El viejo truco de apoyar dictaduras
Muchos políticos tienen resistencia a llamar las cosas por su nombre
Pasaron más de 25 años desde aquel mediodía del 2 de febrero de 1999 en el que Hugo Chávez asumió la presidencia de Venezuela con una promesa acorde a su demagogia.
“Juro delante de Dios, de la Patria y de mi pueblo que sobre esta moribunda Constitución haré cumplir e impulsaré las transformaciones democráticas necesarias para que la República tenga una Carta Magna adecuada a los nuevos tiempos”.
Estaba enterrando una de las democracias más longevas de la región frente a presidentes como Fernando Henrique Cardoso y Carlos Menem; uno inquieto por saber si la devaluación que había decidido sacaría a Brasil de los sobresaltos; el otro, preocupado por las consecuencias en la convertibilidad del peso que podría tener la drástica decisión del vecino.
Ambos eligieron irse cuanto antes de Caracas, mientras miles de personas se concentraban en un gigantesco parque de la ciudad para consagrar por anticipado una alianza que todavía proyecta sus sombras sobre la región. Chávez hablaría cuatro horas seguidas antes de dejarle paso a Fidel Castro, que dio un discurso de cinco horas y terminó en la madrugada del día siguiente. El cubano fue el último invitado en irse. Como nunca –tal vez con la excepción de su visita al Chile de Salvador Allende– se había sentido como en casa.
Hasta hoy, muertos Chávez y Castro, el intercambio entre ambos países mantiene las reglas de un trueque: Venezuela envía barriles de petróleo, Cuba imparte lecciones de represión y control político según los viejos manuales soviéticos reconfigurados para el Caribe y sus alrededores.
Cuatro años después de aquel casamiento político en Caracas, el matrimonio Kirchner llegó al poder justo en el momento en el que la Argentina y toda la región disponían de una monumental ola de ingresos generada por los productores agropecuarios gracias a los precios de los commodities. Una oportunidad similar a la que Perón había desaprovechado en la posguerra.
Empezó entonces el negocio de los vuelos privados que traían valijas llenas de dólares contantes y sonantes para alegrar una relación que en la superficie fue alimentada por una afinidad argentina nunca vista con otro país del barrio. Tanto fue así que la Argentina llegó a responder más a los deseos venezolanos que a sus responsabilidades respecto de Brasil, su socio principal, aun con Lula en el poder.
Una caravana de incondicionales del entonces gobierno argentino creyó ver en el nuevo comandante de la revolución latinoamericana la versión siglo XXI de las imágenes en blanco y negro de Sierra Maestra. No hay peor nostalgia de lo que nunca jamás sucedió.
Sin militar en filas supuestamente revolucionarias, vencidos por el acoso de la batalla cultural acentuada durante el esplendor kirchnerista, persiste en muchos actores políticos de la Argentina la resistencia a llamar a las cosas por su nombre.
No existe, según ese esquema cómodo y cínico, ningún dictador que ejerza la violencia en nombre de los postulados de izquierda. Un tirano merece esa oprobiosa denominación solo cuando es de derecha. ¿Borraría acaso los crímenes de las dictaduras de otro signo si también se denominara así a los Maduro y Ortega de estos días?
Para ese grupo que celebra sus libertades y reclama por sus derechos, pero parece no advertir la opresión ajena, Castro y Chávez se murieron revolucionarios sin haber merecido nunca la calificación de dictadores.
Los militantes que viajan para conocer los supuestos beneficios de la Revolución se alojan en hoteles con aire acondicionado y abundante comida, muy lejos de la realidad del cubano común. Desde su autopercibida superioridad moral apuntan con su dedo acusador al capitalismo y las democracias liberales.
Abajo, en las calles, deambulan ejerciendo el mismo oficio las nietas y bisnietas de las chicas sometidas por la mafia antes de la llegada de Fidel, Camilo y Ernesto.
Nicolás Maduro, por lo tanto, no es un autócrata que mandó a siete millones de venezolanos al exilio, sino apenas un gobernante con algunos problemas por corregir para que no se note tanto que tortura y mata gente, detiene opositores, los proscribe y los expulsa del país. Todo mientras la economía venezolana baja la inflación a fuerza de dolarización y campea una economía marginal digna de una guerra, de la que se benefician solo los escasos amigos del régimen.
