stanwyck, la actriz no conseguía ocultar sus problemas domésticos, al punto de que mientras filmaba El marido comprado solía contarle sus penas al director de la película, William Wellman.
Poco tiempo después, Wellman escribió el primer guion de Nace una estrella, aquel relato tantas veces reversionado, sobre el tormentoso romance entre una actriz en ascenso y su consagrado marido alcohólico. Tan parecida a los padecimientos reales de Stanwyck era la ficción, que antes de comenzar el rodaje el productor David O. Selznick contrató a un séquito de abogados para blindarse contra una posible demanda judicial. Lo cierto es que los detalles del tormentoso matrimonio de Stanwyck y Fay eran un secreto a voces en Hollywood, drama en el que también estaba involucrada otra gran estrella.
En las noches en que los abusos de su marido escalaban, Stanwyck acostumbraba a buscar refugio en la casa de su vecina Joan Crawford, de la que la separaba un cerco y la unía una amistad que duró toda la vida. Más allá del asilo y el consuelo que recibía de sus colegas, la creciente violencia de Fay llegó a un punto de no retorno cuando en medio de una de sus borracheras, el hombre tiró a Tony, el pequeño hijo que ambos habían adoptado, a la pileta. La actriz solicitó el divorcio y la custodia del niño. El tribunal accedió a su solicitud y Stanwyck volvió al trabajo. Y a enamorarse.
En 1936, mientras rodaba el film La esposa de su hermano junto a Robert Taylor, el romance de la ficción se volvió realidad y los actores empezaron a convivir, una transgresión que a Stanwyck le importaba poco y nada. Después de su desastroso primer matrimonio, volver a pasar por el altar no estaba en sus planes. Sin embargo, en el estricto y vigilado mundo de las estrellas de Hollywood, semejante situación no podía sostenerse. Eventualmente, en 1939, los estudios Metro GoldwynMayer, que tenían a Taylor bajo contrato, se hicieron cargo de la celebración de la boda de los fotogénicos actores. A diferencia de lo que había sucedido en su primer matrimonio, la pareja compartía la pasión por el cine.
A pesar de que Stanwyck solía irritar a los jefes de los estudios con su resistencia a sumarse a sus filas de manera permanente, lo cierto es que todos los directores con los que trabajaba la adoraban y lo mismo sucedía con sus coestrellas. Quizás por eso y por su energía para filmar sin descanso, para 1944 la actriz era la mejor paga de Hollywood. Aún así, lejos de los delirios de algunas de sus colegas, Stanwyck no estaba interesada en los brillos y las apariencias de su profesión sino que su foco estaba reservado para sus personajes, que seleccionaba pensando en que el público pudiera identificarse con ellos. Esa búsqueda, aunque encomiable, casi la hace perder el papel por el que muchos la recuerdan.
Mujer fatal

Cuando Billy Wilder le propuso protagonizar el film Pacto de sangre junto a Fred McMurray, la actriz rechazó su oferta. La idea de interpretar a la pérfida mujer fatal que engatusaba a un hombre para que asesinara a su marido la ponía nerviosa. No era la imagen que estaba acostumbrada a reflejar en la pantalla. Pero Wilder no dejaba de insistirle hasta que la convenció: solo ella le podría hacer justicia al personaje. La película fue nominada a siete premios Oscar, incluido el de mejor actriz principal para Stanwyck quien, para esa altura de su carrera, y de su vida, ya creía que las desgracias y la mala fortuna habían quedado en el pasado. Pero entonces cometió el peor pecado que una actriz de su talla puede cometer: empezó a envejecer.

Si hay algo que el indulgente Hollywood no perdona nunca a sus estrellas es que se atrevan a aceptar el paso del tiempo. Y mucho menos aceptable resulta la madurez si es una mujer la que se vanagloria de ella. Exactamente lo que hacía Stanwyck. Luego de haber pasado por los primeros años del cine sonoro y por la época de oro de las películas de estudio, la actriz seguía protagonizando películas aunque su cabello ya estaba lleno de canas que ella muchas veces se negaba a camuflar. De hecho, durante la década del 50, se aficionó a interpretar personajes de gran exigencia física, algo impensado para otras estrellas de la época.
En esos tiempos fue su propia doble de riesgo para las escenas que rodó en los westerns Sierra Nevada, Los males y Dragones de la violencia, el film dirigido por Sam Fuller en el que actuó una escena en la que su personaje se caía de un caballo, su pie quedaba enganchado en el estribo y terminaba siendo arrastrado por el animal. La secuencia era tan peligrosa que los dobles profesionales presentes en el set se negaron a filmarla y solo pudo hacerse cuando Stanwyck se ofreció a interpretarla, para sorpresa de todos. Para ese momento tenía 50 años: en Hollywood casi implicaba estar momificada.

“Todo el mundo me decía: “Por Dios, las actrices no pueden tener pelo blanco. Nadie quiere acostarse con una señora de pelo blanco. Todos decían: ‘no es posible tener cuarenta años’”. En esta ciudad ser viejo equivale a la muerte. Creo que es una tontería”, explicaba la intérprete a los 73 años en una entrevista con The New York Times. Para ese momento ya llevaba tiempo trabajando en la TV con apariciones especiales en programas como Los ángeles de Charlie, Dinastía y El pájaro canta hasta morir.
Divorciada de Taylor desde 1950, sus romances con hombres más jóvenes daban que hablar, pero Stanwyck ignoraba las habladurías sobre sus aventuras y todo lo que se dijera de ella. Incluso cuando su salud comenzó a deteriorarse por una bronquitis que se contagió mientras grababa la miniserie El pájaro canta hasta morir, uno de sus últimos deseos confirmó su espíritu independiente y ajeno a toda búsqueda de trascendencia.
A diferencia de muchos de sus colegas de Hollywood, ella pidió que tras su muerte no se hiciera velatorio ni ninguna ceremonia en su memoria. En su lugar lo que quería-y consiguió- era que sus cenizas fueran arrojadas desde un helicóptero hacia una zona montañosa de California. Después de todo, su cupo de despedidas, entierros y tragedias ya estaba completo desde que era una nena.
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