Alberto Fernández, bajado del avión a último momento por el mismo gobierno al que antes había defendido, es un buen ejemplo de esa hipocresía.
Los pocos argentinos que accedieron al salón del tirano fueron aplaudidores identificados como “soldados de Perón”, tal como se solían llamar en otros tiempos los jefes montoneros. Drama y farsa, otra vez.
Los amigos de Venezuela fueron nuestros amigos hasta diciembre: Rusia, China y hasta Irán, que de no mediar por el escándalo desatado por el negociado para dejar impune el atentado contra la AMIA, habría sido un socio permanente del kirchnerismo. Los presidentes de Brasil y México siguen siendo miembros de ese club de garantes de dictaduras desde sistemas democráticos. Ese apoyo a las dictaduras socialistas se mide por décadas en la región.
Luego del domingo electoral, mientras día a día se postergaba la difusión del resultado oficial y se sumaban más muertes y represión, desde Cristina Kirchner hasta el último de sus incondicionales mantuvieron un largo silencio cómplice.
Los viejos socios de los aviones de las valijas hacen tiempo hasta que se disipe el escándalo del nuevo fraude y la atención se desvíe hacia algún otro tema.
El miércoles, por caso, mientras trataba de explicar cómo su gobierno había perdido la mayor inversión privada de la historia argentina, Axel Kicillof largó un “de eso hay que preguntarle a Cristina” cuando le preguntaron sobre el drama venezolano.
El apoyo llegó a chocar con el umbral de una cierta vergüenza. La que impide reconocer finalmente que en realidad el kirchnerismo celebra lo que el resto del mundo lamenta
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Paula Perez Alonso, entre la escritura de ficción y el mundo editorial
Experimentada editora, la autora del reciente El Metropole reflexiona sobre la actualidad del paisaje de la edición y la forma liberada en que crean los jóvenes
Daniel Gigena
Aunque es editora de libros no ficción desde finales de la década de 1990 en el Grupo Planeta (con un intervalo de cuatro años en El Ateneo) y una escritora reconocida desde el comienzo (su primera novela, No sé si casarme o comprarme un perro, de 1995, fue un best seller), Paula Perez Alonso (Buenos Aires, 1958) se asemeja a algunos de los personajes elusivos de El Metropole (Tusquets), su primer libro de cuentos que, en cierto sentido, parece incluir dos libros. Algunos relatos son más clásicos, como el de la niña que descubre que su madre es una bruja (“Lo inconfesable”) o el del niño déspota que martiriza a padres y vecinos (“El suicida”), y que pueden inscribirse en la rica tradición de la literatura rioplatense; otros, en cambio, resultan especulativos y enigmáticos.
Muchos de los cuentos habían sido “testeados” en el suplemento Verano 12 del diario Página 12. “Funcionó como un motor –dice la autora–. Son cuentos escritos a lo largo de doce años; varios quedaron afuera, porque siempre estoy escribiendo cuentos. El tema de la curaduría fue ir cortando”.
Es posible hallar una clave de lectura del conjunto en el cuento que da título al volumen, que hace referencia a un hotel donde el mayor acto creativo de los pasajeros en tránsito consiste en “desprenderse de uno mismo para ser otro”. “Es un libro con cuentos que tienen en común mundos cerrados sobre sí mismos, con personajes solitarios cuyo cruce con el mundo exterior los define o los obliga a determinarse –plantea–. Uno puede vivir en la soledad, cómodo, sin rispideces, sin necesidad de una identidad, pero hay un momento en el que se sale al mundo”.
En El Metropole, entonces, se narran los riesgos, las amenazas y los desafíos que conllevan el encuentro con los otros y el “choque” con el exterior, cualquiera sea la frontera que se atraviesa. “Podría decirse que son cuentos que muestran mundos de equilibrios inestables, como son todos los equilibrios, en los que lo sensorial y perceptivo viene antes que lo racional y el saber”, señala la autora, para quien la escritura, en muchas ocasiones, “predice” los hechos. “Lo escribo, lo imagino, lo cuento y después lo conozco. Uno no sabe bien qué está escribiendo y avanza en el desconocimiento. Es muy divertido. Eso que llega después viene como algo que yo no sabía y es tan material y potente como lo real. Me pasó con Kaidú”. Con esa novela de 2021,Perez Alonso ganó el Premio Nacional de Novela Sara Gallardo en 2022.
La autora reconoce “influencias involuntarias” de Silvina Ocampo, Sara Gallardo, Italo Calvino, los tres “con el ojo relativo y crítico de los que no se consideran el centro del universo”, señala.
Para Perez Alonso, que en 2023 fue jurado junto con Alan Pauls, Héctor Guyot y Romina Paula del Premio Estímulo a la Escritura “Todos los tiempos el tiempo”, para jóvenes de 20 a 40 años, las nuevas generaciones escriben de manera diferente.
“Hay una generación de menos de cuarenta años más liberada de los que fueron o son nuestros modelos de escritores, los jóvenes están más liberados del purismo –sostiene–. Ninguno de ellos quiere escribir como Saer y Onetti ni como dictan algunos ‘comisarios de la cultura’. Están mucho más influidos por César Aira, que dijo hace poco a la TV sueca que su escritura imita el caminar de un niño. Y Aira es un clásico ya”.
Otro factor determinante para esta “liberación” de voces es la mayor posibilidad de publicar que tienen los escritores jóvenes en la actualidad.
“Ahora se publica tanto que nadie está esperando los libros de nadie; por lo tanto, se escribe con más libertad –remarca la escritora y editora–. Eso también condiciona el modo de leer: se lee más interrumpido, con varias cosas al mismo tiempo. Y cada vez hay menos personas que se sienten obligadas a terminar un libro. Parece que siempre hay algo más interesante que te está esperando”.
–Al cambiar los modos de leer, ¿cambiaron los modos de editar?
–Los grandes grupos editoriales necesitan ventas y no se los puede criticar ni atacar por eso; buscan ampliar el mundo lector, no perder lectores, sino sumar a esas personas que nunca leyeron un libro. Esos lectores buscan novelas de grandes personajes, con tramas sólidas. Las editoriales medianas y chicas pueden darse el gusto de ser más modernas, incluir a escritores que toman riesgos, que tratan de no acatar la norma, de buscar algo diferente con una voz propia. Luego las más grandes los captan. Son lógicas que conviven, funcionan. Se puede publicar a un autor que tiene éxito, como pasó con Dolores Reyes en Sigilo, y dejar que se vaya a otra editorial: ese movimiento es saludable.
–¿Cómo conviven en vos la escritora y la editora?
–Me tengo que desdoblar con mucho esfuerzo. Al principio, todo el tiempo tenía palabras de otros en mi cabeza, que después logré separar. Con el tiempo, lográs leer sin involucrarte. Es el trabajo del camaleón.
Resultados de búsq
Para ser editor tenés que tener cierto deseo de invisibilidad, porque si querés protagonizar vas a tratar de imponerte ante el escritor o frustrarse porque no tomó lo que proponías. La verdad es que mi corazón está en la ficción, pero como edito a escritores con mucha experiencia mi intervención es mínima, de registro, de palabras, de la importancia del comienzo. Con los escritores de no ficción, como casi siempre son periodistas, sobresalen los que son buenos lectores, como Tato Young. Hugo Alconada Mon se convirtió en un escritor de ficción y en su segunda novela se nota cuánta buena ficción ha leído porque está suelto y escribe con un oído muy fino para las voces, se nota cómo disfruta de escribir.
–¿El ámbito literario va a salir indemne del contexto político actual?
–No hay concursos, el Sara Gallardo de Novela y el Storni de Poesía ya fueron. Lindísimos premios, una tristeza enorme que no se hayan convocado. Los premios son algo importantísimo para descubrir voces, porque los escritores escriben en condiciones de trabajo pésimas, todos robándole horas de trabajo. Lo mismo en todas las artes. Es una locura que la literatura y el arte no sean percibidos como algo vital para un país. Pero confío en que sea algo transitorio.
–¿Leés poesía cuando escribís narrativa?
–Sí, me parece importantísimo. Cuando un escritor dice que no lee poesía, me sorprendo. La composición de algo musical siempre incide en lo que uno escribe, y eso en la poesía es clave.
–¿Las escrituras de la intimidad te interesan?
–Me interesan muchísimo los diarios de escritores y artistas; en pandemia era lo que más me gustaba leer. Son textos más livianos que muestran mucho. Es un género fantástico si no está escrito por alguien que no puede escribir en otra cosa que no sea la primera persona. Si lo único que podés escribir es acerca de vos mismo, se podrá hacer un libro, pero después se agota. Es un buen ejercicio, pero la literatura está plagada de autoficción desde Stendhal; hoy, me gustan más sus diarios y crónicas de viajero que sus novelas.

–¿Por qué le dedicaste el libro a Rodolfo Rabanal?
–Es un escritor que admiro y al que extraño muchísimo. Tremendo interlocutor, alguien que no se concedía nada, alguien que si no tenía nada que le pareciera interesante o vivo no publicaba. Aunque era de una generación donde primaba el machismo, él nunca lo fue naturalmente, sin necesitar “deconstruirse”. Era de una delicadeza interior única, la inteligencia y la sensibilidad para el bien siempre. Comentar con él las lecturas de John Ashbery y Osip Mandelstam era una gloria. Fanático de la Ilíada, charlábamos sobre Homero con Ramón, mi pareja, y Cristina, su mujer, hasta la madrugada con una dicha enorme.
Obras
–¿El ámbito literario va a salir indemne del contexto político actual?
–No hay concursos, el Sara Gallardo de Novela y el Storni de Poesía ya fueron. Lindísimos premios, una tristeza enorme que no se hayan convocado. Los premios son algo importantísimo para descubrir voces, porque los escritores escriben en condiciones de trabajo pésimas, todos robándole horas de trabajo. Lo mismo en todas las artes. Es una locura que la literatura y el arte no sean percibidos como algo vital para un país. Pero confío en que sea algo transitorio.
–¿Leés poesía cuando escribís narrativa?
–Sí, me parece importantísimo. Cuando un escritor dice que no lee poesía, me sorprendo. La composición de algo musical siempre incide en lo que uno escribe, y eso en la poesía es clave.
–¿Las escrituras de la intimidad te interesan?
–Me interesan muchísimo los diarios de escritores y artistas; en pandemia era lo que más me gustaba leer. Son textos más livianos que muestran mucho. Es un género fantástico si no está escrito por alguien que no puede escribir en otra cosa que no sea la primera persona. Si lo único que podés escribir es acerca de vos mismo, se podrá hacer un libro, pero después se agota. Es un buen ejercicio, pero la literatura está plagada de autoficción desde Stendhal; hoy, me gustan más sus diarios y crónicas de viajero que sus novelas.

–¿Por qué le dedicaste el libro a Rodolfo Rabanal?
–Es un escritor que admiro y al que extraño muchísimo. Tremendo interlocutor, alguien que no se concedía nada, alguien que si no tenía nada que le pareciera interesante o vivo no publicaba. Aunque era de una generación donde primaba el machismo, él nunca lo fue naturalmente, sin necesitar “deconstruirse”. Era de una delicadeza interior única, la inteligencia y la sensibilidad para el bien siempre. Comentar con él las lecturas de John Ashbery y Osip Mandelstam era una gloria. Fanático de la Ilíada, charlábamos sobre Homero con Ramón, mi pareja, y Cristina, su mujer, hasta la madrugada con una dicha enorme.
No se si casarme o comprarme un perro (novela, 1995)
El agua en el agua (novela, 2001)
El mundo de la edición de libros (ensayo en colaboración, 2002)
Frágil (novela 2008)
El gran plan (novela 2016)
``Kaidú (novela 2021)
El agua en el agua (novela, 2001)
El mundo de la edición de libros (ensayo en colaboración, 2002)
Frágil (novela 2008)
El gran plan (novela 2016)
``Kaidú (novela 2021)
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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